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Traducción de Claudio Iglesias
1 / Introducción
Me gustaría reflexionar sobre la conjunción inusual y contingente de algunas de las direcciones que ha tomado el mundo contemporáneo, y sobre el lugar que tiene el arte en esta situación. Primero, lo básico: estamos frente a un mundo que ha perdido el cable a tierra con su propia realidad, un mundo en el que ya han colapsado tanto la economía neoliberal como su hegemonía sobre la imaginación social. Incluso si las consecuencias de este proceso todavía no han salido a la luz, sería difícil decir algo exagerado sobre su importancia. Este punto nos lleva a otra de las tendencias con una influencia relevante en la contemporaneidad: el vacío abismal en el corazón de todo pensamiento político alternativo. Al tiempo que los fundamentos del neoliberalismo colapsaron bajo el peso de sus propias contradicciones, el terreno que dejaron libre permanece vacante. Surgieron, sí, movimientos como Occupy que lamentablemente solo fueron capaces de ofrecer soluciones terriblemente inadecuadas, de carácter horizontalista y localista, para problemas de naturaleza global. Como afirmó Jodi Dean con sarcasmo y agudeza, “a Goldman Sachs no le importa si te decidís a criar gallinas en tu patio”. Por su lado, el progresismo mainstream no logró divorciarse todavía del espejismo obsoleto de una supuesta edad de oro del capitalismo y sigue abogando por un retorno al keynesianismo clásico de la década de 1960. Demás está decir que esta receta ignora los cambios que ocurrieron desde entonces en términos de composición social, infraestructura tecnológica y correlaciones de fuerza a nivel global.
Pero la idea que me propongo articular en este ensayo es que estas dos corrientes, el colapso del neoliberalismo y la ausencia de alternativas, pueden encontrar su solución en una tercera tendencia, encarnada en una perspectiva estética incipiente y particular. Lo que necesitamos hoy es una reconfiguración de los fundamentos de la estética política en los que abreva la izquierda. O para decirlo más claramente, lo que necesitamos es ampliar nuestras capacidades de imaginación sensible a través de la mediación de aumentos tecnológicos. Para poder desarrollar una alternativa adecuada a las complejas sociedades del presente, la izquierda debe invocar las capacidades latentes de la tecnología y la ciencia, de forma de poder imaginar un futuro mejor.
Esto es necesario, primero, para poder confrontar de manera adecuada con el no-objeto extraño que es el capitalismo contemporáneo. La economía no es un objeto susceptible de percepción directa, sino que se distribuye a lo largo del espacio y el tiempo, incorpora las leyes de propiedad, las necesidades biológicas, los recursos naturales, la infraestructura tecnológica y mucho más en su ecléctico ensamblaje. La economía involucra ciclos de retroalimentación, eventos multicausales, sensibilidad a las condiciones iniciales y otras características de los sistemas complejos y también, tal vez lo más importante, la economía es capaz de producir efectos emergentes que son irreductibles a sus componentes individuales. Es por eso que, a pesar de los ríos de tinta que se han escrito sobre el capitalismo, la izquierda todavía no lo entiende. La cuestión a la que debemos apuntar es esta: ¿cómo producir una representación estética de una entidad estructural compleja como el neoliberalismo? En la misma medida en que elude toda percepción directa, la economía solo nos resultará visible mediante el aumento del sistema cognitivo que puede producirse con ayuda de distintos aparatos sociotécnicos.
2 / El mapa cognitivo y la estética de lo sublime
Esta cuestión nos lleva directamente a lo que Fredric Jameson ha llamado “mapa cognitivo”. De acuerdo con él, lo que la izquierda echa en falta es justamente el mapa cognitivo, entendido como la capacidad de hacer inteligible el mundo a través de una comprensión situacional de nuestra propia posición. En este punto Jameson se basa en las ideas del teórico del urbanismo Kevin Lynch, quien sostiene que al diseñar espacios urbanos debemos tomar en cuenta el modo particular en que las personas navegan en las ciudades. Al llegar a una nueva ciudad, el individuo se encuentra sin un mapa cognitivo del espacio y debe construir uno a través del hábito. Como dice Lynch, la tarea del diseñador urbano es contribuir con este proceso al colocar estratégicamente hitos visibles y otros símbolos fáciles de reconocer para proveer un sustrato sobre el que pueda desarrollarse el mapa cognitivo.
Lo que necesitamos hoy es una reconfiguración de los fundamentos de la estética política en los que abreva la izquierda. O para decirlo más claramente, lo que necesitamos es ampliar nuestras capacidades de imaginación sensible a través de la mediación de aumentos tecnológicos. Para poder desarrollar una alternativa adecuada a las complejas sociedades del presente, la izquierda debe invocar las capacidades latentes de la tecnología y la ciencia, de forma de poder imaginar un futuro mejor. La estética es entonces la mediación sensible entre la fenomenología individual y nuestros mapas cognitivos de las estructuras globales. Pero creo que en este punto deberíamos secuenciar la concepción de la estética de Jameson en dos partes, a través de una distinción entre la estética de la sublimidad técnica y la estética de las interfaces. Es decir entre el big data como ruido impenetrable y el big data como información cognitivamente tratable. El acto de construir mediadores entre ambos dominios es precisamente una de las áreas cruciales en las que el arte político podría situarse hoy en día.Sin embargo, como observa Franco Berardi, el futuro es en sí mismo una construcción cultural. Antes de la modernidad el tiempo entero era considerado la caída que siguió a una utopía situada en el pasado. Con la modernidad esta relación se invirtió, y desde entonces el futuro fue el locus del progreso y los sueños utópicos. “El futuro”, escribe Berardi, “no es una dimensión natural de la mente. Es una modalidad de proyección e imaginación, un rasgo de expectativa y atención, y sus modalidades cambian con los cambios culturales”. Nuestra época convirtió la idea del progreso en algo ingenuo hasta el idealismo. El posmodernismo, se lo reconozca explícitamente o no, se convirtió en el sentido común de la persona corriente. Vivimos en una época en la que el futuro transicionó de utópico a distópico, en el que el grito soviético del “asalto al cielo” ha quedado arrumbado a un costado del camino y en su lugar lo que tenemos es un futuro de agotamiento. Agotamiento de los recursos naturales, agotamiento de las fuerzas productivas, agotamiento de nuestra salud mental. Sorprende un poco ver que la noción de un futuro de progreso ha disminuido incluso en el marco de los parámetros del realismo capitalista. La deuda en este punto sirve como el indicador principal de la creencia capitalista en un futuro mejor: la deuda solo es pagable si uno cree que el futuro será mejor. El colapso global del mercado de préstamos, con las corporaciones y los bancos que acumulan cantidades récord de dinero, indica que incluso el realismo capitalista perdió su sentido del futuro.
Esta implosión del futuro se hace sentir afectivamente como impotencia política. Al no poder establecer patrones en la realidad, superada por el big data y los sistemas complejos, nuestra capacidad de acción se reduce a un mero rechazo, en el mejor caso. El intento de negar el orden existente, cuyo mejor ejemplo físico fueron los acampes de Occupy, trata de pararse de manos frente a toda la fuerza del sistema, que inevitablemente prevalece con facilidad sobre estos dóciles actos de insubordinación y luego sigue girando intacto sobre su eje. Exactamente en este punto, es crucial contar con una estética de la interface. La imagen modernista del futuro de progreso tenía como premisa la capacidad de extrapolación y pronóstico con vistas al futuro tanto como la creencia en la capacidad humana de manejar la dirección de la historia. Hoy en día en cambio nos hemos resignado a la premisa neoliberal de que el mundo es demasiado complejo como paras pensar en planificarlo, manipularlo, acelerarlo, modificarlo o intervenir en él de algún otro modo. El sentido común nos dice que el mercado es realmente lo mejor que podemos esperar. No hay forma de manejar un sistema complejo, ¿para qué molestarnos intentándolo, entonces? Así el sentido común se pierde en la complejidad del mundo sin un mapa cognitivo con el que navegar en él. Pero si la estética del big data es incapaz de volver tratable toda esta complejidad, entonces lo que necesitamos es una transición de la estética de lo sublime a la estética de la interface. Esta última indexará la mediación entre la complejidad del big data de un lado, y nuestras capacidades cognitivas finitas del otro. En este espacio el arte se vuelve un arma política.