LOS VAMPIROS SOVIÉTICOS

LOS VAMPIROS SOVIÉTICOS 

Por María Negroni 

Inventor de falanges, mobiliarios celestes, alfabetos pasionales, super-niños, olimpíadas culinarias, y muertos transmundanos, Fourier siempre me pareció insuperable. Boris Groys, el autor de Volverse público, me sacó de ese error en uno de sus capítulos, “Cuerpos revolucionarios”. 

Al parecer, varios físicos y filósofos, que actuaron y pensaron durante la Revolución Rusa, consiguieron sobrepasar sus fantasías, llevando la quimera al plano estrictamente político. Me refiero, sobre todo, a Aleksander Bogdanov y Nikolai Fiodorov.

De Aleksandr Bogdanov sabemos que fue físico y amigo de Lenin, y que fundó y dirigió en los años veinte un Instituto para la Transfusión de Sangre, con el que esperaba aminorar el envejecimiento o detenerlo por completo. Su objetivo era impulsar una solidaridad intergeneracional. Sin eso, pensaba, resultaría imposible imponer una sociedad más justa.

El segundo, que formuló por primera vez el derecho a no morir, otorgándole carácter de reivindicación legítima, tenía una confianza ciega en la tecnología y su objetivo era alcanzar la vida eterna para todos. Su lema era incontestable: “No a la discriminación de la muerte”. Solo garantizando la perdurabilidad de las generaciones futuras y resucitando artificialmente a los muertos, existiría una real equidad entre los integrantes de la sociedad, y se eliminarían por completo los privilegios.

Fiodorov consideraba que la Revolución tenía una falla fundamental. La inmolación de las generaciones actuales en beneficio de las futuras representaba para él una indignante injusticia histórica: el socialismo como explotación de los muertos por los vivos.

No fueron los únicos que formularon ideas de este tipo. Aleksander Svyatogor, líder del grupo anarquista ruso “Inmortalistas”, también abogaba por los derechos humanos asociados a la existencia (inmortalidad, resurrección y rejuvenecimiento). Coincidía con Fiodorov en que el Estado debía garantizar tales derechos para hacer viable el verdadero socialismo. La muerte, afirmaba, separa a la gente y la propiedad privada no puede ser eliminada mientras cada ser humano detente un fragmento privado de tiempo.

La inventiva, digamos, tenía su lógica y no faltaron adeptos que llevaron el delirio, si cabe, aún más allá. Hubo quienes promovieron una sociedad de inmortales a escala interplanetaria, otros que dedicaron textos a la patrificación de los cielos, es decir a la conversión de los astros en lugares habitables para nuestros padres resucitados, y otros que, anticipándose a Benjamin, vieron en el “copiado” el método ideal para la producción artificial de la vida eterna.

Se recordará que Bram Stoker había publicado, pocos años antes de estos desvaríos, su novela Drácula. El dato importa porque esa novela pasa concisa revista a las ventajas y, sobre todo, las desventajas de la inmortalidad. Su personaje, el famoso vampiro de Transilvania, oscila entre la potencia depredatoria y la vulnerabilidad de la orfandad, la soledad y el deseo, revelando, con sus incontables padecimientos, que la eternidad no alcanza para suprimir o enmendar la carencia metafísica que nos constituye.

Fausto, Frankenstein, El Golem, El retrato de Dorian Gray (para citar solo algunos ejemplos memorables) confirman, si fuera necesario, esta penosa verdad y vuelven patente la ambivalencia humana ante la utopía de la perduración sin límites.

Visto desde esta perspectiva, el vampiro de Bram Stoker sería simultáneamente la premonición inglesa de estas quimeras rusas, su signo distópico, y la advertencia de que la desmesura, como nos enseñó Goys (y Andrei Platónov en su novela La excavación), siempre engendra monstruos. Es también un sutil recordatorio de que la literatura y, por extensión el arte y los sueños, mantienen con la política una relación mucho más compleja de lo que se cree. 

Descargá “Cuerpos inmortales”, incluído en Volverse público, de Boris Groys. 

María Negroni. Nacida en Rosario en 1951 es escritora, poeta, ensayista, profesora y traductora. Doctorada en Literatura Latinoamericana en Columbia University, vivió durante muchos años en Nueva York, dedicándose a la actividad académica y a la escritura. En 1994 recibió la Beca Guggenheim en poesía. Ha sido traducida al inglés, francés, italiano y sueco. Ha publicado ensayos como Museo negroGalería fantástica y Ciudad gótica y novelas como El sueño de Úrsula y La anunciación, además de varios volúmenes de poesía. En 1997 ganó el Premio Nacional del Libro Argentino por El viaje de la noche, en 2002, el PEN Award al mejor libro de poesía en traducción por Islandiay recientemente recibió el Premio Konex en Poesía. En la actualidad, dirige la Maestría en Escritura Creativa de la UNTREF

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TRIBUNAS DEL FUTURO POBRE. 

EL TRAP COMO SÍNTOMA.

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EL TRAP COMO SÍNTOMA.

Por Luciano Lahiteau 

A inicios de octubre, un periodista de rock tuiteó la portada de Caravana (2019), el primer álbum de Wos, y se permitió la siguiente reflexión: “Hoy cumple 1 año este gran disco de Wos. Por como (sic) está el país, la tapa parece premonitoria”. En la imagen está el joven rapper porteño en su silla de playa, mientras detrás suyo un camión arde y un perro huye divertido. 

La referencia al fuego que por esos días ennegrecía miles de hectáreas en 11 provincias argentinas era tenue y descentrada, y del todo imprecisa. En la portada, Wos descansa desafiante con los pies sobre el asfalto de un estacionamiento, como si hubiese sido él el autor de la osadía piromaniaca y no el último reservorio del buen pensar progresista que parece haberle caído en gracia, como etiqueta, apenas publicó sus primeras canciones.

Si en cambio pensamos a 2019 como el año de la convulsión del cuerpo social y a esta continuación pandémica como su colapso, la portada es aún más anacrónica. El año pasado, cuando la ira y el ahogo impulsaron a manifestantes de varios países del mundo a ampollar la piel de las democracias de Estados Unidos, Chile y el Reino Unido, entre otras, en Argentina se vivió una transición inesperadamente larga, ordenada y pacífica. Un gobierno fracasado se retiró en fade out y otro asumió con la promesa de volver a encender la economía, unir a los argentinos y reponer un futuro que estaba en el pasado: el país normal que la misma fuerza política había proclamado en los albores de este siglo. La gestión del caos como aspiración máxima de mayorías que redujeron sus pasiones a un conservadurismo intuitivo, guiado por el terror psíquico a una precarización todavía mayor. Más que la virtud de la premonición, la tapa de Caravana acertó al anticlímax de su tiempo presente (en el que las cosas volvían en lugar de extinguirse); y a la desconexión con un porvenir marcado por la fragmentación, el encierro, el agotamiento y la ausencia de iniciativas ante el horizonte yermo del capitalismo insuperable.

Con su álbum, Wos quedó atrapado en el umbral de un futuro que no es posible, ni lo era entonces. Su música habita en un pliegue del tiempo, uno de esos baches nostálgicos que identificó Fredric Jameson, donde las tecnologías recrean una estética sonora de un período histórico determinado, pero que pertenece en realidad a un tiempo que nunca existió. En Los fantasmas de mi vida, Mark Fisher encontró este rasgo en el soul añejado de Amy Winehouse y en los eternos ochenta del que venían los Arctic Monkeys. El de Wos se inscribe en un punto distante de la genealogía del hip-hop argentino difícil de identificar; una estirpe que el propio Wos parece haber construido en retrospectiva para catapultarse a un futuro igualmente difícil de precisar.

Desde esta perspectiva es más sencillo entender por qué Wos tardó solo un instante en conquistar el mainstream (sus shows sold out, su hegemonía en los Premios Gardel) y en ganarse el favor de los periodistas de rock. La old school porteña imaginada por Wos lo hace asequible para los que se apuraron a quitarle el polvo a sus copias de Il Communication; y comprensible para los que requieren de un artista popular un discurso bien hilvanado, argumentativo, una formulación sin subtextos que resulte fácil de entroncar con el tono reivindicativo y contestatario que el rock percibe como suyo. Si situamos esa fórmula en un futuro que solo es capaz de ofrecer reiteraciones y, por tanto, invierte su enfoque de la Próxima Cosa Importante a la Última Cosa Importante, como dice de nuevo Fisher en Realismo capitalista, el resultante es la ilusión de una premonición.

Todas las imágenes son de La Gobernadora.

La música de Wos no tiene nada de malo. Al contrario: como muchas de las músicas en las que buscamos refugio, brindan un espacio de certeza y familiaridad muy deseable en épocas de absoluta incertidumbre y prolongada desesperación. Su asombrosa capacidad para el freestyle añade el elemento novedoso y lejanamente relacionable con la tradición de la narración en verso vernácula: la tensión entre novedad y recelo a la novedad que define al pop. Su voz blanca es asertiva y estable. Y su juventud apasionada alimenta el voluntarismo gastado de los que auguran un cambio por pura insistencia. De clase media, hijo de artistas, en él sobreviven los saldos del soñado ascenso social, la acción colectiva del movimiento de masas y la conciencia humanista que subyace a toda la música popular argentina desde 1982. Wos es un extraño en su generación.

Otra rareza: Wos no usa Auto-Tune. O sí, pero solo de acuerdo a las prescripciones de Andy Hildebrand, el matemático y músico aficionado que creó el software capaz de corregir las desafinaciones de la voz. Hildebrand lo creó con un uso en mente: ocultar las imperfecciones en la afinación de los cantantes. Un maquillaje visible solo para el ojo entrenado, y solo válido para los cantantes entrenados que, emocionados, pueden cometer algún que otro desliz de entonación. En el equipo de Wos trabajan con ese enfoque: cubrir las espaldas del artista en momentos de sus interpretaciones que son dificultosos para su voz y que pueden dejar al descubierto su fragilidad. Es necesario mencionar que hasta antes de Caravana Wos no cantaba, solo rapeaba. Al no estar muy entrenado en el canto, necesita del Auto-Tune para alcanzar las notas a las que todavía no llega, y para lograr los saltos melódicos que sus primeras canciones le proponen como desafío. Nada distinto de lo que hace cualquier artista pop.

Es decir que la música de Wos preexiste a esta tecnología creada en 1997. En el trap, en cambio, humano y máquina se implican en comunión. Para los traperos, el Auto-Tune es una herramienta íntima para desarrollar la música y explorar la voz como instrumento. Es parte integral del proceso de creación y producción de la música, y una vía de expresión vital que subraya la fragilidad en lugar de ocultarla. Los artistas del género aprendieron a cantar con él y a pensar la música a través suyo: entendieron que el Auto-Tune no es solo un aditivo estético para las ideas musicales, sino que puede ser su catalizador.

En el trap el Auto-Tune no potencia ni corrige; es condición y vehículo, un campo abierto antes que un entubamiento de la voz. Por eso es insuficiente decir que el Auto-Tune es al trap lo que la guitarra eléctrica es al rock & roll. Es tal vez el equivalente a lo que el estudio de grabación significó para el rock en la segunda mitad de los ‘60. Una herramienta (la más pregnante de un paquete digital múltiple con base en Pro Tools) con la cual es posible pensar la música más allá de las posibilidades humanas.

“Más que la virtud de la premonición, la tapa de Caravana acertó al anticlímax de su tiempo presente (en el que las cosas volvían en lugar de extinguirse); y a la desconexión con un porvenir marcado por la fragmentación, el encierro, el agotamiento y la ausencia de iniciativas ante el horizonte yermo del capitalismo insuperable.”

Simon Reynolds advirtió en 2018 que era poco menos que obvio que los músicos jóvenes no entren en conflicto con la noción de autenticidad al usar Auto-Tune. Veía una correlación lógica entre una cultura digital expandida como nunca antes, donde las relaciones están permanentemente mediadas y filtradas por la máquina y puede resultar difícil distinguir entre la persona y su avatar. Un plano de existencia que se ha hecho bochornosamente evidente con el aislamiento social, pero que lo precedió y lo sucederá. El resultado, piensa Reynolds, es que ya no experimentamos extrañeza al percibir la disociación entre cuerpo y voz. Ese conflicto -que apareció ante la radio, la primera tecnología que escindió la voz del cuerpo que la emite, una posibilidad que hasta entonces solo asistía a la divinidad o al demonio- ya no se presenta como tal en un mundo articulado por la tecnología, al punto de encontrarse discutiendo el diseño genético de los seres humanos del futuro.

Lo que queda por fuera del enfoque de Reynolds (y de Fisher, que lo emparentó con la función del Photoshop) es la posibilidad de que esta implicancia expresiva del Auto-Tune reponga el malestar en el dominio público; que señale los síntomas de precariedad psíquica reprimida por la productividad obsesiva, la autocomplacencia solitaria y el decorado tambaleante de la felicidad como mandato.

 

Si el trap y el Auto-Tune son expresiones artísticas relevantes del presente, al punto de representar el ánimo juvenil (y no tanto) mejor que ninguna otra, es por su depresión endémica. Es habitual la crítica al trap por su falta de variantes, su fijación en una forma establecida y la monotonía pesada de su arquitectura musical. Es una fórmula diseñada para la estimulación mínima (esas electrochoques de frecuencias bajas…) y la satisfacción inmediata de un público que difícilmente pueda concentrarse en otra cosa que no sea perseguir aquello que le produce una continuación seriada de goce instantáneo. Y en el que los signos de estrés y tristeza vienen multiplicándose desde 1997, según datos de la Asociación de Psiquiatras Argentinos (e intensificándose en pandemia). La previsibilidad del efecto opiáceo del trap asegura su éxito/dependencia y distribuye (entre artistas que parecen cantar una misma canción) la variable numérica que ordena la economía de la producción cultural contemporánea y las cinco w del periodismo musical: los plays.

La llanura rítmica y tonal del trap es la prenda de unión del estilo y una metáfora un poco obvia del desánimo general. Como casi ningún otro género pop, casi no hay estribillos ni modulaciones. Y como no hay progresión, anestesia la ansiedad. Un reverso de la política de acelerar la velocidad de reproducción de Netflix. Y las voces desmaterializadas con Auto-Tune devuelven el reflejo de un interior fragmentado y sacudido. Como si cada una de las partes en las que la red requiere que nos dividamos tuviera su propia voz.

La idea de obra también queda difuminada. Si en su antecedente juvenil inmediato (el rock indie), los sellos independientes eran una asociación generadora de procedimientos para resguardar la obra de sus artistas de la depredación e ineptitud del mercado discográfico, en el trap prevalece la idea de crear una comunidad de individuos que no desaprovecha la carroña de la industria. Un ágora de dardos cruzados, featurings y beats de propiedad semipública donde el formato álbum es más una concesión a las lógicas de estructuras anquilosadas que a una decisión artística. Un pragmatismo astuto definido por la instantaneidad, la autonomía como estrategia de compromisos fluctuantes, el trato directo con el público en el flujo virtual y los cachets dolarizados por shows de cuarenta minutos.

“En el trap, en cambio, humano y máquina se implican en comunión. Para los traperos, el Auto-Tune es una herramienta íntima para desarrollar la música y explorar la voz como instrumento. Es parte integral del proceso de creación y producción de la música, y una vía de expresión vital que subraya la fragilidad en lugar de ocultarla.”

El trap es también el primer estilo musical nativo de la cultura de nichos. Es post rockismo vs. popismo (si es que esa grieta tuvo alguna vez sentido). Ya no vivimos en la cultura de masas que promovió a artistas como The Beatles o Madonna. Hoy transitamos un alto toyotismo con algoritmos que captan la información necesaria para una ultra personalización de nuestros consumos. Las estrategias de márketing y difusión son a nivel micro. Y no derraman de arriba a abajo, desde un centro; atraviesan nuestros medios e interacciones como pop ups y resultados promocionados. Así surgen artistas que parecen venir de la nada (es decir, de abajo) y sorprenden a la prensa con sus sold outs. Como resume Steven Shaviro en Jacksonismo: antes (en la era del rock) era dable acusar a alguien de ser un vendido, “pero hoy todos, sin excepción, somos unos ‘vendidos’, porque (en la era del ‘capital humano’ y la empresa de sí mismo) ‘venderse’ es el mínimo requerimiento para la mera supervivencia”. Ése es el realismo capitalista de los artistas del trap argentino. Y por eso no vieron una contradicción en el paso desde su incipiente subcultura hecha de fiestas clandestinas, drogas al menudeo y softwares crackeados a firmar con sellos transnacionales y dar conciertos para corporaciones mediáticas como Clarín y Claro.

La forma en que el trap y el Auto-Tune absorben el malestar y la hedonía depresiva de esta época se traduce en canciones que fetichiza el dinero desde un distanciamiento irónico (no el de que ya ha comprado todo lo que pudiera desear, sino el del que naufraga una economía de valores nominales cambiantes, un hedonismo inflacionario); que reflejan la fragmentación psíquica en voces imposibles; que ensayan un comunismo total entre objeto humano y no-humano. Y que son portadas por estrellas que fugaron a un singularización que desestima el mañana (¿a quién le importa cómo se vean esos tatuajes cuando tengas 40?). Figuras que movilizan el secreto deseo por lo extraño y lo monstruoso sin abandonar su dormitorio/nicho (los que critican son haters); cuerpos hipersexualizados que no necesitan del contacto para el goce (esta sí parece una premonición de este presente deserotizado) y que inesperadamente politizaron la brecha entre el realismo y lo Real de nuestra depresión con un desencantamiento resistente que, ahora sí, enlaza con la tradición melancólica de la canción argentina.

Luciano Lahiteau (La Plata, 1985). Es comunicador social (UNLP) y periodista cultural. Colaboró en Rolling Stone, Radar, Billboard, La Agenda de Buenos Aires, Revista Ñ y el blog de Eterna Cadencia, entre otros. Desde 2015 integra el staff del Festival Internacional de Cine Independiente de La Plata FestiFreak. Es autor de Los desafinados también tienen corazón. Una historia del Auto-Tune (Firpo Casa Editora, 2020).

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OFENSIVA SENSIBLE RECARGADA. ENTREVISTA A DIEGO SZTULWARK 

OFENSIVA SENSIBLE RECARGADA. ENTREVISTA A DIEGO SZTULWARK 

Por Ezequiel Fanego y Alfredo Aracil  

A un año de la publicación de La ofensiva sensible sorprende tomar conciencia de lo vertiginosos que fueron estos últimos meses: de la derrota en las urnas del macrismo y el inicio del estallido social en Chile a la pandemia, el fortalecimiento del discurso neofascista, el golpe y elecciones recientes en Bolivia y el plebiscito para cambiar la constitución de Pinochet. Hablamos con Diego Sztulwark para seguir de cerca las formas con las que se sigue expresando el reverso de lo político en latinoamérica.

Caja Negra: Una de las propuestas más estimulantes de La ofensiva sensible es la de efectuar una inversión de la perspectiva con la que abordamos las crisis: en lugar de profundizar los análisis sociológicos, tu libro hace un llamamiento a adoptar el punto de vista de la crisis y desde allí intentar una alianza con el síntoma que nos permita desplegar de los saberes en él contenidos. Hoy nos enfrentamos a una especie de saturación de la crisis. En el mundo, y muy particularmente en la Argentina, a las tensiones cada vez más límites del régimen extractivista/financiero vigente se le sumaron las propias de la gestión sanitaria de la pandemia. ¿Qué aspectos de esta encrucijada crees que se nos hacen visibles hoy a partir de adoptar la perspectiva que proponés en tu libro?

Diego Sztulwark: Hoy todo es crisis. Desconfío mucho de esta inflación de la verdad. Es cierto, hay crisis. Pero los discursos de la crisis se elaboran desde arriba. Y cuando eso sucede, la apelación a la crisis funciona como discurso de orden, de poder, de aseguramiento de la dominación en condiciones cada vez más precarias y violentas. Es todo lo contrario a la idea de asumir la crisis como premisa. Cuando los que mandan hablan de crisis lo hacen desde la perspectiva del orden. Y de un determinado orden específico. Ese que se suele llamar neoliberal. Hablan de crisis para bajar salarios, despedir gente, presionar por subsidios para las empresas y limitar los recursos destinados a financiar el bienestar social. La crisis es la excusa perfecta para imponer una cierta normalidad. El problema es que esa normalidad cada vez es menos consistente, menos abarcadora, menos creíble. La normalidad que se procura imponer vuelve a subordinar la reproducción social a las exigencias de la reproducción capitalista. Pero de un capitalismo cada vez más desesperado. Este discurso de la crisis desde arriba ha colonizado completamente el mundo político.

Mi impresión es que hay un reverso, un punto de vista muy diferente, que consiste en afirmar la crisis desde abajo. Algo que trabajamos con mucha profundidad en la época del 2001 con el Colectivo situaciones, y que veo más vigente que nunca. Se trata de asumir otro punto de partida, como condición de posibilidad de otra cosa. La crisis como punto de vista no extraña la vieja normalidad, sino que en todo caso quisiera crear una nueva, de una naturaleza completamente diferente. La crisis como premisa positiva equivale al rechazo del mando neoliberal. Y supone comprender que su pretensión de que la reproducción comunitaria pueda basarse en sus propias categorías es inconducente. Esta premisa está en la base de toda crítica, de toda génesis de una cultura diferente. En ese sentido, pienso que la escucha del sintoma se sitúa cada vez más en el centro de una política no neoliberal, si aceptamos que esa escucha implica una alianza con los malestares. La fenomenología de la crisis sólo se ha radicalizado desde que comenzó la pandemia. El malestar ha explotado, y todos nos dedicamos hace meses a los cuidados individuales y colectivos. La llamada nueva normalidad es inseparable de una precarización de la estructura social, del miedo al futuro, de una dualización aún más extrema entre el bienestar del encierro y el trabajo a la intemperie; de modos de vida cada día más dependientes de las ofertas de mercado y formas de vida que deben inventarse un mundo de cuidados como condición de existencia.

La coyuntura ha abierto una discusión sobre el fin. Pero, ¿del fin de qué estamos hablando? Mientras Hollywood lleva décadas especulando con un apocalipsis zombi, sucesos como los de Guernica suscitan otro tipo de imaginación. ¿Qué posibles se actualizan con las tomas de tierra?

 Mi único contacto con los zombis antes de la cuarentena había sido una participación muy menor en una película genial del colectivo Barrionuevo Tóxico, Estación Zombi, en donde pibas y pibes del conurbano son tratados como unos seres mutantes, más dinámicos y sensuales que aquellos que venimos del centro de la ciudad con discursos de inclusión social. Digamos que lxs pibxs zombis usan la boca para comerse a quienes usamos la boca para hablar. Una aguda crítica al progresismo de clase media urbana. 

Las películas y series norteamericanas sobre zombis las conocí en esta cuarentena. En ellas, una persona o un grupo de personas advierte que el orden humano se ha perdido y decide luchar por sobrevivir contra un mar de pseudohumanos  –cuerpo humano, cerebro aplastado– incontrolable. Es exactamente el inconsciente de una sociedad imperial que advierte que ha perdido su hegemonía planetaria y ve masas humanas ingobernables por doquier. Es sobre todo la decisión de aplicar dosis infinitas de violencia para hacer sobrevivir un modo de vida, en las condiciones que sean. Así imagina el fin el inconsciente colonizador. En su libro Autómata y caos, Franco Bifo Berardi da vueltas a este fin anunciando, el fin del cerebro de la raza blanca del norte y la llegada de lo oscuro del sur. Es preciso advertir que el fin de la hegemonía norteamericana emergida de su victoria de la guerra fría con el mundo socialista de la ex URSS no es el único fin imaginable, que podemos imaginar otros finales. Un autor de Caja Negra como Mark Fisher hablaba del “realismo capitalista” como la imposibilidad de asumir final alguno del mando del capital. Este es un razonamiento de tipo Eterno Retorno de Nietzsche: ¿cómo afirmar lo que viene? Quizás se pueda apostar a que la conmoción producida por la pandemia no se resuelva sólo en un deseo de normalidad. 

¿Qué indican las tomas de tierras? No estoy seguro, pero quizás indican que hay nuevos enlaces entre desposesión y capacidad de imaginar otras formas de propiedad colectiva. Seguramente no de un modo directo, porque en la ocupación hay un acto inmediato de reivindicación de un derecho y una demanda, pero sí tal vez de un modo indirecto, en el doble sentido de que la presión sobre la propiedad pública y, sobre todo, privada cuestiona el estado de cosas y fuerza reacciones. Y esta semana hemos visto hasta qué punto estas reacciones, aún provenientes de gobiernos que se dicen a sí mismos populares, pueden ser tan antipopulares (como el desalojo violento de la toma de Guernica). Las repercusiones de las tomas, en lo inmediato, parecen hacer chocar el punto de vista progresista (que, como dice Marino Pacheco, lo reduce todo al Estado) con el popular, que quizás se vea empujado de acá en más a fortalecer el sentido organizativo de sus acciones.

Sobre el retorno del fascismo también se viene discutiendo mucho, desde después del crack financiero de 2008. ¿Qué hace que el fantasma del fascismo vuelva con cada crisis? ¿Como es su relación con el neoliberalismo en la actualidad?

El discurso fascista suena a delirante, porque supone una amenaza, un enemigo comunista y revolucionario. Suena a anacronismo, a herencia de los discursos de la guerra fría. El deliro de los propietarios, sin embargo, no me parece desatendible en lo más mínimo. Ya Hobbes decía que el propietario temía por su propiedad antes de que un no-propietario lo amenazara. Hay en el miedo del propietario un anticipo, un presentimiento, una racionalidad preventiva. Me parece que el fascismo actual ya no tiene nada de la retórica revolucionaria de aquel de un siglo atrás. Se trata un fenómeno de aseguramiento. Aseguramiento de la propiedad, del control del Estado, de las formas de subordinación social (del deseo, de los consumos, de todo aquello que garantiza la realización de las mercancías). Me parece que el fascismo actual es una admisión de la imposibilidad de los neoliberales para gobernar la crisis de un modo puramente parlamentario. Es una estrategia de salvataje, un modo agresivo de orden al que acude el mando neoliberal ente el fracaso de lo que ellos mismos postularon durante décadas como el gobierno democrático de los mercados. ¿Es el fascismo un fantasma? Creo que es más bien un modo que encarna la antropología propietaria del capital ante el fantasma que lo agobia, ese fantasma-zombi o piquetero-delincuente o populista-anarquista. Es el terror a los signos de un mundo plebeyo al que tienen muy poco que ofrecerle. Ese terror es la fuente más evidente de violencia de sexista, clasista y racista del presente. 

Algunos fotogramas de Estación Zombie, película del colectivo Barrionuevo Tóxico, en la que participó Diego Sztulwark. Disponible acá

Se viene dando en el último tiempo un fenómeno discursivo novedoso, que es la apropiación de la derecha de ciertas preocupaciones que tradicionalmente tenían mayor presencia en las militancias populares. Uno de estos casos se dio recientemente con el problema de la salud mental: como un modo de oponerse a las medidas de confinamiento, de un día para el otro, estados como el estrés, la soledad, las ansiedades pasaron a ocupar un lugar central en la agenda política de la derecha y en el sistema de medios masivos. Frente al oportunismo de esta repentina preocupación, parece que lo peor que puede hacerse es negar la urgencia política de estos temas. Más bien deberíamos doblar el esfuerzo por distinguir modos opuestos de abordarlos. ¿Podrías ayudarnos a pensar en qué se diferencia el abordaje que el discurso dominante quiere apurar hoy de los malestares psíquicos de esa noción de politización del malestar que recorre La ofensiva sensible

Todo depende de cómo se asuma el síntoma: ¿nombra un disfuncionamiento a corregir o reenvía al agotamiento de una estructura? Las derechas llamadas “libertarias” agitan un deseo de libertad que consiste en identificar su propia salud mental con la salud de una normalidad de la reproducción del capital. Por eso ven comunistas en cada prescripción de la salud pública. Ojalá tengan razón. Y que el movimiento de los cuidados que estamos viendo en todo el mundo tenga la fuerza de poner en cuestión esa estructura. Pero es muy complejo, porque a nivel de mando político no aparecen cuestionamientos sino más una insistencia en recurrir a los mismos sistemas de automatismos que nos trajeron hasta aquí. En el mismo momento que el discurso del orden habla de afectos y de subjetividades descubre que no es posible adaptar a las personas a unas estructuras rotas. Descubre por tanto la doble tarea de normalizar la economía y de perfeccionar los modos de reajuste y adaptación, todo un tratamiento de las psiquis propietarias dañadas. Al contrario, la política de escucha del síntoma procura comprender lo que no cuaja en estas estructuras. Liga la llamada salud a una nueva economía, nuevas estrategias, nuevos lenguajes. En todo caso, estar discutiendo esto parece confirmar que la polaridad Modo de Vida/Forma de Vida –entendiendo por la primera toda manera de vivir articulada en relación automática con el mercado y a la segunda como la de aquellos que asumen su vida como una pregunta y no cuajan directamente en ese automatismo– es un modo concreto de comprender el discurso actual de la lucha de clases.

“¿Es el fascismo un fantasma? Creo que es más bien un modo que encarna la antropología propietaria del capital ante el fantasma que lo agobia, ese fantasma-zombi o piquetero-delincuente o populista-anarquista. Es el terror a los signos de un mundo plebeyo al que tienen muy poco que ofrecerle. Ese terror es la fuente más evidente de violencia de sexista, clasista y racista del presente.”

Por último, queríamos preguntarte por Bolivia y Chile. Las rotundas victorias del MAS y de la aprobación de la reforma constitucional parecieran poner en cuestión la idea de que hay un sentido común neoliberal infalible instalado en Latinoamérica, esa sensación que por momentos resultaba asfixiante durante los primeros años del macrismo. El hecho de que Chile, un país que se presentó siempre como el modelo más exitoso de cultura neoliberal, haya iniciado un proceso de manifestaciones populares y de solidaridad de base tan impresionante que entre otras cosas desembocó en este plebiscito pareciera indicar que bajo la imagen de una sociedad adaptada a la precariedad neoliberal circulan también otros deseos en puja. ¿Crees que es posible leer en esas expresiones el germen de un poder popular que pueda actuar hoy como contrapeso del poder financiero? Da la sensación de que los gobiernos progresistas no terminan de convencerse. 

La ofensiva sensible se publicó más o menos cuando se iniciaba la rebelión en Chile. Recuerdo que estuve en Santiago por esas semanas, fue algo muy impresionante. Fueron también los días del golpe en Bolivia. El año transcurrido desde entonces fue tremendo, la pandemia y todo lo que ella puso en juego pareció trastocarlo todo. Y, sin embargo, lo que podíamos ver entonces en Bolivia y Chile se confirma hoy con bastante continuidad. Son dos situaciones completamente diferentes, puesto que Bolivia es desde hace décadas ya un laboratorio de movimientos sociales anticoloniales, mientras que Chile aparecía hasta hace solo un año como la vanguardia del neoliberalismo. No obstante, se da entre esas situaciones casi opuestas una sincronía altísimamente sugerente. Mi impresión a trazo grueso es que en ambos casos se corrobora, primero, el peso de un reverso plebeyo de lo político, unas irrupciones populares capaces de forzar aperturas históricas desde bien abajo, y segundo, que la llamada política convencional está en relativo retraso para traducir el potencial de esas fuerzas y esas sensibilidades En Bolivia fue el ritmo de la contraofensiva popular la que parece haber marcado el ritmo de los acontecimientos, antes que los “aciertos” de la dirección histórica del MAS. En Chile, es una rebelión de una intensidad y una extensión impresionante lo que fuerza, desde abajo, la apertura de un proceso constituyente. Y no es sólo esto. Sino que luego de forzar esa apertura ese proceso, directamente lo ocupa –por medio de una participación inédita en medio de una pandemia, con alta cooperación en poblaciones populares– abriendo posibilidades nuevas impensables hace muy poco. Son señales que debemos atender, porque nos indican el absurdo de la pretensión neoliberal de reproducir la vida social dentro de sus estrechas categorías. El llamado neoliberalismo es, ante todo, un proceso atravesado por antagonismos muy profundos. Bolivia y Chile muestran, cada uno a su modo, como esos antagonismos son protagonizados por dinámicas de creación de formas de vida y de organización popular. Esta sigue siendo la fuente de nuevos acontecimientos democráticos, que no se agotan –por suerte– en las difíciles encrucijadas de los gobiernos progresistas. Cuando digo estas cosas no pretendo sonar “optimista”, tengo muy presente las preocupaciones de compañerxs de Chile que anticipan que será muy difícil todo lo que ahora viene. No es que no vea las dificultades. ¡Pero son dificultades de un proceso extraordinario!

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LA SALUD DEL CAPITALISMO

LA SALUD DEL CAPITALISMO

Por Alfredo Aracil 

“No nos convertimos en lo que somos sino mediante  la negación
 íntima y radical de lo que han hecho de nosotros”

 Jean Paul Sartre, prólogo de Los condenados de la tierra, 1961.

 

Cuadro general de síntomas 

La salud del capitalismo depende de la pericia de sus máquinas para extremar la miseria sin romperse ni rompernos del todo, de la habilidad de sus dispositivos para hacer de lo patológico algo más que un simple mal a extirpar. Me refiero a cómo, en la actualidad, ciertos estados de malestar constituyen un polo experimental que, desplegando una cierta plasticidad donde solo parece haber impotencia, son utilizados para imaginar nuevos modos de valorización social. Ahí donde la pastoral cristiana disciplinaba los instintos más básicos por la vía de la incitación, en esta fase del capitalismo se estimulan enajenaciones en ocasiones demasiado intensas, que sin la contención precisa pueden conducir a la total descomposición. En su faceta más perversa, el capital hace cálculos para determinar el límite relativo de violencia soportable, lo lejos que puede avanzar sin que nada se revolucione por completo.

No hay más desiertos ni selvas dónde fugarse. Y, sin embargo, el capital se cree en peligro. Sufre de nervios a causa del presentimiento de que existen márgenes que no es conveniente rebasar. Si el objetivo es preservar la tasa de ganancia, los flujos no deben torcerse, deben encuadrarse en trazados neuróticos. Para cada posible derrame una axiomática. Desde pequeños, aprendemos a estar cada unx en su lugar, a no pasarse de la raya. Que nadie ceda a la tentación de no volver a trabajar el lunes, que nadie sueñe con ocupar tierras y abolir la propiedad privada. 

Cuando la dialéctica entre lo normal y lo patológico determina una economía que bascula entre la carencia y el desequilibrio, cuando la crisis es concebida como el efecto de aquello que no anda bien, debemos hacernos una pregunta: ¿existe un límite absoluto? ¿Dónde está el punto de no retorno a partir del cual la alienación deja de ser rentable a los intereses del orden?

Nadie muere de contradicciones 

Incluso las sobras enfermas del proceso de producción por extracción se han vuelto objeto de especulación. En El Anti Edipo, Deleuze y Guattari sostienen que el capitalismo “no funciona más que chirriando, estallando en pequeñas explosiones, en un sistema de crueldad. Nunca un disfuncionamiento anunció la muerte de una máquina social… Cuando más se estropea, más esquizofrenia y mejor marcha”.

A la vista del papel que han tomado las agencias terapéuticas en todos los ámbitos de la vida, con el mandato de evitar situaciones y personas tóxicas como quien se deshace de un activo financiero, la cita puede parecer contradictoria. En verdad no lo es tanto: en un mundo hostil, donde cada individuo entraña un riesgo de muerte para el otro, ante la necesidad de hacer buen uso de los escasos recursos disponibles, son muchos los discursos terapéuticos que refuerzan la idea de que hay que cuidar de uno mismo, prácticamente en exclusiva. De esta forma, experimentamos la angustia desde la presunción de culpa, en ningún caso como el efecto de los antagonismos en las relaciones de poder. Como si fuese posible, estamos obligados a decidir qué papel desempeñamos: o bien sujetos que presumen de víctimas y compiten por ver quién no puede más, o bien sujetos indolentes e invulnerables que celebran no sentir ni necesitar. Una dicotomía envenenada, cuya consecuencia es la sensación de que todos estamos en peligro y necesitamos ayuda urgente. Además, ante el derrumbe de las instituciones que velaban por el bien común, una vez borradas las antiguas obligaciones de apoyo mutuo y solidaridad, el individuo es individualizado sin reservas. La comunidad es fatalmente dividida: cada unx con su propia incapacidad. Lo que ha terminado significando, en consecuencia, la asunción de formas de gobierno que combinan las funciones capataz, padre protector y psicólogo formado en técnicas de coaching ontológico. Todxs psiquiatrizados. La sociedad está enferma, encerrada en una subjetividad egótica, en observación y tratamiento preventivo.

En parte, el desarrollo de este imperialismo terapéutico ha sido posible porque, desde mediados del siglo XIX en adelante, el relato de la salud mental viene equiparando la cordura con una novela de emociones estereotipadas y equilibrios imposibles de alcanzar. Inspiradas en la lógica del hipotecado, las ciencias “psi” nos enseñan a pronunciar correctamente “yo” asumiendo un trauma fundacional. A cuestas con los problemas no resueltos de un adolescente que se hace adulto aceptando una carencia fundacional, una deuda con la vida imposible de saldar. Con el tesón del que no acepta un final que no sea feliz, la salud es percibida como una ficción posibilista sobre la obligación de auto-realizarse. Saber poner límites, repiten los analistas, es la fórmula para un vivir bien que da igual si le hace mal a los otrxs. El éxito social y profesional depende de variables como el esfuerzo sacrificial y el voluntarismo ciego. Se trata de ir empujando el margen de injusticia que somos capaces de tolerar. La naturaleza inquebrantable de un individuo que no debe dejar de creer en sus infinitas posibilidades. Porque no se cansa de perseverar. La última versión de la creencia laica como fase final de la creencia religiosa, de acuerdo a la fórmula de Nietszche. Que es, por cierto, el plano donde Mark Fisher ubica un tipo de identidad “percibida como un atavismo y como una limitación que impide al sujeto cumplir las infinitas promesas de auto-reinvención”.

Antiterapia 

Continúa Fisher en su entrada de blog “Antiterapia”, que forma parte del segundo volumen de K-punk: “el problema con lo que me gustaría llamar el imaginario terapéutico no es que postule que los sujetos son vulnerables, que los persiguen eventos de sus vidas pasadas o que carecen de confianza… El problema -y es un problema que se remonta a Freud y a los orígenes del psicoanálisis- es la afirmación de que estos problemas pueden ser resueltos por un sujeto que trabaja en sí mismo con la sola asistencia del terapeuta”. Resignarse a un tipo de transformación auto-suficiente. Vivir una vida independiente que escamotea toda posibilidad de ser afectadx. El capitalismo y sus dispositivos de codificación no reprimen, sino que impulsan un determinado inconsciente depredador y aspiracional.

Integración, novela familiar, sujeto auto-centrado… Existe un tipo de psicoanálisis que se ha hecho indistinguible de una máquina de adaptación social. Opera como un saber en torno a la amnesia y a la vez amnésico, que ha olvidado lo que una vez significó el descubrimiento de un inconsciente insumiso, las consecuencias económicas de la libre asociación, la risa desaforada o el margen de psicosis que no tolera ningún principio de obediencia. Parece que ha olvidado las palabras de San Pablo en la Epístola a los Corintios: “Ahora vemos como por espejo en la oscuridad, más luego veremos cara a cara. Ahora conocemos sólo en parte, más luego conoceré como soy conocido”. Por el camino, esta versión del psicoanálisis dejó a un lado la incómoda presencia de fisuras en el entendimiento, de puntos ciegos a la pretendida transparencia de la razón y la palabra, un sol cegador que ilumina zonas mistéricas donde el sujeto no es más que el reflejo de un encuentro con otro cuerpo. En lugar de asumir que el sujeto apenas se sujeta, que es poco más que el resto de un proceso de producción, decidió ubicarse del lado de una falta fundacional (de afectos y capacidades fisiológicas, rara vez de recursos materiales e igualdad), causa primera de los giros del deseo y motor trascendental de la vida psíquica. Obviando la incertidumbre propia de una coyuntura en constante mutación, esta razón-sana conlleva la inoculación de una represión que antecede al deber de aprovechar el tiempo, de ser más eficiente y organizarse mejor. Con todo, es de sobra conocido cómo muchos diagnósticos conciben al deprimido como aquel que no usa, porque no quiere, todas las posibilidades de su musculatura. Un cruce tautológico e idealista entre salud mental biologicista y desarrollismo personal, cuando se equipara el buen uso del cerebro con la práctica deportiva que busca ejercitar otro músculo más.

Todas las imágenes pertenecen a la serie Laboratory for collective dream experience, de Florencia Rodríguez Giles, 2015.  

La verdad interior 

De fondo, ni mucho menos inocente, aparece la confusión en lo que se entiende por interioridad. Lo interior, comúnmente, aparece como sinónimo de un espacio privativo, supuestamente inalienable a la persona, que es tomada por lo que permanece opaco a cualquier influencia. En un sentido neoliberal, se trata de hacer de la existencia una obra de arte, pero como una llamada a hacer valer lo propio, a ser único y original. Sin embargo, por lo menos desde Spinoza, sabemos que existe otra perspectiva sobre lo interior que no se sitúa como una dimensión impenetrable y exclusiva del ser. Muy al contrario, lo interior no constituye un para-sí, sino un espacio refractario de ipseidad, una experiencia que se desencadena afuera. De este modo, lo interior sería más bien una membrana, un pasaje. Sería el efecto del encuentro con una fuerza extraña: el resto de un choque con la alteridad, las sobras de un exceso, la línea que cruza los límites de lo ordinario. En otras palabras: no puede darse una experiencia interior sin el encuentro con lo desconocido, sin chocar con el otros de todo nos-otros.

“Uno mismo no es el sujeto que se aísla del mundo, sino un lugar de una comunicación, aunque ajeno al entendimiento, un plano de fusión del sujeto y del objeto”, dice George Bataille sobre esta concepción alternativa de la experiencia interior. En el camino del éxtasis, según él, nos empleamos en el patético intento de no quedar aislados, de encontrar una salida. Alargar los límites de lo humano tal y como lo conocemos, exagerando gestos que en ningún caso nos pertenecen. Cualquier cosa con tal de hacer lo imposible: no claudicar ante el miedo. Al parecer del francés, la existencia del filósofo transcurre entre signos narcóticos. Esa sería la forma, muy sofisticada, de defenderse de la desnudez total.

“Como si fuese posible, estamos obligados a decidir qué papel desempeñamos: o bien sujetos que presumen de víctimas y compiten por ver quién no puede más, o bien sujetos indolentes e invulnerables que celebran no sentir ni necesitar. Una dicotomía envenenada, cuya consecuencia es la sensación de que todos estamos en peligro y necesitamos ayuda urgente. ”

Extremando ese punto de vista, en un sentido materialista que toma el exceso de materia como la fuerza que pone en movimiento el pensamiento y anima la sensación, encontramos la hipótesis de la gran salud. Desde esa perspectiva, en la medida en que la vida es incertidumbre y fragilidad, la enfermedad puede ser experimentada como el reverso de la neurosis, esto es, la apertura a un estado de creatividad y forzamiento de los límites sensoriomotrices, una alienación curativa en tanto que intencional. Es en ese sentido que quisiera acercarme al papel que culturalmente ha tenido el uso de químicos capaces de volver extraño aquello que parecía normal, tecnologías que hacen posible que transformar y transformarse ocurra a la vez. Pienso en la historia de la experimentación psicodélica, pero no como una invitación a drogarse sin más, sino como una genealogía de prácticas que se preguntan por qué sería una cura cuya finalidad no sea la integración ni la naturalización de la escasez, sino la apertura a un universo de sensaciones sobreabundantes, el encuentro con lo jamás sentido y lo jamás pensado. Lo contrario de la falta: la ampliación de la consciencia sustituye la diferencia entre soñar y estar despierto por una tormenta de visiones y audiciones por encima y por debajo de las palabras, un intervalo mágico que pone fin a la separación radical entre cuerpo y mente.

La terapia psicodélica 

En una conversación reciente con la psicoanalista Janine Puget, la que fuera colaboradora de Pichón Riviere recordaba los primeros días de la terapia psicodélica en la Buenos Aires que preparaba la contra-cultura. Hablamos de la Buenos Aires de los años cincuenta, años antes al boom underground, previa a la explosión hippie, cuando finalmente se populariza la iluminación, la anti-psiquiatría y las drogas improductivas pero productoras. Si bien Puget no estuvo vinculada formalmente con la clínica de Alberto Fontana y Francisco Pérez Morales, sita en Palermo, ayudó “alguna que otra vez a coordinar sesiones donde se administraba LSD.” 

Un método que luego implementó ella misma en sus terapias con grupos e individuales, hasta que en 1966 se prohibió y tuvo que literalmente tirarlos por el retrete. “He tomado y he pertenecido a un grupo de analistas que nos reunimos para trabajar con ácido lisérgico. Fue una experiencia importante analizarme agregando esa substancia, un turning point en mi relación con la salud mental”, comenta.

Era 1959 y los laboratorios Sandoz lo suministraban gratuitamente. Disuelto en agua, el alucinógeno era usado como desbloqueador afectivo, para “trabajar con algunos núcleos duros de la estructuración del aparato psíquico, con ciertos aspectos no sé si regresivos o difíciles de desplazar y transformar, con una dimensión de la que no es posible hablar, lo que en el análisis se esquivan. Son nudos y límites que el consciente trata de no poner en juego. Se tocan puntos álgidos. No quisiera ponerle palabras. A decir verdad, no es cuestión de regresión o progresión, sino de aspectos que no tienen lenguaje y que, de golpe, como en la vida, adquieren un lenguaje, hablan y nos hablan”.

En su opinión, las visiones y emociones que produce el LSD pueden tener un valor acontecimental. Deleuze y Guattari la consideraban un viaje interior y exterior que, poniendo a circular relaciones de intensidad, opera devenires, caídas y alzas, migraciones y desplazamientos. A pesar de lo singular y lo esquivo al lenguaje de cada experiencia, los relatos coinciden en algunos puntos: a un intervalo de confusión inicial, le sigue una meseta de trascendentalidad y elocuencia cósmica. La proliferación de vida e información es abrumadora. Se metaboliza a duras penas, no sin terror. Las respuestas y conexiones automáticas se deshacen, dejando vía libre a imágenes que son liberadas de la represión general de los sentidos que la normalidad obliga. De repente, el muro que inmuniza al capital del colapso se tambalea. Del otro lado, llegan impresiones caóticas, risas sin rostro, horizontes que se proyectan al infinito y mundos superpuestos. Es un estado de sensibilidad porosa y sin sujeto, cuya base espacial y temporal se vivencia como un continuo espacio-temporal. Imposible no verse atravesado por un sentimiento de comunión. De hecho, cuando tiene lugar en un contexto terapéutico, en un entorno donde sentirse desamparado es compatible con estar cuidado, cuando la psicosis no es necesariamente una enfermedad, el viaje puede culminar con la disolución del ego. Principio ácido y despersonalizante, literalmente corrosivo para las estructuras que sostienen el carácter unidimensional del realismo capitalista.

“El contexto era muy creativo. Se acercó a él un círculo de intelectuales, artistas, escritores y científicos. Cada uno en su campo, estaban rompiendo con la tradición. Rompían con los encierros propios de cada uno. Era novedoso todo lo que proponía. De hecho, a Fontana le costó sostener lo que había implementado a causa de lo creativo del método. Uno trasciende límites. Rompe las paredes de los cuerpos teóricos o discursos que maneja y le hacen manejarse en la vida. Es muy bueno que todo quede hecho pedazos. Pero luego hay que construir. Hacer algo nuevo con esos pedazos. Ahí se frenó la historia. Se quedaron en la época de la admiración, a las puertas de construir algo. Aunque quizás soy injusta. Porque yo pertenecí a esa época y algo traté de construir”, afirma Janine Puget. Sobre el trabajo de Fontana, cuenta que eran sesiones muy largas: “podían durar más de ocho horas. Aunque siempre había una persona atenta a los demás, para que no se quedasen excitados o haciendo cualquier cosa, cada uno se manejaba como podía. Había muchas personas que se quedaban descansando en la clínica después de la experiencia, a veces hasta el día siguiente, cuando cada uno podía proseguir su propio camino. Cuando se hacía individualmente, una vez se interrumpía el efecto lisérgico, la persona se quedaba la noche al cuidado de alguien en la clínica. Había que proteger al paciente. Muchas veces se ponía música clásica”.

La economía y el exceso 

Para Janine Puget, hasta ahora los psicoanalistas han trabajado demasiado con lo que falta. La consecuencia ha sido la sublimación de un estado mental melancólico y narcisista. “Ahora deberíamos incluir lo que sobra, lo que nos afecta. Lo que nos afecta es mucho. Esta la idea de que un vínculo produce efectos a partir del contacto con la alteridad. Cuando en general se piensa que el efecto es por encontrar la mismidad o lo complementario en la relación con lo otro. Existen dos cuerpos teóricos sobre el vínculo. Para mí, el más interesante es uno que expresa una relación imposible entre dos o más sujetos, imposible porque lo que los separa es la condición necesaria que produce efectos de encuentro que no son de semejanza, sino de creatividad”.

Este otro tipo de vínculo sería aquello que queda en los márgenes yoicos. Y tanto su origen como su alcance serían imprevistos e indecibles. Como le sucede al artista en el vértigo del proceso creativo, la actualización de un virtual puede ser vivido como el encuentro, en ocasiones hasta violento, con fuerzas más allá del lenguaje y de los supuestos, un todavía por saber, un ser-que-no-soy-yo. Partiendo de la fragilidad inherente a toda vida, poder entregarse a estos procesos solo es posible si creemos en el mundo. Para ello, es fundamental aprender a perder la voluntad, aunque sea transitoriamente. Por supuesto, nunca se está del todo preparado. Más que nada porque del otro lado (de la política) no hay nada conocido, casi siempre encontramos más de lo que deseamos ver.

“Pienso en la historia de la experimentación psicodélica, pero no como una invitación a drogarse sin más, sino como una genealogía de prácticas que se preguntan por qué sería una cura cuya finalidad no sea la integración ni la naturalización de la escasez, sino la apertura a un universo de sensaciones sobreabundantes, el encuentro con lo jamás sentido y lo jamás pensado. Lo contrario de la falta: la ampliación de la consciencia sustituye la diferencia entre soñar y estar despierto por una tormenta de visiones y audiciones por encima y por debajo de las palabras, un intervalo mágico que pone fin a la separación radical entre cuerpo y mente.”

Ahora que la realidad se tambalea y son muchxs los que parecen disfrutar con las discusiones sobre el final ¿podemos pensar una salud más allá de los estrechos y relativos límites del capitalismo? ¿Y si la deuda que la economía política y las ciencias “psi” han tomado como el origen de la comunidad, del vivir temblando y haciendo temblar, pudiese ser concebida como la obligación infinita de dar y recibir un don imposible de ponderar? ¿Es posible poner la angustia o la depresión a trabajar en otra dirección, de otro modo que no sea el de reforzar la explotación actual? ¿En qué medida pueden este tipo de flujos, como pensaban los autores de El anti Edipo de la esquizofrenia, ser capaces de empujar deslizamientos, maquinar disyunciones más libres y perforar la barrera del self-control? ¿Qué tipo de terapia podemos imaginar que ponga en crisis que somos propietarios de nuestro cuerpo, que hay algo así como un sujeto al mando y que además se personifica en un sospechoso “yo” universal? ¿Hay lugar para una individualización que no está planteada en términos de diferenciación, de un recorte del conjunto indistinto y amenazante de lo social?

Incluso en el actual escenario de soledad telemética, ahora que la terapia ha tomado la forma de una conversación íntima con el altavoz de la compu o del celular, sigue habiendo profesionales y colectivos que toman el inconsciente por su lado revolucionario e impersonal. A pesar de haber sido arrinconados por el mainstream capacitista, han logrado sobrevivir a treinta años de ofensiva neoliberal. Su legado es un archivo de estrategias y teorías que responden a la pregunta por las condiciones de existencia desde una concepción subversiva del deseo. Durante la colonización, el colonizado no deja de liberarse entre las nueve de la noche y las seis de la mañana, como decía Frantz Fanon. 

Por lo tanto, más allá del individuo que es enseñado a afirmarse uno e indivisible, son numerosas las experiencias que hacen de las asambleas comunales de los pueblos, los comités de vecinxs en armas, las células clandestinas, los círculos de yearning feminista, la contra-cultura y el esquiozoanálisis, los clubs de escuchadores de voces y apoyo mutuo para personas que sufren padecimiento mental o incluso las raves ilegales de los años noventa distintos nombres de un mismo fantasma. Todos ellos, son espacios no representativos donde la terapia es política y la política es terapéutica, donde uno se entrega sin cálculos y sin reservas, donde el dominado toma conciencia de que la domesticación nunca es completa ni total. Quizás no es problema de si la terapia es individual o no. El problema es más bien qué lugar se le otorga al campo social, si somos capaces de poner la líbido a trabajar en grupo, como una deuda pendiente con la historia y la dignidad.

Alfredo Aracil  (A Coruña, 1984) Curador y escritor. Se acerca a la producción artística contemporánea en busca de estrategias para desprivatizar los síntomas propios de nuestro tiempo. Por un lado, se trata de interrogar el archivo de prácticas psiquiátricas alternativas de los años sesenta y setenta, persiguiendo líneas que faciliten comprender las mutaciones subjetivas que se han dado en la transición del fordismo y las instituciones totales del siglo XX a las nuevas formas de trabajo inmaterial y control suave. Mientras, por otra parte, se trata de investigar y avanzar en cierta estética de la atención y la intención que, volviendo la patología un polo creativo, no conciben la diferencia como el lugar de la identidad, sino como la posibilidad colectiva de interrumpir el orden supuesto e imaginar formas de vida más sanas y justas. 

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NO HAY MANERA DE ESCAPAR. ENTREVISTA A EDUARDO BERTI

NO HAY MANERA DE ESCAPAR. ENTREVISTA A EDUARDO BERTI

Por Caja Negra 

 

No hay manera de escapar es un novela policial pero también es un trabajo colaborativo en el tiempo, entre Boris Vian, quien escribió los primeros capítulos y dejó marcado el camino a seguir, y el grupo de literatura potencial francés Oulipo, nacido un año después de la muerte del autor, que continuó la tarea. 

El escritor Eduardo Berti, único miembro argentino del grupo, tuvo una doble función: por un lado, la de continuar, junto con el resto de los oulipianos, la novela bajo las directivas que había dejado Vian. Por el otro, la de traducirla para esta edición. Desde Francia, recorre los procesos de producción y escritura que fueron parte del libro en esta entrevista para Caja Negra.

-Los herederos de Boris Vian decidieron proponerle a Oulipo que continuara la novela inconclusa No hay manera de escapar. ¿Cuáles fueron las reacciones del grupo al enterarse de la propuesta? ¿Qué les pasaba colectivamente con la obra de Vian ante semejante desafío? 

La reacción fue una mezcla de sorpresa y emoción, pese a que, en cierto aspecto, resulta bastante sensato que los herederos de Vian recurrieran a Oulipo, ya que Vian sin dudas habría sido oulipiano de no haber muerto meses antes de que se fundara el grupo en 1960. Por supuesto, otra reacción fue la curiosidad: ver qué había escrito Vian, qué había intentado hacer y cómo había planeado concluir el libro. Creo que nos tranquilizaron y entusiasmaron dos cosas: saber que existía una sinopsis (escueta, pero muy clara), y saber que la novela retomaba la línea de los policiales de Vernon Sullivan. En el primer caso, la sinopsis nos planteaba un caso bastante oulipiano de escritura bajo restricción. En el segundo caso, no implica lo mismo completar o terminar un libro de Vian que un libro donde Vian juega a parodiar los tópicos de la novela policial o, más aún, los tópicos de las traducciones de las novelas policiales estadounidenses en la escuela de Chandler o Hammett. No sé si, personalmente, me hubiese atrevido a terminar una “novela de Vian”. Lo que hicimos fue otra cosa porque nos permitía movernos en el terreno de la parodia e incluso esbozar, por momentos, la parodia de la parodia. 

-¿Cómo organizaron el proceso colectivo de escritura? ¿Con qué tipo de dificultades o escollos se encontraron? ¿Y cuáles fueron las mayores gratificaciones? 

Hubo una serie de etapas. Leer los primeros cuatro capítulos, los de Vian, y comentarlos. Decidir que esos cuatro capítulos no los tocaríamos (podríamos, por ejemplo, haberlos “intervenido” con inserts). Discutir la sinopsis. Ver qué le faltaba a esa sinopsis (por ejemplo, faltaba sembrar “falsos indicios”, faltaba desarrollar personajes y situaciones). Esta fue la primera etapa, digamos. Hicimos una segunda sinopsis, ampliando la de Vian, y nos dividimos los capítulos. Cada uno de nosotros escribió entre dos y tres capítulos: primeras versiones de esos capítulos. El primer resultado, como sabíamos que iba a ocurrir, fue un Frankenstein. Eso nos condujo a la tercera etapa: pulir, unificar el estilo, limar incoherencias, mejorar el ritmo narrativo, etc. Cada etapa fue apasionante. Un gran escollo fue el tipo de narrador elegido por Vian: una primera persona que no siempre nos resultaba la perspectiva ideal para su sinopsis. Sospecho que, de haber avanzado en la escritura de este libro, Vian acaso habría cambiado de punta de vista narrativo. Quién sabe… Entre las mayores gratificaciones están los comentarios elogiosos que recibimos, incluso de lectores fanáticos de Via 

-La novela está situada en los Estados Unidos durante la década del 40 y está plagada de referencias a ese espacio y ese tiempo. ¿Cómo hicieron para recuperar ese espíritu y darle vida a los personajes planteados por Vian? 

Investigamos al respecto. Y tratamos de insertar no solo algunas referencias (sobre todo, siendo Vian, en materia de jazz y de música popular), sino también una atmósfera de época: la ideología, el discurso, la arquitectura, el vocabulario de esos tiempos. En cuanto a los personajes, un ejercicio interesante consistió en discutir entre nosotros su pasado (al que Vian hacía muy poca referencia en los capítulos y en la sinopsis), por ejemplo el pasado de Frank Bolton: su historia familiar, su vínculo con su hermano muerto, su decisión de dedicarse a la vida militar, etc. Esto le dio más carne (más vida y más “motivaciones”) a muchas de las acciones que plantea la novela. –

-Vos en particular cumpliste un doble rol: fuiste parte del equipo que escribió la novela y también la tradujiste al español. ¿Qué podés decir de este proceso de trabajo entre lenguas? 

Fue una traducción muy especial. Por lo general, el traductor tiene una distancia relativamente “fija” con el libro que está traduciendo. En este caso, yo tuve “tres distancias”: cuatro capítulos (los de Vian) que traduje como si fuesen “ajenos” y un resto de libro en el que iba pasando, como un péndulo, de una “segunda distancia” (textos escritos por los demás oulipianos, en los que intervine en la etapa final: la de “editing”) a una “tercera distancia”, la de las páginas o las frases propias, que fue de autotraducción… Hubo partes más complejas de traducir como el poema (el “beau présent”) que escribe un personaje del libro empleando únicamente ciertas letras: b, e, a, t, r, i, c, etc. Hubo, por último, un asunto puntual. Entre las primeras versiones de los capítulos (versiones que luego, en la etapa final, se modificaron mucho), hubo dos casos bastante sui generis. Por un lado, Jacques Jouet escribió un “centón” con la obra de Vian: es decir, un capítulo entero hecho con frases de distintos libros de Vian (e incluso ciertos versos de canciones), una especie de collage. Por otro lado, un capítulo que escribí yo era un “centón” a partir de mis propios libros, pero en traducción al francés: un collage con las traducciones que hizo Jean-Marie Saint-Lu de mis textos. Algunas partes de mi centón sobrevivieron. Así que, cuando me puse a traducir On n’y échappe pas, tuve una disyuntiva: reutilizar en estos casos la versión original en castellano de mis frases o no. Opté por olvidarme de la versión original (hasta donde me era posible, claro) y traducir lo que “sonaba” mejor en el marco de la novela.

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