NAVEGAR EL NEOLIBERALISMO. HACIA UNA ESTÉTICA POLÍTICA EN TIEMPO DE CRISIS 

(SEGUNDA PARTE) 

NAVEGAR EL NEOLIBERALISMO. HACIA UNA ESTÉTICA POLÍTICA EN TIEMPO DE CRISIS (SEGUNDA PARTE)

Por Nick Srnicek
Traducción de Claudio Iglesias

4 / Percepción maquínica 

Es en este punto que las obras recientes realizadas bajo la rúbrica de “new aesthetics” [nueva estética] pueden suplir los medios técnicos del mapa cognitivo. El mapa cognitivo puede darle a la nueva estética su ímpetu político y su base tecnológica, mientras la nueva estética puede proveer al mapa cognitivo con los medios artísticos y sensibles necesarios para el logro de sus objetivos políticos. Doy por sentado que la mayoría de mis lectores conocen el término, pero, por si acaso, el concepto de nueva estética define a un movimiento de límites borrosos, cuya característica principal es el intento de integrar la percepción digital y tecnológica en el arte. De alguna manera podría decirse que la definición es apta para todo arte: la cámara fotográfica es el ejemplo más obvio de una tecnología estética disruptiva. Pero al menos una parte del trabajo que se está realizando bajo esta rúbrica tiene su propia particularidad y es irreductible a precursores históricos. En un ensayo largo sobre el tema, Bruce Sterling recita las distintas actualizaciones de la nueva estética: “Visualización de datos, visión satelital, arquitectura paramétrica, cámaras de seguridad, procesamiento digital de la imagen, mashing de archivos de video, glitches, artefactos de corrupción visual. Píxels 3D voxelados en geometrías del mundo real, camuflaje anti vigilancia digital, aumentos, renders fantasmas. Pero también gráficos 8bits retro estilo 1980.”

Por un lado, podría decirse que este tipo de arte es bastante convencional. La generación que actualmente está saliendo a la vida política está amalgamada a la vida de los medios técnicos: su sensibilidad misma es inescindible de las interfaces digitales. Pero lo que distingue al arte de la nueva estética de otras formas de arte mediadas por la tecnología es que “el procesamiento digital de las imágenes coincide con lo real en la medida en que no busca ser una reproducción, como en las artes convencionales”. El procesamiento digital de las imágenes se funde con la realidad de forma que nos permite hablar actualmente de “realidad aumentada”, mientras otras formas previas de arte estuvieron centradas en la percepción de la realidad, en el escape de la realidad, o simplemente en las representaciones de la realidad. Actualmente en cambio nuestra percepción está extendida, distorsionada, aumentada y yuxtapuesta sobre las imágenes digitales.

Desde el punto de vista de la nueva estética, el riesgo de esta ubicuidad del procesamiento digital de la imagen es el de volver obvio o explícito lo que muchos ya saben. Por eso la tendencia principal ha tratado de recuperar en cambio una “extrañeza” en la nueva estética, que sea capaz de trastornar nuestra comprensión tecnológica convencional. Pero, como reconoce el mismo Sterling, la confianza excesiva en la extrañeza como atributo estético también es problemática.

La extrañeza por definición es relativa, necesariamente efímera. El glitch art por ejemplo al comienzo a muchos les resulta extraño pero no tarda en transformarse en algo totalmente convencional. Para ser trascendente en el tiempo la nueva estética debe superar el horizonte de la extrañeza y avanzar en otra dirección. De manera que si por momentos la nueva estética roza lo convencional, y a veces también se basa con demasiado énfasis en la extrañeza, ¿qué puede hacerse para que este medio artístico se vuelva original e interesante?

“La generación que actualmente está saliendo a la vida política está amalgamada a la vida de los medios técnicos: su sensibilidad misma es inescindible de las interfaces digitales. Pero lo que distingue al arte de la nueva estética de otras formas de arte mediadas por la tecnología es que ‘el procesamiento digital de las imágenes coincide con lo real en la medida en que no busca ser una reproducción, como en las artes convencionales’. El procesamiento digital de las imágenes se funde con la realidad de forma que nos permite hablar actualmente de ‘realidad aumentada’, mientras otras formas previas de arte estuvieron centradas en la percepción de la realidad, en el escape de la realidad, o simplemente en las representaciones de la realidad. Actualmente en cambio nuestra percepción está extendida, distorsionada, aumentada y yuxtapuesta sobre las imágenes digitales.”

Me parece que en sus mejores momentos la nueva estética se orienta a la expansión de las posibilidades sensibles por encima de las limitaciones humanas. Tiene que ver con aceptar hasta las últimas consecuencias la idea de que la división entre lo digital y lo real no significa nada, y con usar el colapso de esta división como el impulso necesario para explorar nuevos paisajes. Parte de esta expansión sensible ha de moverse más allá del mero registro visual para empezar a incorporar lo táctil. A medida que el comportamiento gestual se vuelve más y más importante en nuestra interacción con los medios digitales (pensemos solo en el surgimiento de las pantallas táctiles y en el giro hacia sistemas de ventanas optimizados para ser manipulados con los dedos), las posibilidades estéticas de estos medios interactivos también se aleja más y más de su tradicional orientación hacia lo visual. Volviendo a la cuestión del mapa cognitivo, pienso que los artistas que exploran estos nuevos medios y espacios de posibilidad son los que mejor posicionados están para responder al interrogante de cómo representar el big data, las simulaciones computarizadas y otras formas de visualizar datos. Es el trabajo de artistas de este tipo lo que debemos analizar y apoyar si lo que buscamos es superar los límites de la sublimidad técnica.

Esta comprensión de la nueva estética a partir de la creación de posibilidades sensibles más allá de los rangos humanos estándar también ayuda a clarificar dos críticas opuestas del movimiento. La primera es una de las críticas más fuertes, y la hizo el mismo Sterling: la idea de que la nueva estética ignora sus componentes humanos al desconocer la fuente y la instrumentalidad de varias mediaciones tecnológicas. La visión de un drone, por ejemplo, es parte de un ensamblaje militar y político más amplio; los algoritmos de vigilancia y localización son producto de un tipo particular de gobernanza; los glitches y las imágenes de baja resolución surgen de un deseo punzamentemente humano como la nostalgia. Reconocer este componente humano (que es también un componente político) permitirá integrar el movimiento de la nueva estética en un horizonte mucho más significativo. La nueva estética no puede simplemente ignorar a los usuarios de la tecnología: es precisamente cuando los ignora cuando recae en imágenes apolíticas falsas que borran todo su potencial. Pero entonces, ¿qué decir de la propuesta de Ian Bogost, de llevar a la nueva estética en una dirección justamente menos humana, más y más extraña? Para Bogost la nueva estética es todavía humana, demasiado humana: “Una estética realmente nueva”, escribe, “operaría de otra manera: en lugar de ocuparse del modo en que nosotros los humanos percibimos el mundo ‘de otra forma’ al verlo a través de las computadoras (que ‘ven’ el mundo ellas mismas de distintos modos), qué tal si nos preguntáramos cómo las computadoras y los chimpancés, las galletitas dulces y los Boeing 787 Dreamliner desarrollan sus propias estéticas. La percepción y la experiencia de otros seres está fuera de nuestro alcance, pero es accesible a nuestra especulación gracias a la evidencia que emana de sus núcleos retraídos, como la radiación que rodea al horizonte de sucesos de un agujero negro”.

A la vez que se oponen ostensiblemente al programa de politizar la nueva estética, las recetas de Bogost pueden de hecho tener una articulación política muy productiva. Solo hace falta tomar nota de cómo la tecnología ya está extendiendo nuestras capacidades perceptivas para que sea posible poner a la fenomenología alien de los objetos en buen compás con la acción política. Las cámaras de seguridad que registran a los individuos a través del espectro de luz invisible, la tecnología militar que transforma el calor en formas visuales, la investigación de la huella aromática única de cada individuo, la tecnología emergente que permite rodear los objetos de luz y así camuflar los sistemas de armamento ante la visión satelital, por ejemplo. Todas estas son formas de la actividad política que ya están ocurriendo por fuera del sistema de la percepción humana. La extrañeza de la percepción maquínica, o de la percepción de parte de una entidad objetual en general, no es por lo tanto incompatible con su naturaleza política. La nueva estética, tal como la expansión de las posibilidades sensibles a través de las nuevas tecnologías digitales, es simplemente el movimiento artístico que está explorando este espacio conceptual y sensible.

¿Cómo se relaciona todo esto con el mapa cognitivo? Como vimos antes, comprender un no-objeto como el neoliberalismo exige que aceptemos los elementos que presionan sobre los límites de la cognición común. Una solución sería extender nuestras capacidades internas mediante, digamos, un instrumento farmacológico. Hoy en día esta vía nos ofrecería apenas la posibilidad de un ajuste menor, completamente insuficiente de cara a nuestros propósitos políticos. Así que la única opción que nos queda es el diseño de interfaces que ofrezcan la posibilidad de manipular sistemas complejos. Sabemos gracias a la neurociencia que la conciencia actúa simplificando el entorno; pero la sobrecarga informacional que enfrentamos hoy en día implica un nivel de complejidad en nuestro ambiente totalmente nuevo: no se trata ya de complejidad sensorial sino de complejidad cognitiva propiamente hablando. La estética de la interface es el modo de volver operacional este conocimiento complejo, en la forma de representaciones locales y factibles a escala fenomenológica. El trabajo que se realiza bajo la rúbrica de “nueva estética” puede implicar entonces la creación y el descubrimiento de nuevas formas de poner en práctica la percepción maquínica.

5 / Diseñar futuros 

Un horizonte importante que se ofrece a la exploración estética, entonces, lo dicta una conjunción de nuevos paradigmas artísticos con los instrumentos de mapeo cognitivo que proveen la ciencia y la tecnología. El diseño, entendido como la conjunción de la estética, el pragmatismo y la tecnología, es un nodo clave desde el que ponernos por delante de nuestra distopía actual. En una época plagada por el caos (que Franco Berardi describe como “una complejidad demasiado densa, demasiado pesada, demasiado intensa, demasiado veloz, demasiado acelerada como para que nuestros cerebros puedan descifrarla”), la finalidad de toda estética política es la de tratar de abordar estas líneas aceleradas que componen el mundo y devolverlas a un plano de consistencia inteligible y tratable. Esta forma estética debe orientarse a lo práctico y tomar en cuenta las posibilidades cognitivas y materiales que el cuerpo humano es capaz de ofrecer en términos de percepción. Podemos pensar en la significación que han tenido los distintos medios de interface que utilizamos a diario, como en los teléfonos. Los gestos que usamos para navegar en estos paisajes digitales son fruto de inversiones de miles de millones de dólares en investigación, litigios judiciales inclusive, etc. Todo este dinero se gasta para reducir la distancia entre los aumentos técnicos y el cuerpo de carne de los seres humanos, al punto de fundirlos en una sola unidad. Elecciones estéticas como estas son el tema de un fascinante libro reciente de Laura Noren llamado Can Objects Be Evil? A Review of ‘Addiction by Design’ dedicado al diseño de los tragamonedas de los casinos, cuyas interfaces fueron concebidas con el propósito de atrapar a los individuos susceptibles y explotar, de modo bastante siniestro, los fundamentos químicos de la adicción al juego. 

“De este modo la ergonomía se convirtió en una parte de la economía. Se contrataba a los mejores expertos en animación para que diseñaran sonidos y animaciones que celebraran a los ganadores frente a las máquinas. Algunos jugadores sin embargo se quejaron porque las animaciones eran demasiado lentas, así que se dejaron de usar. El juego entonces se aceleró y, al volverse más rápido, aumentó la descarga de dopamina en el cerebro. También aumentó la velocidad a la que los jugadores se vaciaban los bolsillos, lo que redujo a su turno sus niveles de lealtad hacia esta o aquella máquina y, eventualmente, hacia el mismo casino en el que se encontraban. Con la llegada de los chips electrónicos, haciéndoles algunos ajustes, los diseñadores fueron capaces de aumentar la frecuencia de pequeños tiros ganadores (por ganancias ínfimas, la mayor parte de las veces menores al costo mínimo de la ficha) que mantuvieran la dopamina en alto para que el dinero siguiera cayendo sin fin en las arcas del casino.”

Esta manipulación neuronal, química y visual de la interface demuestra su capacidad de modularse y orientarse según fines políticos particulares, en este caso la rentabilidad. Dicho de la manera más simple, el diseño de interfaces tiene consecuencias reales en la conducta de los individuos. Pero en el caso de un sistema complejo tenemos que rechazar el sueño de una interface omnisciente y panóptica. Más bien necesitamos interfaces que restrinjan la información a un conjunto clave de variables, o que las ordenen en un subconjunto discreto que permita la interacción directa. Esto es especialmente pertinente a la hora de actuar sobre megasistemas autorreflexivos y complejos como el sistema financiero global. En otras palabras, los sistemas complejos requieren sintomatología: la economía no debe entenderse como un objeto sensible, sino como una serie de indicadores económicos. Lo mismo vale para el clima, que debe comprenderse como el interjuego de indicadores tales como las concentraciones de CO2, las temperaturas medias, los niveles de hielo polar, etc. ¿De qué modo entonces estas formas de interface, eminentemente específicas y personales, se relacionan con los problemas más amplios del capitalismo global? El mejor ejemplo que tenemos a mano posiblemente es el Proyecto CyberSyn, que se desarrolló en el Chile de Allende a comienzos de la década de 1970. Según Eden Medina, CyberSyn “estaba pensado como un sistema de control en tiempo real capaz de recabar información económica a lo largo de la nación, transmitirla al gobierno y procesarla para contribuir con el proceso de gobernancia económica”. Toda la infraestructura técnica del sistema, a fin de cuentas, trabajaba para una única sala de control capaz de supervisar la economía entera.

“El diseño, entendido como la conjunción de la estética, el pragmatismo y la tecnología, es un nodo clave desde el que ponernos por delante de nuestra distopía actual. En una época plagada por el caos, la finalidad de toda estética política es la de tratar de abordar estas líneas aceleradas que componen el mundo y devolverlas a un plano de consistencia inteligible y tratable.”

“En una pared”, escribe Medina, “una sucesión de pantallas mantenía actualizada la información procedente de las fábricas nacionales. Un mecanismo de control sencillo que constaba de diez botones en el brazo de cada una de las sillas le permitía al usuario poner en pantalla distintos cuadros, gráficos y fotografías de la producción industrial chilena. En otra de las paredes, un visor con luces rojas indicaba emergencias económicas que necesitaran atención urgente: cuanto más frecuente el flash rojo, más apremiante la situación. Una tercera pared presentaba una imagen de luces de color, con un modelo cibernético de cinco partes, basado en el sistema nervioso humano.” CyberSyn incorporaba todo lo que venimos comentando: el proyecto utilizada las teorías cibernéticas más avanzadas y tecnología muy sofisticada para producir una representación sintomática de la economía como un sistema complejo. Los datos puros eran procesados en un diseño particular, orientado a maximizar la operabilidad sobre un sistema complejo. Y todo esto era posible únicamente a través de medios visuales, elecciones arquitectónicas, gestos de diseño y un conocimiento adecuado de los límites de la cognición humana. Además, y a diferencia de los sistemas similares que se utilizaron en la Unión Soviética desde la década de 1950, CyberSyn implementaba una visión radical de la sociedad como parte de su infraestructura tecnológica. La capacidad de implementar un modelo descentralizado de gobernancia era parte del diseño del sistema, que así encanastaba una nueva forma de comunismo en su misma infraestructura material, lejos de la arquitectura de control vertical de los sistemas soviéticos.

Las ansias de poder monitorear e interactuar con la economía en tiempo real no es solamente un sueño comunista. Los bancos centrales modernos operan básicamente del mismo modo: su acción se basa en la disponibilidad en tiempo real de los indicadores económicos, que les permiten reaccionar a través de la política monetaria. En un mundo en el que la minería de datos ya es algo cotidiano, los bancos centrales se orientan por indicadores cada vez más finos y veloces. La Reserva Federal de Estados Unidos utiliza análisis de sentimientos para minar contenido de las redes sociales y generar la imagen de un “estado de ánimo” de los consumidores. El banco central israelí toma datos surgidos de búsquedas en Google en tiempo real como la base para entender de qué modo está funcionando la economía. (Así, por ejemplo, un pico en la búsqueda de construcciones como “beneficios sociales para personas desempleadas” sugiere que la economía está a la baja.) Este conocimiento se está volviendo cada vez más un factor que oscila en tiempo real a la hora de tomar decisiones en las cumbres de mando del capitalismo moderno. En todos estos casos, de CyberSyn a la Reserva Feeral, lo que está en juego es la capacidad de incorporar la percepción mediada por máquinas en la comprensión de un sistema complejo.

Es con estas herramientas que la izquierda podría empezar a navegar en el mundo conceptual y práctico del neoliberalismo. Esto requiere un análisis más efectivo de la posición de los puntos que ofrecen ventaja, por ejemplo. Pienso en lo que Lombardi llama “arte conspirativo”, que trata de hacer visibles las redes sociales de la élite de poder que gobierna el mundo. Otros ejemplos incluyen el análisis (también en términos de redes sociales) de los “directorios maestros” (cuando un mismo grupo de personas cumple funciones en los directorios de muchas empresas) y el mapeo de otros tipos de relación de propiedad y control entre empresas de distinta jerarquía. También tenemos el ejemplo del análisis de la actividad de los nodos de las redes de transporte y logística, un análisis que permite que el caos del comercio mundial se convierta en un objetivo susceptible de abordaje en términos de acción política. El segundo horizonte que tienen los mapas cognitivos y la estética del diseño es la construcción concreta de sistemas económicos alternativos. Uno de los primeros intentos de mapear cognitivamente la economía lo llevó a cabo François Quesnay en 1758, al subrayar la naturaleza sistémica de la economía y las interrelaciones entre los propietarios de la tierra, los granjeros y los campesinos. Hoy sin embargo las organizaciones de izquierda como la New Economics Foundation ya han construido modelos computacionales que permiten tener una perspectiva sistemática de la economía, para ayudar con los objetivos políticos de izquierda. Por último, con este enfoque, creo que podemos empezar a revertir la tendencia por la cual el futuro necesariamente nos parece distópico. El arte se convierte en la visión del futuro más que en la mirada retrospectiva sobre el pasado. Como dice Berardi, “el repertorio de imágenes a nuestra disposición limita, exalta, amplifica, circunscribe las formas de vida y los eventos que podemos proyectar a través de nuestra imaginación en el mundo, para hacerlas nacer, construirlas y habitarlas”.

En conclusión, uno de los medios principales para superar el presupuesto neoliberal de la imposibilidad de manipular la complejidad (en una época de por sí compleja) es la fusión del trabajo artístico, las simulaciones digitales y las infraestructuras técnicas en un proyecto cuyo objetivo sea representar el no-objeto que es el neoliberalismo.

Texto presentado en la conferencia The Matter of Contradiction: Ungrounding the Object, Vassivière, Francia, 8 y 9 de septiembre de 2012.

Nick Srnicek (Canadá, 1982) Es profesor de Economía Digital del Departamento de Humanidades Digitales de King’s College en Londres. Doctorado en Relaciones Internacionales, fue editor de Millennium: Journal of International Studies. Sus investigaciones están basadas en la interacción de la economía política y la tecnología, y se encargan de analizar tanto las amenazas como las oportunidades que surgen de esa relación. Es coautor del Manifiesto Aceleracionista junto con Alex Williams, que tuvo una gran repercusión mundial y fue traducido a varias lenguas, con quien también publicó Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo.

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NAVEGAR EL NEOLIBERALISMO. HACIA UNA ESTÉTICA POLÍTICA EN TIEMPO DE CRISIS 

(PRIMERA PARTE) 

NAVEGAR EL NEOLIBERALISMO. HACIA UNA ESTÉTICA POLÍTICA EN TIEMPO DE CRISIS (PRIMERA PARTE)

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Por Nick Srnicek
Traducción de Claudio Iglesias

1 / Introducción 

Me gustaría reflexionar sobre la conjunción inusual y contingente de algunas de las direcciones que ha tomado el mundo contemporáneo, y sobre el lugar que tiene el arte en esta situación. Primero, lo básico: estamos frente a un mundo que ha perdido el cable a tierra con su propia realidad, un mundo en el que ya han colapsado tanto la economía neoliberal como su hegemonía sobre la imaginación social. Incluso si las consecuencias de este proceso todavía no han salido a la luz, sería difícil decir algo exagerado sobre su importancia. Este punto nos lleva a otra de las tendencias con una influencia relevante en la contemporaneidad: el vacío abismal en el corazón de todo pensamiento político alternativo. Al tiempo que los fundamentos del neoliberalismo colapsaron bajo el peso de sus propias contradicciones, el terreno que dejaron libre permanece vacante. Surgieron, sí, movimientos como Occupy que lamentablemente solo fueron capaces de ofrecer soluciones terriblemente inadecuadas, de carácter horizontalista y localista, para problemas de naturaleza global. Como afirmó Jodi Dean con sarcasmo y agudeza, “a Goldman Sachs no le importa si te decidís a criar gallinas en tu patio”. Por su lado, el progresismo mainstream no logró divorciarse todavía del espejismo obsoleto de una supuesta edad de oro del capitalismo y sigue abogando por un retorno al keynesianismo clásico de la década de 1960. Demás está decir que esta receta ignora los cambios que ocurrieron desde entonces en términos de composición social, infraestructura tecnológica y correlaciones de fuerza a nivel global.

Pero la idea que me propongo articular en este ensayo es que estas dos corrientes, el colapso del neoliberalismo y la ausencia de alternativas, pueden encontrar su solución en una tercera tendencia, encarnada en una perspectiva estética incipiente y particular. Lo que necesitamos hoy es una reconfiguración de los fundamentos de la estética política en los que abreva la izquierda. O para decirlo más claramente, lo que necesitamos es ampliar nuestras capacidades de imaginación sensible a través de la mediación de aumentos tecnológicos. Para poder desarrollar una alternativa adecuada a las complejas sociedades del presente, la izquierda debe invocar las capacidades latentes de la tecnología y la ciencia, de forma de poder imaginar un futuro mejor.

Esto es necesario, primero, para poder confrontar de manera adecuada con el no-objeto extraño que es el capitalismo contemporáneo. La economía no es un objeto susceptible de percepción directa, sino que se distribuye a lo largo del espacio y el tiempo, incorpora las leyes de propiedad, las necesidades biológicas, los recursos naturales, la infraestructura tecnológica y mucho más en su ecléctico ensamblaje. La economía involucra ciclos de retroalimentación, eventos multicausales, sensibilidad a las condiciones iniciales y otras características de los sistemas complejos y también, tal vez lo más importante, la economía es capaz de producir efectos emergentes que son irreductibles a sus componentes individuales. Es por eso que, a pesar de los ríos de tinta que se han escrito sobre el capitalismo, la izquierda todavía no lo entiende. La cuestión a la que debemos apuntar es esta: ¿cómo producir una representación estética de una entidad estructural compleja como el neoliberalismo? En la misma medida en que elude toda percepción directa, la economía solo nos resultará visible mediante el aumento del sistema cognitivo que puede producirse con ayuda de distintos aparatos sociotécnicos.

2 / El mapa cognitivo y la estética de lo sublime 

Esta cuestión nos lleva directamente a lo que Fredric Jameson ha llamado “mapa cognitivo”. De acuerdo con él, lo que la izquierda echa en falta es justamente el mapa cognitivo, entendido como la capacidad de hacer inteligible el mundo a través de una comprensión situacional de nuestra propia posición. En este punto Jameson se basa en las ideas del teórico del urbanismo Kevin Lynch, quien sostiene que al diseñar espacios urbanos debemos tomar en cuenta el modo particular en que las personas navegan en las ciudades. Al llegar a una nueva ciudad, el individuo se encuentra sin un mapa cognitivo del espacio y debe construir uno a través del hábito. Como dice Lynch, la tarea del diseñador urbano es contribuir con este proceso al colocar estratégicamente hitos visibles y otros símbolos fáciles de reconocer para proveer un sustrato sobre el que pueda desarrollarse el mapa cognitivo.

“Lo que necesitamos hoy es una reconfiguración de los fundamentos de la estética política en los que abreva la izquierda. O para decirlo más claramente, lo que necesitamos es ampliar nuestras capacidades de imaginación sensible a través de la mediación de aumentos tecnológicos. Para poder desarrollar una alternativa adecuada a las complejas sociedades del presente, la izquierda debe invocar las capacidades latentes de la tecnología y la ciencia, de forma de poder imaginar un futuro mejor.”

Pero Jameson extiende el alcance del mapa cognitivo, que originalmente refiere a la relación del individuo con la ciudad, hasta englobar su vinculación con todo el sistema social. Según dice, la función del mapa cognitivo es “permitir una representación situacional del rol del individuo dentro de la totalidad, más vasta y ciertamente irrepresentable, que forma el conjunto de las estructuras sociales”. A partir de un conjunto de contextos históricos entrecruzados, del capitalismo de base nacional hasta su forma actual globalizada, pasando por el imperialismo, Jameson argumenta que en determinado punto histórico la naturaleza del capitalismo era tal que el individuo podía todavía establecer una correspondencia entre sus propias experiencias fenomenológicas locales y la estructura económica que las determinaba. En otras palabras, en algún momento del pasado podíamos todavía establecer un mapa cognitivo de nuestro espacio económico, y así hacer inteligible el mundo a nuestro alrededor. Con el inicio de la globalización esto se ha vuelto imposible según Jameson. Ya no podemos extrapolar nuestra experiencia local al mapa del sistema económico global. Sufrimos una falta de mapas cognitivos, una grieta creciente entre nuestra fenomenología local y las condiciones estructurales que la determinan.

Esta separación entre la experiencia y el sistema dentro del cual operamos conduce a una alienación creciente: nos sentimos a la deriva en un mundo que no comprendemos. Jameson observa que la actual proliferación de teorías conspirativas bien puede ser una respuesta cultural a esta situación. Lo que logran las teorías conspirativas es reducir el abanico de posibles responsables del estado del mundo a una encarnación unitaria del poder global (sea el grupo Bilderberg, la Francmasonería o cualquier otro chivo expiatorio). A pesar de la complejidad a veces extraordinaria de algunas teorías conspirativas, todas ellas proveen una respuesta suscinta y reconfortante a la pregunta “¿quién está atrás de todo esto?” En esa medida, las teorías conspirativas actúan como un mapa cognitivo. La importancia del mapa cognitivo radica en que provee un instrumento para navegar en un sistema complejo. Jameson ha llegado a afirmar que “si no es posible entender la totalidad social (no hablemos ya de transformarla), no es posible tampoco pensar en una política auténticamente socialista”. Ya emancipado el capitalismo global de toda coordenada fenomenológica, esta posibilidad de una política socialista se ha vuelto mucho más difícil. El corazón del problema es que “la economía no nos es dada como un objeto empírico entre otras cosas mundanas”, dice Jameson. “Para que resulte posible ‘verla’ a través del aparato de la percepción humana, la economía debe someterse al proceso (crucial para la ciencia) del mapeo representacional”. Como muchos otros objetos de estudio científico, la economía evade la percepción directa. La salud de una economía no es una entidad física en el mundo. Se trata en cambio de un cúmulo de información, un constructo complejo que se nutre tanto de los procesos materiales en el mundo como de elecciones (política y socialmente orientadas) respecto de cómo evaluarla y calcularla. Para mapear cognitivamente la economía, es necesario entonces construir todo un sistema sociotécnico capaz de observarla, medirla, clasificarla y analizarla. En lugar de percibir a la economía directamente, percibirla como el sistema complejo que es da lugar a un proceso más parecido a la sintomatología. Existen varios indicadores económicos que se utilizan para tratar de discernir la salud de una economía de la misma manera que un doctor examina los síntomas de un paciente para determinar la naturaleza de la enfermedad subyacente. Existen los síntomas más populares, con los que en general estamos muy familiarizados, como el PBI, la tasa de desempleo, la tasa de interés interbancaria, etc. Y hay otros síntomas más secretos, en los que los médicos de la economía tienen enorme confianza sin embargo, como el uso de energía eléctrica, los costos de embarque, etc.

Es importante destacar lo diferente que es este enfoque del típico abordaje izquierdista en el estudio de la economía. En general, la tradición económica de izquierda tuvo dos grandes moldes. El primero toma una perspectiva parcial, que permite hacer intervenciones críticas en temas tales como desempleo, desigualdad, reformas al estado de bienestar, leyes de comercio, etc. El otro abordaje parte de un punto de vista auténticamente sistémico pero casi siempre negligente con respecto a las herramientas estadísticas y matemáticas. Este enfoque sistémico en la izquierda se fundamenta en general en la dialéctica: su epítome natural es Marx por supuesto pero también podría ser el trabajo de David Harvey en los tiempos más recientes. El problema es que la dialéctica no es ya (si es que alguna vez lo fue) una herramienta adecuada para entender la naturaleza sistémica del capitalismo. Evidentemente, después de Deleuze, es cada vez más difícil proponer la contradicción como la fuerza motora de la historia. En su lugar, para entender el mundo contemporáneo lo que necesitamos es una ontología de ciclos de retroalimentación, efectos emergentes y resultados contingentes. En esa medida la clave para entender la economía está en el empleo de herramientas técnicas como los algoritmos computacionales, los modelos de simulación, la econometría y otros instrumentos de análisis estadístico. Estas herramientas, como una especie de prótesis cognitivas, permiten la percepción de sistemas de otro modo invisibles como el capitalismo. Tenemos que tomar en serio la idea de Friedrich Kittler de que “las propiedades perceptibles y estéticas son siempre variables dependientes, de una mayor o menor factibilidad técnica”. La expansión continua de la tecnología nos pide a gritos que expandamos también nuestro mapa cognitivo de los sistemas económicos. En la sociedad contemporánea la infraestructura técnica para realizar este proyecto es cada vez más grande. Estamos cada vez más inmersos en una red inmensa de sensores y bases de datos que registran nuestra existencia. La localización de los teléfonos móviles queda grabada a través del GPS; el comportamiento online de un individuo se va archivando a cada paso que da en la web; las conversaciones en redes sociales son minadas para extraer su contenido semántico, y ya existen movimientos como la comunidad QS (quantified self) que promueven el empleo de aplicaciones que extraen datos del cuerpo humano. A la par de esta expansión de la información misma avanzan los medios intelectuales y tecnológicos para analizar el big data. El análisis de las redes sociales está echando una luz nueva sobre la forma en que los memes, las conductas, los deseos y los afectos se difunden a través de nuestras conexiones personales. La modelación computacional basada en agente (ABM, por agent-based model) está siendo muy útil para inferir cómo un patrón organizado de comportamiento puede surgir del caos de las acciones individuales.

Los algoritmos predictivos utilizan el registro de acciones pasadas para predecir la conducta futura, con precisión sorprendente. Todos estos ensamblajes sociotécnicos podrían movilizarse para generar nuevas perspectivas sobre el funcionamiento de las economías neoliberales. Pero lo que necesitamos no es solo una representación matemática de estos sistemas complejos. En una entrevista abierta después de presentar su teoría del mapa cognitivo, Jameson recibe una pregunta importante del público: si sería posible que la estética tuviera un rol en su concepción. Pido disculpas por incluir ahora una cita tan extensa, pero su respuesta es clave para que podamos comprender de qué modo el arte es capaz de intervenir en el espacio político: “El tema del rol de la estética como algo opuesto a las ciencias sociales a la hora de explorar la estructura o el sistema del mundo se corresponde a mí entender con la distinción ortodoxa entre ciencia e ideología (distinción que sin embargo, en otro orden de cosas, sigue pareciéndome válida). Lo que quiero decir es que cargamos con esta división entre la ideología en el sentido althusseriano, es decir el modo en el que cada uno mapea su propia relación, como sujeto individual, con la organización social y económica del capitalismo global, de un lado, y del otro el discurso de la ciencia, que entiendo que sería ese discurso (imposible, en definitiva) que no tiene sujeto. En este discurso ideal, como ocurre en una ecuación matemática, uno puede modelar lo real con independencia de toda relación con sujetos individuales, uno mismo incluido. Obviamente le podés enseñar a una persona qué diseño conceptual o intelectual tiene esta o aquella visión del mundo, pero el verdadero problema es que es cada vez más difícil que una persona logre articular esas ideas en su propia experiencia, con la vida cotidiana que sobrelleva en tanto sujeto psicológico individual. Las ciencias sociales difícilmente puedan lograr eso, y si lo intentan como es el caso con la etnometodología, solo lo hacen a través de una mutación en el discurso de la ciencia social, o lo logran hacer en la medida en que la ciencia social misma se vuelve ideología, pero entonces estamos de vuelta en el terreno de la estética. La estética se enfoca en la experiencia individual y no tanto en la conceptualización de lo real en un sentido más abstracto.”

La estética es entonces la mediación sensible entre la fenomenología individual y nuestros mapas cognitivos de las estructuras globales. Pero creo que en este punto deberíamos secuenciar la concepción de la estética de Jameson en dos partes, a través de una distinción entre la estética de la sublimidad técnica y la estética de las interfaces. Es decir entre el big data como ruido impenetrable y el big data como información cognitivamente tratable. El acto de construir mediadores entre ambos dominios es precisamente una de las áreas cruciales en las que el arte político podría situarse hoy en día. La estética de la sublimidad técnica presenta los sistemas complejos de una forma abarcativa, con una reducción insignificante de información.

Al respecto, el trabajo de Ryoji Ikeda en el terreno de la datafonía es ejemplar de este enfoque. Al acumular conjuntos de datos en números enormes, que desafían la comprensión humana, Ikeda construye instalaciones y paisajes sonoros que operan realmente en los límites de la sensibilidad humana. Las frecuencias sónicas de su música apenas si entran en el rango de las capacidades auditivas humanas; sus instalaciones visuales están diseñadas para sobrecoger, para incapacitar inclusive. La sublimidad técnica emerge allí donde la percepción recula frente a una vastedad incomprensible mientras la cognición y la razón se ponen a cubierto en segundo plano, metiendo todo en una caja negra. Lo sublime es el punto de fuga entre el horror en el nivel de la sensibilidad y la comprensión conceptual en el nivel de la cognición. Pero ese es precisamente el problema si lo que hacemos es privilegiar los medios técnicos a la hora de comprender sistemas como el neoliberalismo. Existe el riesgo de que sigamos en el mismo nivel de aceleración informacional, que vuelve al mundo tan incomprensible como ya lo era sin la mediación digital.

3 / El problema del futuro 

Por las razones ya expuestas, el mapa cognitivo en sí mismo solo provee una estética de la sublimidad técnica, que nos sobrecoge con una inconmensurable carga de datos, pero habilitándonos a la vez una pobre posición desde la que abordar sus fundamentos técnicos. Lo único que nos queda por delante en el mejor de los casos es entregarnos a la manipulación fisiológica del “síndrome de Stendhal”, el desarreglo orgánico que provoca la exposición inmersiva a la belleza artística. El mapa cognitivo no nos ofrece ninguna ventaja cognitiva o sensible de cara al futuro. En particular, el mapa cognitivo es incapaz de superar la visión distópica del futuro típica del mundo contemporáneo. “El futuro se convierte en una amenaza en la medida en que la imaginación colectiva resulta incapaz de concebir un alternativa a las corrientes que llevan a la devastación y al aumento de la pobreza y la violencia.” (Jameson) La terquedad inexpugnable del capitalismo global para seguir adelante, el neoliberalismo zombie que sigue avanzando torpemente incluso cuando ya le han propinado un golpe mortal, hace del futuro un tiempo implacablemente distópico. El cambio climático, las guerras por los recursos naturales, el conflicto social, el aumento de la desigualdad y una militarización creciente son todos datos fenomenológicos del futuro.

“La estética es entonces la mediación sensible entre la fenomenología individual y nuestros mapas cognitivos de las estructuras globales. Pero creo que en este punto deberíamos secuenciar la concepción de la estética de Jameson en dos partes, a través de una distinción entre la estética de la sublimidad técnica y la estética de las interfaces. Es decir entre el big data como ruido impenetrable y el big data como información cognitivamente tratable. El acto de construir mediadores entre ambos dominios es precisamente una de las áreas cruciales en las que el arte político podría situarse hoy en día.”

Sin embargo, como observa Franco Berardi, el futuro es en sí mismo una construcción cultural. Antes de la modernidad el tiempo entero era considerado la caída que siguió a una utopía situada en el pasado. Con la modernidad esta relación se invirtió, y desde entonces el futuro fue el locus del progreso y los sueños utópicos. “El futuro”, escribe Berardi, “no es una dimensión natural de la mente. Es una modalidad de proyección e imaginación, un rasgo de expectativa y atención, y sus modalidades cambian con los cambios culturales”. Nuestra época convirtió la idea del progreso en algo ingenuo hasta el idealismo. El posmodernismo, se lo reconozca explícitamente o no, se convirtió en el sentido común de la persona corriente. Vivimos en una época en la que el futuro transicionó de utópico a distópico, en el que el grito soviético del “asalto al cielo” ha quedado arrumbado a un costado del camino y en su lugar lo que tenemos es un futuro de agotamiento. Agotamiento de los recursos naturales, agotamiento de las fuerzas productivas, agotamiento de nuestra salud mental. Sorprende un poco ver que la noción de un futuro de progreso ha disminuido incluso en el marco de los parámetros del realismo capitalista. La deuda en este punto sirve como el indicador principal de la creencia capitalista en un futuro mejor: la deuda solo es pagable si uno cree que el futuro será mejor. El colapso global del mercado de préstamos, con las corporaciones y los bancos que acumulan cantidades récord de dinero, indica que incluso el realismo capitalista perdió su sentido del futuro.

Esta implosión del futuro se hace sentir afectivamente como impotencia política. Al no poder establecer patrones en la realidad, superada por el big data y los sistemas complejos, nuestra capacidad de acción se reduce a un mero rechazo, en el mejor caso. El intento de negar el orden existente, cuyo mejor ejemplo físico fueron los acampes de Occupy, trata de pararse de manos frente a toda la fuerza del sistema, que inevitablemente prevalece con facilidad sobre estos dóciles actos de insubordinación y luego sigue girando intacto sobre su eje. Exactamente en este punto, es crucial contar con una estética de la interface. La imagen modernista del futuro de progreso tenía como premisa la capacidad de extrapolación y pronóstico con vistas al futuro tanto como la creencia en la capacidad humana de manejar la dirección de la historia. Hoy en día en cambio nos hemos resignado a la premisa neoliberal de que el mundo es demasiado complejo como paras pensar en planificarlo, manipularlo, acelerarlo, modificarlo o intervenir en él de algún otro modo. El sentido común nos dice que el mercado es realmente lo mejor que podemos esperar. No hay forma de manejar un sistema complejo, ¿para qué molestarnos intentándolo, entonces? Así el sentido común se pierde en la complejidad del mundo sin un mapa cognitivo con el que navegar en él. Pero si la estética del big data es incapaz de volver tratable toda esta complejidad, entonces lo que necesitamos es una transición de la estética de lo sublime a la estética de la interface. Esta última indexará la mediación entre la complejidad del big data de un lado, y nuestras capacidades cognitivas finitas del otro. En este espacio el arte se vuelve un arma política.

Nick Srnicek (Canadá, 1982) Es profesor de Economía Digital del Departamento de Humanidades Digitales de King’s College en Londres. Doctorado en Relaciones Internacionales, fue editor de Millennium: Journal of International Studies. Sus investigaciones están basadas en la interacción de la economía política y la tecnología, y se encargan de analizar tanto las amenazas como las oportunidades que surgen de esa relación. Es coautor del Manifiesto Aceleracionista junto con Alex Williams, que tuvo una gran repercusión mundial y fue traducido a varias lenguas, con quien también publicó Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo.

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FRACASAR MEJOR.

 NOTAS PARA UN MUSEO POR VENIR

FRACASAR MEJOR. NOTAS PARA UN MUSEO POR VENIR

Por Pablo Martínez

En las últimas semanas hemos visto cómo desde los medios de comunicación generalistas españoles se prestaba una atención extraordinaria a la reapertura de los museos tras el confinamiento. La mayoría de los reportajes televisivos y entrevistas a distintos responsables de instituciones se centraba en los efectos de la pandemia en las programaciones, así como en las nuevas condiciones de la visita. Sin embargo, poco se ha debatido acerca de cómo los museos deberían aprovechar la coyuntura para replantear sus fundamentos éticos y políticos y con ellos sus estructuras y economías. Porque a pesar de su excepcionalidad, la pandemia no ha hecho otra cosa que confirmar aquello que desde hace años veníamos debatiendo en seminarios y encuentros en algunos museos y centros de arte: que el sistema está colapsando y que hay que actuar con determinación en todas las esferas de la vida. En el caso del museo el problema es complejo ya que en las últimas décadas ha sido uno de los principales promotores de una dinámica sustentada en la movilidad permanente, la economía de la visibilidad y la lógica de crecimiento continuo. Por eso, quizás, además de debatir acerca de cómo será la visita a un museo en condiciones de distanciamiento social, habría que reflexionar colectivamente sobre la necesaria refundación del museo bajo unos nuevos parámetros materiales y estéticos. El mundo entero tal y como lo conocemos está en un proceso de reestructuración a consecuencia del colapso ecológico y su consecuente crisis civilizatoria. Si los museos quieren desempeñar un papel relevante en esa reestructuración y apostar por la justicia climática no les queda más remedio que traicionar su cometido y aprender a fracasar mejor.

En El arte queer del fracaso Jack Halberstam analiza el modo en que el capitalismo y el heteropatriarcado han producido unas formas de felicidad y éxito normativas que merecen ser desmontadas. Lo que comúnmente denominaríamos fracaso, desde la perspectiva que propone Halberstam no es otra cosa que la apuesta por una existencia genuina al margen de las lógicas imperantes. Una disidencia de la norma impuesta. Si abordamos su propuesta desde perspectivas ecofeministas, esa disidencia se concretaría en una oposición a una idea de bienestar basada en la acumulación de bienes y la capacidad de consumo y en la proposición de formas de vida buena más austeras, pero también menos dañinas con el contexto. Estaríamos hablando de un modelo de museo que se resistiría a ser gobernado bajo las lógicas de la acumulación, la productividad, el valor, la propiedad, la novedad y la tiranía de los ingresos propios generados por entradas, alquiler de espacios o patrocinios. Un museo que sea antes internacionalista que internacional, que apueste por lo local sin ser provinciano y que se resista a incrementar la lista de sus artistas internacionales, de sus ponentes estrella, de sus trabajadoras a bajo coste. Que apueste por lo sencillo y que renuncie, en definitiva, a todos los indicadores que hasta ahora medían su éxito. Porque todos esos indicadores son los que han llevado a configurar una cultura en abierta guerra con la vida, por usar palabras de Yayo Herrero. Un museo que trabaje por la re-materialización de la cultura (o más bien que tome conciencia de sus condiciones materiales, porque de inmaterial tiene poco) y que apueste decididamente por una descarbonización en todos sus sentidos. Esa descarbonización se concretaría en lo material en tomar en consideración la huella ecológica de sus programas y estructuras y actuar en consecuencia. En el plano abstracto se trataría de una operación no menos compleja y ambiciosa como es la de descarbonizar los imaginarios sobre los que se ha asentado la modernidad, aquello que de forma muy acertada Jaime Vindel ha denominado estética fósil. Y esta operación se abordaría en dos direcciones: por un lado, mediante la reescritura de las narrativas de la historia del arte desde una perspectiva fosilista que abordase no solo una crítica a la idea de progreso moderna, sino que cuestionase los imaginarios de crecimiento sin límites a los que ha contribuido el arte, la exaltación del deseo sin control o la aceleración futurista por poner solo algunos ejemplos. Por otra, debería contribuir a la creación de nuevos imaginarios de vida buena con una dependencia menor de la energía fósil, precisamente en la dirección opuesta a lo que ha conseguido mediante la bienalización del mundo. Si aquella operación que se inició en la década de los noventa sirvió para la producción de una imagen positiva de la globalización y una proyección de la movilidad como sinónimo de libertad creativa y dinamismo social con un altísimo coste ecológico, quizás ahora el mundo del arte debería contribuir a revertir ese proceso y apostar por un museo que participe y fomente una economía libidinal de bajo impacto ecológico. 

Desde hace tiempo he venido ensayando el concepto de “museo por venir”, como un ejercicio de imaginación institucional y producción conceptual. Como ya he expresado en otros lugares la noción de “por venir” tendría una doble vertiente: por un lado, dibuja una posible hoja de ruta hacia un museo que ajuste su función y actividad a las condiciones que los límites biofísicos del planeta determinan. Por otro, toma el concepto de “por venir” expresado por el teórico cubano José Esteban Muñoz en su libro Cruising Utopía, publicado en 2009 y recientemente traducido por Caja Negra bajo el título Utopía queer. El entonces y allí de la futuralidad antinormativa. Muñoz describe lo queer como algo que todavía no es posible, que no se alcanza, como una negación del aquí y el ahora y una instancia hacia la potencialidad concreta de un mundo distinto. Ofrece una sociabilidad queer o una futuridad queer que desafía el aquí y ahora heteropatriarcal y lo mueve hacia el ahí y entonces de las minorías a través de la activación de estrategias estéticas para sobrevivir e imaginar maneras de ser dentro de mundos utópicos. En este sentido, la operación de queerizar el museo no solo consistiría en la incorporación de todas las minorías que han quedado excluidas a lo largo de su historia como participantes de la creación de imaginarios y como narradoras de otras historias, sino que apostaría por la activación de imaginaciones que nos hagan escapar de la prisión del tiempo presente que mantiene nuestra imaginación capturada. Queerizar el museo consistiría en desordenar su función, traicionar su norma y contribuir a la concepción de nuevos mundos que por fuerza surgirán del caos. Desafiar así las lógicas de lo que “ha de ser mostrado” y el “cómo ha de mostrarse” y con ello contribuir a superar la noción burguesa de orden público, de ordenación de los públicos, que, en realidad solo implica control, ya que los museos de arte responden, en buena medida, a una función normalizadora: no solo mediante la regulación del trabajo artístico, sino a través de la ordenación de cuerpos, relaciones y tiempos. El desafío consistiría en empezar a imaginar el futuro desde estas instituciones del pasado en un proceso que parta de la solidaridad con las otras especies y que desmonte imaginarios consumistas, reconstruya comunidades cooperativas y reconozca el carácter individualista y extremadamente fosilista de nuestros imaginarios de emancipación. Un museo que no solamente merezca ser visitado, sino que merezca la pena ser vivido.

Hace unos días, en una inspiradora entrevista de Marcelo Expósito, Manuel Borja-Villel decía: “El museo tendrá que cuidar como un hospital sin dejar de ser crítico”. La idea a la que refiere el título es sumamente productiva al tiempo que provocadora, ya que la invitación a privilegiar los cuidados implica que, por fuerza, se fracase en alguna de las otras funciones del museo. Imagino que cuando el director del museo nacional hacía esta afirmación no solo proponía ampliar, sino que también quería reconocer el trabajo de cuidados que los museos llevan haciendo desde hace décadas fundamentalmente a través de sus departamentos de educación y programas públicos. En este sentido quizás sería más ajustado decir que el museo “tendrá que seguir cuidando” o quizás mejor “aprender a cuidar a quienes cuidan y mejorar las condiciones laborales y el estatus de educadoras, mediadoras y todo el personal que desempeña un trabajo de proximidad”. Esta tarea del cuidado resulta urgente en estos tiempos de “realismo capitalista”, por decirlo con Mark Fisher, dado que el sufrimiento no es solo de las visitantes al museo sino también de sus trabajadoras. Por eso es necesario revisar en qué medida el museo es también causa de ese malestar por las formas de producción que promueve y que permiten a la vez que obligan tener varias actividades a la vez, todas ellas precariamente remuneradas, extremadamente vulnerables, dependientes de una interconectividad muy ágil y en permanente movilización. A esto hay que sumar que, en el caso de las instituciones públicas, la rigidez del marco normativo y la estrechez de la legislación laboral que nunca ha tenido en consideración la naturaleza propia del trabajo artístico ni las nuevas formas de producción cultural contribuyen a generar situaciones en las que solo se suma violencia a la situación ya de por sí precaria de las artistas. La idea de movilización total queda encarnada en las trabajadoras culturales, siempre dispuestas, siempre en movimiento. La pandemia nos permite ver aún con más nitidez cómo de frágil es este modelo en el que la artista, como una malabarista, no puede parar de moverse si no quiere quedarse con las manos vacías. Sin una renta básica universal el sistema tal y como está planteado en la actualidad es insostenible.

Queerizar el museo no solo consistiría en incorporar a todas las minorías que han quedado excluidas, sino que apostaría por la activación de imaginaciones que nos hagan escapar del presente.”

Me gustaría además detenerme un poco más en la frase “El museo tendrá que cuidar como un hospital sin dejar de ser crítico”, para invertir su sentido, ya que los cuidados son, precisamente, una condición para que el museo pueda convertirse, para más personas, en un espacio crítico. Porque, a diferencia de lo que nos enseñó la estructuración del saber patriarcal, el conocimiento no se da exclusivamente desde la distancia crítica, sino que es el afecto el que desencadena el pensamiento en la mayoría de las ocasiones. Especialmente si participamos de unos cuidados que parten del apoyo mutuo y la igualdad de las inteligencias y no desde una concepción paternalista de los cuidados. La propuesta del hospital es sumamente acertada en la medida en que huya del modelo de hospital público de gestión privada implantado en la Comunidad de Madrid durante la última década y se aproxime al templo-hospital medieval que acogía a los peregrinos para su alimento, descanso y goce extasiado. Un museo que de cobijo y que favorezca que peregrinas, vecinas y conciudadanas encuentren entre sus paredes un lugar en el que poder “pasar el tiempo”, un tiempo distinto al de la productividad y el consumo. Sin embargo, no puedo terminar este texto sin compartir mi temor a que la idea de que los museos se conviertan en hospitales active una nueva ola curatorial y que, tras los giros “social”, “educativo”, “afectivo” o “performativo” de las pasadas décadas, desencadene una especie de “giro hospitalario”. Esa concatenación de giros arroja la imagen de un sistema del arte que como un torbellino gira sobre su propio eje. Un alarde de dinamismo permanente que, en la práctica, solo se mueve en lo conceptual pero poco hace por transformar radicalmente los fundamentos materiales de la institución. Si el museo no quiere acabar hundido, más que seguir girando en este mar revuelto, habría de virar su rumbo hacia aguas ecosocialistas.

PABLO MARTÍNEZ trabaja como Jefe de Programas en el MACBA desde 2016. Ha sido Responsable de Educación y Actividades Públicas del CA2M (2009-2016) y profesor asociado de Historia del Arte Contemporáneo en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid (2011-2015). Dirige la colección de ensayo et al. (Arcàdia- Macba), forma parte del equipo editorial de L’Internationale Online desde 2016 y es secretario de redacción de la revista de investigación Re-visiones desde 2014. Entre sus líneas de investigación se encuentran el trabajo educativo con el cuerpo, así como la investigación acerca de la capacidad de las imágenes en la producción de subjetividad política.  Es miembro impulsor de grupo de investigación y acción sobre educación, arte y prácticas culturales Las Lindes.  

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EL ALGORITMO DE LA RAZA. NOTAS SOBRE ANTIRRACISMO Y BIG DATA

EL ALGORITMO DE LA RAZA. NOTAS SOBRE ANTIRRACISMO Y BIG DATA

Por Anyeli Marin Cisneros

La dictadura de las imágenes está ligada a la ficción de la raza. Aquí nace el principio de la dominación del ojo. Este texto propone una serie de comentarios acerca del racismo en el neoliberalismo y la era del big data. Formula algunas preguntas acerca del estatuto del cuerpo en relación con la biometría y la vigilancia digital. Se pregunta por un posible antirracismo tecnocientífico, como una tentativa ante la cuestión por el futuro de la raza.

Todo relato sobre la tecnología digital ha sido incesantemente planteado como una promesa del futuro. Por oposición, toda referencia a la colonialidad y al racismo, la esclavitud y la acumulación originaria, es imaginada en un tiempo pasado y se le atribuye a un ciclo cerrado y acabado. El espeso velo del tiempo lineal nos somete a la imposibilidad de comprender la hibridez de los ciclos y de las formas de poder superpuestas. ¿Cómo escribir sobre tecnología sin evocar sus promesas? ¿Qué relación hay entre racismo y digitalización? ¿Cuál es el tiempo de la raza?

EL TIEMPO DE LA RAZA

El gobierno chino acaba de incorporar gafas de reconocimiento facial al equipamiento básico del cuerpo policial de esa nación. Así, en 2018, Asia se pone a la vanguardia de la frenología tecnotrónica bajo nombres como “inferencia automatizada de la criminalidad con imágenes faciales”. La detección facial supone que además de determinar plenamente la identidad de las personas, también se puede tener información sobre la predisposición moral. Activistas de diversas partes del mundo comparten estrategias para burlar esta nueva avanzada de la hipervigilancia. Se proponen diseños analógicos y digitales para hackear y confundir el implacable panóptico. A su vez, grupos de activistas negrxs de los EEUU, denuncian la emergencia del racismo digital palpable en la programación de softwares para el reconocimiento de personas. Reclaman por tanto “justicia algorítmica” en el diseño de programas fiables en la lectura de la tez y los rasgos afros. Exigen ser ampliamente reconocibles por la visión artificial. Prevén que la inminente aplicación de estos softwares imperfectos en el sistema judicial perpetúe las injusticias raciales del sistema.

Contravigilancia o inclusión; anonimato o fiebre de archivo identitario; deserción de las categorías de raza o sobreidentificación minoritaria. La ambivalencia del racismo en la tecnología nos abre a un campo de problemas que comienzan por comprender las implicaciones del proceso actual de la digitalización del mundo.

Achille Mbembe plantea que la ficción de la raza y el racismo no solo comparten el pasado sino que proyectan un porvenir cifrado en la digitalización del presente. Por ello, queremos hablar de tecnología sin fijarla en el tiempo futuro. Hablar de exclusión, empobrecimiento, expoliación y tecnocolonialidad desmontando el aparataje que encubre este acelerado reordenamiento político y material, fundamentado en la fragilización de los cuerpos a través del orden digital. Es imprescindible entonces suspender momentáneamente la discusión en torno al “racismo” y poner en el centro del examen la noción de “raza”. Plegar el tiempo para interrogar las inscripciones de la supuesta diferencia abismal que fue tomando forma en los siglos coloniales y luego siguió codificando todos los aspectos de la realidad, desde el sexo hasta la macroeconomía. Es urgente interrogar la génesis de esa forma de poder y sus consecuencias en el presente, habitado por lógicas vertiginosas de segmentación étnica y fragmentaciones identitarias.

“Grupos de activistas negrxs de los EEUU, denuncian la emergencia del racismo digital palpable en la programación de softwares para el reconocimiento de personas. Reclaman por tanto “justicia algorítmica” en el diseño de programas fiables en la lectura de la tez y los rasgos afros. Exigen ser ampliamente reconocibles por la visión artificial. Prevén que la inminente aplicación de estos softwares imperfectos en el sistema judicial perpetúe las injusticias raciales del sistema.”

 

LA MIRADA CODIFICADA 

“Raza” es un invento moderno introducido como vector de división y estratificación de la fuerza de trabajo, tanto en la producción como en la reproducción sexual, en la Colonia. Tuvo un primer intento de legitimación en el siglo XVI, en un uso inédito hasta entonces de esa palabra, para referirse a los supuestos indios. Como se sabe, el delirio original es ibérico, un intento fallido, un primer atisbo, que aun así trajo gravísimas consecuencias. En ese entonces “raza” no estaba fijado al color de la piel ni a ninguna otra característica sensible (Quijano, 2017), pero sí a una duda sobre la existencia del alma. El alma era el índice de pertenencia a la raza humana. En el principio raza nos significaba a todos. Para que la noción de “raza” llegara a expresar lo que expresa hoy, debió ser cargada, modificada y transferida a una materialidad palpable.

En el siglo XVII “raza” se asienta con la fuerza de la legitimación que se otorga a sí mismo el sistema de creencias de la razón moderna. El significado de raza se transforma atravesando un vaivén sangriento, de dominación y resistencias, a lo largo del siglo. Las resonancias de la Arqueología del saber de Foucault son reveladoras. Efectivamente, la emergencia de la “raza” nos sitúa en un circuito de instituciones, vocabularios específicos y conceptos asociados al cuerpo humano subdividido en especies. Un proceso lento, en cámara de eco, entre la práctica colonial y la ciencia, entre las convenciones sociales y las leyes, que le van dando forma a la encarnación del delirio racial. Raza queda fijado al cuerpo negro como único “sujeto de raza” por mucho tiempo. He aquí el origen de una economía que se levantó a costa de subsidios raciales gracias a la transferencia de un vector de división a una corporalidad específica.

Desde entonces, la verificación de esa diferencia ha sido el motor del saber. Subdividiendo lo humano en partes, se ha buscado y rebuscado en la forma del cráneo o los rasgos de la cara, en la musculatura, en los dientes o en el tamaño de los genitales, en la psique o en la lubricidad del carácter. Hasta bien entrado los 2000 diversos laboratorios de punta concentraron tiempo y recursos a la caza de la diferencia racial en la secuencia genética. La gran noticia de la era del genoma es que no existen razas humanas. Pero acá está nuevo el eco del racismo, en la acusación o en la defensa, en el error o en la aclaratoria. Es el eco de la rabia y la vergüenza que supone para nosotros los “sujetos de raza” la obsesión blanca por la supuesta diferencia. La aplicación de leyes esclavistas marcó el paso de una economía de cultivo artesanal a una economía industrial de gran escala que desató una competencia feroz entre los imperios coloniales concentrando fuerzas en el Caribe, empujando desde allí la transformación de los modos de producción en el resto del continente hacia formatos de mayor y mejor extracción, perpetrando genocidios y secuestros masivos de personas para su explotación con un impacto incalculable.

Al ritmo de la intensificación industrial, “negro” va a pasar a significar “esclavo” y viceversa a partir de la rígida prohibición de emplear serviles blancos en el sistema de plantación, alrededor de 1660. Para no dejar lugar a dudas, las leyes para gestionar a la población esclavizada se denominaron Códigos negros. Estos atestiguan la imposición y documentan la puesta en práctica de una lógica de jerarquías y estratos humanos: la “raza”, esa obra fundamental de la racionalidad europea, que le dio forma a la economía libidinal, psíquica y estética que llamamos racismo.

Los Códigos negros o las leyes esclavistas fueron el conjunto de normas jurídicas coloniales, diseñadas en las metrópolis europeas, testadas en los laboratorios tropicales del sistema de plantación y corregidas violentamente en la marcha para administrar el tiempo de trabajo, la sexualidad, la reproducción, la penalidad y la movilidad de los esclavizados, naturalizando las jerarquías.

Los Códigos negros, también conocidos en el arcaico vocabulario del imperio español vigente hasta finales del siglo XIX como “reglamentos para la educación, trato y ocupación de los esclavos”, hoy pueden entenderse como el lenguaje originario del racismo contemporáneo. Estos códigos cumplieron la función de identificar, diferenciar y segregar ámbitos de la vida cotidiana, fijando determinados cuerpos a espacios y tiempos diferenciados. Para sustituir el hecho de que la población negra no tenía permitido recurrir a los tribunales, los códigos establecieron penas tarifadas, una determinada cantidad de latigazos según las faltas cometidas, de modo que el castigo no pasaba por la voluntad del amo, sino por la instrucción del sistema legal de las metrópolis. Las raciones de alimentos, la discreción por sexo y edad de los dormitorios, los horarios de trabajo y descanso, y en general el biorritmo calculado para someter, explotar y embrutecer el cuerpo sin destruirlo eran instruidos desde París o Madrid, como consta en los sellos y firmas de los legajos.

La sexualidad de los cuerpos esclavizados merecería una revisión aparte, centrada en la obsesiva instrucción sobre la gestión de la vida sexual, el maridaje y la reproducción, la lactancia y la menstruación. Desde 1660 el poder colonial vigiló con celo el estatuto de los nacimientos (se nacía libre o esclavo según el estatuto de la madre) como elemento importante de la nomenclatura del poder. Mientras “el amo entiende que el esclavo le pertenece hasta en la función de reproducción (…) Su margen de maniobra sexual estaba sujeto al margen de beneficio del amo. El goce no era una conquista, no era un proyecto, era un hurto. No era una prolongación en sí mismo, era lo que se deduce del Otro, el Otro siempre presente, mirón, invisible y represor” (Glissant, p. 281). Por un lado se estimulaba la reproducción de la clase esclava, pero por otro lado se temía a la resistencia desbordante, a través de lazos libidinales y sanguíneos que representaban una amenaza latente para el funcionamiento de los engranajes de la industria azucarera: las “herramientas vivas” deseantes y fértiles profundamente aliadas.

“Raza” en tanto escritura algorítmica, con su inherente función de manual de entrenamiento básico para el ojo racista, describió y estandarizó patrones para la dominación por efecto de la segregación. Lo primero fue romper alianzas entre grupos subalternos. Crear una división entre esclavos y serviles (1660-1663). Fijar la esclavitud al cuerpo negro y prohibir la esclavitud de los blancos (1670-1685). Impedir los matrimonios interraciales (1711-1724). Castigar con la servidumbre a las mujeres blancas que manifestaran su deseo por hombres negros (1691). Declarar la esclavitud desde el nacimiento para los hijos de las esclavas (1690-1700). Imputar duros códigos sociales de apartheid para debilitar a la comunidad negra libre (1730).

Los códigos franceses o los reglamentos españoles fueron modelos repetibles que consistían en anular el Común entre los subalternos, creando una enrevesada taxonomía de lo humano. Reescribieron normas para inventar diferencias en aspectos vitales y convertir ese índice diferenciador en una frontera constitutiva. Nos asomamos al vértigo del tiempo superpuesto de la raza: estos códigos legales y sociales del siglo XVII le dan forma a la gramática racista que seguimos discutiendo en el siglo XXI . Son la base del sistema de control migratorio contemporáneo y representan el punto de vista del que parte la vigilancia digital, la creación de algoritmos selectivos y las bases de datos biométricos en auge.

La identificación (del negro), la diferenciación (del negro como esclavo, del blanco como patrón), la segregación (de la vida civil) y la cualificación afectiva y sexual (del negro como peligro) dan cuenta de queel índice de “raza” funcionó como una partitura de la realidad. Como una coreografía para el afecto a partir del cercamiento y la exclusión para unos y el reparto de privilegios de nacimiento para otros. Desde mediados del siglo XVII, entre 1663 y 1680, las leyes de raza establecieron que “cualquier blanco” estaba autorizado —más tarde obligado— a matar a cualquier persona negra que hallase en su camino, fuera de la plantación. No se trataba solo de delatar, era su deber aniquilar a los fugitivos. Esta ley en particular da cuenta de la racialización del espacio público a partir del empoderamiento soberano de los blancos.

Se registra así el delineamiento progresivo de una subjetividad vigilante entrenada en ansiedades raciales: la población blanca se va convirtiendo en policía de la raza, una sensibilidad racista que es palpable hasta el día de hoy. Un sujeto vigilante que aún se siente autorizado a preguntar, consciente o inconscientemente, ¿qué hace este negro aquí?, ¿por qué se atreve a pensar?, ¿por qué estas personas están ocupando este lugar?

BIO- BIG DATA 

De modo que la emergencia de un racismo diagramático del orden social y estético no fue un accidente. Las definiciones de raza han sido inestables y cambiantes, transformándose al ritmo de las mutaciones de la biociencia a la genómica (Haraway, 266) y de todos modos, sus mutaciones han estado atravesadas insistentemente por la racialización del trabajo, la sexualidad, el espacio público y la relación jerarquizada con la técnica y la tecnología (sujetos de ciencia / objetos de estudio).

“Raza” y sus variaciones tecnodigitales son categorías que están en el centro de la industria de los sistemas sofisticados abocados a escrutar el cuerpo para extraer datos en sus mínimas divisiones genéticas y en sus máximas expresiones emotivas. Si la biotecnología está tamizada por lógicas de diferencia racial en lo pertinente a selección de embriones, de tejidos y de células y la gramática racial atraviesa el gran proyecto securitario y de vigilancia global, es porque “raza” fue y sigue siendo una tecnología de poder para extraer beneficios.

En adelante, estaremos inmersas en la fabricación de la memoria artificial a escala global, en el tiempo en que “la potenciación del Estado securitario trae aparejada una remodelación tecnológica del mundo y una exacerbación de los modos de asignación racial” (Mbembe, 2013, p. 59). En la obsesión de fronteras y vigilancia del capitalismo financiero, el cuerpo humano, sus rasgos y huellas, halos y temperaturas, rastros digitales y físicos están siendo tasados como datos biométricos que producen ganancias. Esta obsesión del capitalismo de datos enfatiza la falsa “necesidad de Estado” en el relevo de la información analógica a datos digitales. La digitalización de datos para la gestión del Estado, no es otra cosa que la exacerbación de los rasgos físicos y los orígenes de los ciudadanos, poniendo de relieve constantemente las procedencias étnicas y/o nacionales de los depositarios. A pesar de no interrogar directamente sobre “raza”, el escrutinio ronda permanentemente alrededor de esta noción, pasando y repasando por los múltiples sustitutos de la asignación racial.

Como puede suponerse a partir de las inversiones millonarias en tecnologías de reconocimiento facial, se pretende extraer una verdad interior, predictiva y calculable a partir de rasgos, desde la gestualidad hasta el timbre de la voz. La digitalización supone que el entrenamiento analógico del ojo racista está siendo perfeccionado gracias a la obtención de información invisible e inaudible para la percepción humana. La digitalización releva entonces el lugar que había adquirido la raza como mito y como prejuicio y la reviste de una nueva legitimidad, como un concepto duro, veraz y verificable. ¿Es posible seguir hablando de prejuicios raciales en este escenario? ¿No es suficiente la promesa del futuro racializado en todos los ámbitos que la tecnología le está ofreciendo al cuerpo en la era del big data? ¿No es evidente que entre el resurgimiento de nuevas formas de esclavitud en el Sur global y las tecnologías mortíferas en las fronteras de Europa existe un campo de relaciones e interdependencias que atraviesan el cuerpo? ¿Cuáles son los nuevos sujetos de raza del big data?

Hasta ahora, al menos dos categorías de sujetos se han revelado en este escenario y entre ellos existe una frontera racial: “la humanidad superflua, totalmente prescindible para el funcionamiento del capital” (Mbembe, 2016, p. 29) y los “sujetos de deuda” (Lazzarato, 2013) o vidas atadas al vínculo como deudor.

Las redes de dominación de raza interceptan nudos de poder entre la alta tecnología de guerra, el ojo digital de las fronteras o el flujo de datos. Tejen puntos de subjetivación entre pequeñas máquinas culturales como los emojis de color para la confesión de raza en las redes, con el diagrama de múltiples racismos que van de la pobre tropicalización de los gustos musicales a escala global, al flujo de capital sin necesidad de trabajadores; del jugoso negocio de la migración prohibida a la proliferación de divas, marcas y productos de belleza bajo subsidios publicitarios raciales.

“Esta obsesión del capitalismo de datos enfatiza la falsa “necesidad de Estado” en el relevo de la información analógica a datos digitales. La digitalización de datos para la gestión del Estado, no es otra cosa que la exacerbación de los rasgos físicos y los orígenes de los ciudadanos, poniendo de relieve constantemente las procedencias étnicas y/o nacionales de los depositarios. A pesar
de no interrogar directamente sobre “raza”, el escrutinio ronda permanentemente alrededor de esta noción, pasando y repasando por los múltiples sustitutos de la asignación racial.”

El cuerpo es la palanca que mueve distintos niveles de la compleja cadena de estas redes de dominación. Por esta razón, el cuerpo es invitado a indicar detalladamente cada diferencia, sometido a un cuestionario digital en progreso. El cuerpo sexuado, afectado, frágil alimentando un archivo infinito, alejado de su “derecho de opacidad”, obligado a decirlo todo. El cuerpo hurgado en sus capas más profundas, exiliado de su intimidad, pasando el túnel del delirio de raza. El cuerpo en el tiempo sin refugio.

EL ALGORITMO DE LA RAZA 

Los tecnólogos críticos, preocupados por la multiplicación de injusticias y el reparto masivo de pobreza que se avizora como legado del gobierno big data, nos explican que los nuevos algoritmos son secuencias de códigos diseñados para leer, organizar, filtrar y analizar la gran cantidad de datos que fluyen entre descomunales archivos informáticos del mundo. Lo que diferencia a estos algoritmos de otro tipo de secuencias de bits, es que estos son perversos y polimorfos, tal como Freud describía a los niños, entes juguetones y al mismo tiempo monstruosos cuya naturaleza radica en desbordar rápidamente su escritura original. Tienen la capacidad de ‘aprender’ de los humanos porque en cada interacción (en el uso de apps, búsquedas, descargas de archivos, patrones de navegación y preferencias), nutrimos con datos y entrenamos unos modelos matemáticos que expanden y fortalecen sus habilidades incorporando el conocimiento que acabamos de compartirles.

La preocupación surgida alrededor de estos está relacionada con su condición de fantasmas autónomos, que toman decisiones más allá de la voluntad de los usuarios. Una de las voces más importantes de este debate, la matemática Cathy O’Neil (2018), explica que la legitimación de la gobernanza propia del big data, ejecutada por algoritmos aprendices, pone en peligro la democracia como un pacto entre personas y aumenta la exclusión social, en buena medida, debido a la acumulación de información, inabarcable a escala humana.

En la segunda parte del siglo, sin embargo, es el signo monetario el que reclama su autonomía, y desde la decisión de Nixon, tras un proceso de desregulación monetaria, quedó firmemente establecido que la dinámica monetaria se autodefine de manera arbitraria: el dinero pasó de tener una significación referencial a tener otra autorreferencial. Esto era necesario para la automatización de la esfera monetaria, y para la sumisión de la vida social a esta esfera de abstracción.

Ese es el paisaje tecnoafectivo en el que el dato “raza” se desliza de una manera ambigua y resbaladiza. La misma Cathy O’Neil, aun cuando el enfoque de su investigación es la vocación especulativa de los usos hegemónicos del big data, pone en el centro de su argumentación una metáfora racial para llevarnos a entender las lógicas algorítmicas a las que estamos expuestas. Ella compara el funcionamiento del racismo y el de las “armas de destrucción matemáticas” indicando que tanto el racismo cotidiano como los algoritmos son modelos predictivos que se nutren de datos recogidos al azar, no verificados y alimentados por otros datos imperfectos, cuya procedencia se desconoce. Ambos modelos operan como bucles que se retroalimentan a sí mismos (p. 33). Investigadoras como Timnit Gebru, directora del departamento de Ética de Microsoft, y organizadora de la conferencia Black in AI, llama la atención sobre lo que ella llama “crisis de diversidad en de visión artificial”, diversidad de datos y de cabezas pensantes. Cuando se hace referencia a los peligros algorítmicos, el racismo es el ejemplo por excelencia. Tomemos esta reiteración como punto de partida para revisar por qué y cómo “raza” aparece en el discurso actual de la tecnología.

Un lunes cualquiera de enero de 2018, como para agitar las redes aún dormidas al inicio del año, los portales de noticias más leídos en las principales ciudades —al menos de España y América Latina—, reprodujeron casi textualmente una “gran” noticia tecnológica de los Estados Unidos: “Google ha eliminado su algoritmo racista”. ¿Sabíamos que Google tenía un algoritmo de imágenes humillantes para personas negras? ¿Era importante que ese titular le diera la vuelta al mundo? ¿Contribuía a alguna causa o respondía a demandas de activistas antirracistas tecnofílicos? Habían transcurrido dos años desde que no se hablaba de ese algoritmo en particular y ya era un tema olvidado. El titular tuvo el único efecto que podía tener: el motor de búsqueda de nuestra preferencia se saturó ese día y toda la semana siguiente, llenando los depósitos algorítmicos con el favor de los usuarios, quienes enseguida quisieron confirmar la voluntad descolonizadora de Google. Las navegaciones y búsquedas “aleatorias” se combinaron con incursiones y comentarios en las redes, likes, RT, descargas, a la caza de la injusticia o la justicia del algoritmo en cuestión. Así se puso en marcha lo que Benjamin Cadon describe como el riesgo de un “bestiario algorítmico” que se multiplica y retroalimenta entre la inteligencia humana y la artificial, entre los datos estimulados y la mente. En este caso, entre las pesquisas inducidas y los hallazgos preestablecidos (2018, p. 35).

Todas las grandes firmas tecnológicas cuentan con un kit de algoritmos que dejan ver las “ansiedades raciales” (Haraway) que hoy corre por la tecnología de datos. Como era de esperarse, todas tienen una serie de bits que parecen escritos por el Ku Klux Klan, como pequeñas máquinas taxonómicas, listas para segregar. 

El debate alrededor del riesgo de los algoritmos es también flujo de “habladurías” por parte de los falsos amigos del antirracismo.

Esta habladuría de los “sesgos” racistas, apenas rasca la superficie del problema. La línea argumentativa dominante circunscribe el fenómeno de los algoritmos racistas a un deslizamiento involuntario de los prejuicios sociales hacia la esfera digital. La injusticia humana filtrada hacia el lenguaje neutral de las matemáticas por la acción de una hueste de programadores ciegos ante sus propias tendencias excluyentes. Esto, que de hecho es así, representa apenas un comentario más sobre la ya socavada objetividad de la ciencia, pero ni explica ni cuestiona la reiteración del racismo en el mundo digital, ni señala la masividad, la insistencia del mismo y mucho menos visibiliza la fuerza con las que las lógicas de “raza” y racismo han reaparecido en la escena del capitalismo de datos y en la biotecnología. La preocupación por las matemáticas contaminadas por los prejuicios del hombre blanco expande y ramifica la invención de “raza” en nuevos racismos. Esconde y relativiza la normalización racial debajo de un suerte de mirada oblicua contingente, porque al fin y al cabo, los sesgos son solo sesgos y siempre podrán ser corregidos. Obtura el hecho de que el retorno del racismo face to face y la segregación en el espacio público, está siendo derivado también hacia los algoritmos (des)obedientes que excluyen, invisibilizan o humillan en un proceso en el que la responsabilidad y la voluntad humanas quedan eximidas.

Una excusa apaciguadora para criaturas cortazareanas del tipo tecno-esperanzas: conectadas al anhelo de que la injusticia sea corregida por programadores políticamente correctos; y en el mejor de los casos, a la espera de la irrupción de activistas por la probidad del código. El discurso del sesgo algorítmico nos conduce mansamente a la aceptación de tales “prejuicios” como un estado de cosas insalvables y posterga un debate sobre el hecho de que aún estemos hablando de “raza”. Como si fuera posible una tecnología imparcial pese a la historia moderna.

“Todas las grandes firmas tecnológicas cuentan con un kit de algoritmos que dejan ver las “ansiedades raciales” (Haraway) que hoy corre por la tecnología de datos. Como era de esperarse, todas tienen una serie de bits que parecen escritos por el Ku Klux Klan, como pequeñas máquinas taxonómicas, listas para segregar.”

DESCODIFICACIÓN, DESCOLONIZACIÓN Y RUPTURAS DEL ORDEN DE RAZA 

Lejos de colaborar con el rumor sobre los sesgos, el resurgimiento de raza nos abre a un campo de lucha que requiere de nuestra parte un ejercicio de descolonización radical de la mirada codificada. El antirracismo de la era del big data debe desmontar la permanencia de “raza” codificando la tecnología, como ha codificado la realidad en la Modernidad.

El capitalismo de datos discrimina para optimizar sus ganancias y lo hace siguiendo patrones de segregación probados por los Códigos negros: racializa el espacio público, el trabajo, el ocio, la sexualidad y la reproducción. Mueve y promueve las afinidades raciales con ayuda de la socialización virtual y la consignación de geolocalizaciones. De modo que el racismo, la islamofobia, los nacionalismos, el sexismo o la xenofobia no son fenómenos aislados del nuevo comportamiento del capitalismo, por el contrario, son piedras angulares en la economía de especulación, que necesita imágenes, rostros, hábitos y distinciones más o menos fijas.

La emergencia de las segmentaciones raciales en el mundo virtual es notoria por su ambigüedad (son especialmente interesantes las opciones de avatares identitarios en los videojuegos y el menú étnico de los portales de pornografía). Incluso pretendiendo combatir el racismo, denunciar su funcionamiento, visibilizar sus sutilezas, nos vemos obligadas a transitar por la mirada codificada de las descripciones rutinarias del racismo. Nos vemos obligadas a escuchar salir de nuestras bocas el relato racista aún cuando intentamos denunciarlo. Nos escuchamos hablar en el lenguaje de la raza, aún cuando sabemos que es una detestable ficción inventada por otros.

Sin desmantelar la embestida de “raza” como una noción que reorganiza relaciones a escala global y en sus correlatos locales, donde se recrean y contrarrestan las xenofobias territoriales, (piénsese en cualquier barrio pobre de España, Italia o Francia) pierde sentido hablar de racismo o pretender combatir el prejuicio.

Algunos activismos antirracistas apelan a la sobre-identificación racial, como elemento común para crear comunidad y como una fórmula colectiva de restitución de la pérdida y cura de las heridas coloniales. Algunos refutan el racismo, pero se refugian en la idea reconfortante de la raza como una fórmula de contradelirio que roza el sueño de la pureza y el lugar original. Aquí también “raza” adquiere un carácter de verdad donde la cosificación y el estigma se tuercen momentáneamente y se convierten en un llamamiento alegre que evoca linajes rotos o tierras anheladas.

Pero el capitalismo líquido estimula los posicionamientos identitarios a conciencia. El antirracismo, por tanto, está obligado a jugar en el terreno ambiguo de la identidad, pero sin dejar de producir subjetividad fuera de las redes de dominación de raza. Frente al racismo tecnodigital, el antirracismo debe enfrentarse a las promesas monstruosas de la tecnología genómica (las predicciones basadas en evidencia genética o la “puntuación de riesgo poligénico”, por ejemplo) y de la inteligencia artificial empática. El antirracismo debe aprender también a ser ambivalente y desembarazarse de la gramática de raza para reescribir otras nomenclaturas. En el horizonte de las resistencias posibles está el derecho de opacidad, único refugio para el desmontaje de “raza”, gesto absoluto frente a una exigencia, cada vez más asfixiante, de identificarnos exhaustivamente.

En la opacidad es posible la recodificación de la mirada, el entrelazamiento de nuevas alianzas y el éxodo hacia categorías inéditas que nos permita cabalgar lejos de las dolorosas encarnaciones raciales del siglo xvii y lejos de las promesas del futuro.

** Este texto forma parte del catálogo de la exposición The futch, comisariada por Neme Arranz y Marta Echaves, en la Sala de ARte Joven de Madrid en 2018. Resume una investigación en curso junto con Rebecca Close, acerca de flujos de imágenes, contagio y excesos virales.

Anyeli Marin Cisneros forma parte de la plataforma de investigación y acción artística Diásporas Críticas, que desarrolla proyectos, acciones poéticas y talleres de lectura bajo metodologías decoloniales y pedagogías críticas. En sus últimos proyectos exploran y responden a la manera en la que los nacionalismos intervienen el cuerpo y los sentidos, siguiendo nociones como “contagio” y “transmisión” en relación a los medios de comunicación y a los discursos médicos. Han organizado intervenciones, lecturas y programas públicos con museos, centros de arte, universidades y espacios autónomos.

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LA ESFERIZACIÓN DE LA VIDA (ESAS VOCES Y SISTEMAS QUE BALIZAN NUESTRO CAMINO)

LA ESFERIZACIÓN DE LA VIDA (ESAS VOCES Y SISTEMAS QUE BALIZAN NUESTRO CAMINO)

Siri (Apple) versión 2020. 

 

Por Éric Sadin
Traducción: Margarita Martínez

Ella habla. Nos habla. Se dirige solo a nosotros. Su voz –que la mayor parte del tiempo tiene textura femenina– se pretende afable e inspira confianza. Solamente quiere nuestro bien, se preocupa por nuestros estados, nuestras necesidades, nuestros anhelos. Trabaja siempre para conocernos mejor, para capturar la naturaleza de nuestras inclinaciones, de nuestras angustias, de nuestras obsesiones. Como un ángel guardián, quiere orientarnos a la perfección, evitarnos esfuerzos y dificultades, traernos satisfacción y bienestar. Ella es un saber que se hace escuchar desde un objeto de metal: una palabra que se manifiesta vía un altavoz conectado. Pero a diferencia de nosotros, que muchas veces hablamos para no decir nada, se dedica únicamente a formularnos palabras adecuadas, dado que solo la movilizan intenciones precisas aunque tenga continuamente una o varias ideas en la cabeza, por decirlo de algún modo. Hoy la tecnología está en la medida de proferir el verbo, el logos, con la única finalidad de señalarnos la supuesta verdad de todo. Este milagro es resultado de los súbitos avances que beneficiaron al campo de la inteligencia artificial particularmente desde el inicio del nuevo milenio. Estos desarrollos fueron favorecidos por el mundo económico, que invirtió masivamente en ellos y supo regimentar contingentes enormes de investigadores con el objetivo de establecer una relación hiperindividualizada con cada uno de nosotros. Y por esa razón, entramos en una era que nos hará testigos de una cantidad enorme de instrumentos dotados de ahora en más del poder de elocución, y con los cuales dialogaremos dentro de relaciones que están llamadas a asumir un aspecto cada vez más natural.

Por otra parte, la desregulación económica no ha supuesto una mayor libertad para los ciudadanos, no al menos para los ciudadanos trabajadores. Poco a poco las restricciones se han desplazado del dominio legal al ámbito lingüístico, especialmente al tecnolenguaje de las finanzas y los criptocontratos. La ética financiera no es una cuestión de leyes, reglas morales o mandatos políticos; antes bien, es algo inscripto en un conjunto de reglas técnicas que es preciso seguir para poder acceder al sistema.

Esta voluntad de poner a nuestra disposición guías sumamente clarividentes y automatizadas de lo cotidiano tiene su origen en los albores de los años 2010 con los asistentes digitales personales, el primero de los cuales fue Siri, de Apple. Su función consistía en iluminarnos y ayudarnos en toda circunstancia, conforme a la fórmula “¿Qué puedo hacer por usted?”, que se enunciaba cada vez que se empezaba a usar el dispositivo. El sistema se valía de la escritura y también de la voz aunque de modo todavía embrionario, casi torpe, y necesitaba que uno buscara el smartphone y lo activara, lo cual implicaba una cierta pesadez logística que después se intentó paliar mediante un dispositivo consagrado a entronizar una presencia casi continua pero liviana, que no necesitara casi ninguna manipulación: los Google Glass. Estos lentes tenían que suministrar distintas informaciones que aparecían incrustadas sobre uno de los vidrios, que oficiaba también de pantalla. Eran informaciones de toda índole, aunque principalmente se referían a nuestro entorno inmediato, a tal monumento histórico, o a tal trayecto que habría que tomar y, como derivación, a tales o cuales cafés o tiendas que supuestamente respondían, por ejemplo, a nuestros antojos de ese momento. La singularidad extrema del aparato consistía en hacer que se superpusiera a nuestra percepción subjetiva y habitual de las cosas una realidad que se había vuelto personalizada. Y este postulado estaba recién en los inicios de una historia cuyos primeros episodios estamos viviendo todavía hoy. Pero el aspecto futurista de los Google Glass, así como su dimensión descaradamente intrusiva, generaron muy pronto una inquietud enorme. Apenas llegados al mercado, fueron retirados. La panacea llegaría más tarde bajo una configuración más sutil: un verbo atento y cálido que incluso podía instaurar vínculos confiables y duraderos.

Google Glass, gafas de realidad aumentada. 

Lo que se está implementando acá es una relación que se pretende desprovista de toda negatividad y que es diferente de aquella que establecemos con otro ser humano, la cual supone, con toda seguridad, malentendidos, posibles momentos de desacuerdo y también conflictos. La industria de los datos habrá logrado concebir sistemas altamente sofisticados con el único designio de garantizar la mejor administración de una amplia parte de nuestra existencia. Y en este punto, no estamos de ninguna manera ante un “capitalismo de la vigilancia”, como afirma equivocadamente Shoshana Zuboff en su libro The Age of Surveillance Capitalism: The Fight for the Future at the New Frontier of Power [La era del capitalismo de la vigilancia: La lucha por un futuro humano en la nueva frontera del poder], que movilizaría procedimientos de seguimiento con finalidades de control disciplinario, y que serían únicamente empleados por los Estados; estamos frente a un mundo económico al que le importa poco el hecho de espiarnos y que pretende penetrar en nuestros comportamientos –la mayor parte del tiempo con nuestro consentimiento– con el único objetivo reivindicado de balizar perfectamente el curso de nuestra vida cotidiana.

Se trata de la versión tecnoliberal y robotizada de la “ética del care [cuidado]”, la filosofía moral y política que insiste en el valor del cuidado que habría que brindar a las personas, prioritariamente a los más vulnerables, y que está llamada a instituir lazos más atentos y solidarios entre los seres. Después de haber sido objeto hacia fines de los años 2000 de múltiples publicaciones y artículos en todo el mundo, pero sin haberse impuesto nunca, más tarde, como una norma de conducta adoptada de modo general, fue asumida por la industria de lo digital, que se encargó muy rápidamente de darle a esa ética una carnadura. En realidad, el estadio de la “sociedad de consumo” –que operaba con la distancia impuesta con los objetos en vistas a estimular las ganas de tenerlos– se vio sustituido por el estadio de la revelación continua de aquello que se supone que nos conviene de manera ideal. La duda inherente a casi toda intención de compra se ve abolida en beneficio de señales supuestamente apropiadas, que nos son formuladas permanentemente y que, de algún modo, nos dejan sin voz. Por eso mismo vivimos la muerte del deseo, si lo entendemos como la expresión de una falta, que ahora deja lugar a la primacía de la perfecta conveniencia garantizada por sistemas encargados de presentir nuestras aspiraciones y organizar su correcta realización incluso antes de que hayamos podido sentir sus primeros signos.

Esta condición genera una representación de uno mismo como destinado de ahora en adelante a ser objeto de una solicitud permanente –y de tenor exclusivo– que amerita entonces que llevemos adelante una existencia bajo la garantía de que en ella se va a encontrar la menor dificultad posible y de que va a predominar la satisfacción. Más todavía: implica lo que deberíamos denominar una esferización de la vida, es decir, que cada uno de nosotros esté destinado a desarrollarse en el interior de una burbuja formada por un lazo privilegiado que se anuda con ciertos sistemas que solo se dirigen a nosotros. Ese estado engendra tres consecuencias nodales. En primer lugar, que nos encontremos todo el tiempo ocupados en los propios hábitos, y nos veamos invitados a adoptar conductas replegadas únicamente en nuestra supuesta identidad, según un fenómeno que va bastante más allá del “filtro burbuja” teorizado por Eli Pariser gracias al que vemos, en el transcurso de nuestra navegación por Internet y por las redes sociales, notificaciones respecto de informaciones que refuerzan de modo prioritario nuestras opiniones. Este principio nos lleva más abarcativamente a iniciar un abanico de acciones relativas a distintos segmentos de la existencia que se estiman como las acciones que nos corresponden con la máxima precisión posible; por ejemplo, practicar tal actividad deportiva, ir a tal restaurante, encontrarse con tal persona en tal lugar… En segundo lugar, dicho estado tiene como consecuencia también que todo aporte de otro esté destinado, en las más diversas circunstancias, a ser dejado en un lugar marginal por nuestras lagunas, nuestras dudas, nuestras imperfecciones fundamentales y en beneficio de una sola verdad considerada como irrecusable. Entonces lo que se desvanece es toda una dimensión de la sociabilidad, aquella urdida, hasta hoy, por los intercambios, los aportes mutuos, los descubrimientos inesperados, y que ahora se ve suplantada por una voz que se percibe como superior, supuestamente movilizada por intenciones benévolas. En tercer lugar, tiene como consecuencia que esta disposición esté inevitablemente condenada a privarnos de nuestro deseo de intervenir sobre el curso de las cosas, haciéndonos sentir en el marco de nuestra vida personal la sensación de que lo real se despliega mejor de lo que sería imaginable, con lo cual esto implica un retroceso tendencial de nuestra voluntad de actuar, ya que nos sentimos, entonces, encantados por el hecho de caminar de la mano de un compañero infalible y continuamente a nuestro servicio.

“Estamos frente a un mundo económico al que le importa poco el hecho de espiarnos y que pretende penetrar en nuestros comportamientos –la mayor parte del tiempo con nuestro consentimiento– con el único objetivo reivindicado de balizar perfectamente el curso de nuestra vida cotidiana.”

Vivimos el momento inaugural de la generalización de los modos de existencia secundados por sistemas. Y ahí se produce la distinción decisiva entre ciudadano e individuo, una distinción realizada inicialmente por Montesquieu y retomada por Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, y que debería ser revisitada desde sus mismas bases. El ciudadano se considera libre de actuar según su propia voluntad pero dentro de un “orden público dado”; el consumidor se ve remitido antes que nada a sí mismo –hasta el punto de vivir a veces dentro de la indiferencia respecto del otro–. Hoy estamos pasando de la era moderna –vimos cómo los ciudadanos buscaban afirmar su singularidad y defender sus intereses, aunque también los vimos obligados a tener como referencia, de un modo u otro, un registro de códigos compartidos–, al estadio de una proliferación de individuos no ya aislados sino autárquicos. Y dicho estado es resultado de un pacto implícito suscrito con el mundo económico que pretende ofrecer a cada cual formas de autosuficiencia relativas a segmentos cada vez más extendidos de la vida cotidiana. Y entonces el individualismo democrático –basado en la expresión de las subjetividades, en el imperativo de llevar adelante una vida social con diversas finalidades hecha de encuentros más o menos fortuitos, de descubrimientos bienvenidos, pero también de decepciones–, se deja a un lado para dejar aparecer un medio en el cual los seres humanos se despliegan como en paralelo unos de los otros –y donde se les promete que se van a rozar solamente si la eventualidad implica a priori alguna pertinencia–, un medio en el cual la acción de esos individuos adopta, en cada oportunidad, el mejor camino programado.

Cuadro de la serie Years & Years (2019).

 

La constatación que estableció a inicios de los años 2000 Peter Sloterdijk en su trilogía Esferas estaría ya superada, dado que Sloterdijk consideraba al hábitat como una suerte de “sistema inmunitario espacial”, “una medida de defensa que permite delimitar una zona de bienestar contra los invasores y otros portadores de malestar”. En los confines del año 2020, no se trata ya del cobijo doméstico que, antes que nada, preservaba de los riesgos exteriores, o traía consuelo y que representa, en términos de Gaston Bachelard, nuestra “gran cuna”, sino que se trata de un estadio de la técnica concebido para preservarnos, ahí donde nos encontremos, de las vicisitudes de la existencia. Y esto arrastra como efecto principal –que no dejará de intensificarse– el hecho de que la vida privada, que hasta ese momento se ejerció principalmente dentro del domicilio, comience a desbordar el marco de nuestras paredes para extenderse a los espacios (todavía) llamados “públicos”. Los individuos se encuentran como envueltos por un halo propio que los aísla de todo lo que se presume que les es ajeno o inapropiado y que se despliega no ya sobre un plano común sino según trayectorias continuamente ajustadas a su identidad o “perfil”. Probablemente el futuro ballet de los vehículos denominados “autónomos” será la constatación de dicha esferización de las conductas, ya que veremos cómo se transporta a los pasajeros dentro del plasma protector y devoto de un habitáculo que les suministrará todo tipo de atenciones personalizadas, guiándolos sin errores hacia su destino deseado, al mismo tiempo que les sugerirá paradas a lo largo de los trayectos en lugares que se presentarán como los mejores adaptados a la circunstancia del momento. Y entonces ya no se tratará de una sociedad inevitablemente constituida por una pluralidad de seres que tienen que lograr un acuerdo entre sí, que tienen que llevar adelante acciones concertadas, que tienen que negociar indefinidamente entre ellos, sino que se tratará de un entorno constituido por una profusión de mónadas satisfechas de gozar todo el tiempo de aquello que se supone que les conviene más en cada instante. Esta nueva condición está llamada a largo plazo a convertirse en natural, o bien a dar la medida de todas las cosas.

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