ADELANTO: NO HAY MANERA DE ESCAPAR, DE BORIS VIAN Y OULIPO

ADELANTO: NO HAY MANERA DE ESCAPAR, DE BORIS VIAN Y OULIPO

No hay manera de escapar puede leerse al menos de dos maneras: como una novela policial con todos los ingredientes del género o como un particular trabajo colaborativo entre Boris Vian y Oulipo, el grupo de literatura potencial francés nacido en 1960, un año después de la muerte del autor.

Boris Vian llegó a redactar cuatro capítulos y a bosquejar una sinopsis antes de dejar inacabada esta novela. El proyecto, comparable a la serie de policiales negros que él mismo firmó con el seudónimo de Vernon Sullivan –como Escupiré sobre vuestra tumba y –, quedó archivado por años en una carpeta al cuidado de su viuda. Varias décadas más tarde, los escritores de Oulipo recibieron el manuscrito y lo concluyeron con un resultado deslumbrante. El resultado es una novela con el estilo distintivo de Vian, con su humor ocurrente y elegante, continuado por quienes más cerca se sienten de su legado y traducido al español por Eduardo Berti, único miembro argentino del grupo. 

Compartimos el primer capítulo de la novela que llegará a librerías durante octubre. 

CAPÍTULO 1 

Ellen Brewster… Ellen Brewster… Ellen Brewster…1 

Me desperté de un salto, el tren volvía a ponerse en marcha con una brusca sacudida. La frenada había sido suave, sin duda, y no había perturbado mi mal sueño. Mientras las últimas luces de la estación se disipaban en la triste niebla de otoño, yo masticaba con la boca vacía. Tenía un gusto pastoso en la lengua y la sensación me hizo recordar a cuando, dos meses antes, me había despertado en una sala de operaciones en Corea. La verdad es que no me hacía falta ese sabor para pensar en la operación. Miré entonces mi mano izquierda. Un objeto hermoso, revestido de cuero amarillo. En el interior de mi mano, unos resortes y unas palancas de acero me permitían hacer casi cualquier cosa. Casi. ¿Qué efecto tendría algo así en el hombro de una chica? El cirujano no se había preocupado por esto.

–Tendrá usted una mano poderosa 2 –me dijo–. Trate de no apretar mucho las de sus amigos.3 Podría lastimarlos.

¿Han visto alguna vez los cartuchos de los cañones antitanque? Tienen una carcasa de metal que yo podría rasgar con mi mano izquierda, fácilmente, como papel de cigarrillo. Una mano excelente, la mía. Bien fabricada. Muy sólida. La miré con afecto. Me estaba acostumbrando a ella. Me parecía casi humana. Mientras no la apoyase en el hombro de una chica. Una chica… ¿Qué chica? ¿Quién era la chica cuyo nombre había surcado mi mente mientras las ruedas del tren percutían contra los rieles? Su nombre resonaba como la heroína de una canción popular. Ellen… Ellen Brewster… 

Por Dios, ¿por qué pensaba en ella?

Sonreí, a pesar de todo. No era un recuerdo desagradable. Era el recuerdo de cincuenta kilos de dinamita rubia, bien moldeada en los lugares más adecuados, tallada en forma de sirena hasta la cintura. Por debajo era mejor que una sirena; las escamas, personalmente, no me enloquecen. Pero las piernas de Ellen…

Me abalancé sobre el ejemplar del Saturday Evening Post 4 que acababa de dejar a un lado y busqué la primera publicidad de un refrigerador. Necesitaba algo así para pensar con más calma en el resto… Pensé en sus ojos de oro, 5 en sus dientes (tenía el doble de dientes que cualquiera, probablemente porque eran muy pequeños) y eso me llevó a recordar los helechos rojos, 6 la maleza que olía a hongos, el sol que empezaba a salir y la cabaña construida por un cazador muy precavido: había, dentro de esa cabaña, una cama de helechos secos.

Ellen Brewster… la primera chica que… bueno… en fin, la primera… Éramos vecinos. 

¿Qué edad tenía yo? Hice cuentas con los dedos. Quince años. Lo mismo que ella. Por entonces yo era un poco frágil. No muy fornido.

El tren aulló mientras cruzaba un puente de hierro y me sobresalté cuando el eco entre los vagones de metal amplificó el estruendo de las ruedas sobre los rieles. Eché un vistazo a mi reloj. Diez minutos, todavía. Black River 7 quedaba al otro lado del río del mismo nombre y acabábamos de llegar a Stone Bank, en la orilla oeste. Había hecho bien en despertarme. Lo raro era que me hubiese despertado pensando en Ellen.

Nos conocimos la noche del cumpleaños de Lucile Maynard. Ahora lo recordaba mejor. Me había puesto mi primer esmoquin; el de mi padre. Gracias a su holgada situación, mi padre tenía los medios necesarios para pagarme uno nuevo… pero esto mismo explicaba, quizás, cómo había llegado él a su holgada situación: no gastaba el dinero de modo imprudente. Por otra parte, los grandes gastos de mi madre restablecían el equilibrio. Aquel esmoquin me apretaba. Todavía me veo a mí mismo. Con ese maldito nudo que se torcía todo el tiempo, con ese mechón enrulado que era mi desesperación y que rompía obstinadamente su caparazón de fijador… Me veo en el salón de Lucile, con la nitidez irreal de los sueños… Habían enrollado la alfombra y la habitación adquiría dimensiones inquietantes; habían quitado casi todos los muebles, solo quedaba el gran tocadiscos automático, el sillón, unas sillas dispares a lo largo de la pared, unas luces, muchas luces; todas las chicas con las que habíamos paseado y nos habíamos bañado parecían, con esos vestidos de tímidos escotes, más desnudas que con un traje de baño… 

–Frank, me gustaría que bailaras conmigo. 

Ellen me miraba. Estaba hermosa con toda esa muselina amarilla, del mismo color de sus ojos. Aquella noche, a las cinco de la mañana, nos fugamos en el coche de sus padres. Terminamos en la cabaña, sobre los helechos. Ella lloraba y reía al mismo tiempo. Sentí vergüenza, estuve orgulloso y algo protector, y quise irme a dormir porque al día siguiente teníamos que enfrentar al equipo de Johnny Long y yo jugaba de medio apertura.8 Pero Ellen estaba tan hermosa que la besaba y me dolía verla llorar.

Sonreí mientras el tren aceleraba. Aún sentía ternura cuando pensaba en Ellen. Y me ponía feliz recordarla. Más feliz que el más feliz de los soldados, con o sin Purple Heart, [Condecoración que reciben los soldados heridos. [N. del T.] porque por primera vez había dejado de pensar en los cinco chinos que había freído con el lanzallamas. Ellos hacían, noche a noche, que despertara entre sudores; su imagen me perseguía desde que, dos meses atrás, me habían recogido bajo los escombros informes del refugio donde habíamos esperado por treinta horas la orden de retirada.9

Pero este tren corría ahora por suelo americano… y, mientras llegaba a Black River, yo pensaba en Ellen Brewster, la tierna Ellen, la compañera de mi primer placer de hombre… ¿Qué sería hoy de ella? ¿Reconocería a Frank Bolton en este tipo precozmente envejecido, en este hombre de treinta y cinco años que parecía una década mayor con el cabello gris y tantas arrugas alrededor de los ojos? Conocí a muchas mujeres después, mujeres igual de hermosas o atractivas… y mucho más expertas.

Los frenos empezaron a chirriar, resueltos a detener esas novecientas toneladas de acero y carne lanzadas a 120 kilómetros por hora. Sonreí porque era buen signo. Volvía a empezar de cero. Era una suerte haber pensado en Ellen. La memoria a veces nos juega bromas… Me alegraba que su imagen me recibiera antes que nadie, en mi regreso al hogar. Buen presagio.

Lentamente, la caravana se inmovilizó. La estación parecía algo hostil con esa fría iluminación de mercurio.10 En cuanto descendí, se armó un alboroto. Entregué mi billete. Un vendedor de periódicos anunciaba noticias sensacionalistas. Mi cerebro zumbaba.
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SONIDOS Y EVOCACIÓN EN OCÉANO DE SONIDO DE DAVID TOOP

SONIDOS Y EVOCACIÓN EN OCÉANO DE SONIDO DE DAVID TOOP

 

PRE-ECOS 

En su deslumbrante novela sobre la subcultura del sur de California, La subasta del lote 49 (publicada originalmente en 1966), Thomas Pynchon predijo el reemplazo de músicos humanos por el procesamiento digital. Mientras escucha muzak en una pizzería, un personaje oye a un violinista desafinar. “Si quisieran podrían prescindir de los músicos de carne y hueso”, sugiere. “Mezclas los armónicos que te interesan a la potencia que quieres y te saldrá música de violín”.

Pynchon también previó un mundo en el que la gente se emborracharía en clubes de música electrónica, con discos de Stockhausen sonando en la rocola. “Este es el único bar de la zona, sabes, que practica una política musical estrictamente electrónica”, se jacta el camarero de un establecimiento en las afueras de Los Ángeles llamado El Radio de Acción. “Hay que venir los sábados, a partir de la medianoche es cuando empieza el Festival Sinusoide y se organiza una tertulia en vivo a la que vienen a pasárselo en grande chicas y chicos de todo el estado […]. Al fondo hay un cuarto lleno de osciladores de audio, sintetizadores, micros de contacto, de todo, tú, de todo”.

En Vermilion Sands (publicado en 1971), J.G. Ballard celebró el ocio, el artificio, el tedio y la deriva ambiental en su retrato de un complejo turístico desértico. Entre los placeres lotófagos de Vermilion Sands hay “coro-floristas” que venden plantas cantantes y esculturas sonoras que crecen en los arrecifes. Estas últimas son incorporadas en estatuas cantantes disponibles en el mercado. El narrador, un escultor de sonido, engaña a uno de sus clientes aumentando mediante una cinta los mecanismos sensoriales interactivos de la estatua. Más tarde descubre que la estatua ha adquirido ante el rico comprador las propiedades adivinatorias de un espejo o de un globo de cuarzo. “Salí una noche hasta los arrecifes, donde crecen las esculturas sónicas”, cuenta el escultor, sintiéndose vacío por las revelaciones que siguieron a la venta de su pieza falsificada. “Mientras me acercaba, crepitaban en el viento respondiendo a los cambios de temperatura. Subí por la largas pendientes, escuchando los quejidos y los gimoteos, buscando una que me sirviese de núcleo sónico para una nueva estatua”. 

Con una conciencia sorprendente de los vínculos evolutivos entre los pianos mecánicos y los simulacros (volveremos sobre estos más adelante), la novela de Philip K. Dick Podemos construirle (publicada en 1972) comienza en Oregón, en la oficina central de un fabricante imaginario de instrumentos musicales que se está quedando a la zaga en la carrera tecnológica. Sus competidores, Hammerstein y Waldteufel, fabrican teclados que explotan la investigación en mapeo cerebral y estimulan directamente el hipotálamo. El narrador de la novela, enfrascado en una discusión con su socio en la empresa, es escéptico. “Como la mayoría de la gente, he toqueteado las teclas de un Órgano de Sensaciones Hammerstein, y me gusta. Pero no hay nada creativo en él. Cierto, se pueden conseguir nuevas configuraciones de estímulos cerebrales, y por lo tanto se producen emociones completamente nuevas en la cabeza que de otra forma nunca aparecerían. Se puede –en teoría– conseguir la combinación que te haga llegar al nirvana. Tanto la corporación Hammerstein como la Waldteufel tienen un gran premio para el que lo consiga. Pero eso no es música. Es escapismo. ¿Quién lo quiere?”.

Más de veinte años después, al cierre del siglo xx, un clamor ensordecedor responde: “Nosotros lo queremos”.

Y, a fines del siglo xix, un escritor, funcionario y aficionado a la magia parisino conocido como Joris-Karl Huysmans exploró las ideas de fin de siècle sobre la vida vicaria (¿o cabría decir virtual?) y el esteticismo neurótico a través de un personaje de nombre Des Esseintes. À rebours (A contrapelo, publicado en 1884) sigue a Des Esseintes en su inmersión prototípicamente decadente en el aroma y el color, la crueldad y el erotismo, el orientalismo, la experimentación de dietas cada vez más rebuscadas y los extraños placeres. En una escena, Des Esseintes recrea un pasaje de La tentación de San Antonio de Gustave Flaubert disponiendo un retablo con dos miniaturas –una esfinge y una quimera– en su dormitorio a oscuras. Recostado y entregado al ensueño, escucha mientras una mujer ventrílocua recita, “como voces de otro mundo”, un diálogo ensayado entre las dos figuras. “Busco nuevos perfumes, flores más grandes, placeres aún no paladeados”, entona, y Des Esseintes imagina que las palabras de Flaubert se dirigen directa- mente a él, amplificando “el deseo vehemente de evadirse de las atroces realidades de la vida”. La escena desemboca, por implicación, en un encuentro sexual, pero el placer no es compartido por la ventrílocua.

Después de leer a Charles Dickens, Des Esseintes decide viajar a Inglaterra. Mientras se prepara para embarcarse, desvaría sin parar, rebotando entre los sabores culinarios y literarios de distintas tabernas, hasta que finalmente decide que en comparación con el arte la realidad resulta una decepción. Su viaje no va más allá de París. “Después de todo”, reflexiona, “¿para qué servía ponerse en marcha, cuando uno podía viajar tan espléndidamente, sentado en una silla?”. Así es como nace el hombre que se pasa el día sentado frente al televisor, el surfista de sofá, el nómade virtual.

Aunque Des Esseintes absorbe más de lo que crea, también juega con su entorno. Pero la prometida sutileza de esos juegos se ve aplastada por una pesadez en su ejecución. Como epítome del triunfo del materialismo sobre el éter, una tortuga es bañada en oro e incrustada con inusuales piedras preciosas para producir un contrapunto móvil a los colores iridiscentes de una alfombra oriental. Como es de esperar, el sobrecargado animal queda para siempre inmóvil en un lugar apartado. Des Esseintes combina correspondencias musicales con pequeñas gotas de licor dispensadas por un mecanismo al que se refiere como su “órgano bucal”, fantaseando orquestas enteras a partir del vínculo sinestésico entre el curaçao y los clarinetes, el anís y las flautas y el gin y las cornetas. Con una extensa práctica sería capaz de recrear complejas composiciones musicales en su lengua.

Otra de sus habilidades activas, u obsesiones, es la manipulación de aromas. “Después de todo”, argumenta, “no era más anormal disponer de un arte que consistía en escoger fluidos olorosos que contar con otras artes basadas en la selección de ondas sonoras”. Así pues, en un estado de excitación cada vez mayor, pinta un lienzo épico en su vestidor con una confusa secuencia de tés exóticos, sprays de delicados perfumes, esencias espolvoreadas y bolitas frotadas de sustancias odoríferas. El efecto final de esta orquestación es drástico. Mientras ventila el cuarto, otros olores se filtran como una aparición de espíritus medievales. Agitado y oprimido por su propio arte, Des Esseintes se desploma sobre el alféizar de la ventana.

“Después de leer a Charles Dickens, Des Esseintes decide viajar a Inglaterra. Mientras se prepara para embarcarse, desvaría sin parar, rebotando entre los sabores culinarios y literarios de distintas tabernas, hasta que finalmente decide que en comparación con el arte la realidad resulta una decepción. Su viaje no va más allá de París. ‘Después de todo’, reflexiona, ‘¿para qué servía ponerse en marcha, cuando uno podía viajar tan espléndidamente, sentado en una silla?’. Así es como nace el hombre que se pasa el día sentado frente al televisor, el surfista de sofá, el nómade virtual.”

A contrapelo mezcla observaciones, a menudo satíricas, sobre la atmósfera artística y social del período con las propias aventuras esotéricas de Huysmans. Por un lado, remite a espectáculos como Cantique des Cantiques, especie de obra de arte total de Paul-Napoleón Roinard, puesta en escena por Paul Fort en 1891 en el Théâtre Moderne frente a una audiencia en la que estuvieron Debussy y el poeta y ocultista Joseph Péladan. La poesía era aumentada mediante música, proyecciones de colores y perfumes rociados de manera ineficaz desde los palcos y balcones. Hubo peleas e incluso disparos alrededor de la boletería. Por otro lado, Huysmans fue influenciado por ocultistas franceses, como el abate Boullan. En una ocasión se vio envuelto en una guerra mágica. Aunque había adoptado medidas de protección sobrenaturales, afirmó que cuan- do se acostaba a dormir su cabeza era azotada por “golpes de fluidos”.

Algunas de estas búsquedas esotéricas reflejan un deseo de “placeres aún no probados” que es también característico de nuestro propio tiempo. “Se habla sobre ‘la vida sofisticada’”, escribió la historiadora italiana del diseño Claudia Donà en un ensayo de 1988 titulado “Invisible Design” [Diseño invisible], “sobre ‘el renacimiento de la sutileza’, sobre el diseño ‘suave’ y ‘duro’, sobre los objetos ‘fluidos’ cuyos nuevos placeres ‘sugestivos’, asociados a olores, sonidos o luces, están reemplazando los viejos valores de la forma estética y la utilidad. Se habla sobre el objeto del futuro como algo evanescente, ligero, psíquico; se habla sobre objetos inmateriales similares a imágenes u hologramas. En vísperas del siglo XXI, estamos viendo una era focalizada en la intensificación de la sensación. Es un desarrollo que ha sido provocado por un uso más desestructurado del lenguaje, pero que abrirá paso a una nueva armonía”.

PLACERES SUGESTIVOS

El funcionalismo y lo inefable se encuentran en el cielo. El material inconsciente es persuadido de salir a la luz con la misma astucia que empleó la chamán Ame-no-Uzume-no-Mikoto (la Mujer Celestial Atemorizadora), según el relato mítico japonés del siglo viii, cuando bailó con intensidad y lascivia para hacer salir a la diosa del sol de la caverna en la que se había retirado enfadada, y que volviera a bañar el mundo de luz.

Brian Eno, más conocido por su exitosa producción de discos para bandas como U2 que por sus instalaciones artísticas, montó una obra en Hamburgo a la que llamó “The Future Will Be Like Perfume” [El futuro será como perfume]. Expuesta durante febrero de 1993, su título era un claro indicador del carácter etéreo de muchísimos aspectos de la experiencia contemporánea. Ese mismo año editó Neroli (Thinking Music Part iv) [Neroli (Música para pensar, parte iv)], un álbum austero hasta para los estándares de Eno. La pieza, grabada originalmente en 1988 para una serie de instalaciones y de poco menos de una hora de duración, alude en su título al aroma del azahar y a sus propiedades relajantes, inspiradoras y clarificadoras del pensamiento. Originalmente, nunca tuve intenciones de editar esa pieza”, explica, “la realicé a modo de estudio. Después me di cuenta de que muy a menudo la ponía para escribir o sentarme a leer. Nunca la pensé particularmente como música. La concebía más bien como un espacio agradable en el que podía entregarme al pensamiento”. Paradójicamente, el propio Eno había sido incapaz de reconocer la sustancia musical de Neroli hasta que la pieza fue editada en cd. Surge allí una contradicción.

Brian Eno 

El año anterior, Eno había dado una conferencia acompañada de una instalación con diapositivas en el teatro Sadler’s Wells de Londres bajo el título “Perfume, Defence & David Bowie’s Wedding” [Perfume, de- fensa y la boda de David Bowie]. “Un rey del coriandro”, lo llamó el periódico The Guardian en su crónica del evento. Entre las observaciones y descripciones ofrecidas por Eno durante la sección de su conferencia dedicada al perfume se hallaba el siguiente pasaje: “Manteca de raíz de orris, un complejo derivado de raíces de lirios: es vagamente floral en pequeñas cantidades, pero casi obscenamente carnoso en grandes cantidades (como el olor debajo de los pechos o entre las nalgas). O la algalia, sacada de la glándula anal del gato de algalia: intensamente desagradable en cuanto se la puede identificar, pero sorprendentemente sexy en dosis subliminales”. 

Aromas anales: ¿qué relación podían guardar con un cambio cultural? 

En 1975, Brian había comenzado a hablar en entrevistas con la prensa sobre la posibilidad de infundir música en determinados entornos como si fuese una especie de perfume o tintura. En un artículo que escribió para un efímero periódico llamado Street Life en noviembre de ese mismo año, aludió brevemente a los cambios en el comportamiento de los oyentes: “Creo que estamos yendo hacia un uso de la música y del sonido grabado con la variedad de opciones con que se usa actualmente el color. Podemos usarla simplemente para teñir el entorno, podemos usarla en forma diagramática, podemos usarla para modificar nuestros estados de ánimo de maneras casi subliminales. Mi predicción es que el concepto de muzak, cuando se desprenda de sus connotaciones de basura auditiva, podrá disfrutar de un nuevo (y muy fructífero) resurgir”. Para 1978 ya le había dado forma a estas ideas en un manifiesto. “Un ambiente se define como una atmósfera”, escribió en las notas para Music for Airports, “o como una influencia envolvente: una tintura. Mi intención es producir piezas originales ostensiblemente dedicadas (aunque no de manera exclusiva) a momentos y situaciones particulares, con vistas a conformar un catálogo pequeño pero versátil de música ambiental que se adecue a una amplia variedad de estados de ánimo y atmósferas”. Pero la idea era resaltar “idiosincrasias acústicas y atmosféricas”, en vez de sofocarlas con Muzak®. “La música ambient está pensada para inducir calma y favorecer un espacio para el pensamiento”, concluía. “La música ambient tiene que ser capaz de ajustarse a varios niveles de atención auditiva sin imponer ninguna en particular: tiene que poder ser ignorada tanto como resultar interesante”.

Esta última afirmación en particular era un anatema para aquellos que creían que el arte tenía que enfocarse en nuestras emociones y nuestra inteligencia superior, ocupando el centro de atención y elevándonos por encima del entorno mundano que agobia nuestras almas. Y sin embargo lo que Eno estaba haciendo, como sucede a menudo cuando alguien captura el sabor del momento, era predecir un movimiento que ya estaba en marcha. La narrativa mensurable y tangible de objetos sonoros autónomos altamente compuestos y emocionalmente cautivadores había sido destruida por misiles disparados desde todas las coordenadas artísticas y tecnológicas. Sus palabras resultaron importantes porque proyectaban esa inclinación hacia obras de carácter abierto a los ámbitos del diseño (incluso del diseño social) y de la música popular. Una vez que el arte se volvió diseño –o mejor aún, diseño pop, pop de diseño o cualquier otra permutación–, una idea radical podía convertirse entonces en un acontecimiento mediático.

En cierto sentido, Thomas Pynchon, J.G. Ballard y Philip K. Dick predijeron a Eno: Pynchon con su imagen de los sonidos electrónicos como entretenimiento de ambiente; Ballard, con sus escenas de escultores de nubes y vendedores de estatuas sónicas de Vermilion Sands; Dick, con su tecnología de ensueño musical. Como sucede con cualquier escritor de ciencia ficción, en el corazón de estas especulaciones había un conjunto de realidades presentes. La música de fondo está en todas partes, mucha es cuidadosamente seleccionada para reflejar las sutiles divisiones tribales y de clase en la búsqueda del ocio: el restaurante high-tech que pasa jazz grabado entre 1955 y 1965; el bar decorado con madera y pósters que pasa las así llamadas “roots music” y “world music”; el pub que pasa pop de la década del setenta; el restaurante indio que pasa canciones de películas de Bollywood; el otro restaurante de comida india un poco más caro que pasa Enya, Sade, Kenny G y tal vez incluso The Orb; el café de ambiente familiar que pasa versiones están- dar estilo Muzak pre-1987, con sus mil y una cuerdas, y así sucesivamente. La televisión por cable centellea en los márgenes de la visión; loops de música new age repiten incesantemente sus arpegios tranquilizadores en parques acuáticos para acompañar los deslizamientos y las vueltas de las rayas; los sub-bajos y bajos de tracks de jungle sonando a todo volumen desde un coche demuelen el aire en un radio móvil de cuarenta y cinco metros; la música flota en el éter de la World Wide Web a la espera de ser descargada y con la esperanza de hablarle a alguien.

La falta general de un involucramiento profundo con toda esta estimulación resulta aplastante, alarmante o fascinante. Depende de nuestro estado de ánimo, de nuestro punto de vista, de que nuestro interés particular se incline por productos y valores sólidos o, al contrario, por comunicaciones invisibles, intangibles, emergentes y cambiantes. “Para resumir”, continuaba Brian en su conferencia del “Perfume”, “estamos cada vez más des-centrados, des-anclados, viviendo el día a día, envueltos en un esfuerzo continuo por ensamblar un conjunto creíble de valores, o por lo menos factible, dispuestos a desprendernos de él e improvisar uno nuevo si la situación lo requiere. Encuentro que cada vez disfruto más de este estado de cosas, de observar cómo todos nos volvemos perfumistas diletantes que recorren con dedos inquisitivos una enorme biblioteca de ingredientes viendo qué combinaciones tienen algún sentido para nosotros, sumando experiencia, la posibilidad de hacer mejores conjeturas, sin exigir ninguna certeza”.

Lo que este libro se propone explorar es el camino por el cual el sonido (y la música, en particular) ha llegado a expresar esta apertura –alternativamente desorientadora e inspiradora–, que hace que todo lo sólido se disuelva en el éter. Gente que se refiere a la comunicación de las orcas por medio de sonidos como música, o que se dedica a buscar en sitios prehistóricos de pintura rupestre los ecos de animales, ausentes largo tiempo atrás; grabaciones en las que el puro ruido, el minimalismo o la deriva no narrativa son vendidas y usadas como una variedad de música pop; clubs en los que el estatus periférico de la música, su eclecticismo extremo o su difusión en retazos son considerados como un realce del ambiente; música recortada y reutilizada en gruesas capas de acontecimientos sonoros aparentemente incompatibles; música construida a partir de conversaciones telefónicas privadas robadas del aire (y de vidas “privadas”) con un escáner de frecuencia portátil; música que explora el lenguaje de la sensación física; música en la que predominan tiempos en blanco, ambientes amedrentadores o jubilosos, una calma rayana en el silencio, un minimalismo extremo o un vasto paisaje, una atmósfera tropical o helada en la que el o la oyente pueden insertarse a sí mismos, ocupar el primer plano o recorrer ese espacio imaginario durante horas.

En un ensayo de 1989 titulado “Why Minimalism Now?” [Por qué el minimalismo hoy], Claire Polin estableció un paralelo entre el surgimiento del minimalismo como género musical, particularmente La Monte Young, Terry Riley, Philip Glass y Steve Reich, y la pintura minimalista estadounidense de fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta, ejemplificada por los enormes bloques de colores apagados de Mark Rothko y los lienzos negros de Ad Reinhardt. Citaba allí la manera en que Reinhardt resumía la nueva estética: “… ni textura, ni dibujo, ni luz, ni espacio, ni movimiento, ni objeto, ni tema, ni símbolo, ni forma… ni placer, ni dolor”. Y agregaba: “Algunos seguidores, como Olitsky, produjeron obras con mezclas de colores luminosas e imposibles de identificar, que parecían flotar en un espacio infinito, o en una infinitud sin espacio, evocando de esa manera aquellas palabras de Pascal: ‘el silencio de los espacios vacíos me llena de terror’. Uno siente cansancio del espíritu humano, un deseo de escapar de las presiones de un mundo frenético y discordante hacia la envolvente quietud, un mundo que, como lo expresa Carl André, ‘contiene demasiados objetos y ahora demanda algunos espacios en blanco, alguna tabula rasa’”.

“La música ambient está pensada para inducir calma y favorecer un espacio para el pensamiento”, concluía Brian Eno. “La música ambient tiene que ser capaz de ajustarse a varios niveles de atención auditiva sin imponer ninguna en particular: tiene que poder ser ignorada tanto como resultar interesante”.

El trance de la mente en blanco puede invadirnos en los pasillos del supermercado, haciendo la fila en algún lado o metidos en un embotellamiento, manejando por la autopista a gran velocidad, mirando televisión, trabajando en tareas aburridas, hablando por teléfono, comiendo en un restaurante e incluso haciendo el amor. Jack Gladney, el narrador de Ruido de fondo de Don DeLillo, escucha una “estática escalofriante” que emana de los envoltorios plásticos de comida dentro de su congelador. El sonido le hace pensar en una vida latente, que se mueve en los márgenes de la atención. Busca certezas, a pesar del temor que le despiertan, en un mar de información cambiante e irrelevante. Por las tardes se detiene en el cruce elevado de la autopista para mirar cómo se desarrolla el drama de unos atardeceres espectaculares provocados por un derrame tóxico. “Transcurran los días sin rumbo”, se dice. “Sucédanse las estaciones”.

Ese estado en blanco –en el mejor de los casos una inmovilidad que, para bien o para mal, sugiere una cierta pasividad política; y, en el peor, un entumecimiento que la confirma– puede ser un aspecto de la pérdida de anclaje, del dar vueltas alrededor de un centro vacío o de cualquiera que sea la condición. Pero el carácter abierto, que es el otro síntoma de la condición, puede resultar más significativo. Los músicos siempre han robado, tomado prestado, intercambiado e impuesto influencias, pero la música de los últimos cien años se ha vuelto voraz en su apertura. En cierto sentido, ha sido vampírica, colonialista en su rápida explotación, mostrándose inquieta y descentrada, pero también ávida de incorporar y verse enriquecida por nuevos inputs y una renovada capacidad de transmisión de riquezas.

David Toop es músico, escritor, curador y artista sonoro nacido en 1949 en Londres. Fue miembro de The Flying Lizards y cofundador de The London Musicians’ Collective, un colectivo de improvisación musical que contribuyó, a partir de los años setenta, a la constitución de la escena experimental inglesa. Pese a ser, con más de una veintena de discos en su haber –el primero de ellos publicado en el mítico sello de Brian Eno, Obscure–, uno de los más destacados exponentes de la música ambient experimental, se lo conoce mayormente por su labor como crítico e historiador musical. Además de haber sido editor adjunto y columnista de revistas como The Wire y The Face, Toop es autor de varios libros considerados fundamentales, entre ellos, Rap Attack (1984), Ocean of Sound (1995) y Haunted Weather (2004).

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SOMOS LES FANTASMES, SOMOS LXS VIRUS

SOMOS LES FANTASMES, SOMOS LXS VIRUS

Por María Ruido

Hace algunas semanas, recibí una invitación de la revista CTXT para reflexionar sobre la institución arte, y especialmente sobre el museo, en relación con el momento actual de pandemia y crisis.

Como ya otras compañeras y compañeros han iniciado este debate público, yo continuaré el diálogo echando mano para ello de herramientas que considero genealogías útiles y necesarias, líneas de pensamiento e imaginarios que me han hecho y me hacen (nos hacen a muchxs) pensarme/pensarnos más allá del sistema-mundo naturalizado como único posible, nos permiten ver más allá de “la lata de conservas”.

Estamos en septiembre y seguimos en pandemia. Frágiles y más precarias, las mujeres que trabajamos dentro del sistema del arte, miramos al museo y a otras instituciones modernas (como la Universidad, en la que también trabajo) con una mezcla de sospechas, reparos y esperanzas, esperando establecer nuevas alianzas que conviertan esta institución —tan conservadora, patriarcal y burguesa, conformadora del gusto hegemónico y de las jerarquías estéticas— en un lugar habitable.

Habito dentro del corazón de la bestia, de algunos de sus centros más conservadores, y no es cómodo. No tengo tan claro que debamos apoyar las instituciones que nacieron en la modernidad, o al menos no debemos (yo diría, no podemos) apoyarlas acríticamente. Como la propia modernidad, estas instituciones tienen una base heteronormativa, racista, clasista, sexista, capacitista, -ista, ista, ista… Pero, ciertamente, estamos sumergidas ya en una crisis medioambiental, económica, social y de cuidados de la que podemos salir peor de lo que estábamos. Las soluciones ultraconservadoras ya no asoman, están instaladas en los parlamentos, y la guerra cultural está desatada. Pero ese apoyo a la Universidad, al museo, al parlamentarismo… no debe ser incondicional ni gratuito, sino siempre crítico, vigilante, exigente y participativo. Nos va, literalmente, la vida en ello. A pesar de los cenizos presagios de una cierta parte de la izquierda (y de los feminismos) que nos acusan de fragmentar en un momento tan complejo, volver décadas atrás no solamente no es deseable, sino que es imposible: el futuro será diverso o no será.

Todas las imágenes son fotomontajes realizados por María Ruido.

Para ello, creo que hará falta más que voluntad y buenas palabras: hará falta una cesión de privilegios, un auténtico respeto a la alteridad y un alimento material que permita que las personas no privilegiadas dentro de las jerarquías de sexo-género, de raza, de clase, de cuerdismo… puedan dedicarse al trabajo de construcción de representación y lenguaje.

Mientras esas condiciones materiales y de respeto a la diferencia no se provean, las representaciones críticas y el pensamiento emancipador y confrontador con las construcciones hegemónicas no se producirá, porque será una labor de privilegiadxs, y el producto del voluntarismo y la auto-explotación: esa, por cierto, es nuestra realidad actual.

Por otra parte, la precariedad no afecta solo a lxs proveedorxs de contenidos dentro de la institución arte. Dentro del trabajo de la cultura hay personas absolutamente necesarias que trabajan dentro del museo, trabajadorxs que sostienen la vida dentro de la institución, y que el propio museo no provee de salarios y condiciones dignas (contratos dignos, seguridad social, tiempos adecuados para desarrollar procesos de pensamiento real…). Estos y estas trabajadoras, que son las que cuidan a las artistas y pensadoras que habitamos temporalmente los espacios del museo, deben ser cuidadas a su vez. Igual que los y las sanitarias son una prioridad en este momento porque nos sostienen, apoyar a las personas que sustentan el entramado institucional de la cultura es también fundamental.

“Ese apoyo a la Universidad, al museo, al parlamentarismo… no debe ser incondicional ni gratuito, sino siempre crítico, exigente y participativo. Nos va, literalmente, la vida en ello. A pesar de los cenizos presagios de una cierta parte de la izquierda (y de los feminismos) que nos acusan de fragmentar en un momento tan complejo, volver décadas atrás no solamente no es deseable, sino que es imposible: el futuro será diverso o no será.”

 Estamos en una crisis medioambiental, social, material y de cuidados de la que podemos salir con más desigualdad y por la vía reaccionaria (y muchos indicios apuntan hacia ahí…) o con mayor consciencia de nuestra fragilidad, más colaboradoras, más radicales en el pleno sentido del término. Y para ello, aprender de los feminismos, de la práctica antirracista, de la lucha ecologista o de los movimientos sociales anticapitalistas no es una opción, es una necesidad, porque el extractivismo, la economía fosilista y neoliberal y el patriarcado heteronormativo ya sabemos adónde nos han llevado.

Basta ya de pensar que cualquier propuesta de cambio es utópica (con toda la carga negativa o al menos irrealizable que ha adquirido la palabra utopía en estos momentos) y que las “cosas son como son”, porque no es cierto: las cosas son como las hemos construido.

Debería ser una herramienta fundamental de transformación, pero no, el museo no siempre nos ha cuidado, no nos ha hecho más iguales, no ha respetado más las diferencias que el resto de las instituciones modernas que conforman nuestras sacrosantas democracias liberales occidentales. El museo no ha respetado nuestras fragilidades y nuestras miradas distintas, no ha dado oportunidades a aquellas que no venimos de una familia con capital económico y/o simbólico: hemos tenido que travestirnos, hemos tenido que callarnos, hemos tenido que entrar con miedo y tragarnos la rabia.

Ojalá ese museo que ha sido hospital —como explicaba recientemente  Manuel Borja-Villel, director del Museo Reina Sofía— y el resto de museos, centros de arte, filmotecas, centros de producción de conocimiento y representación de nuestro contexto… se conviertan en lugares de cuidado y reconocimiento del otrx, en lugares habitables y acogedores, en espacios de búsqueda de emancipación y respeto a la discrepancia. Pero no lo han sido, no lo son en este momento. Ojalá la palabra “curar”, tan en boga en nuestro ámbito, adquiera un significado real en estos tiempos tan inciertos.

Se dice que el Reina Sofía, ese antiguo “sanatorio”, está ocupado por presencias fantasmales, por las presencias de las locas, de los tullidos, de las enfermas, de los pobres, de aquellos cuerpos sin órganos que buscaron alguna vez la curación en su interior.

Por otra parte, la precariedad no afecta solo a lxs proveedorxs de contenidos dentro de la institución arte. Dentro del trabajo de la cultura hay personas absolutamente necesarias que trabajan dentro del museo, trabajadorxs que sostienen la vida dentro de la institución, y que el propio museo no provee de salarios y condiciones dignas (contratos dignos, seguridad social, tiempos adecuados para desarrollar procesos de pensamiento real…). Estos y estas trabajadoras, que son las que cuidan a las artistas y pensadoras que habitamos temporalmente los espacios del museo, deben ser cuidadas a su vez. Igual que los y las sanitarias son una prioridad en este momento porque nos sostienen, apoyar a las personas que sustentan el entramado institucional de la cultura es también fundamental.

Nosotras, como elles, somos fantasmas, casi invisibles al sistema de representación y de conocimiento imperante, o apenas utilizados para ser el contrapunto de sus centralidades. Pero como augura la hauntología, las apariciones espectrales son persistentes, y no sólo impregnan las instituciones, sino que, como decían aquellos señores del siglo XIX, siguen recorriendo Europa (y yo añadiría, el mundo), y acabarán/acabaremos infectándolo todo con nuestra presencia (im)perceptible. Porque fueron, somos; porque no nos vamos a ir: somos les fantasmes, somos lxs virus.

*Artículo publicado originalmente en Revista CTXT

María Ruido (España, 1967). Es artista visual, realizadora de vídeo, investigadora y productora cultural. Desde 1997 desarrolla proyectos interdisciplinares sobre los imaginarios del trabajo en el capitalismo postfordista, la construcción de la memoria y sus relaciones con las formas narrativas de la historia. Actualmente es profesora en el Departamento de Imagen de la Universidad de Barcelona, y está implicada en diversos estudios sobre las políticas de la representación y sus relaciones contextuales.

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UNA PRECARIZACIÓN PSÍQUICA DE MAGNITUD CASI INCONCEBIBLE. 

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K-PUNK 2 DE MARK FISHER

UNA PRECARIZACIÓN PSÍQUICA DE MAGNITUD CASI INCONCEBIBLE. ESCRITURAS A PARTIR DE K-PUNK 2 DE MARK FISHER

Por Emiliano Exposto

0. Las máquinas psíquicas proletarias

La precarización psíquica de la clase trabajadora es uno de los síntomas estructurales resultantes de estas crisis apocalípticas de la sociedad capitalista. Si el trabajador encerrado es el personaje de los dispositivos disciplinarios y el adicto endeudado la figura de los artefactos de control-vigilancia, como dice Fisher, tal vez tengamos que investigar el presente en ruinas con la hipótesis según la cual el psiquismo social precarizado y explotado desigualmente por el capital define a las máquinas psíquicas proletarias en este fin del mundo.

La atroz precarización psíquica en el capitalismo tardío es el decantado subjetivo de la lenta pero persistente cancelación del futuro en las devastadoras condiciones laborales y culturales del neoliberalismo zombi. El reverso de una desesperante pero expandida creencia de que no habría una alternativa solvente al suicidio ecocida del monstruo abstracto del capital. El capital pone a trabajar los poderes mágicos, aterradores y fabulosos del psiquismo proletario, obstruyendo los vasos comunicantes entre la conciencia de clase y la imaginación antagonista. Sobre el fondo de un paisaje angustiante signado por la gradual erosión en la capacidad política para imaginar futuros postcapitalistas y el declive de la razón estratégica anticapitalista, el realismo capitalista deja como saldo una despiadada precarización psíquica cuya fenomenología se expresa en la impotencia reflexiva, la depresión, el agotamiento, la fragilidad, el bruxismo, el insomnio, el estrés, la ansiedad. Esto acentúa el hecho de que el capitalismo ocuparía sin fisuras el horizonte de lo deseable, toda vez que parecería más sencillo imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo; o que solo resultaría probable imaginar el fin del capitalismo en tanto que fin del planeta.

1. La noche onírica de los proletarios 

Si lo personal es político es porque lo personal es impersonal, escribe Fisher en Los fantasmas de mi vida (Caja Negra, 2018).

Si lo psíquico es político es porque lo inconsciente es impersonal. 

“La precariedad es una experiencia vivida psíquica que fragmenta las posibilidades del futuro”, sentencia Benjamín Noys en su texto “El colapso del realismo capitalista”. El colapso ecológico, cultural y económico del capital genera un colapso en los cuerpos proletarios: crisis psíquicas. La violencia psíquica atormenta a las máquinas precarizadas expuestas a un caótico deterioro social de opresiones sexistas, racistas, clasistas, capacitistas, etaristas. El capital estimula poderes siniestros y fascinantes en las máquinas psíquicas empleadas por el mercado, estigmatizando los flujos imaginarios y libidinales que no se adecuan a como dé lugar al poder capitalista. La precarización psíquica, contestada en luchas concretas, expresa en lo fundamental una solución sintomática de compromiso entre la descomposición de la conciencia de clase y la proletarización generalizada de sectores cada vez más vastos de la población. Sin embargo, esta precarización psíquica alude a un régimen político de orden colectivo en disputa, y jamás a una condición psicológica o neurológica de los individuos.

El nerviosismo ansioso es tal vez el signo más evidente de esta perturbadora precariedad. Pero, por ahora, solo los técnicos del partido de la propiedad (neoliberales o progresistas) vienen desarrollando una política global de la ansiedad, el insomnio o el aburrimiento.

El periodo de trabajo no alterna ya con el desempleo, las vacaciones o con el ocio, sino con la muerte. En estas crueles condiciones de flexibilidad laboral, violencias en los territorios (policiales, machistas, coloniales, etc.), resentimiento de clase, frustración política y debacle ecológica, la precariedad psíquica oficia como el subsuelo oscuro y vulnerable de la época.

Esta feroz precarización es la consecuencia de un proyecto estratégico de las clases dominantes orientado a la descomposición de las economías libidinales autónomas y los imaginarios rupturistas de las clases proletarias para subordinarlos a los automatismos capitalistas. El objetivo es la confiscación de las potencias de soñar posibles más allá del capitalismo. Una obsolescencia programada de la imaginación política. Este desgaste de los dispositivos capaces de fantasear futuros alternativos es directamente proporcional a una precarización desigual y diferencial del psiquismo de la clase trabajadora. Donde la precariedad expresa, por lo tanto, una tecnología de gobierno de las crisis del capital en las cuales si bien nada explota todo implosiona: implosión hacia adentro de las máquinas psíquicas, de los hogares, de las pesadillas, de los trabajos, de los barrios, de las organizaciones políticas, de los activismos, de las emociones, de las instituciones. Ante esto, la noche onírica de los proletarios tiene una centralidad estratégica en la revolución infrapolítica del inconsciente.

2. El inconsciente como arena de la lucha de clases

Todo síntoma es político.

Fisher saca al psiquismo social precarizado de ese closet que es el diván. La precarización psíquica funciona como un dispositivo desigual de violencia, endeudamiento, extractivismo y explotación que aterriza de modo diferencial en los cuerpos proletarios de lesbianas, trans, travestis, negras, amas de casa, habitantes de los barrios populares, trabajadores de la economía popular, migrantes, locos, campesinas, estudiantes, jóvenes precarizados, niños.

La atmosfera asqueante del realismo capitalista tiene como consecuencia política una  proletarización psíquica en el plano objetivo del proceso social cuyo reverso es una desproletarización subjetiva como signo de un retroceso en la conciencia y la identidad de clase.

Esta precarización es un signo bien concreto de la desposesión generalizada de unas máquinas psíquicas poseídas por los espectros capitalistas y sus fantasmas mercantiles. Máquinas desposeídas, entonces, de los medios de producción libidinal y semiótica. Tales mecanismos buscan separar a las máquinas psíquicas precarizadas de lo que pueden, cancelando, culpabilizando, impotentizando, patologizando los malestares, anhelos o fantasías que no quieren amoldarse a la máquina de terror fármacoterapéutico del capital. Esta precariedad es un síntoma del realismo capitalista que expresa una solución de compromiso entre la aceleración intensiva de los procesos de explotación del trabajo inconsciente de las máquinas psíquicas proletarias y la expansión de los mecanismos de extractivismo psíquico que despojan a los cuerpos de sus riquezas existenciales, potencias y saberes.

El capitalismo atomiza y mercantiliza la precarización psíquica, mientras las pasiones tristes de los progresismos lo llenan de amargura en una mesura aburrida, derrotada y posibilista. Ante esto, una crítica del capitalismo centrada en la denuncia moral del dolor psíquico que acarrea, incluso como anticapitalismo gestual, tiende a reforzar la dominación del capital. Debemos restituir la dimensión política y social implicada en el psiquismo proletario. 

El inconsciente es una arena de la lucha de clases. Es necesario politizar el psiquismo, explorando condiciones de rechazo y desacato del trabajo psíquico empleado por el capital sin compensación. Fisher nos propone un programa: una revolución psíquica y social de magnitud casi inconcebible; una huelga psíquica contra la férrea aceleración de los automatismos del capital.

Todas las imágenes pertenecen a The end of Evangelion (Hideaki Anno y Kazuya Tsurumaki, 1997)  

3. Politizar el inconsciente 

Lejos de una psicologización de procesos sociales lo que buscamos es una radicalización de los vectores de politización del inconsciente que ya se están llevando a cabo en diversas prácticas, instituciones, activismos y grupos, sobrepasando cualquier profesionalización al expropiarle la propiedad privada y pública sobre la función analítica a los especialistas en el psiquismo. Los feminismos populares, las militancias de la disidencia sexual, mental, o corporal, ciertos sectores del precariado, las luchas ambientales y antirracistas, entre otras, podrían ser comprendidos como procesos de trasformación psíquica que instituyen nuevas imágenes de vida deseables contra la normativización neuro-somática de los territorios existenciales.

Porque, no nos engañemos, así vivimos ahora. Tal vez uno de los momentos del libro en que con mayor claridad le habla a nuestro presente sea el segundo capítulo, que trabaja con un cuento de Susan Sontag sobre la epidemia del sida: “Así vivimos ahora”. El cuento pone en escena un tiempo denso, de un presente ilimitado y asediado por la crisis, y las estrategias improvisadas de adaptación y supervivencia que sus personajes van descubriendo y enseñándose mutuamente. “Corren una carrera que consiste en no moverse del lugar”, dice Berlant. Así, a medida que el “carácter corriente de la crisis” del que habla Berlant se hace cada vez más palpable, la vigencia de su libro en cuanto “guía de instrucciones para vivir en el impasse” –como lo llama Michael Hardt– no deja de aumentar.

El capitalismo se ha vendido como el único modo realista de gobierno, moldeando los estados de ánimos de las personas adaptándolas a una teología de los negocios donde cualquier cambio radical aparece como apenas concebible y vagamente riesgoso. El catecismo del trabajo, la privatización del malestar y la seducción estatal de las expectativas sociales resultan prolongados en la estructura sentimental de nostalgia cultural, impotencia política y déficit de historicidad que define el psiquismo del realismo capitalista. Esto tiene como objetivo la destrucción de la solidaridad popular y el descrédito de la organización política difundiendo un aroma podrido de superioridad de clase, cinismo y conformismo.

“El periodo de trabajo no alterna ya con el desempleo, las vacaciones o con el ocio, sino con la muerte. En estas crueles condiciones de flexibilidad laboral, violencias en los territorios (policiales, machistas, coloniales, etc.), resentimiento de clase, frustración política y debacle ecológica, la precariedad psíquica oficia como el subsuelo oscuro y vulnerable de la época.”

Necesitamos politizar esta precariedad psíquica como una plataforma en común para generar nuevos mundos. Todos estamos precarizados a nivel psíquico. ¿Ha habido algún momento en que no lo hayamos estado? Es a través de, y no a pesar de, nuestra condición precarizada que podemos coordinar antagonismos contra la catástrofe del capitalismo tardío.

4. Aceleracionismo libidinal 

¿Es posible desear el fin de un mundo? 

La flexibilización, desregulación y vulnerabilidad de las condiciones neoliberales de trabajo en el capitalismo avanzado, contra toda nostalgia fordista (ilusión izquierdista) y anhelo keynesiano de gestión del orden (ilusión progresista), paradójicamente fue según Fisher una consecuencia no lineal de los deseos ambivalentes y las fantasías ambiguas que movilizaron las clases trabajadoras y populares en las luchas obreras, anticoloniales y feministas a mediados del siglo pasado. El rechazo del trabajo monótono, del movimiento obrero masculinizado, del salario patriarcal o el sabotaje de la disciplina fabril, fueron capitalizados en las condiciones neoliberales de subcontrato, informalidad, crispación, conexión perpetua, inestabilidad y desempleo. Esto afectó a la precariedad del psiquismo proletario.

El capitalismo neoliberal, moribundo desde la bancarrota de 2008, en su etapa de utopismo febril había logrado captar el descontento de masas con las burocracias asimilando los deseos de autonomía sesentistas que las izquierdas no pudimos metabolizar. Pero las potencias psíquicas extrañas que el capital abre tienden a sobrepasar el mando del mercado. En la atmósfera neofascistas del neoliberalismo actual, los límites entre trabajo, capitalismo y psiquismo se vuelven permeables, móviles, indistinguibles incluso a nivel del deseo. Las antinomias colosales de lo neoliberal estimulan deseos y reprimen los placeres inadecuados. Las redes sociales, las aplicaciones digitales, el e-mail, las demandas incesantes del mercado, destituyen la geometría del lugar de trabajo y diseminan el tiempo laboral. Empezás a trabajar desde que te despertás, y tenés que hacerlo hasta que te dormís, o mejor aún, lo sigues haciendo incluso dormido. El capital se expresa también como artefacto onírico.

El capitalismo provee objetos de deseos nunca estabilizados y mediatiza toda la experiencia social gracias al dinero. Desata deseos ya-siempre parasitados por las tecnologías capitalistas de subjetivación, aunque el mercado solo puede satisfacerlos de manera momentánea, programando un software deseante cuyos excesos fascinantes es preciso disputar diseñando una política cultural de izquierda que lleve los flujos libidinales, imaginarios y semióticos que el capitalismo descodifica y bloquea más allá del límite de la anarquitectura mercantil.

“Debemos prestar atención a la plasticidad del deseo. Freud dice que las pulsiones libidinales son extraordinariamente plásticas. Si el deseo no es una esencia biológica fija, entonces no hay un deseo natural de capitalismo. El deseo es siempre una construcción. Los anunciantes, los publicistas y los consultores de relaciones públicas siempre lo han sabido, y la lucha contra el neoliberalismo requerirá́ que construyamos un modelo de deseo alternativo que pueda competir con el que es impulsado por los técnicos libidinales del capital”, dice Fisher en “¿Cómo matar a un zombi? Estrategias para terminar con el neoliberalismo”. Se ha vuelto un hecho más o menos usual tensionar el ambiente patógeno de Realismo capitalista (2017) apelando a la hauntología de Los fantasmas de mi vida (2018), aunque tal vez sea más promisorio contestar la “lenta cancelación del futuro” explorando un aceleracionismo libidinal de izquierdas al interrogar en las formas postcapitalistas del deseo.

El deseo no es una energía liberadora per se opuesta desde el vamos a los dispositivos domesticantes y manipuladores del capitalismo. El deseo es un campo de fuerzas en conflictos, exprimido por el poder capitalista que pone a trabajar la libido. El capital enloquece las dinámicas sociales transformando y plurificando riquezas psíquicas asombrosas que asimismo encorseta bajo las compulsiones ciegas de una economía orientada hacia la ganancia y la acumulación. El capitalismo, señala Fisher retomando a Deleuze y Guattari en el texto “Deseo postcapitalista” (Caja Negra, 2017), desterritorializa y reterritorializa al mismo tiempo. Pues no existe un proceso abstracto de descodificación multivalente de flujos psíquicos que no implique un proceso contrario de recodificación a través de la edipización, la neurotización individualista o la mercantilización. No obstante, tenemos que disputar, reapropiarnos y refuncionalizar las economías libidinales que el capital, con sus tecnologías ambivalentes y consumos ambiguos, genera, captura y alimenta pero solo puede satisfacer de modo provisional y parcial. El interrogante es cómo redireccionar el material psíquico excedente que el capital excita. Para combatir nuestra inserción pulsional en la picadora de carne del capital no podemos responder con una “deslibidinización depresiva” o con una postura defensiva de “anarcohippie primitivo”, sino con una contralibido que parta desde los posibles de la psicotecnología capitalista.

La infraestructura deseante del capital estimula fuerzas psíquicas siniestras que desecha porque no puede controlar. Los poderes surreales y aterradores del inconsciente son desatados y descartados por la misma maquinaria libidinal capitalista que lo suscite, captura y obstruye. Deseos postcapitalistas emergen paradójicamente en las dinámicas desquiciantes y proliferantes del capital que son coaguladas por arcaísmos y tribalismos. Prescindiendo de un moralismo inhibitorio, necesitamos reconjugar las potencias ambiguas de los deseos de consumo junto a nuevos deseos de comunismo total entre objetos humanos y no humanos. 

¡Nadie sabe lo que puede un deseo algoritmizado!

5. Etapa superior del realismo capitalista 

El realismo capitalista expande la frontera psíquica de manera cada vez más agresiva, irresponsable, desafiante. Según Fisher, las únicas certezas parecen ser la muerte y el capital. 

La etapa superior del realismo capitalista es aquella donde tiende a difundirse el imaginario social generalizado según el cual el capitalismo deviene un caos apocalíptico y desastroso, donde no hay ninguna alternativa posible a la extinción del capital. El capital para conjurar sus crisis tecno-cósmicas deviene él mismo extraterrestre, intergaláctico. Las derrotas de los proyectos revolucionarios del siglo pasado, y la consecuente instalación del inconsciente neoliberal en casi todas las nervaduras del cerebro social, tienen efectos inmediatos en los imaginarios proletarios constreñidos a ajustarse a las demandas del mercado respetando el techo de una democracia de la derrota castrada de cualquier fantasía radical y rupturista. 

El actual estado zombi del neoliberalismo, con su ontología empresarial y su individualismo meritocrático, involucra una nueva era más desoladora y exasperante del realismo capitalista como revés de la crisis de alternativas políticas radicales. Hoy resulta más sencillo fabular con una invasión alienígena o imaginar un capitalismo supraplanetario que expanda el mundo de la mercancía después del fin del planeta tierra que implicarse en una intransigente alucinación postcapitalista. Un mundo-sin-humanos o unos humanos-sin-mundo, como ha indicado Amador Fernández-Savater. Lo cual nos termina persuadiendo aún más de que la abolición y superación emancipatoria del capital es prácticamente imposible, demasiado costosa o peligrosa, indeseable. Motivo por el cual las máquinas psíquicas son seducidas a adoptar una actitud de resignación, corrección política, derrotismo o hedonismo.

6. ¡Revolucionemos la inconsciencia de clase! 

El antagonismo de clase no se juega hoy tan solo en el “exterior” de las correlaciones de fuerzas perceptibles y de los enemigos identificables como grandes conjuntos sociales. El antagonismo de clase también se dirime en el psiquismo conflictivo de la clase trabajadora, el cual metaboliza deseos ambiguos de integración, ruptura, conformismo o radicalidad, dice Fisher interrogando la ciclotimia emocional en “Trastornos bipolares y capitalismo”. El problema del psiquismo hay que leerlo a la luz de la lucha de clases, y menos en el marco de los vaivenes del tablero de la real politik o de las contingencias de aquellas trayectorias individuales y colectivas que no cuestionan las reglas del juego. Lucha de clases inconsciente.

“En la atmósfera neofascistas del neoliberalismo actual, los límites entre trabajo, capitalismo y psiquismo se vuelven permeables, móviles, indistinguibles incluso a nivel del deseo. Las antinomias colosales de lo neoliberal estimulan deseos y reprimen los placeres inadecuados. Las redes sociales, las aplicaciones digitales, el e-mail, las demandas incesantes del mercado, destituyen la geometría del lugar de trabajo y diseminan el tiempo laboral. Empezás a trabajar desde que te despertás, y tenés que hacerlo hasta que te dormís, o mejor aún, lo sigues haciendo incluso dormido. El capital se expresa también como artefacto onírico.”

La clasistización del psiquismo es inseparable de la sexualización y racialización desigual de las maquinas inconscientes empleadas sin compensación por el capital. Tenemos que sacar del medio a la crítica autocomplaciente de lo neoliberal, objeto sublime de la sensibilidad populista, para mirar de frente al verdadero demonio del apocalipsis en curso: el capital.

La comoditización o narcotización de la inconsciencia de clase es directamente proporcional a su despolitización. Necesitamos revertir la privatización del psiquismo y repolitizar el inconsciente. Y para ello debemos considerar la plasticidad ambivalente del psiquismo. El psiquismo no es antropológicamente capitalista por naturaleza. En cambio, es una construcción histórica con desvíos, conflictos, anomalías y conexiones contingentes. Un campo de fuerzas opacas cuyas tensiones son múltiples, negociables, abiertas. Los técnicos culturales del capital siempre lo han sabido. Pero nos queda a nosotros asumir el desafío.

En esta coyuntura de ofensiva de la pulsión de muerte del capital, las empresas farmacéuticas de neuromarketing, los tratamientos new age (coaching ontológico, autoayuda) y casi todos los especialísimos “agentes psi” del capital terapeutizado nos entregan hacia una narrativa espiritual o narcótica de autosuperación zen del desastre, fingiendo de este modo pseudodemocratizar el dolor. Nos invitan a elaborar la sensación de incertidumbre y desprotección, el colapso subjetivo, la desmoralización social, el fatalismo distopico, la desigualdad desesperante y la frustración sanitarista mediante la privatización, la infantilización, la responsabilización y la estigmatización antipolítica del sufrimiento de clase que nos aqueja en estas crisis. Es necesaria una política anticapitalista del inconsciente en un sentido militante, cuestionando las relaciones de clase, género o raza que constituyen nuestros malestares al punto tal de transformar aquello vivido como lo más individual (ansiedades, heridas, manías, angustias, incluso el suicidio) en un problema colectivo. La reducción de los trastornos y patologías a combinatorias químicas, sucios secretitos familiares, composiciones neuronales, estructuras lingüística o meramente sociológicas no puede ir de la mano de otra cosa que de su desmovilización política.

¡Si nuestro psiquismo ha sido capitalizado, revolucionemos la inconsciencia de clase!

7. La máquina terapéutica del capital 

Las personas psicológicamente aplastadas por el capitalismo, farmacologizadas por los gánsteres terapéuticos de la “salud mental”, constituyen una molestia para el avance brutal del capital. Este último no nos quiere como catatónicos depresivos, puesto que necesita máquinas psíquicas abatidas pero sin la suficiente confianza como para reclamar un mejor trabajo, desesperadas pero sin la suficiente ira de clase como para dejar de hacer listas de urgencias y soportar la humillación en un multitasking existencial de autobombo virtual, nerviosismo, apatía, resentimiento contenido, productivismo obsesivo o melancolía depresiva. Y todo esto no puede ser tratado con mecanismos de adaptación o integración.

La máquina de terror terapéutico del capital es uno de los dispositivos de control de la precariedad más eficaces a la hora de agotar el psiquismo con mandatos, imperativos y exigencias. El mismo tiene como objetivo saquear la voluntad de transformación radical, ya que funciona generando miedo anímico, culpas, ajustes afectivos y trastornos mentales cuya terapeutización consiste en obligarnos a solo querer que el malestar no siga empeorando.

El imaginario terapéutico, diseccionado por Fisher en textos como “Antiterapia” o “¿Por qué la salud mental es un problema político?”, busca convertir los efectos patógenos y síntomas sociales en problemas personales tramitables con antidepresivos, automedicación, espiritualismo, psicología, psicoanálisis. Esta maquinaria brinda subjetividades concretas y gerentes terapéuticos encargados de arreglar o taponar las fugas psíquicas cuando algo falla en los automatismos capitalistas. Según Fisher una de las antinomias de este devenir-terapéutico del gobierno capitalista es que si bien democratiza y populariza las cuestiones relativas al problema de la “salud mental”, al mismo tiempo profesionaliza, estatiza y medicaliza las respuestas a esos problemas individualizando el descontento, interiorizando el padecimiento de clase y desviando el resentimiento popular hacia los propios oprimidos.

“Hoy resulta más sencillo fabular con una invasión alienígena o imaginar un capitalismo supraplanetario que expanda el mundo de la mercancía después del fin del planeta tierra que implicarse en una intransigente alucinación postcapitalista. Lo cual nos termina persuadiendo aún más de que la abolición y superación emancipatoria del capital es prácticamente imposible, demasiado costosa o peligrosa, indeseable. Motivo por el cual las máquinas psíquicas son seducidas a adoptar una actitud de resignación, corrección política, derrotismo o hedonismo.”

El capitalismo enferma a las máquinas psíquicas de la clase trabajadora, y las industrias farmacéuticas le enchufan las pastillas de la felicidad en conexión con un imaginario terapéutico de estoicismo heroico, voluntarismo mágico, autosuperación y neomisticismo new age. Todo esto intenta colonizar el psiquismo social sometiendo 24/7 a las vidas proletarias bajo exigencias de rendimiento, éxito, crueles optimismos y mandatos felicistas. Los desiguales malestares psíquicos que el capital produce son imposibles de “reformar” dentro de estas condiciones invivibles. La aporía de la salud mental, según las antinomias terapéuticas examinadas por Fisher, no puede resolverse dentro del sistema capitalista y condena a los reformistas, posibilistas y oportunistas al fracaso político anunciado.

8. Las crisis como punto de vista de las luchas 

¿Cómo hacer de estas crisis una premisa para politizar la inconsciencia de clase desde el punto de vista de luchas concretas? ¿Pueden ser estos colapsos en curso la oportunidad de nuestro 2001? ¿Cómo evitar una normalización capitalista y postraumática de la catástrofe?

Las crisis del orden capitalista explotan en las conmociones mentales, los espasmos, los cataclismos y colapsos de las máquinas psíquicas precarizadas, las cuales transitan umbrales de obsesión productivista, psicosis infoexpresiva, paranoia higienista, pánico securitista. Pero las crisis, como argumenta Diego Sztulwark en su libro La ofensiva sensible (Caja Negra, 2019), conforman un punto de vista contra la “normalización”, más que un objeto de análisis, pues en y desde las crisis es posible politizar las formaciones del psiquismo social.

La precarización psíquica es la epidemia antes de la pandemia. El trasfondo de la interrupción y el aislamiento no tiene como revés una detención o suspensión subjetiva, sino que se monta sobre una dinámica psíquica implosionada. En estas crisis psíquicas irrumpen las violencias contenidas en los cuerpos proletarios sumergidos en la precariedad: odios, enfriamiento afectivo, femicidios, criminalización, dramáticas, terror anímico, etc.

Si concebimos las crisis desde el punto de vista del capital, estas se presentan como una manera de gestar condiciones de gobernabilidad para recomponer la tasa de ganancia. Pero si comprendemos las crisis desde el punto de vista de las luchas, estas pueden ser experimentadas como aquel momento donde existen prácticas, fantasías, improvisaciones, economías libidinales y sociales que tienden a autonomizarse del automatismo de la subsunción capitalista, resistiendo el mando del capital en territorios concretos. Estas crisis son una premisa para imaginar nuevos futuros posibles desde la perspectiva de las luchas en curso.

9. Disputar los delirios 

No hay economía capitalista sin lucha de clases, sin lenguajes, sin libido, sin alucinaciones, sin síntomas, sin delirio. El trabajo asalta fines de semana, viajes, vínculos afectivos, entretenimientos. El capitalismo persigue a las máquinas psíquicas proletarias hasta en los sueños. Fisher define a su realismo capitalista como un tipo de trabajo onírico que explota nuestra energía psíquica. Y si bien vivimos y morimos combatiendo el mando mercantil, el vampirismo hiperabstracto del capital no sería nada sin esta cooperación onírica de las máquinas psíquicas oscilantes entre el insomnio, los sueños rebeldes y las pesadillas. En una coyuntura insoportable de psicodeflación, agotamiento, aturdimiento demencial e inflación informativa, donde parecería que solo el capitalismo puede soñar y nosotros no, es necesaria una estrategia de politización de los artefactos oníricos usufructuados por el mercado.

Hoy, más que nunca, los delirios, las alucinaciones, los sueños, las fantasías, se presentan como dispositivos políticos en disputa. La ideología capitalista decadente desemboca en devenires neoreaccionarios. Los delirios neofascistas de la derecha hacen sistema con las desilusiones progresistas. Estos delirios neofascistas, que captan incluso energías insumisas de las juventudes y otros sectores sociales, no pueden ser combatidos con las pasiones tristes de los progresismos o con la imaginación política deslibinizada de la izquierda tradicional. Hay que darle una batalla alucinada pero creíble a las desmesuras derechistas.

Fisher problematiza los aparatos capitalistas de expropiación de la vida onírica. ¿Continúa siendo la noche de los proletarios aquel lugar mítico y a la vez bien real de resistencia plebeya e invención de elementos de inteligencia colectiva? ¿Sueñan acaso las máquinas psíquicas con ecosocialismos oníricos y androides postpatriarcales? ¿De qué modo imaginar modos de huelga psíquica o rechazo del trabajo inconsciente en donde nuestros deseos futuros exploren la posibilidad misma de fantasear con algún futuro? Una formación deseante de seres anticapitalistas educados en un nuevo imaginario antagonista: las alucinaciones postcapitalistas como única alternativa a la pesadilla generalizada de la extinción capitalista.

Emiliano Exposto es investigador, docente de filosofía y militante. Actualmente está realizando un doctorado becado por Conicet. Integra la Cátedra Abierta “Félix Guattari” de la Universidad de los trabajadores (IMPA) y la Cátedra “Construcción histórica de la subjetividad moderna” (ex León Rozitchner) de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Es autor de los libros El goce del capital. Crítica del valor y psicoanálisis (Marat), Manifiestos para un análisis militante del inconsciente (Red Editorial), y Las máquinas psíquicas y otras fascinaciones capitalistas (en prensa).

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Por Simon Reynolds  

Lo extraño es que me encontré con la mente de Mark mucho antes de realmente haberlo conocido a él. En cierto sentido, lo conocía antes de haberlo conocido.

Permítanme que les explique. En 1994, escribí un artículo para Melody Maker sobre D-Generation, una banda de fuerte impronta conceptual de Mánchester, entre cuyos miembros se encontraba Mark. Pero entonces solo hablé por teléfono con otro de sus participantes, Simon Biddell. Como estaba muy interesado en las ideas de D-Generation, nunca se me ocurrió emplear el procedimiento periodístico básico de preguntar sobre quién más estaba en el grupo. Así que solo una década más tarde me percaté de que efectivamente había escrito sobre Mark, cuando él tímidamente me reveló este hecho por email. Y, como era de esperar, al revisar el amarillento recorte de la nota —D-Generation como “Elegido de la semana” en la sección Advance de Melody Maker—, Mark está justo en el centro de la foto: su pelo cortado a la nuca al estilo de Madchester, sus ojos enfocados en el lector con una intensidad escrutadora y amenazante.

D-Generation fue uno de esos grupos que son materia prima para la trituradora de la prensa musical, nébeda para un cierto tipo de crítico: su marco conceptual era picante y provocativo, el sonido ligeramente rezagado detrás del discurso. Al releer el artículo y escuchar por primera vez en muchos años Entropy in the uk, el ep de D-Gene-ration, es fascinante descubrir la cantidad de obsesiones de Mark que ya eran evidentes allí. Está la centralidad del punk en su visión del mundo: D-Generation describía a su música como “tecno asediado por el fantasma del punk”, (literalmente en “The Condition of Muzak”, que sampleaba la despedida de Johnny Rotten en Winterland en 1978 —“¿Alguna vez tuvieron la sensación de haber sido engañados?”— y transformaba su amarga risa burlona en un riff). Está el amor-odio por lo inglés: odio por el carácter nacional “fuerte y sano”, descorazonado, tosco y antiintelecutal (“Rotting Hill” sampleaba “Merrie England? England was never Merry!”, de la versión fílmica de Lucky Jim); amor por una tradición artística desviada y algo oscura, que incluía a The Fall, Wyndham Lewis y Michael Moorcock (todos mencionados en la gacetilla de prensa de D-Generation). También hay evidencias tempranas del virulento desprecio de Mark por lo retro: “73/93” estaba dirigida contra lo que D-Generation llamaba “la conspiración nostálgica”. E incluso hay titilantes augurios ectoplásmicos de hauntología, esa corriente de música, pensamiento y sensibilidad del siglo XXI por la que Mark luchó tan irresistiblemente.

Sin embargo, más allá de estas cuestiones específicas, es la propia estructura del encuentro la que fue reveladora y anticipadora. Un periodista de música (en este caso, yo) que busca ávidamente a un grupo con ideas y que, al encontrar uno (en este caso, D-Generation), forma una alianza simbiótica con los músicos que por su parte piensan como críticos. Así es como Mark iba a manejarse una vez que pasó al otro lado de la división. En sus fructíferas relaciones con Burial, The Caretaker, Junior Boys y otros artistas, se ponía en movimiento un loop de retroalimentaciones intensificadas entre el músico-teórico y el músico-practicante. El límite entre los dos frentes de la actividad se disolvía. Tanto el crítico como el artista contribuían en igual medida a la escena, empujándola hacia adelante en una dialéctica de avances, contrarreacciones, cambios de dirección y enfrentamientos.

Criado por la prensa musical inglesa de la década del ochenta (fundamentalmente NME) y alimentado por lo que en los noventa sobrevivió de su enfoque y espíritu (fundamentalmente Melody Maker y The Wire), Mark Fisher posiblemente haya sido el último de una raza en extinción: la del crítico musical como profeta. Su misión primaria era identificar la vanguardia y hacer proselitismo en su nombre, mientras simultáneamente dirigía rayos láser negativos para desacreditar los caminos errados que otros tomaban y liberar espacio para la verdadera música de nuestro tiempo. Pero junto al elogio convertido en un arma para apoyar a lo nuevo y lo radical, el crítico mesiánico además plantea desafíos para la música; y también para los oyentes y lectores.

Mark Fisher se transformó en el mejor escritor sobre música de su generación. Pero esa es solo una de las áreas en las que se destacó. Mark escribió brillantemente sobre las artes adyacentes a la música popular: la televisión, la ciencia ficción, el cine mainstream (particularmente el extremo pulp del espectro: siempre me fascinó que rutinariamente miraba cosas como la remake de King Kong de 2005, repleta de efectos digitales, solo por si acaso había algo que salvar en ella, algo que pudiera incorporar a su concepto de “modernismo pulp”). Mark también escribió cautivantemente sobre la alta cultura: artes visuales, fotografía, literatura y cine culto. Y escribió penetrantemente sobre política, filosofía, salud mental, Internet y las redes sociales (la fenomenología de la vida digital, sus peculiares afectos de soledades conectadas y aburrimientos entretenidos). A menudo, y más significativamente, Mark escribió sobre muchas de estas cosas, a veces sobre todas, al mismo tiempo. Al establecer conexiones entre campos remotos, acercándose para prestar una atención vívida a los detalles estéticos y alejándose para abarcar el campo más grande posible, Mark podía identificar la metafísica de un programa de televisión como Sapphire and Steel, las verdades psicoanalíticas latentes en una canción de Joy Division, las resonancias políticas cosidas en la tela de un álbum de Burial o una película de Kubrick. Su tema era la vida humana en su conjunto (incluso si él no se describía ni como un humanista ni como un vitalista). La ambición era vasta; la visión, total.

Lo más excitante de la escritura de Mark —en su blog k-punk, en revistas como The Wire, fact, Frieze y New Humanist, y en sus libros para Zer0 y Repeater– era la sensación de que él estaba en un viaje: las ideas iban hacia algún lado, un edificio gigante de pensamiento en proceso de construcción. Era posible sentir, con creciente asombro, que Mark estaba construyendo un sistema. También quedaba la sensación de que, si bien la obra era rigurosa y profundamente informada, no era académica, ni en términos del público a la que estaba destinada ni como ejercicio en sí mismo. La urgencia de la prosa de Mark provenía de su fe en que las palabras realmente podían cambiar las cosas. Su escritura hacía que todo pareciera más significativo, supercargado de significados. Leer a Mark era un subidón. Una adicción.

Mark Fisher, Kodwo Eshun, Anjalika Sagar y Steve Goodman aka Kode 9. Tomada por Simon Reynolds en 2002.

Luego de ese extraño no-del-todo-encuentro con D-Generation, la primera vez que me encontré con el nombre “Mark Fisher” ya era una firma en los periódicos impresionantemente diseñados que emanaban de una entidad enigmática conocida como CCRU. No logro recordar si ellos me enviaban sus publicaciones o si era nuestro amigo en común Kodwo Eshun quien me las mostraba. Desde el comienzo, el trabajo de Mark sobresalía. La mayor parte de la producción de la Cybernetic Culture Research Unit [Unidad de Investigaciones sobre Cultura Cibernética], una organización para-académica vagamente asociada al Departamento de Filosofía de la Universidad de Warwick, era tozudamente hermética, más cercana a la ficción experimental que a la escritura académica. La prosa de Mark tampoco era académica —prácticamente se retorcía de dolor en la página—, pero siempre era lúcida. Por supuesto que utilizaba, como todos lo hacíamos en aquella época, neologismos aforísticos y palabras compuestas; había un exuberante juego con el lenguaje en medio de la sobriedad apocalíptica y la urgencia del tono. Pero —y esto iba a caracterizar su carrera entera como escritor— Mark casi nunca hacía que su escritura fuera más densa o difícil de lo que se necesitaba. Tenía el fervor de un verdadero comunicador, alguien que cree que las ideas y los temas que trata simplemente son demasiado importantes como para ser ofuscados. ¿Por qué poner obstáculos en el camino del entendimiento? Estoy seguro de que es por esto que la obra de Mark encontró lectores más allá del estrecho ámbito de los académicos y los universitarios, al que algunos de sus intereses más arcanos y abstrusos parecían estar dirigidos. Nunca le hablaba con aires de superioridad a nadie, sino que siempre invitaba al lector a que entrara, arrastrándolo con él.

Conocí a Mark por primera vez en 1998, cuando persuadí a la revista académica Lingua Franca de que me asignara un largo artículo sobre la CCRU y sus aliados de la academia renegada como O[rphan] D[rift>]. Comparada con la desquiciada novedad de sus textos, la CCRU en persona era sorprendentemente moderada y, bueno, británica. Pero nuevamente, Mark se destacaba entre sus camaradas por la pureza de su intensidad. Recuerdo el modo en que me apretó la mano con pasión al tiempo que continuaba conversando mordazmente sobre todo, desde la estética ciberpunk del jungle a la decrepitud del socialismo. Si bien se expresaba suavemente, ya se veía que tenía un don particular para hablar en público, el aura de un orador en ciernes.

Después de eso, estuvimos en contacto online como colaboradores de Hyperdub, el sitio de teoría musical post-rave, fundado por Kode9, alias de Steve Goodman, quien era también uno de los miembros de la CCRU. Pero la amistad terminó de formarse cuando Mark comenzó su blog k-punk en 2003, apenas unos meses después de que yo lanzara mi propio Blissblog. Increíblemente rápido, un equivalente aproximado de lo que había sido la prensa de música semanal en Inglaterra se había reconstituido online. O, en cualquier caso, así quería creerlo yo: esta era la prensa musical en el exilio, una reactivación de todos sus mejores aspectos obsoletos que ya no se podían encontrar en los remanentes impresos que quedaban (que en ese entonces era NME y algunos mensuales como Q). Bueno, todo menos el aspecto económico. Pero en la escena de los blogs de comienzos de los dos mil, la perspectiva más amplia que había tenido la prensa de la era dorada del rock –en la que la música ocupaba un lugar privilegiado, pero en la que el cine, la televisión, la ficción y la política también entraban–, había sido milagrosa e inesperadamente restaurada.

“Mark Fisher posiblemente haya sido el último de una raza en extinción: la del crítico musical como profeta. Su misión primaria era identificar la vanguardia y hacer proselitismo en su nombre, mientras simultáneamente dirigía rayos láser negativos para desacreditar los caminos errados que otros tomaban y liberar espacio para la verdadera música de nuestro tiempo. Pero junto al elogio convertido en un arma para apoyar a lo nuevo y lo radical, el crítico mesiánico además plantea desafíos para la música; y también para los oyentes y lectores.”

“No se trataba solamente de la música, y la música no se trataba solamente de la música”, es como Mark lo expresaba, al contar lo que NME había significado para él en su infancia, un muchacho de la clase trabajadora con acceso limitado a la alta cultura. “Era un medio que te planteaba exigencias.” Lo mismo aplicaba para el circuito de blogs, poblado de autodidactas, investigadores independientes, académicos desencantados (como Mark) y excéntricos de toda clase, que formulaban teorías y saqueaban las obras de los pensadores famosos en busca de conceptos y herramientas analíticas para poder utilizarlos de un modo no convencional. Como compensación al hecho de no poder vivir de las alabanzas y los ratings, la plataforma de los blogs permitía desarrollar otros poderes: la velocidad increíble de respuesta, la flexibilidad en los formatos (se podía bloguear extensos artículos o bombas de pensamiento en miniatura), y la habilidad de acompañar los textos con imágenes, audio y video. Lo mejor de todo era que los blogs tenían un aspecto interactivo y colectivo que la prensa musical solo había podido entrever (a través de las cartas de lectores, los escritores que discutían entre ellos semana tras semana, y los habituales descontentos de los fanzines más exaltados). El circuito de blogs era una verdadera red.

Burbujeante de fervor, k-punk pronto devino el centro de la comunidad. Mark era un dínamo que lanzaba provocaciones e ideas que exigían un compromiso. Se transformó en una figura de culto. Un catalizador. También era el anfitrión perfecto, que congregaba una energía de salón en la sección de comentarios de k-punk, iniciando el debate y apaciguando las disputas cuando las cosas se ponían un poco densas (y esto último inevitablemente ocurría). Ese espíritu amigablemente díscolo se trasladaría a Dissensus, el foro de Internet que fundó junto a Matthew Ingram (cuyo Woebot era el otro centro de nuestra comunidad). De algún modo, en estas secciones de comentarios y foros, Mark se encontraba en su verdadero elemento: discutía, a veces concordaba, pero siempre construía desde la opinión de su interlocutor, impulsando la continuidad de la conversación. Algunas de sus mejores percepciones y líneas surgían a partir de este ida y vuelta: joyas difíciles de desenredar del matorral discursivo del momento, incontables interacciones e intercambios breves en los que su mente demostraba su fuerza de la manera más juguetona y alegre.

Durante todo este período entre comienzos y mediados de los dos mil, yo me encontraba en una situación agradablemente desorientadora: alguien a quien yo había influenciado se había transformado en una de mis influencias. Había un cierto entusiasmo crispado al prender cada mañana la computadora e inmediatamente ir a ver las ideas-desafíos que Mark había arrojado; la indudable sensación de tener que seguirles el ritmo. A menudo funcionábamos como un dúo a distancia (con una diferencia de cinco horas, ya que Mark estaba en Londres y yo en Nueva York). Uno retomaba cosas que había escrito el otro. Era una relación complementaria (y elogiosa), como una posta que pasa de una mano a la otra, pero que también implicaba desacuerdos respetuosos con bastante frecuencia. Otros se nos unían, por supuesto; era algo omnidireccional y abierto a todos.

Si bien el circuito de blogs y, en particular, mi diálogo con Mark eran un esfuerzo cooperativo, también había una corriente subterránea de competencia. (Sin dudas lo mismo ocurre con los escritores en muchos campos diferentes.) Una sensación inusual, para mí, de verme superado, y de reiteradamente tener que estar a la altura de las circunstancias. En algunos de nuestros intercambios, Mark tenía la ventaja de ver las cosas en términos más crudos, más en blanco y negro, mientras que yo tendía a ver más sombras de grises, o a reconocer que había cosas que decir a favor de la visión opuesta. Puede que esto sea una virtud en la vida real, pero en la escritura definitivamente suaviza tu ataque.

“Mark casi nunca hacía que su escritura fuera más densa o difícil de lo que se necesitaba. Tenía el fervor de un verdadero comunicador, alguien que cree que las ideas y los temas que trata simplemente son demasiado importantes como para ser ofuscados. ¿Por qué poner obstáculos en el camino del entendimiento? Estoy seguro de que es por esto que la obra de Mark encontró lectores más allá del estrecho ámbito de los académicos y los universitarios, al que algunos de sus intereses más arcanos y abstrusos parecían estar dirigidos. Nunca le hablaba con aires de superioridad a nadie, sino que siempre invitaba al lector a que entrara, arrastrándolo con él.”

Mark accedía a mayores recursos de “nihilación”, el término que utilizaba para referirse al instinto despiadado, por parte de un crítico o un artista, de rechazar otras perspectivas y condenarlas al tacho de basura de la historia. (Debo agregar que ese carácter despectivo era una característica de su “imagen impresa”; en persona, era generoso y abierto.) El músico John Butcher describió este esquema mental desde el punto de vista de un artista en una entrevista de 2008 publicada en The Wire: “Esta música está aquí en oposición a otra música. No coexisten todas amablemente. El hecho de que yo haya elegido hacer esto implica que yo no valoro lo que otros están haciendo por ahí. Mi actividad hace que tenga que cuestionar tu actividad. Esto es lo que le da forma a nuestro pensamiento musical y a nuestra toma de decisiones.”

Tanto en Fisher como en Butcher, la dureza con la “oposición” es una marca de seriedad, un signo de que algo está en juego y de que vale la pena pelear por las diferencias. Sobre todo, es esta capacidad negativa —la fuerza de voluntad para desacreditar y descartar— la que mantiene a la música y la cultura furiosamente en movimiento hacia adelante, no la tolerancia a medias o la positividad del todo vale. Si la creación de música puede ser una forma de “crítica activa”, entonces la crítica también puede ser, a su vez, una suerte de contribución no-sonora a la música.

Para reunir mis pensamientos y limpiar mi cabeza antes de escribir esto, salí a caminar. Había una suerte de sentimiento inglés en la hermosa y brillante mañana en el sur de California: una fuerte brisa hacía deslizar las enormes nubes por el cielo, sus mechones blancos atravesados por los punzantes rayos de sol, dándoles una cualidad en cierto modo agrietada que yo asocié con los días parcialmente nublados del Reino Unido. Me habría encantado mostrarle Los Ángeles a Mark, llevarlo a algunos de sus “otros lados” (él tenía unas ideas muy establecidas sobre la ciudad, en gran parte derivadas de Fuego contra fuego, de Michael Mann, y de ¡América!, de Baudrillard). Y me habría encantado mostrarle Suffolk, con los paisajes costeros que Mark adoraba.

Pero la cantidad de tiempo que pasamos físicamente juntos fue dolorosamente poca. Posiblemente, el número de encuentros no alcance la decena. Mark y yo vivimos en diferentes continentes la mayor parte del tiempo que nos conocimos. Eso le otorgó una suerte de pureza a la amistad, basada casi enteramente en la palabra escrita: teníamos una gran comunión mental a través de los emails, los debates en los blogs, los foros… pero no pasamos mucho tiempo juntos.

Esto implica que lo que escribí aquí solo puede ser un retrato parcial de Mark, en cuanto figura pública y en cuanto hombre. Nos conocíamos como colegas virtuales y colaboradores no-oficiales (nunca escribimos nada juntos, pero formamos un frente común en varias campañas, como las del hardcore continuum, la hauntología, y la polémica antirretro en general). Sobre todo, yo lo conocí como su lector. (Una vez más, lo desconcertante fue volverme fan de alguien que había sido fan mío.) Pero sé que hay muchos otros Mark Fisher. Mark el profesor, Mark el editor, Mark el hijo y esposo y padre. Yo lo encontré casi enteramente en la enrarecida esfera del discurso —habitualmente del discurso bastante febril— y nunca llegué a verlo en ámbitos más casuales y cotidianos. Me habría encantado conocer mejor a esos otros Mark: Mark que juega, Mark que ríe, Mark relajado, Mark con su familia.

La última vez que vi a Mark en persona fue en septiembre de 2012, en el festival de música Incubate, en Tilburgo, Holanda. El tema del festival era el do it yourself [DIY]. Yo hice una presentación, en la que repasaba ciertos aspectos de la ideología DIY y me preguntaba si esta había dejado de tener utilidad como ideal cultural. Mark venía a continuación y espontáneamente decidió descartar lo que iba a decir e improvisar una nueva charla, construida sobre mi argumento. Era como en los viejos tiempos del blog, excepto que esta vez en tiempo y en espacio reales. Mientras que yo leí un texto escrito con anterioridad, que iba enlazando con improvisaciones ocasionales, Mark habló espontáneamente, extrayendo riffs del formidable arsenal en su cerebro, produciendo nuevos pensamientos y estableciendo conexiones eléctricas. Su actuación estuvo a la altura de su agilidad mental y de su capacidad de cooperar con sus colegas. Mark la comparó más tarde con una rutina de stand-up, y agregó que se estaba volviendo un problema que las personas y las instituciones grabaran sus charlas y las subieran a YouTube, porque el público podría acostumbrarse demasiado a sus materiales. Pero no puedo imaginar cómo eso sería un problema: Mark era una fuente inagotable de conocimientos y pantallazos generales, que rebosaba de percepciones frescas y articulaciones originales, máximas memorables y aforismos agudos. Nunca se iba a quedar sin cosas para decir.

Pero luego Mark se quedó sin tiempo.

Siento su ausencia como amigo y como camarada, pero más que nada como lector. Muchos días me pregunto qué habría dicho Mark sobre esto o aquello. No me había dado cuenta de lo dependiente que me había vuelto de las sorpresas y desafíos que Mark planteaba permanentemente: la incitación y la chispa de su escritura, la claridad que le daba a casi todo sobre lo que dirigía su luz. Extraño la mente de Mark. Es un sentimiento desolador.

*Este texto fue publicado como prefacio de K-Punk vol. I (caja Negra, 2018)

Simon Reynolds nació en 1963 en Londres. Se licenció en Historia en la Universidad de Oxford, donde dirigió su primera revista, Monitor. En 1986 comenzó a colaborar en el semanario Melody Maker donde ascendió hasta ser uno de los secretarios de redacción. En los ‘90 se mudó con su mujer, la periodista Joy Press, a Nueva York, desde donde colabora free lance en diferentes medios como The GuardianThe ObserverThe New StatemanThe WireThe New York TimesVillage VoiceSpin (allí ejerció el puesto de senior editor) y Rolling Stone. Actualmente vive en California y mantiene online siete blogs. Sus libros publicados hasta la fecha son Blissed Out: The Rapture of Rock (1990), The Sex Revolts: Gender, Rebellion and Rock ‘n’ Roll (con Joy Press, 1995), Energy Flash: A Journey through Rave Music and Dance Culture (1998), Postpunk. Romper todo y empezar de nuevo (2005; 2013, Caja Negra Editora), Bring The Noise (2008), Totally Wired: Post-Punk Interviews And Overviews (2009) y Retromania (2011; 2012, Caja Negra Editora).

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