DUEÑO DE MÍ, DUEÑO DE NADA

DUEÑO DE MÍ, DUEÑO DE NADA

Por Hernán Borisonik 

Se suele decir que antes de la Modernidad el “ser” determinaba el “hacer” (ser hijo del zapatero, dedicarse a hacer zapatos), pero que durante el tránsito histórico que desembocó en la Revolución Francesa se invirtieron los términos y, desde entonces, las personas pasaron a ser libres para “hacer” su camino y devenir, pasar a “ser”, objetos de su propia creación. Más allá de las grandes imprecisiones o parcialidades que contienen esas ideas, es cierto sin duda que el humanismo moderno se desarrolló a través de una imagen productiva (una productividad que nutrió e incluso dio forma al plano de la creación estética), y que eso modeló en gran medida a la subjetividad occidental por cerca de dos siglos. Tal vez por eso se fue dando naturalmente un proceso de atomización de la potencia creadora, hasta el surgimiento del tan trillado y mezquino self made man.

De cualquier modo, y aunque sigamos atándonos simbólicamente a muchos de los arquetipos modernos, hoy nos encontramos, de modo irrefutable, frente a un nuevo movimiento de esas (y otras) categorías que hace que el ser y el hacer se vinculen de formas hasta ahora desconocidas, cuestión que pone en jaque (¿mate?) la seguridad de los binarismos del tipo “moderno-premoderno”. En la actualidad, se dan simultáneamente una exacerbación de la autoridad sobre el sí (sobre el yo), que lleva a un rebasamiento de las clasificaciones normalizadas, y a la vez una regulación casi total de los modos y sentidos con los que estos “soberanos de sí” se expresan y agrupan. Lo que se aprecia es una especie de macro-estructura que absorbe y usa la información producida colectivamente generando en cada cual la ilusión de libertad de elección, pero minando en definitiva toda posibilidad de rechazar la reiteración tendencialmente infinita de los mecanismos de micro subjetivación.

Para decirlo más sencillamente: las subjetividades contemporáneas se encuentran fraguadas por nuevas constelaciones de fuerzas, que implican un potente control sobre el tiempo real y generan un enorme apego al instante. Se da, así, un juego de espejos entre la diversificación casi absoluta de las identidades y la forma en la que éstas son interpretadas por los mecanismos de normalización. Es cómodo, casi un regalo, para las (plata)formas digitales automatizadas el hecho de que permanentemente estemos diciendo que somos esto o lo otro y nos lo creamos. Sobre todo, porque lo decimos demasiadas veces e incluso con sentidos muy distintos. El resultado de este tipo de individuación es la contracción de la subjetividad a un presente sin historia ni barreras, con la consecuente creación de una identidad poco abierta a enterarse de la dinámica de los movimientos pulsionales que la configuran. Hace unos años participé de un equipo de investigación sobre el cruce entre subjetividad, trabajo y vocación. La investigación estaba enfocada sobre todo en las personas que buscaban o tenían empleos en los que la mayor motivación era ganar dinero. Nunca me voy a olvidar de los dichos de un empleado de Remax que era “muy libre y feliz” por no tener jefes a la vista ni horarios fijos, pese a declarar también que dormía poco y se sentía muy presionado.

Otro ángulo para mirar el mismo problema es la idea de “artista”. Nuestros tiempos facilitaron enormemente el acceso a tecnologías que permiten que cualquiera que así lo desee pueda fácilmente producir y consumir imágenes. Boris Groys lo mostró de un modo hermosamente claro en su Volverse público: durante los siglos XVIII y XIX los artistas eran una minoría que vivía de su trabajo y formaba el gusto del resto de los miembros de la sociedad. Pero desde comienzos del siglo XX, y cada vez con más fuerza, la dicotomía entre artistas y espectadores comenzó a colapsar debido a la introducción de tecnologías que facilitaron más y más los medios de expresión estética, a la vez que dinamizaron de manera espectacular los medios de expresión de las opiniones personales sobre cualquier tema. Uno de los resultados hoy tangibles de ese proceso es la dificultad (o, mejor dicho, la virtual imposibilidad) para fijar algún límite entre artistas y público, entre obra y autor o entre arte y (auto)diseño.

Una consecuencia adicional del mismo proceso es la desjerarquización de los discursos y los conocimientos, al punto de dar espacio para dudar sin bases de ninguna clase de la teoría de la evolución o de la redondez de la Tierra. Y no me refiero a las dudas honestas que puedan haber surgido desde ámbitos preocupados por el conocimiento del mundo, sino a las teorías conspirativas fundadas en el odio y la ignorancia que tantos años de maltrato, depresión y manía capitalistas han traído. En ese sentido, merecería la pena dedicar un rato a pensar en las fuentes de esas formulaciones y las afinidades políticas de cada caso, pero eso es para otro texto.

Imágenes de la obra One Million Dollars. 2002, de Wilfredo Prieto. Billete de un dólar estadounidense y espejos.

Volviendo al eje central, además de la ilusión del libre acceso a los medios (o la confusión de ese acceso con una real posibilidad de expresarse y comunicarse con otras personas), la digitalización de los medios de registro y expresión trajo una casi inmediata ilusión de inmaterialidad. Los recursos digitales se presentan como irrestrictos e ilimitados. Lo cual, por supuesto, es falso, ya que cada click implica un gasto energético. Y hoy una parte considerable de la producción y la polución mundiales se deben a las necesidades de los dispositivos que requieren recargar sus baterías y a la información que circula de un lado al otro de modo “inmaterial”).

Lo anterior se conjuga en términos bastante concretos si lo miramos desde el lado de la producción. Nos encontramos con una masa inmensa de personas cuyas vidas son tomadas como insumo (lo quieran o no, tengan trabajos remunerados o no, hayan alcanzado cierto nivel de educación o no…) para una economía que logra formalizar y mercantilizar esas existencias, al tiempo que hace uso de los mecanismos antidemocráticos que ha establecido el neoliberalismo para no repartir los beneficios ni ser blanco de grandes ataques. Se ha dicho ya bastante (y muy bien) cómo se dan varios canales de interrelación entre estos actores y el capital financiero. Pero otra de las líneas que merece ser analizada es aquella ya percibida por Herbert Marcuse (y últimamente retomada por Mauruzio Ferraris) de la desublimación.

Freud mostró que los seres humanos podemos mediar las metas pulsionales primarias permutándolas por otras, sin perder la intensidad original de la libido, a través de la sublimación. Ese desvío hacia nuevos fines se da principalmente en actividades artísticas o intelectuales. Según Freud (que en sus palabras refleja toda la tradición filosófico-política que lo precedía), para sostener la vida social es necesario controlar los deseos y por eso la mediación es saludable para la comunidad. Mientras tanto, hoy lo que vivimos es una era de desublimación, de inmediatez, de regreso a un estadio más primario de la vida, pre-verbal y pre-ético (toda ética implica una contracción de las posibilidades de los cuerpos). Desde el eco (un eco simplificador y parcial) de ciertos elementos del pensamiento de Nietzsche, Heidegger o Derrida, se estableció una suerte de anti-humanismo que se ocupó de recuperar la animalidad sustancial del hombre y la búsqueda de expresar un deseo “puro” (o pre-sublimado).

Marcuse vio con asustadora claridad que los avances tecnológicos dentro del entorno capitalista lejos de emanciparnos apoyan los lazos de dominación, a través de la disminución del Eros y la liberación de una sexualidad menos mediada (pero más opresiva). En su análisis, los sujetos de lo inmediato buscan la satisfacción rápida de los impulsos, volviéndose unidimensionales y fácilmente dependientes de cualquier cosa que los alivie. Y como contracara, las capacidades de lucha política decaen hasta el ridículo. Ferraris, por su parte, sostiene que los caminos contemporáneos del deseo no se dieron en los términos emancipatorios de Deleuze y Guattari, sino que, al contrario,  se perdieron en los laberintos de las redes digitales y devinieron mecanismos de tiranización y explotación.

Hoy en día, es cotidiano ver cómo el deseo se canaliza en odios, linchamientos, postverdades y formas de manipulación que tienen beneficiarixs concretxs. Hay una primarización de la experiencia vital que apunta a punzar sobre las emociones y apetitos más básicos para aprovechar las reacciones y reflejos individuales y rápidamente mercantilizarlos. Eso hace que nos entreguemos al goce de la repetición, en lugar de tomar distancia de nosotrxs mismxs. Ese punto se puede ver claramente en la música pop, concentrada cada vez más en reiterar frases pegadizas. Algo de eso fue aludido, por ejemplo, en una performance de 2017 del colectivo Lolo y Lauti en la que cantaban el estribillo de la canción pop-latina del momento, instalada en los labios y mentes de todo el mundo durante algunas semanas (https://loloylauti.com/thaluma). Pero el ritmo de capital nos insta, también, a que a cada rato busquemos un nuevo loop que nos entretenga. Las migajas de la libertad individual parecerían jugarse en esos microsegundos de “decisión” entre un ciclo y el siguiente, que son precisamente los que hoy se gobiernan algorítmicamente. Entonces, nos distraemos con las batallas por la propiedad de nuestro ser y nos evadimos de los problemas que acompañaron y acompañarán nuestra existencia en el universo: las necesidades insatisfechas, el retorno permanente del hambre y el sueño, la pujanza de los deseos sexuales y la dependencia de mecanismos colectivos para sobrevivir. Vivimos corriendo detrás de situaciones que no podemos resolver, a velocidades que nunca podremos alcanzar, y mientras tanto nos desorganizamos como cuerpos y potencias.

“Las subjetividades contemporáneas se encuentran fraguadas por nuevas constelaciones de fuerzas que implican un potente control sobre el tiempo real y generan un enorme apego al instante. Se da un juego de espejos entre la diversificación casi absoluta de las identidades y la forma en la que éstas son interpretadas por los mecanismos de normalización. Es casi cómodo, casi un regalo, para las (plata)formas digitales automatizadas el hecho de que permanentemente estemos diciendo que somos esto o lo otro y nos lo creamos.”

Lo anterior plasma la metodología de un régimen económico en el que la generación, división y extracción de datos producida en todos los aspectos de la vida de todos los seres humanos (y aledaños) y de manera permanente es tendencialmente la mayor fuente de acumulación. Como si las pulsiones y traumas más profundos pudieran ser sanitizados y organizados, mercantillizados y conducidos a actos que se presentan como espontáneos (como la reciente “toma” del Capitolio en Washington); pero que finalmente sólo redundan en frustración, depresión y más violencia.

Hernán Borisonik es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, profesor adjunto en la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín e investigador del Conicet. Dirige y forma parte de diversos proyectos vinculados a la filosofía y la teoría política. Realiza discontinuamente tareas de curaduría, performance y crítica de artes. Editó varios volúmenes académicos y de divulgación y escribió los libros Dinero sagrado. Política, economía y sacralidad en Aristóteles (2013) y Soporte. El uso del dinero como material en las artes visuales (2017).

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KIT DE SUPERVIVENCIA AGUAFIESTAS

KIT DE SUPERVIVENCIA AGUAFIESTAS

Por Sara Ahmed 

*Texto incluido en Vivir una vida feminista (Caja Negra, 2021) 

Convertirse en una aguafiestas puede sentirse, a veces, como hacer tu vida más difícil de lo que debería ser. He oído este sentimiento expresado en términos de amabilidad: como sugiriendo que si dejas de notar las exclusiones tu carga se hará menos pesada. La implicación es que si dejas de luchar contra algo serás recompensada con una proximidad mayor a eso contra lo que luchas. Quizá te incluirían si dejaras de hablar de exclusiones. A veces el juicio se expresa con menos bondad: la desaprobación puede mostrarse en miradas de soslayo, suspiros, ojos que se ponen en blanco; dejen de luchar, adáptense, acepten. Y una misma puede sentir eso: que al prestar atención a ciertas cosas se complica la propia la vida.

Pero las experiencias que tenemos no solo traen desgaste; también nos proveen recursos. Lo que aprendemos de estas experiencias puede ser cómo sobrevivimos a estas experiencias. Comprometerse con una vida feminista significa que no podemos no hacer este trabajo; no podemos no pelear por este causa, sea lo que sea que cause, de modo que tenemos que encontrar una manera de repartir los costos de ese trabajo. La supervivencia entonces se vuelve un proyecto feminista común. Es así que esta caja de herramientas contiene mis objetos personales, los que he acumulado con el tiempo; cosas que sé que necesito hacer y tener cerca para seguir andando. Cada una acumulará cosas diferentes, sus propios objetos; podemos espiar los kits de las demás y encontrar allí la historia feminista de alguien más. Pero creo que lo importante de este kit no es solo lo que incluimos en él; es el kit en sí mismo, tener un lugar donde depositar aquellas cosas que necesitamos para sobrevivir. El feminismo es un kit de supervivencia aguafiestas.

Podríamos pensar en este kit de supervivencia feminista como una forma de autocuidado feminista. No obstante, pensar en un kit de supervivencia aguafiestas en términos de autocuidado podría parecer parte de una agenda neoliberal, una manera de hacer que el feminismo se trate de la resiliencia individual. Investigué el problema de la resiliencia en el capítulo 7, el modo en que se nos pide que nos hagamos resilientes para que podamos aguantar más (más opresión, más presión, más trabajo). Pero nuestro problema es este: el feminismo necesita que las feministas sobrevivan. Puede que a pesar de todo tengamos que continuar siendo capaces de aguantar, soportar la presión a la que nos someten cuando nos negamos a tolerar más, cuando nos negamos a vivir con un mundo.

El feminismo necesita que las feministas sobrevivan: mi kit de supervivencia aguafiestas se arma en torno a esta oración. Es una oración feminista. Y la inversa también es verdad: las feministas necesitamos que el feminismo sobreviva. El feminismo necesita que quienes vivimos vidas feministas sobrevivamos; nuestra vida se vuelve una supervivencia feminista. Pero el feminismo tiene que sobrevivir; nuestra vida se vuelve una supervivencia feminista en este otro sentido. El feminismo nos necesita; el feminismo necesita no solo que sobrevivamos, sino que dediquemos nuestras vidas a la supervivencia del feminismo. Este libro ha sido una expresión de mi voluntad de dedicarme a eso. Las feministas necesitamos que el feminismo sobreviva.

(…) 

Necesitamos un asidero cuando lo perdemos. Un kit de supervivencia aguafiestas consiste en encontrar un asidero justo en el momento en que una parece perderlo, cuando las cosas sencillamente se nos escapan de las manos; una manera de sujetarnos cuando la posibilidad que intentábamos alcanzar parece escabullirse. Feministas aguafiestas: incluso cuando las cosas se escapan de las manos, incluso cuando nosotras nos escapamos de las manos, necesitamos sujetarnos a las cosas.

ÍTEM 1: LIBROS 

Una necesita tener a mano sus libros feministas favoritos; tienen que darte una mano. Una tiene que llevarlos consigo; hacerlos parte de una misma. Las palabras pueden ayudarnos a levantarnos cuando caemos. Y nótese: muchas veces son los libros los que nombran el problema y nos dan así una forma de manejarlo. Los libros feministas picantes tienen una agencia especial, muy característica. Me siento impulsada por su picor. 

Entre los libros de mi caja de herramientas se encuentran La hermana, la extranjeraA Burst of Light, ZamiUna biomitografía y Los diarios del cáncer, de Audre Lorde; Feminist Theory Talking Back, de bell hooks; The Politics of Reality, de Marilyn Frye; El género en disputaCuerpos que importan y Vida precaria, de Judith Butler; La señora Dalloway, de Virginia Woolf; El molino del Floss, de George Eliot; y Frutos de rubí, de Rita Mae Brown. Ya sé que esta lista incluye muchos libros de Audre Lorde y Judith Butler. Sus palabras me llegan. Sus palabras me enseñan. Adonde voy, ellas van.

ÍTEM 2: COSAS 

Una vida feminista también está rodeada de cosas. Vivir una vida feminista crea cosas feministas. Todas tenemos tendencias; puede que seamos acumuladoras feministas, que guardan cada cartel, prendedor o pedazo de papel de una reunión; o quizá no. Pero pensemos en cómo una convención produce cosas (las fotografías de una boda, los signos de una vida reproductiva que pueden reunirse como pesas sobre las paredes). Necesitamos tener objetos, también; cosas que reunimos, recuerdos de una vida feminista, objetos felices incluso, recordatorios de conexiones, luchas compartidas, vidas en común. Podemos tener más o menos cosas, pero una feminista necesita sus cosas. 

Tenemos que rodearnos de feminismo. En una conversación con Gloria Steinem, bell hooks describe cómo ella se rodeó de objetos preciosos, objetos feministas, para que esas cosas fueran lo primero que viera al despertarse. 

Pensemos en esto: una crea un horizonte feminista alrededor de sí misma, el calor de los recuerdos; el feminismo como creación de memoria. El feminismo también deja cosas atrás. Las cosas pueden ser el modo en que manejamos lo que nos toca enfrentar: nos recuerdan por qué hacemos lo que hacemos. Las cosas son recordatorios. Nuestra política feminista hace cosas al tiempo que rompe cosas. 

ÍTEM 3: HERRAMIENTAS 

Un kit de supervivencia es también una caja de herramientas feminista. ¿Cuáles son tus herramientas feministas? Entre las mías hay un bolígrafo y un teclado, una mesa; las cosas a mi alrededor que me permiten seguir escribiendo, transmitir mis palabras. Quizás un kit de supervivencia es también una caja de herramientas. Necesitamos tener cosas que sirvan para hacer cosas; una aguafiestas necesita más herramientas cuantas más cosas enfrenta. Tal vez utiliza su computadora para escribir un blog. Una herramienta: un medio para un fin aguafiestas. El propio blog deviene una herramienta; es el modo en que ella extiende su alcance; la manera en que encuentra una comunidad de aguafiestas. Un fin feminista es a menudo un nuevo medio. Cuanto más difícil se hace alcanzar nuestros fines, más medios disponibles necesitamos.

Tenemos que diversificar nuestras herramientas, expandir nuestro rango; necesitamos volvernos más y más creativas, porque con frecuencia cuando hacemos una cosa, nos encontramos con un bloqueo. Ella tiene que seguir avanzando cuando se bloquea; ella puede levantarse a si misma adquiriendo otra cosa, quizás algo que encuentra cerca. Por supuesto, entonces, una feminista aguafiestas se acerca a las cosas como objetos potencialmente útiles, como medios para sus fines. Ella encuentra un uso para las cosas. Quizá no utiliza las cosas del modo en que se supone que debería. Puede que use las cosas de manera queer o que haga queer su uso. Su kit de supervivencia aguafiestas, para cumplir con su propósito, se convertirá él mismo en otra cosa útil. Pero si le diéramos ese kit a otra persona, podría no ser demasiado útil. De hecho: podría incluso considerarse que un kit de supervivencia aguafiestas compromete la salud y la seguridad de otras personas. De hecho: un kit de supervivencia aguafiestas podría ser inútil para otras personas. 

Una herramienta feminista tiene filo; tenemos que mantener nuestras herramientas afiladas. Cuando hablamos, muchas veces dicen que somos filosas. Escúchenla: estridente, chillona, la voz de la aguafiestas. Una voz puede ser una herramienta. Y sin embargo algo afilado puede volverse redondeado. En una ocasión, una persona convirtió esta agudeza en un insulto, al decir que yo no era “la herramienta más aguda de la casa (del ser)”. Convierto este insulto en una aspiración voluntariosa: para elaborar argumentos feministas hay que estar dispuesta a redondearse. Mi propia política de citación en este libro es un ejemplo de esto. 

Describí al feminismo lesbiano como una forma de carpintería voluntariosa. De modo que sí, necesitamos carpinteras feministas, obreras feministas; necesitamos construir edificios feministas sin usar las herramientas del amo, como decía Audre Lorde, con terquedad, proclamando inquebrantablemente que las herramientas del amo nunca destruirán su casa. Puede que necesitemos herramientas feministas para hacer herramientas feministas. Necesitamos convertirnos en herramientas; nosotras también podemos ser ladrillos, ladrillos feministas. 

Desde ya, a veces una feminista tiene que entrar en huelga. Hacer una huelga es dejar tus herramientas a un lado, negarte a trabajar trabajando con ellas. Una feminista a veces se niega a trabajar, cuando las condiciones laborales son injustas. Una herramienta puede ser lo que ella deja a un lado cuando entra en huelga.

ÍTEM 4: TIEMPO 

¿Tu corazón se aceleró cuando leíste ese e-mail? ¿Tus dedos se volvieron más rápidos cuando tipeabas la respuesta, como si estuvieran tomados por la fuerza de tu propia rabia? ¿Te posee la sensación de que esto te está sucediendo, de que estás atrapada por tu suerte, y los escalofríos te recorren? Decidas lo que decidas, enviar algo o no hacerlo, decir algo o no hacerlo, mejor hacer una pausa, tomarse un tiempo. Bajar la velocidad. Fruncir el ceño. Puede que aún así decidas enviar el e-mail, pero te alegrará haberte dado el espacio para decidirlo; te alegrará. 

El tiempo también implica poder tomarse un descanso. Incluso cuando una ha aceptado voluntariamente la tarea de la aguafiestas, somos más que esa etiqueta. Vale la pena tomarse descansos; hacer otras cosas con las cosas. Un descanso puede ser necesario para volver al trabajo. 

Descansar de ser una aguafiestas es necesario para una aguafiestas si quiere persistir en su rol. Ser una aguafiestas no es todo lo que somos, y si te dejas consumir por ella, puede drenar toda tu energía, y lo hará. Hay que volver a ella; ella volverá a nosotras; nosotras lo haremos, ella lo hará.

ÍTEM 5: VIDA 

Hay tantas cosas en la vida, como sabemos, cosas que son cotidianas o simplemente están ahí, cosas bellas, para amar; cosas que van y vienen; cosas que son más valiosas porque son frágiles. Ser una aguafiestas es demasiado absorbente, si te saca de los mundos en los que estás; la salida y la caída del sol, el ángulo en que los árboles se inclinan, la sonrisa de una amiga cuando comparten un chiste, el agua fresca y fría; la sensación del mar como inmersión; los aromas familiares de las especias mientras se cocinan. 

Dos veces en la vida, un animal llegó a mi existencia y la hizo sentir más posible, la hizo vibrar de posibilidad: cuando tenía doce años, fue Mulka, un caballo que estuvo conmigo por casi treinta años. Siempre ahí para mí incluso cuando vivíamos en continentes distintos. Mulka salvó mi vida, de eso estoy segura: me ayudó a encontrar otro camino en un momento en que estaba arrojándome a un destino miserable. Trajo consigo un mundo, un mundo de gente de caballos, en Adelaide Hills, un mundo más allá de la escuela y de la familia. Trajo consigo a Yvonne y a Meredith Johnson, que al cuidarlo cuando yo estaba lejos, cuidaron de mí. Y luego vino Poppy, nuestra cachorrita, que llegó a mi vida mientras escribía este libro. Es la primera vez que comparto mi vida con un perro. Ella mejora todo. Trajo tanto consigo, todo su esfuerzo puesto en la tarea de ser ella misma; una presencia arrolladora que me mantiene en el presente. Se abrió paso en mis afectos. También se abrió paso en este kit de supervivencia. Lo abandonará de la misma manera; de eso también estoy segura. 

Sobrevivir como estar: estar con Mulka; estar con Poppy; estar en un presente; estar afuera en el mundo; estar viva con un mundo. 

La vida importa; somos aguafiestas porque la vida importa; y la vida puede ser aquello por lo que las aguafiestas peleamos; la vida exige que dediquemos tiempo a vivir, a estar a vivas, a lanzarnos a un mundo con otros. Necesitamos estar arrojadas por el modo en que otros se arrojan. Necesitamos inquietarnos con lo inquietante. Tenemos que dejar entrar a la vida, en toda su contingencia. Pienso en esto como una apertura a la casualidad. Y afirmar la suerte es una especie de quiebre; quebramos un lazo que decide por nosotras qué clase de vida debe tener una vida para contar como una buena vida. Pero eso no significa cortar tu lazo con la vida. Cortar un vínculo es para toda la vida. Creemos en la vida aún más cuando tenemos que luchar por ella, sea que tengamos que quebrarnos porque tenemos que luchar para existir o para transformar una existencia. 

Involucrarse en un proyecto de vida es afirmativo. Eso es lo que las personas que recibimos la etiqueta de aguafiestas sabemos muy bien; sí, dicen que somos negativas, pero al aceptar voluntariamente esa asignación estamos afirmando algo. Podemos usar palabras diversas, nombres diversos, para llamar a este algo.

ÍTEM 6: NOTAS DE AUTORIZACIÓN 

Lo que una puede hacer es limitado. Tengo en mi kit de supervivencia aguafiestas algunas notas de autorización que me dan permiso para dar un paso al costado cuando todo se me hace excesivo. Podemos aprender a elegir nuestras batallas con sabiduría, pero las batallas también pueden elegirnos a nosotras. No siempre sabes cuándo podrás utilizar o cuándo de hecho utilizarás tus notas de autorización aunque te las hayas dado ti misma. Sin embargo, el solo hecho de tenerlas ahí, como una manera de darte el permiso de salir de una situación, puede hacer que la situación sea más soportable. Tenemos permiso para irnos; tenemos permiso para sufrir. 

Renuncié a mi puesto académico porque me di a mí misma el permiso de hacerlo. Esa no es la única razón. Pero necesitamos tener la posibilidad de abandonar una situación, terminemos haciéndolo o no. Tener la posibilidad de irse requiere recursos materiales, pero también un acto de la voluntad, no estar dispuesta a hacer algo cuando eso compromete tu capacidad de ser algo.

También tengo en mi kit algunos permisos por enfermedad. ¿Sabemos antes de un evento o encuentro que será comprometedor? ¿Intuimos que estaremos molestas, sin poder hacer nada? Bueno, entonces vale la pena incluir algunos permisos por enfermedad en tu kit. Usémoslos con moderación, pero dado que una puede enfermar por la ansiedad de caer enferma, las notas de permiso expresan una verdad política y personal. Esto no implica, por supuesto, que lo que anticipamos siempre suceda; claro que no. Pero a veces, solo a veces, no estamos dispuestas a correr ese riesgo. Sé voluntariosa en tu falta de voluntad. Siempre.

 ÍTEM 7: OTRAS AGUAFIESTAS 

Creo que las otras aguafiestas son una parte esencial de mi kit de supervivencia aguafiestas. Sé que puede sonar raro poner a otras personas en un lugar que una ha designado como su espacio (en un bolso, sigo pensando en los bolsos; ¿cómo respiramos adentro de un bolso?). Pero no puedo pensar en ser una aguafiestas sin la compañía de otras aguafiestas. No es una cuestión de identidad, ni de suponer que existe una comunidad de aguafiestas (he analizado el problema sin dar esto por supuesto). Más bien, se trata de la experiencia de tener a otras personas que reconocen la dinámica porque ellas también han estado ahí, en ese lugar, en esa posición complicada. Esto no quiere decir que no podemos convertirnos en las aguafiestas de las aguafiestas. Podemos y lo hacemos. Y esa es una razón más por la que las otras aguafiestas tienen que ser parte de nuestro kit de supervivencia. Nos sirve para reconocer que nosotras también podemos ser el problema; nosotras también podemos ser cómplices del borramiento de los aportes o las posibilidades de otras personas. 

Aprendí esta lección hace poco, cuando mi participación en una conversación sobre feminismo negro británico fue cuestionada por algunas mujeres negras que me vieron como partícipe del modo en que se las borra de los espacios y debates públicos. Respondí demasiado rápido y me puse a la defensiva, interpretando sus voces como si fueran parte del coro de críticas que yo llamaría más cuestionables que posicionan a las mujeres marrones como si siempre estuvieran intentando escalar posiciones tomando lugares que no les corresponden, un discurso que utiliza la narrativa familiar de las mujeres racializadas como valiéndose de la diversidad para avanzar profesionalmente. Escuché estas palabras como una aguafiestas. Y eso me impidió escuchar a las aguafiestas, que estaban obstaculizando lo que para mí era una línea salvavidas: el feminismo negro británico como mi comunidad intelectual. Mantenerse cerca de otras aguafiestas no se trata, entonces, de estar del mismo lado. 

Se trata de exigirnos más a nosotras mismas; de cómo podemos ser y estar siempre atentas. Nuestra irritabilidad puede y debe dirigirse contra nosotras mismas. Entendemos las cosas mal. Yo lo hice. Y lo hago.

ÍTEM 8: HUMOR 

Un pariente cercano de la figura de la feminista aguafiestas es la figura de la feminista sin sentido del humor la que no puede o no quiere entender el chiste, la que es miserable. ¡Ay, la proximidad del parentesco! Por supuesto, nos negamos a reírnos de los chistes sexistas. Nos negamos a reírnos cuando las bromas no son graciosas. Este punto es tan vitalmente importante que lo convertí en el cuarto de los diez principios de mi manifiesto aguafiestas. Pero podemos reírnos; y la risa feminista puede alivianar nuestras cargas. De hecho, a menudo nos reímos cuando reconocemos lo absurdo de este mundo que compartimos; o quizá solo cuando reconocemos este mundo. A veces hacemos chistes a partir de los puntos que han sido cercenados, las arterias sangrantes de nuestro conocimiento institucional. A veces nos reímos las unas con las otras porque reconocemos que reconocemos las mismas relaciones de poder. 

Lo que quiero decir aquí: alivianar nuestra carga se vuelve parte de la estrategia de supervivencia aguafiestas. Cuando lidiamos con historias pesadas, alivianar se vuelve una actividad compartida. Cuando lidiamos con normas que se vuelven más estrechas cuanto menos logramos habitarlas, haciéndonos difícil respirar, aflojar se vuelve una actividad compartida. Parte del trabajo de alivianar y aflojar es compartir: porque el trabajo de diversidad es costoso, tenemos que compartir los costos de hacerlo. 

Mis entrevistas con profesionales de la diversidad estuvieron llenas de risa. Como la vez que una trabajadora de la diversidad habló de cómo le alcanzaba con apenas abrir la boca en las reuniones para ver a la gente poner los ojos en blanco, como si dijeran: “Ahí empieza otra vez”. Cómo nos reímos, como aguafiestas, al reconocer ese momento aguafiestas. O como la vez que una profesional de la diversidad me contó que un amigo le preguntó: “¿Son parientes?” respecto de una fotografía de los miembros (todos varones y blancos) de su equipo de gestión. Cómo nos reímos, en ese momento, de la exposición del modo en que las instituciones funcionan como estructuras de parentesco. Puede ser un alivio conseguir abarcar con palabras una lógica que en general logra reproducirse esquivando las palabras. Cada una de nosotras reconoció que la otra reconocía la lógica. 

Risas, montones de ellas; nuestros cuerpos, también, abarcando esa lógica. No siempre nos reímos, claro. A veces tenemos que dejar que todo el peso de la historia caiga sobre nosotras. A veces necesitamos permitirnos estar tristes. Pero en ocasiones esta sensación de tristeza puede convertirse en energía, porque podemos reírnos de ella; porque aquello que enfrentamos nos da los recursos para ser testigos, para exponer las cosas, para traer cosas a la superficie y así reírnos de ellas. 

Reírse de algo puede implicar hacer que se vea más real, magnificarlo y al mismo tiempo reducir su poder o su influencia sobre nosotras.

ÍTEM 9: SENTIMIENTOS 

Nuestras emociones pueden ser un recurso; nos brindan inspiración. Ser una aguafiestas con frecuencia es que te señalen como emocional, demasiado emocional; como si dejaras que tus sentimientos se interpusieron en tu juicio; que tus sentimientos se interpusieran. Tus sentimientos pueden ser el lugar de una rebelión. Un corazón feminista late a contramano; el feminismo tiene mucho corazón. 

Un profesor que trabajaba en el mismo lugar que yo me decía una y otra vez, les decía a otras personas, que no entendía a la figura de la feminista aguafiestas; no le encontraba sentido. Me lo decía todo el tiempo. Explíqueme. Lo que en realidad quería decir era: explíquese. E insistía en decir cosas como que no puede tener sentido, porque hay mujeres que son jefas. En otras palabras, para él el sentimiento feminista correcto sería la alegría, incluso la gratitud, por la buena fortuna de nuestra llegada y nuestro progreso. Tenemos que estar dispuestas a que nos perciban como desagradecidas, a utilizar este rechazo a la alegría como una muestra de lo que nos han prohibido expresar. En su negativa a comprender a la feminista aguafiestas se implicaba que el hecho de que yo organizara mi propio proyecto intelectual y político en torno a ella era una forma de deslealtad institucional; una que tenía el potencial de dañar la institución. 

Pienso en la incitación aguafiestas de Adrienne Rich a ser “desleales a la civilización”. Nuestras emociones se abren cuando no acatamos la orden de ser leales y alegres. No siempre sabemos cómo nos sentimos aunque el sentimiento sea intenso. Pongamos todos esos sentimientos en nuestros kits. Veamos lo que producen, el caos que cocinan. Un kit de supervivencia consiste en calentar las cosas y vivir en el revoltijo

ÍTEM 10: CUERPOS 

Es verdad, es desgastante. Podemos estar cansadas y también tristes. Los cuerpos necesitan cuidado. Los cuerpos precisan nutrición y alimento. El feminismo también puede pensarse como una dieta; una dieta feminista es el modo en que el feminismo nos nutre. En mi kit de supervivencia aguafiestas yo tendría un paquete de chiles frescos; tiendo a ponerle chiles a todo. No estoy diciendo que los chiles sean pequeñas feministas. Pero en tu kit deberías poner lo que sea que en general te gusta ponerle a la comida; lo que sea que hagas para adaptar los platos a tus propios requisitos. Si tenemos una diversidad de cuerpos, tenemos una diversidad de requisitos.

Y este ítem se vincula a todos los demás. Los cuerpos son relaciones de mediación. Cuando no sobrevivimos, devenimos cuerpo; un cuerpo es lo que queda. Un cuerpo queda atrás. Un cuerpo es vulnerable; somos vulnerables. Un cuerpo nos habla del tiempo; los cuerpos llevan rastros de los lugares en los que han estado. Quizá somos esos rastros. Una aguafiestas tiene un cuerpo antes de ser etiquetada como tal.

Los cuerpos nos hablan. Nuestros cuerpos pueden decirnos que no aguantan lo que les exigimos; y tenemos que escucharlos. Tenemos que escuchar a nuestros cuerpos. Si gritan, hay que parar. Si gimen, hay que bajar la velocidad. Escuchar. Oídos feministas: también los tengo en mi kit de supervivencia.

Se invierte mucha energía en la lucha de no dejar que una existencia te ponga en peligro. Pero como he señalado a lo largo de este libro, reivindicar la figura de la aguafiestas, afirmarse en esa situación o decir “yo soy ella” puede ser energizante; ella tiene algo, un sentido de la vitalidad, tal vez, de la rebelión y la travesura, quizás, de la desobediencia, incluso, que puede ser la razón por la cual las aguafiestas siguen circulando, proliferando; ella parece asomar por todas partes. Como dije en un capítulo anterior, si la convocamos, ella responde.

Y es por eso que los cuerpos también deben estar en nuestro kit de supervivencia. Los cuerpos que saltan; los cuerpos que bailan; los “cuerpos que importan”, para tomar prestada una formulación de Judith Butler; los cuerpos que tienen que menearse de un lado a otro para hacer lugar.

Menearse está en mi kit de supervivencia. Bailar también.

Cuerpos que bailan: tantas veces las feministas han reivindicado bailar como algo esencial para su liberación. Una podría pensar en la famosa frase de Emma Goldman, “si no puedo bailar no es mi revolución”; o en la película sobre la supervivencia de Audre Lorde, The Berlin Years [Los años de Berlín], y sus secuencias finales que muestran a Audre bailando, secuencia que parecen capturar tan bien la generosidad de su espíritu negro y feminista. Pienso en todos los bailes que disfruté a lo largo de los años en las conferencias Lesbian Lives (las charlas también, pero son los bailes lo primero que me viene a la memoria). Un cuerpo feminista danzante, un cuerpo lesbiano danzante, cuerpos negros y marrones que bailan; la afirmación de cómo habitamos cuerpos a través de nuestro estar con otras personas. Estamos aquí, todavía. Cualquiera puede bailar con cualquiera para formar un colectivo. No estoy diciendo que las aguafiestas tengan un género o estilo específico de danza, ni que exista una danza aguafiestas (aunque quizás, solo quizás, sí exista). Tal vez en su posición hay un cierto salto; quizás en la energía que satura su figura, ella deviene una asamblea.

Mira cómo se mueve: qué movimiento.

 Y al poner al baile en mi kit de supervivencia aguafiestas estoy diciendo algo afirmativo. ¿Hay una contradicción aquí? ¿Cuándo estoy contenta, dejo de ser una aguafiestas? Bailar puede ser nuestra forma de abrazar la fragilidad de estar arrojadas. Y la alegría también es parte de la supervivencia aguafiestas, sin duda alguna. Necesitamos la fiesta para sobrevivir a nuestra vida aguafiestas; incluso puede ser una fiesta para nosotras aguar la fiesta. Y así también es la parte de erótica de mi kit, en el sentido de lo erótico del que hablaba Audre Lorde con tanta elocuencia. Una feminista aguafiestas, al cargarse, se calienta; es una figura erótica. Puede que llegue a la existencia a partir de o en la negación, pero esa negación tiembla de deseo; un deseo de algo más en la vida, más deseo; un deseo de más. Las feministas aguafiestas tienden a derramarse por todas partes. Qué desborde.

Feministas aguafiestas: un envase que gotea. Entonces: Cuidado, goteamos.

Podemos recordar otra vez el llamado de Shulamith Firestone a un “embargo de sonrisas” en su revolucionario manifiesto, La dialéctica del sexo. Firestone quiere que dejemos de sonreír por fuerza del hábito; algo que se ha hecho involuntario; dejar de sonreír hasta que tengamos una razón para hacerlo. Un boicot de la sonrisa sería una acción colectiva; solamente funcionaría si todas dejáramos de sonreír. No sonreír se vuelve una huelga feminista. Volveré a a este feminismo en huelga en mi manifiesto aguafiestas. Pero nótese cómo el llamado de Firestone es también una convocatoria a abrir lo erótico, a liberar a lo erótico del hábito de la felicidad que dirige a la vida por un “callejón angosto y recóndito de la experiencia humana”.

En mi capítulo “El feminismo es sensacional” investigué cómo el feminismo puede ser el despertar a un mundo que había estado cerrado por el requisito de vivir tu vida de cierta manera. Las cosas vienen a la vida cuando no las pasamos por alto. De modo que es importante decir esto: necesitamos permitirnos estar tristes y enojadas; cuando la alegría y la felicidad devienen ideales, la tristeza se vuelve demasiado rápidamente un obstáculo, un fracaso en alcanzar o aproximarse a los sentimientos correctos. La tristeza puede requerir una nota de autorización (ítem 6). Pero al mismo tiempo, la fiesta puede ser parte del kit de supervivencia aguafiestas. Personalmente no necesito una nota de permiso para la alegría; en mi experiencia, la alegría es un mandato cultura incluso si además puede ser un lugar de rebelión (la alegría colectiva del disenso); pero si necesitas darte el permiso de ser alegre, debes hacerte uno. Creo que la alegría solo puede ser parte del kit de supervivencia aguafiestas cuando nos negamos a darle el estatus de una aspiración. Cuando la alegría se vuelve aspiración, se convierte en eso que la aguafiestas debe aguar. Pero incluso si la supervivencia para las aguafiestas exige una renuncia a hacer de la alegría (o de su amiga más densa, la felicidad) una aspiración, esto no significa tampoco que tenemos una obligación de estar tristes o infelices. Una aguafiestas no está exenta de fiesta. 

Para regresar a Emma Goldman, a su libro Viviendo mi vida, ella afirma la libertad de bailar cuando le dicen que no baile; ella baila y le dicen que no es el momento de bailar, por la “muerte de un querido camarada”. Mientras cuenta la historia, Goldman dice que un chico joven de rostro solemne le susurró: “No le corresponde a los agitadores bailar”. Goldman afirma en este momento el baile como una rebelión afectiva contra la exigencia de estar triste; contra la demanda de no habitar su cuerpo con un abandono gozoso. Esto es lo que llamo un momento de extranjera afectiva. Un kit de supervivencia aguafiestas consiste también en permitirle al cuerpo ser el lugar de una rebelión, incluyendo una rebelión contra la exigencia de entregar tu cuerpo a una causa o hacer de tu cuerpo una causa. Tal vez no bailar, también, puede ser lo que un cuerpo hace; negarse a bailar cuando bailar se vuelve un requisito, pararse en el fondo, a un costado, sin moverse.

Y POR ÚLTIMO: UN KIT DE SUPERVIVENCIA AGUAFIESTAS 

Armar un kit de supervivencia aguafiestas puede ser también una estrategia de supervivencia. Mi kit de supervivencia aguafiestas está en mi kit de supervivencia aguafiestas. Escribir un manifiesto feminista también puede ser una estrategia de supervivencia. Mi manifiesto, que viene a continuación, está en mi kit. Al escribir un manifiesto feminista hay que leer otros manifiestos feministas. ¡Qué fiesta! Los manifiestos son “especies compañeras”, para tomar prestada una descripción de Donna Haraway. Leer manifiestos también está en mi kit de supervivencia aguafiestas. Un kit puede ser un contenedor de actividades que están en proceso; proyectos que son tales en la medida en que todavía no se han realizado.

Una aguafiestas: un proyecto que viene de una crítica de lo que es. 

Hablando de proyectos: Somos nuestros propios kits de supervivencia.

Sara Ahmed.  Nacida en Inglaterra pero criada en Australia, es una escritora feminista y una académica independiente. Sus áreas de estudio se centran en la intersección de las teorías feministas, las políticas queer, el postcolonialismo y las luchas antirracistas, y sus aportes teóricos son fundamentales para entender los regímenes globales de producción de lo sensible. Hasta 2016 fue profesora de Estudios Culturales y Raza y directora del Centro de Investigaciones Feministas en Goldsmiths, Universidad de Londres, y trabajó también sobre estudios de género en la Universidad de Lancaster. Entre sus libros se encuentran Vivir una vida feminista, La política cultural de las emociones, Willful subjects, queer phenomenology: Orientations, objects, others y Differences that matter: Feminist theory and Postmodernism. Su página web es www.saranahmed.com.

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PROMESA Y PRECARIEDAD. SOBRE LAS ECONOMÍAS DEL ARTE

PROMESA Y PRECARIEDAD. SOBRE LAS ECONOMÍAS DEL ARTE

Laura Codega, L´Arte e la Vanitá, Video 19´29”. Proyección en Bellos Jueves, MNBA, 2015.

Por Guadalupe Chirotarrab 

En Sonidos de marte. Una historia de la música electrónica, de Davis Stubbs, me encontré con una interpretación alternativa del nacimiento de la ciencia moderna entre el futurismo y el ocultismo. Al parecer, Newton estaba más interesado en la alquimia que en la ley de gravedad, hecho que habría encajonado durante años sus descubrimientos científicos. 

Sin intención alguna de comparar aportes tan disímiles, esta curiosidad me interpeló especialmente a raíz de los motivos que casi mantienen mi tesis de maestría en historia del arte argentino y latinoamericano durmiendo para siempre en un disco rígido externo. Si bien el mundo post-covid me encontró mucho más ocupada produciendo beats con el Ableton Live que pensando en editar la tesis en una clave ensayística más amigable, la hiperprecariedad generalizada y las discusiones entre artistas y curadorxs suscitadas a raíz de la profundización de la crisis reactivó mi necesidad de compartir aquello que había investigado y encarnado en mi vida social y profesional durante los últimos quince años.

Muchas ideas en torno al valor del arte orbitan bajo un manto de misterio. Y no sólo porque históricamente el arte haya estado asociado a la magia o la alquimia. Entre los intercambios económicos que involucran lo artístico, abundan la incertidumbre, la disconformidad y los malos entendidos. Su valoración conforma un ámbito de disputa y malestar, sobre todo para quienes producen lo que es susceptible de ser juzgado, cotizado y precarizado junto a su propia identidad. La autoexposición está cada vez más arraigada en la producción “creativa”, generando una fusión ineludible entre lo que se hace y lo que se es.

En 2016, mientras esbozaba unas primeras hipótesis para aquella tesis, publiqué un artículo titulado “Las nuevas economías de arte” con una bajada que ponía el foco en la dimensión laboral del arte: Artistas visuales, trabajadores invisibles o lumpen emprendedores. En ese entonces, mi perspectiva –de cuño marxista– no dejaba dudas de mi convicción sobre la necesidad de pensar a les artistas como trabajadorxs en una Argentina cuyo flamante presidente venia a promover entre globos amarillos las supuestas virtudes del emprendedorismo. Dos años más tarde, defendí ante la UNSAM, esta investigación enfocada en el trabajo artístico contemporáneo en Buenos Aires, aunque la hipótesis era más conflictiva. Hay una paradoja intrínseca en la relación entre el arte y el trabajo: el arte es un trabajo y, a la vez, no lo es. Les artistas pueden (y requieren) autopercibirse como trabajadorxs pero, a su vez, deben problematizar esa condición para que sus prácticas tengan al menos la posibilidad de cuestionar y, en el mejor de los casos, reconfigurar formas productivas y vinculares preestablecidas. Me refiero tanto a los modos en los que se despliegan las prácticas laborales y no laborales (es decir, la vida) como a los principios que determinan el parentesco entre humanxs, no humanxs y su relación con el planeta. 

Lo cierto es que mientras el arte sigue conformando una esfera autónoma cuya independencia de lo económico aparece como condición para el despliegue de su propio lenguaje, la práctica artística deviene –de hecho– trabajo, al integrar una red de intercambios sociales, monetarios y simbólicos que rigen su circulación y le otorgan visibilidad (y sentido) ante los públicos que lo consumen como “bien cultural”. En cualquier caso, pensar que estas cuestiones se resuelven mediante la definición de si el arte es o no es un trabajo, o si el arte deiera considerarse de manera taxativa autónomo o heterónomo no parece ser el camino más fructífero. De aquí en más, hago una introducción de Promesa y precariedad, mi pesquisa sobre el trabajo artístico visual en Buenos Aires entre los años 2003 y 2015, que será publicada próximamente en forma digital, independiente y bajo distribución gratuita “on demand”.

Convocatoria Trabajadorxs de artes visuales (TAV), abril, 2020.

Puesta en contexto 

La inestabilidad laboral de les trabajadorxs en las economías centrales suele vincularse con las transformaciones provocadas por el posfordismo y las políticas neoliberales implementadas desde la década del setenta. La situación también caracteriza a los circuitos laborales del arte, que en Latinoamérica adquiere particularidades propias: la condición periférica, la inestabilidad política provocada por las dictaduras, la implementación de modelos económicos excluyentes basados en la primarización de la economía, la desindustrialización y la acumulación centrada en el capital financiero. De allí surgen las profundas desigualdades sociales y económicas, el desinterés de los gobiernos neoliberales por la cultura y la consiguiente ausencia de instituciones públicas y privadas con recursos suficientes para el desarrollo de las artes.

En las últimas décadas del siglo pasado, la hiperactividad de las escenas culturales y el auge del mercado global del arte suscitaron múltiples discursos en torno a la profesionalización de les artistas visuales y agentes culturales, específicamente de aquellxs jóvenes con expectativas de acceder a sus redes institucionales y comerciales. El punto de partida de mi trabajo fue la necesidad de indagar en los factores que propician la invisibilidad del arte visual como trabajo, justamente en un contexto de creciente desarrollo e institucionalización de las artes.

Hay una paradoja intrínseca en la relación entre el arte y el trabajo: el arte es un trabajo y, a la vez, no lo es. Les artistas pueden (y requieren) autopercibirse como trabajadorxs pero, a su vez, deben problematizar esa condición para que sus prácticas tengan al menos la posibilidad de cuestionar y, en el mejor de los casos, reconfigurar formas productivas y vinculares preestablecidas.”

La historia local es conocida: tras la vuelta de la democracia en Argentina, la continuidad de políticas privativistas, de endeudamiento y desmantelamiento del Estado provocaron altísimos niveles de pauperización en todo el país. Durante el período de reestructuración económica, iniciado en 2003 bajo la presidencia de Néstor Kirchner, las condiciones de la escena cultural de Buenos Aires y las búsquedas de les artistas de la década anterior, cuya actitud parecía anti-instrumental respecto de los mercados promulgados por la economía neoliberal, cambiaron significativamente. La investigación se asienta en una etapa caracterizada por una evidente expansión institucional, educacional y comercial del arte, en la que se rescatan algunas claves del posicionamiento de les artistas y agentes culturales jóvenes. En estas nuevas emergencias y en sus tensiones, radica la potencia de este periodo para reflexionar sobre las relaciones entre la práctica artística y el trabajo.

Oficina de Legales, proyecto de Francisco Marqués, Leandro Tartaglia y Santiago Villanueva, 2011.

Líneas de discusión 

A continuación, comparto una serie de preguntas que surgieron entre la enunciación de una promesa, cuyas líneas de fuga devienen riendas de las vidas de múltiples artistas y agentes culturales, y la experiencia colectiva de precariedad que suele acompañar estos caminos. Bajo una perspectiva que podría enmarcarse entre la sociología y la historia del arte, el libro se despliega a partir de un mapa económico de los espacios de exhibición junto a los testimonios y obras de diversxs protagonistas del medio para vislumbrar una etnografia de la escena artística local de principios del siglo XXI. Aquí esbozo algunos supuestos y conclusiones que suscitó ese estudio de campo.

Hay una contradicción esencial en la relación entre el arte y el trabajo que no sólo se vislumbra en la coexistencia de una tendencia hacia la profesionalización del arte y la profundización de la precariedad de las condiciones laborales de los artistas. Sus contrasentidos afloran en los discursos, imaginarios y comportamientos de quienes protagonizan los ámbitos de intercambio simbólico y monetario que integran las redes del arte por las cuales circulan sus cuerpos, fuerza laboral, afectos, objetos, conocimiento y dinero.

1. ¿No es la demonización del mercado del arte en simultáneo al anhelo de pertenecer sólo un síntoma de las contradicciones que rigen la maquinaria productiva del arte?

2. El ideal de un arte autónomo y de una figura de “artista genix” cuyo hacer estaría eximido de las exigencias de la economía, ¿no resultó funcional al avance del capitalismo tardío, volviendo sus producciones más rentables para las altas esferas de la escena y, a su vez, ocultando la condición laboral de la gran mayoría de los artistas? 

3. ¿Cómo dar lugar a un pensamiento sobre las prácticas artísticas a partir de la indefinición entre el trabajo y la vida cotidiana, en un contexto de creciente mercantilización de la experiencia, la sociabilidad y el conocimiento? 

4. La autogestión, el manejo del tiempo propio, la flexibilidad y la instrumentalización de los vínculos sociales son algunos de los factores que aportan a una redistribución indiferenciada entre el tiempo de trabajo y el tiempo libre. Lejos de ser homogénea, la labor artística se transformó en una trama articulada por capacidades diversas que ya no estarían acotadas a dimensiones formales, materiales, técnicas y conceptuales. La práctica artística puede verse como una forma modélica de trabajo inmaterial, actividad productiva que bajo la administración del tiempo propio y la hiperconectividad de las redes digitales, desdibuja su condición laboral hasta la autoexplotación. 

5. Las expectativas de tener una vida de mayor libertad, autodeterminación y satisfacción personal asociada a la práctica del arte junto a la idea de que las instituciones y ciertos espacios de exhibición proveen legitimidad, prestigio y reconocimiento invisibiliza la relación que tienen les artistas con sus propias prácticas laborales. De allí se desprende una relación ambigua entre lo redituable, lo productivo, el uso del tiempo, lo deseable, las ambiciones y la búsqueda de bienestar. 

6. La progresiva expansión de incumbencias del trabajo artístico desde los años sesenta, determinó un reposicionamiento de les artistas cuyas subjetividades podrían pensarse a partir de modelos de identidad múltiple, en los que conviven el imaginario de un tipo singular de trabajadorx con el de unx creadorx libre. Les artistas contemporáneos encarnan, a la vez o intermitentemente, el trabajo de gestorxs, empresarixs, trabajadorxs autónomxs (y precarizadxs) de la cultura, genixs o bien, buscadorxs de intensidad bajo la promesa de la vida artística en tanto existencia multifacética. 

7. La naturalización del trabajo inestable, no remunerado, así como la autoexplotación de les artistas y agentes culturales puede vincularse también a la confianza en los resultados de la hiperproductividad, la ambición de éxito y a aquellos aspectos no reductibles a las categorías materiales del mercado, bajo los que se erige el carácter “invaluable” del arte: es decir, su sacralización. Si pensamos en una concepción contemporánea del arte como religión pareciera estar más vinculada a su dimensión social que a las atribuciones adjudicables a las obras y prácticas del arte como portadoras de un saber o de una capacidad transformadora. 

8. El arte contemporáneo implica una promesa asociada a su socioecosistema, un culto basado en la asociación entre la vida artística y “la felicidad”. Esta “promesa” rige las fantasías y expectativas que circulan en las escenas artísticas y habilita la devoción por lxs artistas y sus formas de vida. 

9. Ante la ausencia de políticas públicas promotoras de las artes visuales y un mercado del arte consolidado, la tendencia hacia la profesionalización del arte en Buenos Aires estuvo más ligada al acceso a un ámbito de pertenencia, sociabilidad, afecto y legitimidad que a una práctica asociada a la manutención. La profesionalización artística permite formar parte de un sistema de intercambios que da existencia, sentido y un supuesto goce social, pero no necesariamente a la circulación de dinero. 

10. La obediencia que muchas veces normaliza las vidas profesionales de les jóvenes aspirantes a los escasos espacios que legitiman y otorgan valor a sus prácticas, con todo, no garantiza su reconocimiento simbólico ni monetario. Sobre este escenario local, no sorprende que tantas derivas artísticas devengan, entonces, carreras alienadas hacia lo que no se tiene o lo que es difícil –e incluso imposible– de obtener para la gran mayoría. En definitiva, son los sectores socioeconómicos más acomodados, en su mayoría rentistas, los que están en condiciones de dedicarse al trabajo artístico como primera fuente de ingresos.

Coda 

Cabe aclarar que el texto a publicarse fue corregido en un mundo radicalmente transformado con respecto al momento en que fue escrito (entre 2016 y 2018). Es sabido que la propagación del Covid-19 generó una crisis global inusitada, cuyas consecuencias aún se despliegan, además, bajo la completa incertidumbre que afecta nuestro cuerpo social, económico, político, afectivo, y simbólico.

La pandemia afectó a las escenas artísticas no sólo en lo que respecta al mercado de obras de arte, cuyo debilitamiento en circuitos tan pequeños como el local empobreció infinidad de proyectos y vidas individuales. Una de las condiciones más significativas fue la reducción de la infraestructura que sostenía la circulación de las prácticas artísticas, que va de las exhibiciones y sus canales de distribución -museos, galerías, ferias de arte- a los encuentros sociales que expandían, completaban y, en muchos casos, daban sentido a los diversos hechos artísticos.

Que las estructuras, e incluso las motivaciones, del ámbito laboral del arte quedaran suspendidas por un largo período (con vistas a que algo similar vuelva a suceder en futuros rebrotes pandémicos) opera tanto sobre nuestras vidas, como sobre los sistemas de creencias y valoración del arte. Sin embargo, justamente en este contexto excepcional reaparecieron las discusiones: a un mes del inicio del confinamiento en Argentina (abril de 2020), una agrupación de artistas convocó a un paro. No era un paro cualquiera, sino uno asociado al trabajo que circulaba online, en un momento en el que el tiempo laboral y el tiempo libre (cuya relación reaparece una y otra vez en la investigación) están más indiferenciados que nunca. A partir de la gratuidad de los contenidos que circulan por Internet se renovaron las discusiones también sobre el ámbito editorial, la música y otros circuitos culturales que nuclean a les productorxs que comparten sus imágenes, sonidos y textos. Así fue que saltó a la vista una vez más, y en plena pandemia, la disputa que hace tiempo parece irresoluble entre los términos del arte y del trabajo.

“En las últimas décadas del siglo pasado, la hiperactividad de las escenas culturales y el auge del mercado global del arte suscitaron múltiples discursos en torno a la profesionalización de les artistas visuales y agentes culturales, específicamente de aquellxs jóvenes con expectativas de acceder a sus redes institucionales y comerciales. El punto de partida de mi trabajo fue la necesidad de indagar en los factores que propician la invisibilidad del arte visual como trabajo, justamente en un contexto de creciente desarrollo e institucionalización de las artes.”

¿En qué posición quedan aquellos esfuerzos manifestados incluso en forma de deseo o, también, bajo un manto de la religiosidad, asociados a las expectativas de acceder a esa vida excitante (y autoexplotada) de la “escena artística”? ¿Qué sucede cuando el entorno que operaba como objeto de adoración deja de ser atractivo o, simplemente, deja de existir? Si la inversión del tiempo y recursos propios de les artistas que iban tras la búsqueda de pertenencia a un universo prometedor ya conllevaba una expectativa de bienestar económico que difícilmente llegaba, en este nuevo mundo, ese camino parece todavía más remoto. 

Así como las primeras teorías más optimistas sobre la pandemia planteaban la posibilidad de que el neoliberalismo encontrase un límite a su voracidad extractiva, podríamos pensar que esta crisis transforme nuestras miradas sobre el trabajo artístico para practicar relaciones más equitativas entre les agentes culturales, artistas e instituciones. Estas nuevas condiciones podrían ser fisuras por donde reencausar el uso y el valor del tiempo -ya transformado en sí mismo por el aislamiento- y desplazar del centro del horizonte la adoración vacua para que surja aquella potencia inexplicable que le queda al arte. Sería hermoso poder confiar en que esa fuerza sea capaz de encauzar los intercambios y la circulación de otros modos de valoración que abran nuevas formas de lo posible, una vez más, reconfigurar nuestras formas de vida.

Guadalupe Chirotarrab (Buenos Aires, 1978) Es arquitecta por la Universidad de Buenos Aires, curadora y música. Obtuvo una Maestría en Historia del Arte Argentino y Latinoamericano en la Universidad Nacional de San Martín. En 2017 integró el Departamento de Curaduría del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Curó exhibiciones en instituciones y espacios de Buenos Aires, Tucumán y Miami, entre ellas, El cuerpo de una colección – curada junto a Federico Baeza-, muestra permanente de la Fundación Federico Jorge Klemm, Buenos Aires. Entre 2009 y 2013 dirigió la Galería Foster Catena. Publicó artículos y reseñas sobre arte para medios tales como el suplemento Radar de Página/12 y Otra Parte Semanal. Formó parte de diversos jurados de artes visuales. Se desempeñó como docente de asignaturas relacionadas con la teoría del diseño, la arquitectura y el arte en la UBA, la Universidad Nacional de las Artes y en instituciones privadas nacionales. En 2015 obtuvo una Beca de investigación del Fondo Nacional de las Artes. En 2013 participó en el Programa de Artistas de la Universidad Torcuato Di Tella y en 2016 fue Agente del Centro de Investigaciones Artísticas. 

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UNA HISTORIA DE FANTASMAS. SOBRE UN POSIBLE REGRESO DE LOS CD

UNA HISTORIA DE FANTASMAS. SOBRE UN POSIBLE REGRESO DE LOS CD

Imagen de la artista cordobesa Bruna Musso https://www.instagram.com/brunitsa/

Por José Heinz 

1 

A veinte años de iniciado el siglo XXI, dos preguntas relacionadas con el compact disc suelen sobrevolar las charlas entre melómanos y coleccionistas. Cada una refiere a tiempos distintos, pero pueden coexistir por la forma en que hoy producimos y consumimos cultura.

La primera de estas preguntas, relacionada con la extinción del formato, es cuánto tiempo de vida le queda al CD. Se han escrito varios artículos intentando responderla, y aunque cada uno atiende a un aspecto en particular (sus costos de producción, su abrupta caída frente al digitalismo, su calidad de sonido), casi todos concuerdan en que no falta mucho para que dejen de fabricarse a escala industrial.

La segunda pregunta es de espíritu más futurista, ya que responde a la primera y asume su desaparición, y está vinculada con los vaivenes de otros formatos musicales. Así como volvieron los vinilos y los cassettes, ¿pueden volver también los CDs? Digamos de acá a unos 5 o 10 años, ¿andar por la calle con un discman se convertirá en otra moda hipster? ¿Habrá nuevos compradores de discos compactos? ¿Es buena idea guardar un tiempo más nuestros MTV Unplugged, los álbumes de Nirvana, Shakira o Bryan Adams a la espera de que cotizen alto en el mercado de coleccionistas o, por el contrario, ya es hora de deshacernos de esas cajitas que ocupan espacio valioso en nuestros livings o habitaciones? Por algo pagamos Spotify todos los meses, ¿no?

Sobre ese hipotético regreso del CD no se ha escrito tanto, pero creo que merece algunos apuntes aun cuando parezca un poco prematuro: si algo ha demostrado el 2020 es que la Historia puede avanzar muy rápido si tiene las condiciones dadas. Es un avance extraño, hay que decirlo. Está más conectado con hábitos sociales mediados por la tecnología que con saltos hacia adelante cuando pensamos en la cultura. Porque la pandemia podrá haber virtualizado nuestros encuentros, pero de momento no ha sido materia fértil para nuevos géneros musicales, o al menos no de forma directa. De lo contrario, hoy hablaríamos de lockdown beats, pandemic trap o cosas por el estilo.

Veamos entonces algunos puntos. Por empezar, cada disco compacto es un objeto físico que aloja música y, como tal, establece una relación sentimental con el oyente. Nos encariñamos como ocurre con un libro o un souvenir, porque al entrar en contacto con él (al tocarlo, al reproducirlo) puede remitirnos a un momento específico, a una emoción particular.

Sin embargo, a diferencia del vinilo, el cassette o el VHS, el CD no presenta una estética tan definida. En el vinilo está la “fritura” y esa singular espacialidad del audio, al menos en las ediciones prensadas originalmente en ese formato. En el cassette está implícito el concepto lo fi por vía de la cinta magnética: quienes usaron walkman recordarán que cuando se empezaba a quedar sin pilas, la cinta iba ralentizándose un buen rato en el reproductor y así hasta detenerse por completo. En ese interín, las canciones sonaban más lentas, los registros de las voces y los instrumentos eran más graves, algo muy parecido a lo que años después daría comienzo al género vaporwave.

Algo similar ocurre con los videos en VHS: su encanto, hoy, radica en esa baja resolución a contramano del HD. No es casual que muchos filtros de Instagram repliquen ese aura vintage, con los colores opacos y las líneas de estática surcando la pantalla. Cada uno de estos formatos representan un statement frente al avance de la virtualidad: allí donde todo se digitaliza, estos artefactos nos hablan desde otro tiempo. Lo analógico como declaración artística.

En lo estrictamente sonoro, un CD –un disco óptico con excelente calidad de audio– no difiere mucho de un archivo de música. Hay diferencias, sí, pero no son perceptibles salvo para los oídos entrenados. Digamos que entre escuchar un álbum en CD y hacerlo en Spotify, si contamos con buenos equipos, la diferencia es casi nula. Y por tratarse de un formato con información leída a través de un láser, tampoco está la experiencia física de verlo girar en una bandeja o rebobinarlo con una lapicera.

Hasta ahí, atendiendo únicamente a los aspectos técnicos, su regreso no tiene sentido. Pero una vez que le aplicamos zoom out al formato, cuando nos detenemos en la manera que surgió y cómo está desapareciendo, podemos hallar algunas otras cosas.

Las imágenes analógicas que acompañan este texto son de Joaquín Ferrón https://www.behance.net/joaquin_ferron

2

El CD representó algo así como el canto de cisne de la industria discográfica. Cuando se popularizó, allá por finales de la década de 1980, los sellos encontraron el formato perfecto para producir a gran escala, a bajo costo y con muy buena calidad. Fue, según reconocieron varios empresarios del rubro, una era dorada: producción en masa e ingresos millonarios para una industria que vivía un momento espléndido. La música era el gran elemento constitutivo de la juventud, una idea central en el seteo de sus personalidades. Viene bien recordar que uno de los himnos de los ‘90 (década fetiche del CD) lleva por título Smells like teen spirit: el espíritu adolescente incluía discos compactos.

El gran problema es que su reinado duró unos pocos años. Para mediados de esa década, el CD ya se usaba en casi todas las computadoras de escritorio, ya no se lo podía asociar exclusivamente a la música. Además, internet irrumpió con fuerza no sólo con su poder de jaquear a las grandes industrias apuntadas al entretenimiento, sino que se convirtió en sí misma en el vector central de una generación que comenzaba a despertar.

“A diferencia del vinilo, el cassette o el VHS, el CD no presenta una estética tan definida. En el vinilo está la “fritura” y esa singular espacialidad del audio, al menos en las ediciones prensadas originalmente en ese formato. En el cassette está implícito el concepto lo fi por vía de la cinta magnética. Algo similar ocurre con los videos en VHS: su encanto, hoy, radica en esa baja resolución a contramano del HD. Cada uno de estos formatos representan un statement frente al avance de la virtualidad: allí donde todo se digitaliza, estos artefactos nos hablan desde otro tiempo. Lo analógico como declaración artística.”

En 1999, el año previo al Y2K, surgía Napster para simbolizar ese eje. Y aunque las leyes intentaron detenerlo, a la industria no le quedó más remedio que adaptarse: unos años después aparecía YouTube (2005) y a finales de la primera década de los 2000 llegaba Spotify, que son, de momento, las dos plataformas más usadas para escuchar música.

Las ventas del CD vienen cayendo hace casi 20 años, con momentos abruptos y otros más graduales, pero sus días de gloria ya parecen lejanos espejismos. Y ese escenario evanescente –cuando el recuerdo de aquellos días se difumina casi por completo– es el contexto ideal para un regreso empujado por la ola nostálgica que invadió a toda la cultura de este siglo, un fenómeno con la fuerza suficiente para imposibilitar los avances o, al menos, pensar el presente.

La anterior es la idea central de Retromania, el ya clásico ensayo del crítico Simon Reynolds, pero también conecta con el discurso crepuscular de su amigo y colega Mark Fisher. En varios de los artículos incluidos en Los fantasmas de mi vida, Fisher habla de “hauntología”, un concepto que toma prestado de Jacques Derrida, quien lo desarrolla en su libro Espectros de Marx. Derrotado el bloque soviético a comienzos de la década de 1990, comenzaba una nueva etapa triunfal del capitalismo, una hegemonía ideológica que algunos pensadores, como Francis Fukuyama, denominaron “el fin de la historia” (el fin de la idea de la historia como tensión). Derrida, sin embargo, plantea que el marxismo todavía está allí, pero no como materialización en el terreno político, sino como un espectro, como algo inasible, lo cual conecta con el conocido comienzo del Manifiesto del Partido Comunista que hablaba del “fantasma que recorre Europa”.

Fisher, en tanto, reinterpreta la hauntología al detenerse en artistas cuya música opera en dos tiempos simultáneos producto de una sobreabundancia de información, una de las características culturales de este siglo. El pasado ocurrió de una manera, pero en nuestra memoria se altera, se edita por lo que recordamos o elegimos recordar: produce una historia alternativa, por lo general mejor que la verdadera, como la respuesta a un presente (o una proyección de futuro) decepcionante. Y ese pasado paralelo, que sólo existe en nuestras conciencias, está poblado de fantasmas.

Veamos algunos ejemplos. Hay un video subido a YouTube en 2014 por la agencia digital PBS titulado Can video games be a spiritual experience? (“¿Pueden los videojuegos ser una experiencia espiritual?”). En él, se detallan unos estudios de base científica que intentan establecer si al jugar videojuegos es posible sentir emociones tan fuertes como las experiencias religiosas. Lo más interesante no está allí, sino en uno de los comentarios, firmado por un tal 00WARTHERAPY00. Allí se habla de fantasmas (en los videojuegos de carreras, un “fantasma” es un auto que representa tu mejor récord y que compite contra uno cuando se vuelve a jugar): 

“Cuando tenía 4 años, mi papá me compró una XBox. La primera, la de 2001. Nos divertimos un montón con toda clase de videojuegos hasta que mi viejo murió, cuando yo tenía 6. No pude tocar esa consola por 10 años. Pero una vez que lo hice, me di cuenta de algo. Solíamos jugar un juego de carreras, Rally Sports Challenge, que estaba bastante bueno para la época en que salió. Y una vez que me puse a jugarlo… encontré un Fantasma. Literalmente. ¿Viste que cuando empezás una carrera competís contra el conductor fantasma, que es el récord de anteriores partidas? Sí, adivinaron. Su fantasma todavía anda por esa autopista. Me puse a jugarlo y jugarlo y jugarlo hasta un nivel en que ya podía vencer a ese fantasma. Un día pasé a ese auto, iba primero, adelante y… frené justo en la línea de llegada, sólo para asegurarme de que el juego no eliminara ese fantasma. Felicidad”.

Otro caso que funciona en el mismo sentido es una carta que alguien subió al sitio Reddit en 2019, y que habla de cómo guardamos nuestros recuerdos y cómo pueden volver en algún momento, de forma inesperada, a través de los dispositivos tecnológicos. La carta, escrita por un comprador satisfecho en eBay, dice lo siguiente:

“Hace poco encontré muchos VHS, quise saber qué traían y me di cuenta de que no tenía reproductor de video. Así que entré a eBay por primera vez y encontré su oferta. Compré su equipo y usted me lo envió en pocos días. Se veía como nuevo, sin usar. Increíble. Tuve algunos problemas para hacerlo funcionar, pero fueron cosas mías, no del reproductor. Tengo 86 años y la tecnología no es lo mío, pero finalmente lo conseguí. Lo hice andar y descubrí que funcionaba perfecto. Muchas gracias por su cuidado, sus esfuerzos y su prontitud. Vi videos de mi fiesta de jubilación de hace 25 años y que nunca antes había visto. Uf, qué jóvenes que éramos. Después vi otro video de mi casamiento con toda la familia y los amigos, muchos de ellos ya no están entre nosotros. Después vi escapadas de esquí, vi a mis hijos creciendo, viajes y, más importante aún, vi la suave madurez de mi familia. Uno más divertido que el otro. Muchas gracias por la generosidad en vender su reproductor de VHS. Pensé que le gustaría saber lo mucho que alguien disfrutó de su oferta. Saludos”.

“Las ventas del CD vienen cayendo hace casi 20 años, con momentos abruptos y otros más graduales, pero sus días de gloria ya parecen lejanos espejismos. Y ese escenario evanescente –cuando el recuerdo de aquellos días se difumina casi por completo– es el contexto ideal para un regreso empujado por la ola nostálgica que invadió a toda la cultura de este siglo, un fenómeno con la fuerza suficiente para imposibilitar los avances o, al menos, pensar el presente.”

Si los ejemplos anteriores parecen literatura es porque en verdad podrían serlo: esas historias personales encierran vivencias más generales, que cualquiera que tuvo hábitos analógicos puede comprender y sentirse identificado. De hecho, el escritor y periodista Rob Sheffield transformó su propia experiencia “fantasmal” en la novela Vives en las cintas que me grabaste, al contar los sentimientos que le produjo hallar una caja con muchos cassettes que él le había grabado a su esposa, ya difunta, cuando eran más jóvenes. Se trataba de mixtapes, ese hábito de melómanos que consistía en armar compilados de canciones en la era pre-Spotify.

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Cartas de usuarios de tecnologías analógicas. “Si los ejemplos anteriores parecen literatura es porque en verdad podrían serlo: esas historias personales encierran vivencias más generales, que cualquiera que tuvo hábitos analógicos puede comprender y sentirse identificado.”

Lo que en otras manos podría derivar en un argumento que bordea el terror, en las palabras de Sheffield se transforma en una historia de amor por las personas y por una época, aun sin resignar el asunto espectral de la experiencia: una caja guardada por años que junta polvo, una vez redescubierta, puede servir para reencontrarnos con una versión previa de nosotros mismos, como una versión en reversa de la trilogía Antes del amanecer de Richard Linklater.

En una columna reciente publicada en El País, el escritor italiano Alessandro Baricco sostiene que la pandemia del coronavirus era la conmoción que necesitaba el mundo para darle fin al duelo entre el viejo y el nuevo mundo. “Puedo equivocarme, pero sólo hay dos posibilidades: por un lado, la restauración de un orden social que se estaba derrumbando, la revancha de una limpieza moral y social intransigente, el regreso del Estado al centro del campo de juego, la prolongación póstuma del sistema cultural del siglo XX. Por otro lado, la victoria del mundo nuevo, el advenimiento de la inteligencia digital, la eclosión imprudente de un poshumanismo, el declive de la política rebajada a deporte popular, la propagación de una impersonal amoralidad”.

Es difícil coincidir y también es difícil rebatir la postura de Baricco, porque el panorama es incierto incluso en el corto plazo. Las vacunas, de momento, son la única esperanza de volver a una relativa normalidad, pero aun cuando lleguen a una cantidad suficiente de habitantes del mundo, queda la impresión de que habrá cosas que se fueron para no volver. De modo que sí, hay costumbres del viejo mundo que ya no regresarán más, y muchos otros hábitos modernos no harán más que acelerar su desembarco.

Pero también es inevitable sentir que esas desapariciones recientes, de las que aún cuesta tomar conciencia, ya estén forjando sus propios espectros: aun sonando igual a un mp3, el CD simboliza el gesto final de la tecnología del siglo XX, la última apuesta física del capitalismo. Y a nosotros nos recordará que hubo una época en que los escuchábamos, los consumíamos y amábamos como a tantas otras cosas que la virtualidad está escondiendo en cajas de plástico o cartón en los sótanos o las piezas de servicio. Y nada le gusta más a los fantasmas que asustar en esos lugares.

José Heinz (Córdoba, 1983) es periodista, docente y gestor cultural. Ha publicado artículos en Anfibia, Rolling Stone, Dadá Mini, El Replicante y Deodoro, entre otros medios. Trabajó como redactor y editor en La Voz del Interior y en la actualidad colabora con diferentes publicaciones. Es autor de los libros La vida de Spencer Elden (Llanto de Mudo, 2014), ¿Olvidaste tu contraseña? (El servicio postal, 2017), Héroes por una vez (Hiedra Editora, 2019) e Interín, en coautoría con Elian Chali (El servicio postal, 2020).

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LA FLOR DEL CORAJE Y EL DESEO. FISHER, KUNDERA Y LOS FANTASMAS MUSICALES DEL PASADO

LA FLOR DEL CORAJE Y EL DESEO. FISHER, KUNDERA Y LOS FANTASMAS MUSICALES DEL PASADO

Por Xandru Fernández 

En un famoso texto recogido en Los fantasmas de mi vida y titulado “La lenta cancelación del futuro”, que a su vez amplifica una intuición (y una expresión) de Franco “Bifo” Berardi, Mark Fisher describe la desazón del aficionado a la música que ya no experimenta perplejidad alguna ante las nuevas creaciones que van surgiendo en el horizonte: “Muchos de los que crecimos en las décadas de 1960, 1970 y 1980 aprendimos a medir el paso del tiempo cultural a través de las mutaciones de la música popular. Pero, precisamente, el sentido del shock frente al futuro ha desaparecido en la música del siglo XXI”. Detengámonos en ese epitafio y rastreemos su sentido.

Recoge, como he dicho, una intuición de Berardi: que, desde hace al menos un par de generaciones, la marcha del progreso parece haberse detenido. Es un tema ya añejo que se ha enfocado desde muy diversos ángulos, de la epistemología psicótica (Lyotard) a la ética maximalista de la filosofía de la historia (Jameson), pasando por la ingeniería tecnocrática (Fukuyama) y el franciscanismo laico (Negri y Hardt). Berardi recoge sus compases y los ecualiza en una frecuencia no muy diferente de la de Jameson, pero apuntando directamente al corazón del drama autobiográfico, a la sensación de habernos quedado fuera de la corriente de la historia, pero no de cualquier historia ni de la historia universal sino de la historia que importaba, la que estaba destinada a colmar nuestras vidas porque solo podía acabar bien. La historia que nos hacía héroes, la historia en la que nuestros caracteres eran reivindicados como modelos de excelencia.

Fisher lee correctamente a Berardi y lo demuestra llevando el agua del discurso al molino de la música: el shock frente al futuro es una sensación y la historia de la música popular es una historia de sensaciones. Una historia sensacional. Nuestro papel en ella, el de héroes de vanguardia. Melancólicos, desesperados, agónicos, pero héroes.

Para ilustrar esa sensación de desazón y orfandad, Fisher recurre a un experimento mental. Imaginemos, dice, que cogiéramos cualquier disco de los últimos años y retrocediéramos con él hasta 1995. A un público de 1995, nuestra música le resultaría sospechosamente reconocible. Mientras que, si una audiencia de 1965 escuchara un disco de 1995 (o de 1985, o de 1975), la perplejidad sería notable. Fisher defiende que la música popular mutó entre 1975 y 1985 (o entre 1965 y 1975) mucho más rápidamente y con una intensidad y una complejidad mucho mayores que entre 1995 y 2005. Es, como he dicho, una sensación. Y puedo estar de acuerdo con ella en la medida en que mis sensaciones son parecidas. Pero la pregunta relevante es: ¿cómo podemos estar seguros de que no nos equivocamos?

Lo que planteo aquí es una cuestión epistemológica, no un tema de la filosofía de la historia o de la historia de la cultura: ¿cuál es el procedimiento que nos permite medir el grado de innovación de una creación cultural, musical en este caso? ¿Qué es lo que nos permite suponer que la música popular de 1990 era más innovadora, más interesante o más excitante que la de 2010? ¿Qué experimento crucial podría refutarlo o confirmarlo?

El principal escollo al que nos enfrentamos es la imposibilidad de trascender nuestras experiencias privadas. No solo parece imposible cotejar nuestras impresiones con las de las generaciones más jóvenes (¿qué lenguaje común podríamos emplear para comparar nuestras experiencias?), tampoco parece posible si nos ajustamos a la contemporaneidad más estricta, esto es, cabe que dos sujetos coetáneos, con un grado equivalente de formación musical pero situados en posiciones de salida diferentes, bien por origen social bien por procedencia geográfica, lleguen a conclusiones incompatibles acerca de qué puede considerarse vanguardia en el terreno de la música popular de las últimas décadas. (Dicho sea de paso, el vocabulario que emplea Fisher pertenece en todo momento al de las experiencias privadas: “sobresalto”, “chocar”, “creer”, “sensación”.)

Crecí en la misma época que Fisher, en un entorno que desde el presente se nos antoja similar (todos los paisajes industriales se parecen) y a bordo del mismo tren-bala del progreso social inevitable. La revolución neoliberal de los años 80 no solo destrozó miles de familias mineras, pueblos y ciudades industriales, en el Reino Unido igual que en España o los Estados Unidos, sino que también truncó las expectativas de que el tren-bala del progreso social llegara a su destino. Los apóstoles del mercado libre se las ingeniaron para cancelar no solo el futuro sino también el presente y (soberbia pirueta) el pasado. Y no fue una cancelación lenta en absoluto, ocurrió de un plumazo. Aunque es cierto que nuestra fe juvenil en el poder de la pureza, nuestra convicción de que, como héroes vanguardistas que éramos, estábamos destinados a vencer aunque habitáramos provisionalmente el rincón más recóndito de la cultura occidental, necesitaba aún un par de décadas para resquebrajarse.

Pero no es lo mismo creerse vanguardia artística (o política, si a eso vamos) en Londres, Inglaterra, que en Turón, Asturies, o en Nablus, Palestina. Digamos que la posibilidad de sentir el aliento de la contemporaneidad es mucho mayor en la metrópoli que en un poblado de la periferia del imperio. Hagan cuentas: en 1984 hacíamos un fanzine cuyo primer número pagamos a precio de oro y para nada, porque el propietario de la fotocopiadora más cercana (una librería a siete kilómetros de nuestra casa) no sabía cómo hacer para imprimir por las dos caras de la misma hoja (en el pueblo había una imprenta, pero no tenía offset, solo tipos al más puro estilo Gutenberg). La primera radio libre asturiana la montamos con la ayuda de un fraile de La Salle y echó el cierre bajo amenazas de cárcel gracias a la ley de telecomunicaciones del PSOE de 1987. Los mismos que nos cerraban las minas, nos cerraban las emisoras de radio. Así que las comparaciones llegan hasta donde llega la dialéctica de la metrópoli y la colonia, o del centro y la periferia: incluso si vives en un barrio marginal de una ciudad de provincias del Reino Unido o los Estados Unidos, sigues navegando por el cauce principal del río de las vanguardias, no existe en principio ningún impedimento estructural para que un productor discográfico londinense visite Sheffield o Liverpool, ni lo hay para que Manchester o Birmingham formen parte del circuito musical underground, en cambio habría sido una absoluta anomalía estructural que una banda de vanguardia del rock de los años 70 u 80 recalara en un local asturiano o palestino. Simplemente era imposible y de hecho no ocurrió.

Las imágenes que acompañan este post pertenecen a las luchas en la cuenca minera asturiana durante 1991, un momento histórico que guarda similitud con la huelga minera en Inglaterra de 1972. 

¿Por qué, entonces, puedo identificarme con esa sensación de que la música popular se ha convertido en una repetición ad nauseam de paisajes sonoros del pasado? Porque se ha agotado la narración que daba sentido a nuestras experiencias musicales, que era una narración que a su vez encontraba sentido y sentimiento en un relato de emancipación, y, para interpretar o intuir el sentido del tiempo en las nuevas músicas populares, hay que formar parte de un complejo cultural que no es el mío (ni el de Fisher).

Me temo que, por más que tanto Fisher como Berardi se aferren a la convicción de que no se trata de la normal perplejidad con que cada generación asume que ha quedado fuera de juego, por mucho que fantaseemos con la idea de que los jóvenes ya no encabezan el cambio cultural como en los ciclos generacionales anteriores, lo cierto es que esa impresión de parálisis ante el futuro, de entumecimiento intelectual ante el presente y veneración nostálgica del pasado, es la misma o muy parecida a la de siempre. Con una diferencia, pero no tan extraordinaria como cabría suponer: es cierto que el paradigma dentro del que se había desarrollado el cambio cultural en el terreno musical se ha agotado, pero no el cambio cultural en sí mismo, y es cierto, también, que no es el primer paradigma musical que se agota dentro del arco epocal de la Modernidad y muy probablemente tampoco será el último.

Comentando las motivaciones de los compositores modernistas de principios del siglo XX, y muy particularmente las de Schönberg, recuerda Alex Ross que “el culto del pasado imperante amenazaba su propio sustento [el de los compositores modernistas]. Viena estaba realmente obsesionada con la música, pero estaba obsesionada con la vieja música, con las obras de Mozart y Beethoven y el ya fallecido doctor Brahms. Estaba moldeándose un canon y las obras contemporáneas estaban empezando a desaparecer de los programas de concierto. A finales del siglo XVIII, el 84 por ciento del repertorio de la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig estaba integrado por música de compositores vivos. En 1855, la cifra había descendido al 38 por ciento, en 1870 al 24 por ciento. Entretanto, el gran público estaba enamorándose del cakewalk y de otras novedades populares. El razonamiento de Schoenberg era el siguiente: si el público burgués estaba perdiendo interés por la nueva música, y si el emergente público masivo no tenía apetito de música clásica, nueva o vieja, el artista serio debería dejar de agitar sus brazos en un intento de llamar la atención y retirarse, en cambio, a una soledad en compañía de sus propios principios”.

Movilizaciones en Barredo durante el año 1991. Foto de Eduardo Urdangaray. 

Incorporo aquí esta larga cita de El ruido eterno porque debería hacernos recordar que, aunque muchos de nosotros identifiquemos la música de vanguardia con algo parecido a lo que hacían The Residents en la década de 1970, el vértigo de la novedad es algo que han experimentado sociedades enteras antes de la nuestra y de un modo no demasiado diferente. Cuando Schönberg certifica que la sociedad vienesa se ha rendido a los encantos de la veneración anticuaria de los compositores muertos o a los del entretenimiento de los salones de baile, no está muy lejos de lo que pueda sentir cualquier nostálgico del afterpunk en nuestros días, resignado a que todo se reduzca a bucear en el catálogo inagotable de YouTube en busca de rarezas de los 70 y los 80 o a celebrar el no future a ritmo de trap. La llamada (mal llamada) “música clásica” es hoy día una constelación sonora del pasado que parece condenada a no resucitar jamás. Cuando Adorno pontificaba que la de Schönberg y sus discípulos era la única “música seria” del siglo XX, frente al jazz y el resto de la música popular (simple “diversión”, alienación en estado puro), ya se había firmado el acta de defunción de toda aquella seriedad. No sin cierta displicencia irónica, el jazz celebraría su ascenso a “música culta” no mucho después de haber desplazado a la música “clásica” en el favor del público. Pagaría, con todo, el mismo precio: el rock desplazaría al jazz como música de consumo masivo (diversión adorniana) y sería él mismo desplazado por el pop y el hip hop a las puertas del siglo XXI.

Es cierto, pues, que hay una nostalgia compartida generacionalmente y que muy a menudo esa nostalgia se experimenta en términos “retromaníacos”, por emplear la expresión acuñada por Simon Reynolds. Pero esa retromanía no acaba de resolverse en una especificidad histórica salvo que añadamos a nuestras sensaciones un discurso disolvente sobre el fin de la historia o, cuando menos, de la Modernidad. Esa inquietud modernista, que Reynolds expresa mediante la fascinación que despierta en nosotros YouTube como repositorio de toda la música de nuestra vida (y de unas cuantas vidas más), ya no es una sensación sino la deriva de una manera de conceptuar la historia y nuestro lugar en ella. Encontramos en los textos de Mark Fisher esa coherencia argumental: sus sensaciones son coherentes con su concepción de la historia y de la materialidad histórica, del mismo modo que su manera de entender el cambio social se nutre de sus impresiones estéticas igual que de sus experiencias laborales y políticas. Por eso no podemos contentarnos con reducir un problema epistemológico a una mera marca generacional sin mayor interés que el biográfico. Pero no podemos avanzar en el discurso sin asumir que en nuestro desprecio por las formas musicales más populares (incluso populistas), que en los últimos años se mueven fuera del universo del rock, hay mucho de la displicencia elitista con que Adorno contemplaba el jazz en los años 30 y 40. Lo mismo que en la huida hacia la marginalidad que Schönberg emprendía ante el empuje del cakewalk y el kitsch de las primeras décadas del siglo XX.

“¿Por qué, entonces, puedo identificarme con esa sensación de que la música popular se ha convertido en una repetición ad nauseam de paisajes sonoros del pasado? Porque se ha agotado la narración que daba sentido a nuestras experiencias musicales, que era una narración que a su vez encontraba sentido y sentimiento en un relato de emancipación, y, para interpretar o intuir el sentido del tiempo en las nuevas músicas populares, hay que formar parte de un complejo cultural que no es el mío (ni el de Fisher)”

“Las personas que están fascinadas por la idea de progreso”, escribe Milan Kundera en El libro de la risa y el olvido, “no advierten que todo camino hacia adelante es al mismo tiempo un camino hacia el fin y en las alegres consignas avancemos, adelante, suena la voz lasciva de la muerte que nos seduce para que nos demos prisa”. Y añade: “Arnold Schönberg fundó el imperio de la dodecafonía en una época en que la música era más rica que nunca y estaba ebria de libertad. Nadie soñaba que el fin estuviese tan cerca. ¡Nada de cansancio! ¡Nada de ocaso! Schönberg iba guiado, más que nadie, por el espíritu juvenil del coraje. Estaba lleno de justificado orgullo porque el único paso hacia adelante era precisamente aquel que había elegido. La historia de la música terminó en la flor del coraje y el deseo”.

Quizá sigue habiendo algo que nos diferencia de Adorno y Schönberg (y que nos acerca a Kundera y su incomprensión de lo que él llama “la tontería de las guitarras”), y es que, mientras que su elitismo encontraba consuelo en la identificación positiva de una “nueva música”, por más que se admitiera el destino minoritario de esta, en nuestro caso esa altivez no se ve recompensada por ningún tipo de shock estético salvo el que nos proporciona, precisamente, la exploración del pasado.

 

Xandru Fernández nació en Turón (Asturias) en 1970. En 1990 publicó su primera novela, escrita en lengua asturiana, como el resto de su obra hasta 2016, año en que publicó su primera novela en castellano, El ojo vago. Con Les ruines (2004; reeditada en 2011 y traducida al castellano en 2015) y La banda sonora del paraísu (2006) obtuvo el Premio de la Crítica a la mejor novela en lengua asturiana. En la actualidad colabora periódicamente en CTXT y compagina la escritura con la docencia y la traducción de obras clásicas de la literatura inglesa y alemana. En 2018 reunió una selección de artículos y ensayos en el volumen Apuntes de pragmática populista. Su último libro es Las horas bajas. Un falso ensayo sobre el fin de los tiempos (2020)

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