EL REALISMO CAPITALISTA DE “EL REALISMO CAPITALISTA HA LLEGADO A SU FIN”

EL REALISMO CAPITALISTA DE “EL REALISMO CAPITALISTA HA LLEGADO A SU FIN”

Por Matt Colquhoun

    Traducido por Matheus Calderón

Después del último aluvión de campañas de miedo contra el aceleracionismo nadie ha identificado la disonancia cognitiva que se manifiesta en las redes sociales de izquierda con más precisión que Alexandra Chace. Su inmaculado tuit ha de ser fijado aquí para la posteridad:

Es extremadamente irónico que los fanáticos antiaceleracionistas de Fisher hayan abrazado completamente el mantra “las cosas tienen que empeorar para mejorar” como una profecía literal cuando hace cuatro semanas llamaron al aceleracionismo fascista porque creían que éste abrazaba la misma idea.

Estoy seguro de que todos han visto el vitoreo de “el realismo capitalista está llegando a su fin” en las redes sociales a estas alturas. Está en todas partes, y no solo en los grupos de memes de Mark Fisher. Para ser honesto, me sorprendió que Mark no haya sido tendencia con la cantidad de menciones que Realismo capitalista ha estado recibiendo en varias redes durante la crisis actual.

El núcleo de la observación es correcto, por supuesto, al menos hasta cierto punto. Este tipo de eventos y tragedias por lo general han arrojado una brillante luz a través de las grietas del sistema, pero señalar eso y vitorear puede ser una parte importante del problema si no tenemos cuidado. De hecho, como Alex Chace lo deja muy claro: es la misma actitud por la que muchos críticos de izquierda irán luego a castigar a la derecha en el próximo respiro.

Esto es de lo que todos estábamos hablando en 2017. Después de la muerte de Mark, de la elección de Trump, del incendio de la Torre Grenfell en Londres y demás, las grietas en el sistema fueron más difíciles de ignorar que nunca antes, y todos hablamos sobre lo que Mark podría haber dicho sobre eso cada minuto de cada día. El realismo capitalista se derrumbaba a nuestro alrededor y él no estaba allí para verlo. Vimos cómo la expresión Fully Automated Communism  [Comunismo de lujo totalmente automatizado]  se convirtió en un meme (algo que Mark ya había disfrutado mucho) y luego, al año siguiente, la periodista Ash Sarkar se llamó a sí misma comunista en la televisión nacional. Las discusiones sobre las alternativas preferidas de la izquierda a la hegemonía capitalista estaban entrando en la corriente principal: si se tomaron en serio o no es otro asunto, pero eso es menos importante en nuestro momento actual que establecer la idea de que otro mundo sea posible en la mente del público en general.

Por definición, eso es todo lo que se necesita para que llegue a su fin el realismo capitalista: la disminución de la fe en que el capitalismo tenga todas las respuestas sobre cualquier cosa. En este sentido, el realismo capitalista ha estado llegando a su fin desde el colapso financiero de 2008 y esa semilla finalmente ha comenzado a dar algunos frutos ideológicos convencionales. Pero todavía hay un camino por recorrer: simplemente señalar los fracasos del capitalismo no hace nada a menos que se estén llenando sus (y nuestras) lagunas con formas alternativas de acción.

Esto quiere decir que la izquierda hizo bien en señalar los límites contemporáneos del capitalismo en una crisis, pero también experimentó dificultades en su intento de capitalizar (no es un juego de palabras) sobre el territorio que ha ganado cuando las cosas se estabilizan un poco. (La elección de Sir Keir Starmer como cabeza del Laborismo en el Reino Unido el otro día ciertamente ha apaciguado a un establishment que ha estado cada vez más desesperado por volver al neoliberalismo como se manifiesta de costumbre sin toda esta constante interrupción ideológica). Llegar a un acuerdo con la realidad luego de estos tres años es desalentador: seguimos hablando del fin del realismo capitalista y luego lo señalamos, lo hablamos y lo señalamos, hasta el punto de que ahora se siente como si eso es todo lo que cualquiera fuese capaz de hacer.

Sin embargo, si leemos más allá de la primera página del Realismo capitalista, descubriremos que gritar “el realismo capitalista está llegando a su fin” y dejarlo así es solamente otra forma de impotencia reflexiva. Mientras tanto, el sistema mismo se adapta y se mantiene estable, en su “estasis frenética”, como siempre lo ha hecho. “El realismo capitalista está llegando a su fin” se convierte en el nuevo realismo capitalista. Este es mi problema central con las lecturas generalizadas de la obra de Mark. Estas lecturas internalizan los eslóganes que resultaban tan poderosos para atraer la atención de las personas, pero luego ignoran todo lo demás. Perpetúan el problema que Mark criticaba en el nombre de Mark mismo.

La verdad, como los últimos tres años nos han enseñado, es que el realismo capitalista no está llegando a su fin, sino que se está adaptando a los tiempos, en tanto que seguimos bajo su influencia. La respuesta que la izquierda articula en las redes sociales respecto a ello es tan impotente como los derechistas sueños febriles que la izquierda intenta “criticar”, delatando una falta total de compromiso con la crítica real que yace dentro del pensamiento de Mark.

Si leemos sobre todo trabajo posterior de Mark, la imputación es clara: tu captura de pantalla acusatoria solo consolida aún más el sistema. No obstante, son posibles otros modos de comunalidad en el ciberespacio y nuestra cuarentena actual nos ofrece el tiempo y los recursos para imaginarlos, incluso hacerlos realidad. Solo que los grupos de Facebook de la izquierda están lejos de ser una instancia de esa “psicodelia digital” que tanto atraía la imaginación de Mark. (Yo diría que la naturaleza esquizoide de Twitter, en el mejor de los casos, se acerca a veces, pero estoy sesgado). De hecho, es interesante recordar, como lo hice en mi libro Egress, la crítica fundamental de Mark sobre Facebook, después de su salida del experimento que fue el grupo de Facebook de “Boring Dystopia” [Distopía Aburrida]:

Fisher presenta a Facebook como una realidad distorsionada que sigue un sentido alternativo del tiempo, donde las viejas noticias recirculan sin cesar y la naturaleza humana está sujeta a procesos automatizados. La burbuja de filtro está más desarrollada y distrae más que nunca: la realidad está siendo reescrita por lo que las compañías pagan para que veamos. Fisher lo ve como un microcosmos del “ciberespacio capitalista”, tal vez incluso del capitalismo en su conjunto. La interminable producción de información de los usuarios deja de ser útil cuando esa información está sesgada por el uso de Facebook. El punto clave para el grupo Boring Dystopia es que al usar Facebook en primer lugar, es probable que ya seamos demasiado aburridos para apreciarlo.

Mark desarrolló este argumento con mucho más detalle (y de manera menos autoreferencial impersonal) en su ensayo “Touchscreen capture” [Captura de pantalla táctil] y, en nuestro actual momento de cuarentena, donde la importancia de las redes sociales en todas nuestras vidas solo ha aumentado, la relevancia de ese ensayo solo ha crecido en paralelo. Él escribe:

Una trampa puesta por el capitalismo comunicativo es la tentación que nos produce para que nos retiremos de la modernidad tecnológica. Esto presupone que el frenético bombardeo atencional es la única modernidad tecnológica posible, de la que solo podemos desconectar y retirarnos. El realismo capitalista comunicativo actúa como si la colectivización del deseo y los recursos ya hubiera sucedido. En realidad, los imperativos del capitalismo comunicativo obstruyen la posibilidad de la comunicación, al usar el ciberespacio existente para reforzar los modos actuales de subjetividad, desocialización y trabajo monótono.

Esto nunca ha sido más cierto que en nuestras circunstancias actuales. Una subjetividad capturada, desocialización cibernética, monótono trabajo desde casa: estas son las cualidades definitorias de la vida en cuarentena. Una intensificación del aquí no pasa nada, que solo ha hecho que las lagunas de nuestra vida cotidiana sean aún más grandes.

Tomemos Zoom, por ejemplo: ¿cuáles son las implicaciones de que intentemos (re)construir una socialidad a través de una aplicación de “teleconferencia”? Sería una gran ironía que estas herramientas se reconviertan hacia el establecimiento de un nuevo sujeto colectivo, pero, en la actualidad, la realidad es que las teleconferencias se convierten en la base de un nuevo tipo de conexión que socava los modos de conexión en los que confiamos antes del Covid. Esto quiere decir que, mientras aplaudes lo que parece ser la sentencia de muerte final del capitalismo classic, el nuevo capitalismo zero (mejor conocido como capitalismo comunicativo) se intensifica y extiende su poder. Tal vez deberíamos reflexionar sobre esa contradicción y sus implicaciones aceleracionistas (esto es, cómo la intensificación de este sistema comunicativo está cambiando nuestra propia naturaleza), en lugar de discutir una y otra vez la misma lectura errónea del aceleracionismo que la izquierda boba inventó para que la derecha boba adoptara.

Futura publicación de Caja Negra Editora. 

Mi opinión sobre esto ya fue hecha pública en mi libro Egress. Después de todo, exactamente esto mismo sucedió en 2017. De hecho, me llamó la atención en las últimas semanas que muchos buenos mensajes que he recibido sobre el libro han comenzado con: “Al principio era muy cauteloso pero …”. Sé por qué son cautelosos: conozco el libro sobre Mark Fisher que la gente espera (y que algunas personas incluso preferirían). Egress es justamente un ataque anticipado contra ese libro: uno que se aferra a una instantánea incompleta del pensamiento de Mark e ignora las formas en que adaptó su pensamiento con el tiempo. Si él ya no puede hacerlo, depende de nosotros hacerlo, de lo contrario, nuestra preocupación por el legado de Mark nos mantendrá atrapados en el momento en el que él estaba vivo.

Un caso concreto: las preguntas que teníamos en 2017 siguen siendo pertinentes en 2020: ¿cómo es que la perogrullada en torno al realismo capitalista (que nuestro sistema está roto) transforma su afecto real (la melancolía generalizada) en acto? ¿Cómo podemos asegurarnos de que este momento, en el que las “lagunas” del realismo capitalista son más visibles que nunca, se mantenga el tiempo suficiente para que tengan un impacto? ¿Cómo podemos evitar ser nada más que conejos paralizados frente a la luz de faro de una profecía autocumplida? ¿Cómo nos hacemos dignos del proceso que se desarrolla a nuestro alrededor y nos aseguramos de que las brechas crecientes estén llenas de más y más alternativas?

Pregúntate a ti mismo eso en lugar de celebrar prematuramente el tropiezo de un zombi cuando ni siquiera estás apuntando a la cabeza.

Matt Colquhoun es escritor y fotógrafo. Fue alumno de Mark Fisher y publicó recientemente el libro Egress: On Mourning, Melancholy and Mark Fisher que en un futuro será publicado en Caja Negra. Actualmente vive en Londres y mantiene el blog xenogothic.com.).

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LA CRISIS DE LO CORRIENTE Y LO CORRIENTE COMO CRISIS

 LA CRISIS DE LO CORRIENTE Y LO CORRIENTE COMO CRISIS

Por Moira Pérez  

1. 

Con el comienzo de la pandemia del COVID-19 y la emergencia sanitaria, muchxs empezamos a recibir diversas invitaciones para hablar o escribir sobre un conjunto de problemas que parecían haber llegado a la agenda pública junto con el virus: desde violencia contra las mujeres en el ámbito doméstico hasta el hacinamiento carcelario, desde represión policial en el espacio público las hasta políticas de cuidado, o las decisiones difíciles que deben que tomar los sistemas de salud con recursos escasos. Temas que pocas veces se abordan en los medios de comunicación o en las redes sociales tomaron cada vez más centralidad, y se escucharon todo tipo de intervenciones, mal y bien informadas, y mal y bien intencionadas. Para quienes llevamos años trabajando sobre alguna(s) de estas cuestiones se trata de un fenómeno llamativo, pero a la vez incómodo. Por un lado, creemos que estos temas deben estar en la agenda pública, y cuando sucede lo sentimos como un pequeño triunfo. Pero por otro, responder a la invitación para hablar acerca de “esto que está pasando ahora” tiene un aire a lo que en filosofía se ha llamado una “falacia de la pregunta compleja”: si acepto, no estoy respondiendo afirmativamente a una sola pregunta (¿querés venir a hablar sobre x?) sino a dos (¿querés venir a hablar sobre x? y ¿este tema del que vamos a hablar es algo que surgió ahora con el COVID-19?). Pocxs estarían dispuestxs a responder afirmativamente a la segunda pregunta, porque ese es el mundo en el que viven desde hace décadas, y/o porque han seguido de cerca las mutaciones y desarrollo de estos problemas a lo largo de los años. Hablemos entonces, decimos, pero partiendo de la base de que hay aquí un desacuerdo fundamental en nuestra percepción de la temporalidad. O, para hablar más precisamente, en nuestras figuraciones temporales: las variadas maneras en las que organizamos el tiempo a través de las representaciones que producimos y reproducimos (narraciones históricas, relatos cotidianos, o discursos que circulan socialmente acerca del presente, el pasado y el futuro). Hay algo que puede parecer nuevo pero no lo es; algo que habla del presente, de un acontecimiento puntual, pero que a la vez es una forma de vida, es “la vida”.

Algo similar sucede al reencontrarse con El optimismo cruel de Lauren Berlant. Parece que está hablando de hoy, de lo que está sucediendo en este preciso instante. Nociones como “incertidumbre”, “adaptación”, “crisis corriente”, “desgaste”, y el impacto que todo ello tiene sobre nuestra vida afectiva, recorren el texto y también dan forma a esta experiencia cotidiana (que ya conocemos, pero que de repente es compulsivamente rotulada como “en tiempos de Coronavirus”). No obstante, El optimismo cruel es un libro del 2011. Tal familiaridad no es casual, y de hecho Berlant nos ofrece un repertorio potente de ideas para entender este extraño fenómeno temporal. Lo que aparece como extraordinario, advierte la autora, “siempre resulta ser la amplificación de algo que ya estaba en funcionamiento, en el mejor de los casos la ruptura de un límite lábil, no un punto de partida después de dar un portazo. En el impasse que produce la crisis, el ser se mantiene a flote; principalmente, se ocupa de no ahogarse”. ¿Hace cuánto que conglomerados enteros de la población dedican su vida entera a “no ahogarse”?

2. 

Hay un sentido en el que “la crisis del COVID-19” no es en absoluto novedosa. La idea de que estamos en una crisis es recurrente en nuestros tiempos, y hasta es una especie de lugar común decir que en la Argentina somos expertxs en crisis (y en cómo reinventarnos después de cada una de ellas). Sin embargo, Berlant y otrxs han señalado la trampa de esta figuración temporal: presentar una problemática social como algo pasajero que puede ser recortado en el tiempo, por un lado desconoce el arraigo de dicha problemática en el tejido social y la historia, su funcionalidad de larga data, y por el otro justifica intervenciones “de urgencia” que abren exclusas (disciplinamiento, represión, control, coerción, eugenesia pasiva) que luego no se cerrarán. Es fundamental, por lo tanto, resistir esta retórica (este “género”, diría Berlant) y reconocer que no estamos ante una crisis de lo corriente, sino que lo corriente mismo consiste en un permanente estado de crisis: “la destrucción de los cuerpos por el capital no es sólo una crisis del juicio en el presente afectivo, sino una condición ético-política de larga data”. Con esto, por supuesto, la palabra “crisis” pierde gran parte de su sentido, y resulta más adecuado hablar de lo que Berlant llama “ambientes temporales” y del desgaste de poblaciones que ella denomina “muerte lenta”.

La “crisis” emerge, se hace visible, cuando los sistemas de crueldad del mundo alcanzan a los sujetos equivocados, aquellos que no deberían padecerlos: allí vemos el colapso del sistema de salud, la represión policial, el hambre, la precarización laboral. Pero antes, durante, y después de “la crisis”, franjas enteras de seres humanos están expuestas a la muerte lenta: ese “desgaste físico de una población en el sentido de su deterioro físico, entendido como la condición que determina su experiencia y su existencia histórica”. En la misma línea que, desde la otra punta del mundo, ha señalado Achille Mbembe con la idea de “humanidad excedente” o “personas que sobran”, se trata de poblaciones ante las cuales “el Estado ya no tiene la obligación de hacer retroceder su violencia constitutiva” (Mbembe, Brutalisme, 2020). La muerte lenta, nota Berlant, no es un evento puntual y llamativo, ni una crisis precipitada por una serie de acontecimientos reconocibles, sino un modo de relación social, una experiencia que “se sitúa al mismo tiempo en el ámbito del extremo y en la zona de lo corriente”, al punto que deja de llamar la atención. Se trata de un sentido común que empapa todos los vínculos, prácticas e instituciones con las que nos relacionamos a diario, pero que afecta sólo a aquellos sujetos “que sobran”, un precariado “marcado para el agotamiento” y el desgaste.

Todas las ilustraciones de esta nota son de Pao Lunch instagram.com/paolunch/

Paradójicamente (o no), el momento de crisis tampoco desencadena un proceso de transformación, sino solamente uno de adaptación para que ese mismo orden pueda seguir funcionando. El nuevo imperativo al que hay que adaptarse es, precisamente, el imperativo de la adaptación. Como consecuencia, se genera “una nueva esfera pública precaria definida por debates acerca de cómo reelaborar” —nótese: no “terminar con”, sino “reelaborar”— “la inseguridad del presente actual”. La discusión no orbita en torno a la muerte por goteo de enormes sectores de la población, sino a cuál será la dosis justa para que ese goteo sea suficiente para no despertar sospechas de necropolíticas de gestión estatal, pero no demasiado para que el capital “no vaya a pérdida”. En las crudas palabras de Berlant, la evidencia de una crisis “marca un límite, no en la conciencia pública, estatal o corporativa acerca de si es lícito o de qué manera podría serlo sacrificar el cuerpo del trabajador a la ganancia comercial, sino acerca de qué tipo de sacrificio contribuye mejor a la reproducción de la fuerza de trabajo y a la economía de consumo”. Lo que estamos viendo en estos tiempos de pandemia, y lo que en última instancia preestablece las reglas del juego, es un rotundo estrechamiento del horizonte político en el que sólo podemos hablar la lengua de la precarización, la represión, y el sacrificio de poblaciones “excedentes”. Reducción de daños para algunxs, maximización de ganancias para otrxs: esos parecerían ser los límites de gran parte de las conversaciones que estamos sosteniendo por estos días.

“La idea de que estamos en una crisis es recurrente en nuestros tiempos, y hasta es una especie de lugar común decir que en la Argentina somos expertxs en crisis (y en cómo reinventarnos después de cada una de ellas). Sin embargo, Berlant y otrxs han señalado la trampa de esta figuración temporal: presentar una problemática social como algo pasajero que puede ser recortado en el tiempo, por un lado desconoce el arraigo de dicha problemática en el tejido social y la historia, su funcionalidad de larga data, y por el otro justifica intervenciones ‘de urgencia’ que abren exclusas (disciplinamiento, represión, control, coerción, eugenesia pasiva) que luego no se cerrarán.”

3. 

¿Qué hacen las personas ante este panorama desolador? Berlant nos muestra cómo, en muchos casos, invertimos en lo que llama “optimismo cruel”: “la proyección de una fantasía que sostiene, pero es improbable” (p. 338) o incluso perjudicial para alcanzar la “buena vida” que queremos. El apego, de acuerdo con la autora, es optimista en tanto se ilusiona con “un manojo de promesas” (p. 57) que entendemos como llaves para acceder a la vida que deseamos. Sin embargo, a veces esa ilusión transporta su propio veneno: podemos invertir en “un objeto/escena de deseo” que “es en sí mismo un obstáculo para la satisfacción de esas mismas apetencias que atraen a las personas hacia él” (p. 409). Ciertamente es cruel: depositar nuestra ilusión y nuestros esfuerzos en algo que soñamos que nos quitará de este estado de mera subsistencia, de mantenernos a flote en medio del derrumbe, pero que en realidad es algo que, de hacerse realidad, o nos pasará por el costado o nos alejará aun más de nuestro objetivo.

Para quienes ven la inviabilidad de ese optimismo, puede resultar incomprensible cómo la gente a nuestro alrededor invierte tanta expectativa en su promesa: “¿por qué las personas mantienen su apego a determinadas fantasías convencionales de la buena vida”, pregunta Berlant, “habiendo sobradas pruebas de su inestabilidad, su fragilidad y sus costos?”. Quizás en estos días, esa pregunta haya tomado para muchxs la forma de: ¿cómo pueden pedir más militarización, más intervención de las fuerzas represivas del Estado, más ajuste y menos redistribución para resolver la emergencia económica y social que ha desencadenado esta pandemia? ¿Cómo pueden pensar que eso les va a llevar a una vida más “segura”, más tranquila, sin sobresaltos? Y sin embargo, el imán del optimismo cruel sigue rindiendo sus frutos, tal vez porque nos da un sentido de nuestro lugar en el mundo, o porque apuntala la idea de que esas fantasías de una vida vivible están al alcance de nuestra mano. La hipótesis de Berlant parecería ser que “el optimismo es una escena de sostenimiento negociado que vuelve soportable la vida tal como ésta se presenta”. Quizás ese optimismo sigue siendo posible por la misma cotidianeidad de la muerte lenta, que de tan ordinaria ya forma parte del paisaje.

“Lo que estamos viendo en estos tiempos de pandemia, y lo que en última instancia preestablece las reglas del juego, es un rotundo estrechamiento del horizonte político en el que sólo podemos hablar la lengua de la precarización, la represión, y el sacrificio de poblaciones ‘excedentes’. Reducción de daños para algunxs, maximización de ganancias para otrxs: esos parecerían ser los límites de gran parte de las conversaciones que estamos sosteniendo por estos días.”

Sin embargo, puede ser que enfrentarnos con la incomodidad de tensionar nuestro paisaje, y llevar las preguntas un poco más allá: ¿cómo aportamos con nuestras figuraciones temporales a la perpetuación de este desgaste de la vida (en fin, de la vida como mero desgaste)? ¿Y qué optimismos crueles nos impulsan? ¿En qué manojos de promesas (incluso algunas que pueden venir de la mano del feminismo, la progresía o la izquierda) seguimos invirtiendo, aun cuando sabemos que van a envenenar nuestro proyecto de un mundo más justo?

Moira Pérez es investigadora y docente en filosofía práctica y teoría queer. Docente de grado y posgrado en la UBA, UNTREF y UCES e Investigadora Asistente de CONICET. Su trabajo se enfoca en las interacciones entre violencia e identidad: cómo ciertos sujetos son alcanzados por la violencia en función de su identidad, y cómo la identidad se forja y disciplina a través de distintas formas de violencia. Dirige el Grupo de Investigación en Filosofía Aplicada y Políticas Queer (@PolQueer)

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TRATANDO DE RESPIRAR. CONCIENCIA, COMUNIDAD Y CONSUMO EN LA GENERACIÓN HIP HOP

 TRATANDO DE RESPIRAR.  CONCIENCIA, COMUNIDAD Y CONSUMO EN LA GENERACIÓN HIP HOP

Por Amadeo Gandolfo 

 

La comunidad organizada

Hay dos ideas-fuerza centrales que surcan al libro de Jeff Chang, Generación Hip Hop: una es conciencia, la otra es comunidad. No por nada el libro se inicia con una descripción de la destrucción del Bronx por parte de las fuerzas políticas y policiales del Nueva York de los años 1960s y 1970s. Chang justamente arranca explicando el razonamiento detrás de la “teoría” de las ventanas rotas. La “teoría” indica que cualquier mínimo desperfecto que suceda en un determinado barrio o comunidad (un graffitti, basura en las calles, botellas de alcohol vacías y, si, una ventana rota), si no es reprimido rápidamente, produce un “efecto imitativo” que termina sumergiendo a la comunidad en el caos y la anomia. Esta “teoría” fue empleada como justificación, a lo largo de los 1980s y 1990s, para los diversos programas policiales de mano dura apuntados a perseguir, controlar y reprimir a las poblaciones negras y pobres de Estados Unidos y del mundo.

Para Chang el hip hop se construye como respuesta comunitaria a esta estigmatización, como rescate, por parte de la comunidad misma afroamericana y latina de Nueva York, de sus propios valores, de su propia unidad y creatividad, como una respuesta desde abajo a las violencias de arriba. Porque si hay algo que la comunidad negra de Estados Unidos siempre tuvo fue una capacidad de resiliencia y de creatividad inagotable.

La otra variable es la conciencia: la idea de que el hip hop debería, como ideal, ayudar a elevar a la comunidad, comunicar la experiencia de las poblaciones afroamericanas, servir como bálsamo que cure, como grito de lucha, como pegamento que una en un proyecto emancipador.

Estos dos elementos se contraponen, a lo largo de todo el libro, con el comercialismo: porque en el mismo movimiento hip hop se encuentra no solo la potencialidad para la liberación, sino también el deseo de triunfar, de conquistar el mundo, no solo de derrocar a los amos, sino también vestirse con sus ropajes y de participar de sus lujos. A veces hay una idea entre los fanáticos del hip hop de un “paraíso perdido”, un momento en la historia del género en el cual todas las canciones hablaban sobre la pobreza, la injusticia, la brutalidad policial y la liberación negra, una potencialidad que, lamentablemente, se perdió en algún momento (¿los 90s?, ¿los 2000s?, ¿ahora?) en manos de un montón de artistas que lo único que quieren hacer es pavonearse con sus mujeres de culos grandes y sus cadenas de oro y diamantes.

Póster para la gira de 1988 de RUN-DMC esponsoreada por Adidas.

En realidad, ambas tendencias dialogan y coexisten e incluso a lo largo de toda la historia del hip hop. Run D.M.C., sin ir más lejos, en 1984 publicaron “It’s Like That”, single de su primer álbum, en el cual denunciaban el desempleo y la falta de perspectivas de la población negra. Dos años más tarde, ya siendo megaestrellas, firman contrato con Adidas, el primer contrato comercial millonario de un artista hip hop, y sacan el single “My Adidas”, en donde se vanaglorian de tener más de cincuenta pares: azules, negros, amarillos, verdes, y un par especial que usan cuando juegan al basket. Todo un canto al consumismo.

“Para Chang el hip hop se construye como respuesta comunitaria a esta estigmatización, como rescate, por parte de la comunidad misma afroamericana y latina de Nueva York, de sus propios valores, de su propia unidad y creatividad, como una respuesta desde abajo a las violencias de arriba. Porque si hay algo que la comunidad negra de Estados Unidos siempre tuvo fue una capacidad de resiliencia y de creatividad inagotable.”

 

Una genealogía de la furia 

El 25 de mayo de este año el policía blanco Derek Chauvin asfixió a George Floyd al apoyarle su rodilla en el cuello durante 9 minutos e ignorar las 16 veces que Floyd exclamó que no podía respirar. La policía se había hecho presente en el lugar porque un empleado del supermercado donde Floyd había comprado cigarrillos denunció que Floyd le había entregado billetes falsos. El asesinato de Floyd es uno más en una larga lista de nombres de ciudadanos negros asesinados por la policía, que tan solo en la última década incluye a Michael Brown, Ezell Ford, Eric Gardner, Stephon Clark, Laquan McDonald, Tamir Rice, Freddie Gray, Jamal Clark, Justine Damond y Breonna Taylor. Estos son solo algunos de los nombres que fueron víctimas de un sistema policial y penal que dejó de lado la esclavitud y la segregación, pero sigue siendo una maquinaria de oprimir y destruir.

El asesinato de Michael Brown en 2014 desató las protestas de Ferguson, Missouri, y dio origen al movimiento Black Lives Matter. El asesinato de George Floyd, en el contexto de la pandemia por coronavirus y de números récord de desempleo, dos fenómenos que golpean de manera particular a la población afroamericana, desencadenó una ola de protestas y levantamientos como no se habían visto desde el año 1968 en Estados Unidos: generalizada, extendida a lo largo de todo el país, con numerosas imágenes de destrucción de propiedad privada y de edificios de policía producto de una rabia y una desesperación existencial que ya no se curan con el elemento meramente cosmético de tener un presidente negro que luego te vende a Wall Street.

Las protestas de 1968 se desataron luego del asesinato de Martin Luther King, y ocurrieron en un centenar de ciudades estadounidenses, aunque su epicentro fue en Washington D.C., Baltimore y Chicago. 1968 es un año anárquico y confuso para los Estados Unidos. Al asesinato de MLK se suma el asesinato de Robert Kennedy, y a los disturbios negros la represión de las fuerzas de izquierda anti guerra de Vietnam en el marco de la Convención Demócrata de ese año, en Chicago, que terminaría coronando al candidato pro-guerra Hubert Humphrey. Estos incidentes forman parte del trasfondo y del panorama psíquico de la mejor temporada de Mad Men, la sexta. Una de sus mejores escenas muestra a un Don Draper agobiado, a punto de colapsar psicológicamente, luego de destruir su vida una vez más, que sale al balcón de su departamento moderno en Manhattan y escucha gritos, vidrios rotos, disparos, el sonido de los sueños de los sesenta chocando con el conservadurismo intrínseco de la sociedad norteamericana. No por nada el proceso terminaría con Nixon, candidato del orden, ganando la elección.

Detroit en llamas en 1967. Foto de The Associated Press

A esta genealogía político-cultural se pueden sumar dos eventos más. Por un lado, los riots de 1967 en Detroit, representados de manera escalofriante por Kathryn Bigelow en la película del mismo nombre. Estos se iniciaron por el allanamiento de un bar sin licencia (como Stonewall) y culminaron con el ejército y la guardia nacional convirtiendo a la población negra de Detroit en rehenes y víctimas de una violencia sin límite, todo en nombre del “orden”. Por otro, los riots de 1992 en Los Ángeles luego de que policías que habían apaleado brutalmente a Rodney King fuesen declarados inocentes, que serían el trasfondo de The Predator, la obra cumbre de Ice Cube, en donde hay una canción titulada “We Had To Tear This Mothafucka”; no es una cuestión de inclinaciones o preferencias: tuvieron que destrozarlo.

El pandemonio de Detroit, de hecho, incitó palabras urgentes y furiosas de Martin Luther King. En un texto titulado “La No Violencia y el Cambio Social” King expresaba su creencia firme de que la no violencia era un camino mejor para obtener la justicia social y racial en Estados Unidos, pero, incisivamente, también se percataba de algo incomprensible para aquellas almas de cristal que condenan la violencia en nombre de los “modos civilizados de la protesta democrática”: “Fueron ciertamente violentos. Pero la violencia, hasta un punto sorprendente, estuvo enfocada en contra de la propiedad más que en contra de la gente. Hubo muy pocos casos de heridas a personas, y la vasta mayoría de los amotinados no estuvieron involucrados en ataques a la gente. (…) ¿Por qué los involucrados en los disturbios evitaron los ataques personales? (…) ¿Por qué fueron tan violentos con la propiedad entonces? Porque la propiedad representa la estructura de poder blanca, la cual estaban atacando y tratando de destruir.”

[FULL DISCLAIMER: La traducción de este texto es mía y pertenece al libro El King Radical, pronto a editarse por Tinta Limón Ediciones.]

Estas palabras de King apuntan a un locus irresuelto en cuanto a la relación medios de protesta-fines. Allí aparecen consideraciones de clase, por ejemplo, en el emotivo discurso que Killer Mike de Run The Jewels pronunció al lado de la alcaldesa de Atlanta durante la ola de disturbios más reciente. Allí, al mismo tiempo que expresaba su enojo ante el sistema, pedía a los manifestantes no destruir su comunidad ni quemar sus casas, sino concentrarse en la organización política y depositar su confianza en la reforma del mismo sistema que lo había llevado a ese paroxismo de tristeza y enojo. Todo esto mientras usaba una remera en la que se leía “Kill Your Masters”. Devyn Springer, en un artículo muy crítico de Mike, se pregunta: “¿Si la población negra es dueña de tan poco, pero compone la mayor parte de la fuerza de trabajo, están quemando sus “propias casas” o están quemando una plantación?”.

“En el mismo movimiento hip hop se encuentra no solo la potencialidad para la liberación, sino también el deseo de triunfar, de conquistar el mundo, no solo de derrocar a los amos, sino también vestirse con sus ropajes y de participar de sus lujos.”

 

Violencia e integración 

Los riots de 1967 y 1968 también tendrían su eco en la música. Primero que todo, en esa piedra angular del soul llamada What’s Going On. Allí, Marvin Gaye se lamenta de que hay demasiados afroamericanos “llorando” y “muriendo” pero al mismo tiempo pide por favor que las cosas no escalen, y dice que la guerra no es la respuesta. Más bien, exclama, con la emotividad que hizo a este tema eternamente famoso “vamos, hablá conmigo / así podés ver / que es lo que está pasando”, con confianza en la razón y el argumento, en el encuentro en la diferencia que nos hace mejores.

Pocos meses más tarde, Sly Stone le contestaría: There’s a Riot Goin’ On. Este disco fue grabado por Sly prácticamente entero desde su cama, bajo el efecto de toneladas de alucinógenos, e inaugura lo que luego se conocería como funk psicodélico. Pesado, moroso, denso, oscuro, There’s a Riot Goin’ On cuenta entre sus canciones con “Family Affair”, un tema en el que canta: “Un chico crece para ser / alguien que ama aprender / Y otro crece para ser / Alguien a quien amarías prenderle fuego”. Esta frase puede ser leída como una representación en cuatro versos de la división racial en Estados Unidos.

Sly Stone ca. 1970.

Y, también, usando un poco la imaginación, de ella se pueden extrapolar los dos polos en los que Chang (y muchos otros, como la investigadora de la cultura negra Bárbara Pistoia en este texto) dividen al hip hop: un campo “consciente y político”, y otro centrado en el espectáculo y la afirmación del yo en una cultura capitalista. Yo, sin embargo, a veces me pregunto si ambas tendencias no son constitutivas de la misma ansia de reconocimiento, respeto y justicia que anida en la comunidad negra. A veces pienso ¿Qué hay mejor que ganarle al opresor en su propio juego capitalista, demostrarle que ganás más que él, que sos más exitoso, que sus hijos bailan tu música, que tu cultura triunfó? A veces pienso si, detrás del bragging y la ostentación, detrás de los relojes Rolex y el champagne Cristal, no se esconde un escupitajo descarado al mainstream blanco. Porque, ¿qué mejor venganza, en una economía capitalista, luego de décadas y años de ver aquello que tienen los otros y vos no podés comprar, y de que te digan que la medida del éxito es lo material, que consumir más y mejor?

Por supuesto que estas clasificaciones simplistas son siempre un arma de doble filo. Ahí tenemos, una vez más, a Killer Mike, rappero consciente y político, pero también propietario de edificios y condominios, desalentando los ataques a la propiedad. Ahí tenemos, también, la carta que los miembros fundadores del Partido de los Panteras Negras escribieron a la comunidad hip hop, pidiéndoles por favor que abandonen el lujo en favor de la organización, de la política, que, al igual que MLK, conciben como la única manera de obtener la justicia social. Y, por otro lado, ahí tenemos al filósofo Cornel West diciendo que “pareciera que el sistema no puede reformarse a sí mismo. Lo hemos intentado. Caras negras en lugares altos. Demasiado a menudo nuestros políticos negros, nuestra clase profesional, nuestras clases medias, se acomodan demasiado como para descapitalizar la economía. Se acomodan demasiado para desmilitarizar el estado. Se acomodan demasiado en la cultura movida por el mercado, atada al estatus de celebridad, al poder, a la celebridad, que importan tanto para nuestros ciudadanos”.  De más está decir que muchos músicos de hip hop no escapan a este acomodamiento.

Lo que está en juego, entonces, es algo que está en juego desde que hay movimientos revolucionarios: ¿violencia revolucionaria o reformismo? Esta discusión se arrastra desde que los historiadores franceses comenzaron a explicar la Revolución Francesa, el paciente cero en casos revolucionarios modernos. Albert Soboul, historiador marxista, justificó el Terror, y dijo que los jacobinos y los sans culottes tenían razón al aplicarlo, ya que la revolución se encontraba acechada por enemigos internos y externos. François Furet, historiador liberal, considera, por el contrario, y en una interpretación conservadora, que el momento en que la Revolución se sumerge en el Terror es el momento en que la Revolución “derrapa” y que esa violencia es injustificable.

Tropas de la caballería en Washington D.C. durante los riots de 1968. Foto de The Washington Post.

Pareciera, sin embargo, que en Estados Unidos el tiempo de la reforma terminó, y la manera en que el establishment demócrata hizo todo lo posible para impedir la candidatura de Bernie Sanders solo lo confirma. Entonces la pregunta es: ¿es posible una revolución? Una revolución es siempre una apuesta. Si fracasa, la retribución sobre quienes se alzaron es terrible. Pero la alternativa a menudo es peor. ¿Cómo condenar la violencia cuando la violencia se convierte en la única alternativa, cuando la violencia en las calles es preferible a la violencia constante y opresiva del cotidiano, a vivir vistiendo una segunda piel compuesta de precauciones, temores y temblores, como si se caminase permanentemente sobre vidrios rotos? El uso de la violencia en una revolución es una decisión que, más allá de la necesidad, tiene ribetes filosóficos. Como menciona Frances Fox Piven, especialista en movimientos desde abajo y revueltas: “el pueblo a menudo tiene que amenazar o ejercer violencia de manera tal de defender su habilidad para perturbar las relaciones económicas y sociales al negarse a hacer lo que tienen que hacer” Sin embargo: ¿Cuándo parar de destruir y comenzar a construir? ¿Y cómo construir? Como dice una frase legendaria del movimiento de los derechos civiles: no podés desmantelar la casa del amo con las herramientas del amo.

La violencia existe. Y continuará existiendo mientras el sistema se asiente en el racismo institucionalizado. Es la violencia institucionalizada de la policía, la desigualdad económica, la destrucción de los vínculos comunitarios por la explotación, la pobreza e incluso la arquitectura que segrega, la cooptación y asesinato de los líderes y organizadores.

El sonido de la bestia 

Los 90s, a menudo, son exaltados como la década dorada del hip hop. Y creo que hay dos canciones legendarias que resumen el espíritu de aquello que quise discutir en este texto. La primera pertenece a KRS-One, el gigante del Bronx que es sinónimo de rap conciencia y activismo político. Uno de sus mayores hits es “Sound of da Police”, una canción que fue sampleada en más de 100 otros temas. Quizás reconozcan su estribillo:

Woop-woop! That’s the sound of da police 

Woop-woop! That’s the sound of da beast

Cualquiera que la haya escuchado puede reconocer la cualidad de comando que tiene la voz de KRS, y luego de este mítico estribillo la letra es un listado de ofensas e injusticias. El policía es el heredero del capataz de la plantación, ambos tienen poder de vida y de muerte sobre la población negra que controlan y atormentan. KRS-One, además, pronuncia una frase que es toda una filosofía de la historia: “No puede haber justicia en una tierra que fue saqueada”. Todo esto sobre el ritmo pegajoso que convirtió a la canción en un arma llena de futuro.

Mobb Deep en Nueva York en 1994. Foto de Chi Modu.

La segunda es casi un descenso antropológico a las profundidades de aquello que es conocido como “the game”. Antes que David Simon alumbrase The Wire, la obra maestra definitiva sobre la disfuncionalidad del sistema americano, existió Mobb Deep, duo newyorkino conformado por Havoc y Prodigy, famoso por la dureza de sus beats y sus canciones que toman casi como tema excluyente la supervivencia en las calles y los barrios pobres de Estados Unidos. Casi una banda de horrorcore (un subgénero del hip hop centrado en la muerte, la enfermedad mental y la violencia), las canciones de Mobb Deep tienen bases pesadas en bajos y con escasas líneas melódicas. Las voces de Havoc y Prodigy no son estridentes, más bien todo lo contrario, transmiten un hastío que puede ser indiferencia, dureza, crueldad, desconexión emocional o simplemente realismo.

LA canción de Mobb Deep es “Shook Ones Part II”. En dos versos demoledores y un estribillo inmortal, Prodigy y Havoc pintan la existencia urbana de las poblaciones negras como un laberinto en el que la mayoría de las salidas vienen acompañadas de un ataúd. Entonces, la única que queda es ser más real que los “halfway crooks” que denuncian, entregarse a la economía de la droga y el evangelio del poder físico y la intimidación, pues nadie sale vivo de aquí y el único respeto que podés ganar es aquel que se entrega en las calles.

En estas dos canciones hay un movimiento pendular, de la conciencia a la violencia, de la denuncia al nihilismo. Lo que ambas comparten es la soledad de sus sujetos frente al poder, la desconfianza a un sistema que los asesina, la orfandad frente a quienes deberían protegerlos.

Amadeo Gandolfo (1984) es licenciado en Historia (UNT) y doctor en Ciencias Sociales (UBA). Escribe e investiga sobre comics, música y cultura de masas en general. Colaboró con numerosos medios gráficos y digitales, entre ellos Haciendo Cine, La Agenda, Los Inrockuptibles, IndieHoy, Comiqueando y Revista Crisis. Es docente universitario y del nivel medio. Cura muestras dedicadas a la historieta. Junto con Pablo Turnes editan la revista digital de crítica de comic Kamandi desde 2016 (www.revistakamandi.com).

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CAPITALISMO 2020: CUANDO ACUMULAR NO ALCANZA

CAPITALISMO 2020: CUANDO ACUMULAR NO ALCANZA

Por Piro Jaramillo

 

Ya a esta altura se repitió hasta el cansancio que a comienzos de año nadie se imaginaba esto, el devenir seres de living, cansados rabdomantes de nuestro propio ánimo que un día se levantan con espíritu de roble y perforan las capas de su propio ser para intentar encontrar —en medio de esta geología de tiempo detenido— alguna napa nutritiva desde la que articular, más o menos, un sentido que espese esta vida diluida a causa de un virus que sacudió todas nuestras convenciones, a veces jugando a ser demócratas de smart TV, y otras simplemente convertidos en tibios ludditas de redes sociales, pretendiendo terciar en el humor circundante con explosivos mensajes que se evaporan al instante.

Desde un punto de vista económico —del modo en que el propio sistema se encarga de delimitar qué es económico y qué no— a comienzos de 2020 el único problema evidente de la economía global era la persistente caída en el precio del petróleo, que también parecía evaporarse. El boom de los hidrocarburos no convencionales en los Estados Unidos y una desaceleración de la economía global habían inundado el mercado de crudo a niveles difíciles de asimilar para el anémico estado del capitalismo actual. Ese boom también lo había comenzado a experimentar a Argentina luego de la expropiación de YPF, su alianza con Chevron y el acelerado impulso a los yacimientos de petróleo y gas no convencionales en Vaca Muerta, que nos había hecho soñar con la soberanía energética y más fundamentalmente con la posibilidad de acceder a nuestra divisa más preciada después de la bandera azul y blanca: los dólares emitidos por el Tesoro estadounidense. Parecía que al fin íbamos a tener un stock asegurado de divisas, sin tener que entrar en complicadas medidas de control de cambios que siempre terminan creando nuevos enemigos. Los pronósticos de crecimiento de organismos multilaterales como el Banco Mundial y el FMI eran más bien conservadores y nadie esperaba que el mundo viviera otro boom de las materias primas como se observó a comienzos de la década del 2000, cuando China empezó a convertirse en el principal importador mundial de commodities —soja para alimentar al ganado porcino, cobre y mineral de hierro para la industria pesada— a la vez que marcaba una diferencia con su principal rival ampliando su influencia política sobre sus socios comerciales no con el látigo sino con la chequera, mediante préstamos para financiar esas mismas exportaciones o para fortalecer sus reservas de divisas mediante swaps cambiarios. El panorama no era alentador pero nadie esperaba que empeorara así.

Que el inicio de la pandemia haya tenido a China como epicentro parece producto de una coincidencia abusiva: el país que desde hace ya dos décadas le disputa a los Estados Unidos su corona como principal economía y actor político mundial de un día para el otro se vio forzado a la parálisis. La industria se detuvo y las importaciones de commodities se fueron a pique, generando el absurdo fenómeno de que el precio del crudo perforara su piso y se ubicara en niveles negativos. Los exportadores no solo ofrecían su producto gratis, también estaban dispuestos a pagar los costos de almacenamiento para quienes tuvieran espacio físico para alojar miles de millones de barriles que flotaban en buques petroleros en alta mar. La marea de esta flota fantasma anclada en medio de la pandemia se sumaba al paisaje de aeropuertos ociosos en cuya pista de aterrizaje todavía duermen miles de aeronaves que ya ni siquiera esperan poder volver a volar, sino simplemente volver a manos de sus dueños originales, quienes habían hecho un buen negocio alquilando aviones a las compañías aéreas y ahora asumen su desesperación interponiendo recursos legales ante tribunales de quiebra de distintos países del mundo para recuperarlos. El futuro era ominoso pero se agudizó ante la caída abrupta en la demanda global. Y también a causa de la ineptitud del sistema para lidiar con su propia inercia, expresada en la incapacidad de asimilar un torrente imparable de hidrocarburos proveniente del subsuelo (sin poder frenar la producción ni tener lugar para almacenarla) y en un parque aéreo que pasó de ser un sinónimo de movilidad y globalización a convertirse en un silencioso cementerio de acreedores.

La respuesta global a la pandemia nunca pudo ser menos global: en cada país cada gobierno resuelve conforme a sus intuiciones ideológicas la estrategia que mejor le cabe para lidiar con los efectos de la crisis, aunque más temprano que tarde el debate público va quemando proteínas gracias a la gimnasia maniquea de los medios y al final se ve reducido a una fórmula raquítica: o salvamos vidas o salvamos la economía. No se sabe si los gobiernos aplican medidas de aislamiento más o menos restrictivas o lisa y llanamente inexistentes por motivos humanitarios o fiscales (el paradigma dominante nos ha hecho creer que la política fiscal nunca puede ser una política humanitaria), pero sí parecen hacerlo en línea con lo que piden sus votantes, los hashtags y los grupos de influencia. En todos los casos hay una interrogación permanente respecto al rol de lo político como herramienta para paliar los efectos de la crisis, algo que a algunos les huele rancio porque huele a Estado, una entidad que dábamos por muerta a manos de las corporaciones desde hace por lo menos dos generaciones atrás.

Por momentos da la sensación de que la larga lucha por derrotar al coronavirus se diera entre estas dos entidades antagónicas y muy diferentes en su escala: es el virus contra el Estado. El Estado contra el virus. Desde ese enfoque, el Covid-19 podría ser visto como la segunda cosa más pequeña que genera un colapso general de la economía en 2008 después de las hipotecas subprime, otra entidad minúscula y escondida debajo de miles de capas de derivados financieros que no se pudo desmantelar a tiempo antes de que explotara. La génesis de sendas entidades destructivas parece haberse filtrado entre las grietas del control estatal, mientras nosotros perdíamos tiempo comentando consumos culturales a la luz de la nueva economía de servicios. Los esquemas piramidales de Bernie Madoff y la nanotecnología financiera detrás de los derivados causaron un cimbronazo económico enorme que puso a la Reserva Federal a inyectar estímulos monetarios a una escala tan grande que dejarían pálido hasta al más heterodoxo de los heterodoxos. La medida fue espejada del otro lado del Atlántico y hasta en Japón, donde la compra de bonos soberanos y privados (un “keynesianismo financiero”, como lo llama Nick Srnicek en Capitalismo de plataformas) comenzó a convertirse en el nuevo paradigma económico. Parecía que las políticas de austeridad perdían momentáneamente la pulseada.

La respuesta ante la pandemia parece ir en la misma dirección que hace poco más de diez años: ante el pavor generalizado del virus, miramos al único actor que sigue en pie y puede articular una respuesta en medio de la parálisis. Mientras las poblaciones más vulnerables se hacen oír como pueden para evitar profundizar su miseria, los ricos se sientan en sus colchones de efectivo mientras hacen lo que mejor saben hacer en épocas  de crisis: reducir inversiones y recortar empleos. Ante la ineptitud del mercado para resolver por sí solo la abrupta caída en la demanda, es el Estado el que parece tener que salir a ayudar a ambos sectores, además de todos los que se encuentran en la franja intermedia. A esta altura de la vida bajo estado de pandemia no queda otra que rendirse a la evidencia que nos presentaron muchos pensadores durante estos últimos meses: que en su microscópica pero masiva deriva de contagio el Covid-19 fue capaz (al menos durante una pequeña fracción de segundo en la larga línea de la historia) frenar la lógica del capital y su penetración profunda en nuestros hábitos cotidianos. Tal vez porque la economía financiera de la actualidad y el virus se parecen: su existencia radica en una lógica que escapa a nuestra vista y a la que solo podemos acceder mediante una abstracción. Un seguro contra default o un contrato de dólar futuro no es muy distinto en su constitución ni en sus efectos que el coronavirus: son entidades recubiertas de capas que circulan libremente en el medio social y con efectos secundarios perjudiciales. También ambas necesitan un huésped para reproducirse: la condición de existencia del coronavirus es un cuerpo, mientras que detrás de los miles de disfraces de una hipoteca subprime hay, siempre, una vivienda lista para ir a remate. Tal vez el capital estaba esperando el momento en que le llegara un enemigo de su tamaño. La pelea de David contra David.

“La economía financiera de la actualidad y el virus se parecen: su existencia radica en una lógica que escapa a nuestra vista y a la que solo podemos acceder mediante una abstracción. Un seguro contra default o un contrato de dólar futuro no es muy distinto en su constitución ni en sus efectos que el coronavirus: son entidades recubiertas de capas que circulan libremente en el medio social y con efectos secundarios perjudiciales.”

Nos quedamos en casa mientras las mercancías se siguen moviendo, algunas incluso a mayor velocidad que antes. El desarrollo del comercio electrónico que vimos hasta ahora parece haber sido solo el ensayo, la puesta a punto de un sistema reticular más extendido donde ya no hacen falta comercios ni locales abiertos para vender y comprar; como si la noción de espacio público que experimentamos durante estos meses se hubiera reducido a algunas contadas salidas recreativas, a largas colas para abastecernos de alcohol (en gel y del otro) y al mundo feliz de la fibra óptica. Aunque tal vez este movimiento sea una excepción en medio de una depresión generalizada, de la demanda y de nosotros mismos.

La ortodoxia monetarista y los empresarios que hasta ayer reclamaba a los gobiernos dejar de imprimir dinero o bonos para rescatar a países como Grecia ahora reclama con soltura préstamos a tasas bajas y déficit público. Imprimir dinero no es un problema, dicen ahora. Hay que proteger las fuentes de trabajo, se escucha en las videoconferencias, mientras en la sala de al lado los empleados de recursos humanos mandan mails ofreciendo programas de retiro voluntario y analizan la legislación laboral vigente para ver cómo pueden hacer para echar a la mayor cantidad de gente pagando lo menos posible.

La política predatoria de los bancos, con su tendencia a elevar las tasas de interés o el spread entre préstamos y plazos fijos para maximizar sus ganancias, parece revertirse cuando esos mismos bancos o algunas empresas asociadas le piden dinero al Estado. ¿Por qué nos escandaliza más que en un contexto de crisis un gobierno intervenga una empresa privada para evaluar su expropiación con apoyo del Congreso, como en el caso de Vicentín —una de las empresas agroexportadoras más grandes de la Argentina— que el hecho de que compañías multinacionales con enormes masas de capital fijo y flujo de caja reclamen como un derecho natural el otorgamiento de préstamos o exenciones impositivas para sobrevivir? ¿A quién se le ocurrió volver a pensar que tras la indigna derrota del 2008, con prestigiosos bancos de inversión reducidos a meras oficinas vacías en Manhattan, Frankfurt y Londres, el capital y el mercado eran buenos gestionando algo? Pueden gestionar maravillosos esquemas de abstracción monetaria, pero no pueden gestionar el bienestar.

La pandemia está sirviendo entre otras cosas para poner al descubierto las  laceraciones que el neoliberalismo ha causado en nosotros, y volver a mapear el campo de amigos y enemigos de la vida. La reacción de muchxs periodistas y comentaristas a las medidas estatistas en algunas partes del planeta parecen síntomas del sistema ante una amenaza a su reproducción (el capital es sin duda más hábil y más rápido que nuestro organismo para generar anticuerpos). Los medios y redes sociales son el campo de batalla de esta guerra subsidiaria: estatistas se pelean con libertarios preguntándose cuán visible debe ser la mano del Estado ante la amenaza de la desaparición del mercado. La clase empresaria se golpea el pecho en público hablando mal de las expropiaciones pero en privado agradece servilmente los rescates. Al fin y al cabo no les molesta el costo fiscal, lo que les duele es su principal contradicción y la de toda la sociedad: que bajo las reglas actuales ser dueño de los medios de producción ya no alcanza para sobrevivir, ya que la tendencia a la concentración del capital pronto convertirá a los capitalistas menos capaces de capear esta crisis en flamantes desposeídos. Ante esta posibilidad tal vez sea más urgente que nunca abandonar la economía como relato y modo de explicación del mundo; tal vez sea hora, como sostiene el poeta escocés John Burnside en un hermoso ensayo publicado en la revista Hablar de Poesía, de abrazar otra ciencia: una filosofía del habitar que incluya a todas las cosas vivientes y no vivientes, y que se base en el principio de no dañar o dañar lo menos posible. O como también propone Bifo: que la calidad de vida no sea la cantidad de equivalente monetario que tengo, sino la calidad de vida que puedo experimentar.

Al momento de la publicación de este texto Argentina intenta renegociar una deuda de miles de millones de dólares con grandes acreedores que pelean centavos de dólar del valor de un bono (bonos de deuda soberana emitidos hace quince años cuya trazabilidad, después de haber cambiado tantas veces de manos, es más difícil de detectar que la de un caso positivo de Covid). La mayoría de los países han levantado ya sus cuarentenas y entran como pueden en la nueva normalidad, con cientos de miles de muertes a sus espaldas. Las víctimas de las reestructuraciones de deuda, sin embargo, no las hemos terminado de contar. 

Alfredo “Piro” Jaramillo (Neuquén, 1983) es periodista y escritor. Fue editor del servicio internacional de noticias en español de la agencia alemana Deutsche Presse Agentur (DPA) y redactor de economía y finanzas en la agencia Télam. Notas suyas han sido publicadas en diarios y agencias como La Vanguardia y EFE (España), Infobae, Perfil, Página/12, Río Negro, y Tiempo Argentino, y en las revistas Noticias, Brando, La Mano, entre otras. Colaboró con la cadena de televisión alemana Deutsche Welle y trabaja como stringer para el servicio de noticias financieras REDD Intelligence. Publicó varios libros y plaquetas de poesía y tiene un proyecto musical llamado Valle del Insomnio (valledelinsomnio.bandcamp.com).

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PREPARARSE PARA EL IMPREVISTO O LA ESTRATEGIA DE LA IMPROVISACIÓN

PREPARARSE PARA EL IMPREVISTO O LA ESTRATEGIA DE LA IMPROVISACIÓN

Daniela Fanego, de la serie 10 Impresiones con matices , Monocopia en caucho acrílico, pastel y grafito sobre papel, 35 x 24 cm. https://www.instagram.com/danafanego/

Por Ezequiel Gatto
 

I. Don’t panic, it’s not automatic 

En uno de los capítulos de la serie Pandemia (2020) se muestra la filmación de una charla informativa, ocurrida en un hospital de New York durante 2018 y destinada médicxs y enfermerxs, sobre “patógenos especiales” como el Ébola o la Gripe porcina. Al definir qué los hace especiales, la médica que da charla indica que, entre los elementos decisivos, están la alta morbilidad, la facilidad para proliferar y la capacidad de producir un pánico intenso en la población.

El pánico me interesa, en general, como elemento de un conjunto (de fronteras difusas) que denomino afectos de futuro, y en particular por la importancia que ha tenido durante la pandemia en curso. En un texto reciente busqué diferenciar pánico de incertidumbre, afirmando que el pánico no se debe a no poder hacerse una imagen sino, al contrario, a no poder deshacerse de una cierta imagen. Para ampliar el campo de sentidos insinuados en esa afirmación diría que el pánico actual se relaciona con la posibilidad de morir o el temor a una catástrofe social (que puede tomar figuraciones diversas). A ese pánico se le oponen, por un lado, figuras optimistas o reparatorias (“todo va a estar bien”, “llegará el comunismo”, “volveremos a la normalidad”, “si salimos no pasará nada grave”: un menú heterogéneo de promesas) y, por otro, la incertidumbre como una disposición menos taxativa. Es no saber qué va a pasar: no saber si vamos a morir, o no, si va a haber catástrofe, o no, si las condiciones pospandemia serán mejores, o no. La incertidumbre implica no poder hacerse una imagen nítida.

El pánico, que imagino como una inundación, da el tono afectivo a una profecía de daño a la que, por su parte, el optimismo y la reparación, parecieran contrarrestar.  La incertidumbre, que se me aparece como un ahuecamiento, es un afecto que no refiere a una figura. Figura terrorífica / figura optimista-reparatoria / ausencia de figura. No se trata de un simple par de opuestos sobre un mismo eje (figura mala / figura buena) sino de una tensión entre dos figuras y la ausencia de figura. Que sea posible experimentar la ausencia de figura como algo malo, no equivale a suponer allí una mala figura. Si el pánico lleva por el camino de la parálisis, la estampida o la destrucción (todas posibilidades de la situación actual) y la figura tranquilizadora se nutre de la espera del cumplimiento de una promesa, la incertidumbre viene a constituir una tercera posibilidad: la de mantener un fondo de infiguración para ir poniendo contra él figuraciones que no operen como promesa única o final sino que propicien una inventiva dinámica. Para eso, tal vez necesitemos más principios de acción que figuras de destino.

Mucho se ha tipeado a favor de una u otra figura de destino, pero quizá se trate de pensar en principios de acción que hilvanen imágenes de porvenir más como puntos de pasaje que como destinaciones. Imágenes-pasaje que propicien el análisis de los posibles, que lleven en sí mismas su incompletud, que participen de una disposición a mutar con lo que emerge, que se entramen a otras imágenes-pasaje, que pluralicen las predicciones. El mundo atraviesa con violencia cualquier figura de destino, la rasga irremediablemente, la deja atrás, la afecta con novedades, emergencias, descubrimientos, invenciones. La materia no es algo, es potencialidad de formas, propuso Robin Collingwood en Idea de la Naturaleza, publicado en 1949. Haciendo lugar, oxigenando el cuarto cerrado que diseñan el pánico, la profecía y el optimismo sin invención, podemos generar una zona para una dinámica política diversa. Un modo de orientación de la acción lo suficientemente plástico, en el que la incertidumbre se encuentre con una disposición para evitar el pánico sin recaer en la buena profecía. A ese modo propongo llamarlo “estrategia de la improvisación”.

II. Una idea de improvisación 

Recientemente, Slavoj Zizek escribió: “Lo realmente difícil es aceptar el hecho de que la epidemia actual es el resultado de la pura contingencia, que simplemente ha ocurrido y no hay ningún significado oculto” (2020). Creo que no está en la correcto. La epidemia remite a condiciones más o menos precisas, que involucran formas de vida, tramas tecnológicas, modelos de globales de producción de alimentos, capacidades y limitaciones de los sistemas de salud, prioridades políticas, entre otras. Y, en todo caso, no es menos contingente que cualquier otro evento en el Universo. Lo que parece más realmente difícil de aceptar es que dicha contingencia no tiene teleología, no viene con un Fin definido. Ese rasgo podría permitir ganar para la política una pluralidad de dimensiones y territorios, de experimentar con posibilidades, de arriesgarse. La improvisación operaría como modo de búsqueda y hallazgo y como estrategia de invención social.

Existen muchas maneras de definir, valorar y vincularse con la improvisación. La noción expresa muy bien lo que Bajtin dio a entender con la categoría de “género discursivo” (1982). Si, por ejemplo, indagamos los sentidos de la noción en la zona del arte y las estéticas, se detectan valoraciones positivas, cuando no elogiosas. Se configura incluso un linaje, compuesto por expresiones de la danza, la dramaturgia, la música, el cine. Si la exploramos en el mundo más o menos afiebrado de la valorización capitalista y la monetización, el acto de improvisar también recibe elogios, en la medida en que opera como una subespecie del riesgo, fundamento ético del capitalismo contemporáneo (Knight, 1921; Beck, 1998). No obstante, dicha improvisación es un instrumento antes que una experiencia en sí misma. Es el medio para alcanzar un fin dado: la ganancia. Se diría que la del mercado es una improvisación perimetrada; no puede salir de la cárcel de cifras en que consiste el dinero. Si en el arte, la improvisación remite a lo que no se puede medir, en el mercado remite a encontrar algo nuevo que se pueda medir. Sólo se limita a acelerar bajo un mismo patrón. Como un hámster que, enjaulado, camina sobre una rueda; llegado cierto punto de velocidad, ya no es el hámster sino la rueda la que marca el paso.

“Si el pánico lleva por el camino de la parálisis, la estampida o la destrucción (todas posibilidades de la situación actual) y la figura tranquilizadora se nutre de la espera del cumplimiento de una promesa, la incertidumbre viene a constituir una tercera posibilidad: la de mantener un fondo de infiguración para ir poniendo contra él figuraciones que no operen como promesa única o final sino que propicien una inventiva dinámica. Para eso, tal vez necesitemos más principios de acción que figuras de destino.”

Finalmente, si nos acercamos a la política no es sencillo encontrar valoraciones positivas sobre la improvisación, salvo en un activismo que suele dialogar con el arte. Por lo general, recibir en política la calificación de “improvisado” es recibir un insulto. Denota poca preparación, poca planificación, poca fortaleza para alcanzar los objetivos. Incluso poca certeza respecto a esos objetivos. Hasta podríamos encontrar rastros de patriarcado duro en esa mirada peyorativa, que a veces conecta con versiones nostálgicas del porvenir. Hay toda una corriente, por ejemplo, para la cual su utopía no está en el futuro, sino en el pasado: es el mundo de, digamos, los años sesentas del siglo XX. No el de la contracultura, sino el modelo social general. Son retroutópicos.

Pareciera, entonces, que de la política no se espera improvisación. Pero, ¿qué pasaría si la invención política hiciera un lugar a la improvisación como disposición? Si se dotara de principios de acción en los que los destinos no estén ni escritos previamente (como en los programas políticos) ni sometidos al perímetro del capital. Ni retro ni hámster. La improvisación puede ser una disposición (una estrategia) capaz de lidiar productivamente (no paralizarse, no esperar) con la incertidumbre a partir de un principio que no consiste en alcanzar un objetivo sino, parafraseando a Francois Jullien, en “ir llegando a resultados” (2017). Esa apertura no significa insistir obsesivamente en el sesgo infigurado propio de la incertidumbre (un gesto frecuente para una izquierda posmarxista, reactiva al utopismo y la programática socialista) sino avanzar en una actividad cuya dirección no defina a priori cuáles son sus posibilidades. La improvisación no es espontánea, surge de la decisión de llevar adelante un proceso inventivo que va revisando sus condiciones y acompañando posibilidades y consecuencias a medida que avanza. Creo que la política puede, en parte, volverse improvisatoria. Tomar los rasgos que David Toop (2018) imputa a la improvisación musical: “trabajar con los medios disponibles; involucrar acciones y recepciones, luchar experimental y públicamente con los límites del yo” (y, agregaría, del nosotrxs y del ellxs) para convertirlos en insumos de un principio de acción orientado a producir condiciones para que prolifere la inventiva social bajo la menor dominación posible.

III. Improvisar en la pandemia

En Politics of possibility. Risk and Security beyond Probability (2013), Louise Amoore rastrea cambios muy significativos en el modo de gobierno de lo posible con posterioridad al atentado a Las Torres Gemelas. Ese acontecimiento demostró que algo muy poco probable podía tener inmensas consecuencias. Fue así que toda una maquinaria de evaluación de riesgos, prospectiva y análisis de escenarios futuros que se había estado desarrollando en el mundo de los negocios (nutrido, por su parte, de ideas militares como las del estratega chino Sun Zi) terminó por darle su coloración al securitismo contemporáneo. Según Amoore, ese movimiento propició la consolidación de un pensamiento de las posibilidades por sobre un pensamiento de las probabilidades. Posibilidades nimias, posibilidades no imaginables, escenarios remotamente posibles fueron incorporados a una nueva matriz de estrategia. Prepararse para que tuviera lugar algo posible se volvió un principio de gobierno capitalista y global. Pero esa preparación no tiene que ver con abrazar el exceso que implica una novedad, sino con multiplicar procedimientos para exorcizar lo que de ella pueda poner en jaque, o siquiera en riesgo, o siquiera en problemas, el tándem economía/securitismo que marca el pulso de la dominación. Actualizar toda posibilidad en función de un capitalismo securitista infinitamente plástico: tal el modo hegemónico de gobierno de lo posible.

La pandemia (no totalmente imprevista, ya que se venía anticipando en informes, investigaciones, libros y películas) parece ser, a la vez, un riesgo detectado por esas tramas del capitalismo de vigilancia y un elemento de difícil metabolización para dichas tramas. En ese sentido, Flavia Costa (2020) ha propuesto entenderlo como un “accidente normal”, inherente “al hecho mismo de que un sistema hipercomplejo esté funcionando. (…) Es inseparable de la productividad del sistema, de su desarrollo, de su incremento y de lo siempre contingente que se abre cuando se dispara una acción tecnológica hipercompleja hacia el futuro”. Ese accidente, del que se podrían reducir sus efectos dañinos, es inevitable. Como un terremoto, del que se puede calcular su probabilidad y locación, pero nunca se saber con certeza cuándo ocurrirá. Ese accidente, normal para el sistema del que forma parte, quiebra la normalidad de sus componentes, que, en el caso de esta pandemia, tiene a los seres humanos como protagonistas, ya que se trata de un virus que saltó de una especie a la nuestra.

Por todo esto, aunque no lo parezca, aunque no se diga, aunque no se acepte, la pandemia está obligando a mucha improvisación en este “accidente normal”. Podríamos incluso afirmar que la experiencia pandémica es una improvisación social a escala planetaria. No puede decirse que su origen sea la voluntad, ni la alegría su tono afectivo, ni mucho menos que carezca de ambivalencias peligrosas, pero eso no quita que estamos “arrojados a la pandemia” y, en medio de la incertidumbre que ha generado, existen líneas que no ceden al pánico, ni a la nostalgia e improvisan.

La improvisación en pandemia (¿o acaso todas las improvisaciones?) se caracteriza por un juego con la inadecuación de los recursos previos (políticos, de planificación, sanitarios, sociales) que se expresa como actividades reparatorias y propiedades emergentes. Todos somos damnificados-inventores, y no tiene sentido pretender distinguir con claridad donde opera lo reparatorio y donde surge lo emergente. Improvisar no es algo necesariamente dichoso. Puede doler, abrumar, asquear pero está funcionando. Años de aceleración social, de multiplicación de los intercambios, de precariedad económica, de vértigo existencial, de gestión del riesgo tal vez nos dieron elementos para improvisar. De un modo, más o menos inconsciente, nos hemos estado preparando para lo imprevisto.

IV. Saberes para improvisar, aprendizajes de la improvisación 

Mi padre acaba de cumplir 70 años. Hasta hace unos días, nunca había amasado nada. Pero hace unos días amasó, por primera vez, tallarines. Y luego otra vez. Y luego pasó a otros platos de pastas. Una disrupción que para la humanidad no tiene mucho sentido, pero para su propia experiencia y la sistémica de mi familia de origen, sí. Hizo falta una pandemia para que llevara adelante una actividad nunca antes realizada. Tal vez, me digo, el riesgo de la catástrofe sistémica no conlleva lo mismo para los componentes. Quizá en los componentes (mi padre, por ejemplo) ese riesgo se traduce en una alteración de sus futurizaciones, de sus proyecciones a futuro, y en una reconfiguración de sus vínculos con la futuridad. La pandemia obliga a inventar de un modo que pareciera partir de la improvisación y no del plan o el proyecto. Si la entendemos como una catástrofe, la pandemia tiene, como revés de la disgregación de las estructuras, un empuje inventivo que, en un primer momento, es, parafraseando a Stanislaw Lem, una posibilidad sin imagen de destino (2017). Mi padre, por ejemplo, no instrumentó la futurización “amasar pastas” como acción para otra cosa que no fuesen el acto y las consecuencias de ingerirlas (saciar el hambre, disfrutarlas, compartirlas, comentar el hecho). No espera de esas pastas otra cosa que las consecuencias previsibles que encierran las pastas. Pero esas pastas son también, parafraseando ahora a James Lindsay, el territorio de unas posibilidades que no sabemos que existen (1921). Es decir, esas pastas fueron una máquina de producción de posibilidades. Esto permite decir que, en una catástrofe, la improvisación es un modo de propiciar posibilidades, o incluso de cuidar —aunque nunca garantizar— la posibilidad de que haya posibilidades, mejores posibilidades.

En una entrevista que le realizaron a propósito de la improvisación en el jazz, el filósofo Fred Moten dijo que la experiencia de la diáspora africana, con su desarraigo, su aterrizaje en unos territorios desconocidos, las profundas asimetrías del poder esclavizante y la alteración profunda de los patrones culturales, familiares y de las actividades productivas, religiosas y sociales, podía ser pensada como una improvisación a gran escala, poblacional, prolongada y a la vez cambiante. Esas personas apresadas, transportadas, maltratadas, vendidas, localizadas y agrupadas tuvieron, según Moten, que inventarse una vida (y, agregaría yo, una dignidad) a partir de una situación para la cual sus experiencias previas y sus horizontes de expectativas no tenían eficacia salvo como insumos para dicha invención.

Hay una relación estrecha entre lo que sabemos, lo que valoramos de lo que sabemos y los vínculos con el futuro que nos definen (que, por supuesto, exceden largamente lo que sabemos). Por eso es interesante ver qué sucede con los saberes, los recursos acumulados o disponibles, en estas condiciones pandémicas de improvisación social. Un ejemplo: cuando la cuarentena recién comenzaba pero ya era obvio que estaríamos guardados un buen tiempo y que las consecuencias económicas afectarían rápida y duramente a sectores sociales empobrecidos, un grupo de militantes planificó y llevó adelante una olla popular en un barrio rosarino. La olla popular puede pensarse como un paliativo. En buena medida, lo es, pero sus efectos exceden su función. La olla, como dicen sus organizadores (el colectivo La Cabida, del barrio Ludueña), los unió. Y en esa reunión hizo que saberes y recursos hasta entonces no conectados tuvieran que funcionar juntos propiciando algo nuevo:  comunicación en redes, gestión de las donaciones, confección de barbijos, preparación de grandes cantidades de comida, logística, autoprotección, relaciones con lxs vecinxs. Cuando colapsa una normalidad (llamemos a eso catástrofe) no se sabe qué de lo que se sabe va a funcionar en el nuevo escenario. Y esa impredecibilidad de lo eficaz es constitutiva del vínculo improvisatorio con la futuridad.

Cuando la catástrofe es vasta, la improvisación tenderá a serlo. Y creo que, desde cierta perspectiva, eso está pasando; existen señales de improvisación social como modo de lidiar con la catástrofe. Redes de ayuda vecinal, experimentos masivos con políticas sociales, colaboraciones globales de investigadores en búsqueda de vacunas, protocolos de cuidado, desarrollo de aplicaciones sociales, alianzas políticas inesperadas, estallidos sociales, la consolidación del Ingreso Universal como un tema de agenda, la ampliación de la incidencia del comercio justo. Claramente,  no es lo único que se está cocinando en este caldo global (es cuestión de rastrear qué están pronosticando las corporaciones capitalistas o las imágenes de futuro que ordenan a la ultraderecha, tópicos que merecerían otros artículos) pero es una línea a tener en cuenta, y considerar en sus potencialidades futuras. Hay elementos para pensar en la posibilidad de incorporar estrategias de improvisación social en el corazón de la inventiva política poscapitalista. De dejar márgenes abiertos a la pregunta por cómo queremos vivir, de encontrar la potencia que puede tener no saberlo.

Aunque no se diga, aunque no se acepte, la pandemia está obligando a mucha improvisación en este ‘accidente normal’. Podríamos incluso afirmar que la experiencia pandémica es una improvisación social a escala planetaria. No puede decirse que su origen sea la voluntad, ni la alegría su tono afectivo, ni mucho menos que carezca de ambivalencias peligrosas, pero eso no quita que estamos ‘arrojados a la pandemia’ y, en medio de la incertidumbre que ha generado, existen líneas que no ceden al pánico, ni a la nostalgia e improvisan.”

V. Puntos de pasajes 

Los factores que resultaron en el encierro de la mitad de la población mundial son múltiples. Fenómenos y procesos técnicos, demográficos, comerciales, culturales. Y también, como mencionó Habermas, fenómenos morales, porque a pesar de todo subyace un principio de no dejar morir que, al menos hasta ahora, ha primado por sobre la tendencia a “la supervivencia de los más aptos”. Por ahora se impone la futurización “seguir vivos, no ver morir a miles” (De hecho, llama la atención los pocos artículos que piensen el morir, o su posibilidad, en esta coyuntura. He leído testimonios muy dolorosos pero casi nada que encare el asunto en términos más sociológicos o filosóficos).

Pero hay más en juego. No estamos encerrados solamente porque tememos morir o porque el Estado teme que muramos o porque los cálculos del mercado también le dan que lo mejor es cuidar a los consumidores hasta que pase lo peor porque los vivos compran más que los muertos. La cuarentena es una respuesta sistémica. Estamos encerrados también porque los Estados (o partes de sus tramas) y los mercados (o partes de sus tramas) temen morir, en la medida en que el colapso podría llevar a formas del caos y la desorganización en los que la dominación se vuelva dificultosa y la valorización pierda patrones de ordenamiento.

Podría pensarse que en las manifestaciones de la derecha brasilera, española, argentina y estadounidense no solo existe una demanda por volver al movimiento —bajo el reclamo por “la libertad”— y el rechazo al control estatal sino que se reconoce el poder inmenso de una masa de contagiados. No habría que descartar que las ultraderechas anticomunistas, antidemocráticas, ultraneoliberales, suprematistas estén, en cierto sentido, pugnando, antes que por el retorno a la normalidad capitalista previa, por fomentar un caos social y político que pueda, luego, definirse por la fuerza. Pero quizá se pueda aprovechar ese temor estatal y de mercado en otros sentidos; y se puedan aprovechar también los recursos que la pandemia ha llevado a movilizar, de forma novedosa para los propios actores. Estamos obligados a pensar en escenarios no planificados. Hay que ocupar  esas imágenes de futuro que también preocupan a los estados y los capitales para abrir otras posibilidades.

Llamaría puntos de pasaje a las futurizaciones, dispuestas a la mutación, utilizables para generar otras condiciones para la vida. Unos puntos de pasaje que se orienten por principios de igualdad y justicia, de diferencias que no decanten en desigualdades, que sean funcionales “al arte de reconocer el rol de lo imprevisto, que los cálculos, los planes, el control tienen un límite. Calcular los elementos imprevistos quizá sea la operación paradójica que la vida más nos exige que hagamos” (Solnit, 2020). ¿Puede esa operación paradójica alimentar una estrategia política? Creo que sí.

Si el capitalismo “calcula los elementos imprevistos” en términos de reducción de los mismos a factores de valorización, hay que propiciar y conjurar posibilidades cuyo fundamento o destino no sea la ganancia sino la producción, una y otra vez, de igualdad y justicia. La improvisación puede ser un recurso valioso para esto. Si la practicamos como una actividad que se rige por un principio y no por un itinerario prefijado o una figura de destino, quizá nos permita encontrarnos con posibilidades que no estamos buscando.

En su fantástico Imaginación e invención (2015), Gilbert Simondon sostiene que “para prever no se trata solamente de ver, sino también de inventar y vivir, la verdadera previsión es en cierta medida una praxis, tendencia al desarrollo del acto ya comenzado”. Me parece por demás  interesante esa posición, que se desliga virtuosamente de dos recaídas: por un lado, de la imagen a la que ir (la visión-objeto de la previsión) y, por otro, de una suerte de presentismo sin límites. En lugar de eso, la idea de Simondon permite articular inventivamente nuestras condiciones y posibilidades actuales -aquello que ya ha comenzado- con la tendencia hacia el porvenir. Lo que veremos ya no será una figura de destino sino una formación continua, casi me dan ganas decir “orgánica”, de unas imágenes por las cuales pasaremos como quien pasa por una transfiguración para volver a inventar y volver a transfigurarnos. Es ahí donde la utopía -y su versión negativa, la distopía- dejan de ser categorías significativas, y la posutopía abre paso a una imaginación cinética, en la que la improvisación social se convierte en materia prima de una invención política.

Ezequiel Gatto es Investigador Asistente (ISHIR/CONICET), profesor de Teoría Sociológica (carrera de Historia, Universidad Nacional de Rosario), traductor y coordinador de talleres. Dr. en Ciencias Sociales (UBA). Participa de la Editorial Tinta Limón y del Grupo de Investigación en Futuridades (GIF). Colabora y articula con diversos proyectos políticos y culturales. Recientemente publicó  el libro Futuridades. Ensayos sobre política posutópica (Editorial Casagrande, Rosario, 2018).

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