REASSEMBLING HISTORIES BY PUTTING THEM INTO BODIES THAT DANCE

REASSEMBLING HISTORIES BY PUTTING THEM INTO BODIES THAT DANCE

Por Sonia Fernández Pan

PLAY — Nunca he entendido muy bien la gran repercusión de esa idea que dice que escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura. La comparación que busca es intencionalmente absurda, pero creo que lo absurdo en ella es la desvinculación implícita que propone entre el acto de bailar y la arquitectura desde su significado literal. Bailamos sobre un suelo, que es parte de una arquitectura.  Bailamos dentro de ella. Y, a veces, hasta encima. Es más, puede que incluso podamos llegar a hacer que la arquitectura baile, especialmente cuando lo hacemos multitudinariamente, dentro de un club. Que nuestros sentidos no sean capaces de percibir algo, no implica que esto no suceda o exista. La energía que generan y emiten nuestros cuerpos no tiene por qué desaparecer en ellos.

Quizás se puede escribir sobre música con el cuerpo y no con la palabra. De acuerdo que no es escritura en su sentido más literal, pero el postestructuralismo nos ha enseñado que todo puede ser un texto. Puede que hasta el exceso. Y si no, lo suficiente como para llegar a olvidarnos de la materialidad constituyente del cuerpo durante bastantes años. El baile como un tipo de escritura a través del cuerpo en el que este no solamente metaboliza música o sonido -una palabra con más distinción intelectual que la anterior-, sino que funciona por re-apropiación, asimilación y expulsión. La re-apropiación, uno de los gestos icónicos de la cultura dj, es algo que también sucede en la pista de baile. Cultura de baile es seguramente un término más generoso y equitativo que da a entender que no toda la acción pasa por el cuerpo de alguien que tiene un estatus diferente dentro de un sistema de relaciones con numerosos elementos, humanos y no humanos. Este término, además, elogia el baile -y, en consecuencia, el cuerpo- como el principal elemento de una cultura donde muchos preferimos permanecer en el anonimato. Porque su placer puede llegar a ser más grande que el de los nombres propios y los aplausos.

A pesar de su relación de dependencia, siempre he pensado en lo diametralmente opuesta que puede ser la cabina de dj a la pista de baile. Cabina es quizás un término obsoleto ahora que los dj’s se colocan frecuentemente sobre un escenario, un espacio heredado de otras formas culturales relacionadas con la representación y, en consecuencia, con la actuación. Y esta diferencia no se encuentra sólo en el hecho de que por un escenario pasen más hombres que mujeres -de hombres que ocupan más espacio del que les toca también está llena la pista de baile-, sino por su autocomplaciente machismo frente a la supuesta deconstrucción de género de la pista de baile. Una posibilidad que existe en potencia o en estado latente. No obstante, pocas cosas me fascinan tanto como el techno. Una categoría que tiende a englobar el total de la cultura de baile pero que, en un sentido mucho más preciso y acertado, se refiere a una parte muy concreta de ella. Si el techno me fascina más que otras músicas o culturas de baile es por su extraordinaria capacidad para convertir la extenuación en exuberancia. Pero con techno no me refiero solamente a un tipo de música, sino a un manera de entender nuestra relación con ella y entre nosotros.

Con respecto a la momentánea deconstrucción de género en la pista de baile los años han demostrado que el futuro no siempre es más subversivo que el pasado. Se me ocurre que hablar en masculino, de manera consciente, como un gesto de apropiación y no de sumisión, también puede ser una forma ligera de alteridad. Una estrategia lingüística para ser él y no ella. Una estrategia cobarde y propensa al equívoco. Seguramente hay mejores maneras para poner en práctica la alteridad. Aunque tampoco me interesa ser un otro cuyos privilegios me molestan y perjudican. Pero sería deshonesto negar que de niña quería ser niño. Como tantas otras mujeres, he practicado formas inconscientes de misoginia a través del deseo. Durante la infancia, pero también en etapa adulta.

Dice el diccionario que la alteridad es la capacidad de ser otro o ser distinto. El diccionario no es neutro en sus definiciones. Está impregnado de ideología. Mi procesador de texto también lo está. Por ejemplo, me señala que “alteridad” es una palabra incorrecta. De tan contradictorio llega a ser irónico e incluso gracioso. Una herramienta que me permite ser otra, ser otro, ser distinta, ser distinto, me indica que el término para esta posibilidad no existe dentro de su archivo limitado de palabras. Pero para ser distinta a algo, tendría que entender o fijar primero que es ese “algo” de lo que quiero distanciarme. El deseo de lo ajeno se construye desde cierta relación de proximidad. La sensación de que lo ajeno tiene algo de nosotros que queremos conocer, pero también que otros reconozcan.

Es posible que la alteridad exista sólo en relación con un otro, singular o múltiple. Como durante el sexo, donde uno siempre es distinta dependiendo del otro, de la otra, con la que nos acostemos. El sexo como una práctica de alteridad de baja intensidad. O como en una pista de baile, donde es posible ser otra, ser otro, a través del movimiento. Imitar otro cuerpo sin salirse del propio. Sin tener que tocarlo. O sin que esa otra persona sepa que la estás incorporando a tu cuerpo. La música como materia de contacto. Recoger el movimiento de alguien que está cerca. No importa su nombre. Tampoco quién es o qué hace. Importa que te gusta como baila. Tanto como para querer ser ella, ser él. Metabolizas ese movimiento y lo incluyes en tu cadena de pasos de baile. Comunicar con un lenguaje prestado. Comunicarse con el otro con el lenguaje del otro. Traspasar fronteras geopolíticas con la repetición de un gesto a través de diferentes cuerpos en diferentes lugares y tiempos. Un gesto que descansa pero que no se detiene. Un virus estimulante que se expande gracias a los diferentes cuerpos, lugares y territorios en los que se instala. La alteridad en plural. Ser muchos otros a la vez. Ser desde el contagio y no desde la esencia.

You belong to Berghain! Esta es una frase que nos dijeron a Ania y a mí bailando durante una sesión de techno en Barcelona. Provenía de dos chicos de Frankfurt con unos cuerpos tan ambiguos* de leer como los nuestros dentro aquel contexto. Pero con esta afirmación no manifestaban un lugar físico de pertenencia sino nuestra participación dentro de una comunidad más grande. Actitud y comportamiento como elementos vinculantes. Entre Ania y yo, entre nosotros, pero también con otros. Una manera concreta de bailar que nos relacionaba a los cuatro dentro de aquel club. Y no es tanto que bailásemos de la misma manera que ellos – ni siquiera bailamos la una como la otra-, sino que ellos se reconocían en nuestros gestos porque reconocían otros cuerpos en nosotras que forman parte de la misma comunidad. Una pista de baile concreta que funciona como una fábrica identitaria de gestos y movimientos que son altamente reconocibles entre sus miembros en otros clubes del mundo. Este reconocimiento se manifiesta también con el cuerpo, exagerando durante unos segundos alguno de esos gestos como forma de saludo. Bailar es una forma mucho más humilde y radical de esperanto. They also belonged to Berghain.

“En una pista de baile es posible ser otra, ser otro, a través del movimiento. Imitar otro cuerpo sin salirse del propio. Sin tener que tocarlo. O sin que esa otra persona sepa que la estás incorporando a tu cuerpo. La música como materia de contacto. Recoger el movimiento de alguien que está cerca. No importa su nombre. Tampoco quién es o qué hace. Importa que te gusta como baila. ”

Hace dos años estaba bailando en un club de Tokyo. En algún momento, empecé a copiar los movimientos de una persona que bailaba cerca de mí. Meses más tarde, bailando en un club de Berlín, me di cuenta de que alguien que bailaba a mi lado estaba copiando esos movimientos que yo, a su vez, había tomado prestados de aquella persona que, seguramente, estaba también reproduciendo los movimientos de un cuerpo anterior. Y así, sucesivamente. Por un momento, fantaseé con la idea de un gesto fundacional. Un primer momento que inaugurase la historia no escrita de un movimiento en constante cambio. Una historia inscrita en los cuerpos de aquellos que somos parte de la cultura de baile. Una memoria somática que aparece y desaparece en el cuerpo colectivo de la pista de baile. Una somateca que todavía no tiene archivo. Pero la historia se basa en un entendimiento lineal de los acontecimientos que aquí no funciona. La imagen del uróboros quizás se acerca un poco más. Y no porque esta historia no tenga un principio o sea circular, sino porque conecta con formas de representación de la antropofagia.  

La figura del uróboros está conectada a la vida de un ciclo que vuelve a comenzar a pesar de las acciones para impedirlo. El uróboros me devuelve a Tokyo. En la entrada de una de las habitaciones de aquel club había un cartel que indicaba la prohibición de acceder a ella con bebidas. Como me dijo un amigo entonces “only dancing here!”. La exclusión de un elemento tan habitual como el alcohol dentro de aquella zona me hizo pensar que aquel club entendía de manera inteligente y un tanto drástica la principal función de una pista de baile. Más tarde descubriría que sencillamente se trataba de una cuestión jurídica. Aquel club no tenía un permiso legal para permitir el consumo de alcohol dentro de su sala principal, quizás por estar ubicado a muchos metros por debajo del suelo. Aquel club demostraba que también era posible bailar debajo de una arquitectura. Gracias a Kentaro también descubriría que en Japón estuvo prohibido bailar dentro de los clubes durante un tiempo. Situación que daba lugar a contradicciones tan grandes como leer “no dancing” al entrar en alguno de ellos. Pero, como en el uróboros, el ciclo no se detiene a pesar de las acciones para impedirlo. Aquella prohibición dejó de existir. No pudo someter a una comunidad que también infringe otros marcos legales. Prohibir bailar es como vetar la respiración*.

Si pienso en mis estrategias de apropiación de otros cuerpos a través de sus gestos y movimientos en relación al género, tengo una tendencia muy clara. Prefiero imitar a mujeres que hombres. Tampoco es algo que elija de manera consciente. Me gusta mucho más su relación somática con el techno. Como en toda regla, hay excepciones que la confirman. Pero han sido muy pocas. Con los años me he dado cuenta que tiendo a imitar a hombres que no bailan bajo los efectos o la inhibición de la testosterona, algo que no es tan frecuente como podría serlo. Y creo que es aquí donde la presunta deconstrucción de género en la pista de baile se cae por mi propio peso. Contradicción que aumenta si pienso en cómo el techno es una vía de acceso para gestos de feminidad que no practico en otras situaciones. Supongo que uno de los efectos de los estados alterados de conciencia es aprender a llevarse bien con el cuerpo que tenemos. Disfrutar siendo cuerpo. Dentro y fuera de un club. Practicar una forma de comunicación en la que tanto emisión como recepción prescinden del discurso y de su capital simbólico y social. Creo que fue Simon Reynolds quien afirmó que ciertas drogas son tecnología avanzada de recepción musical. Alguien que también utilizó un término frecuentemente aplicado a la tecnología como es “wonky” para referirse a las sinergia entre drogas anestesiantes y ritmos “desencuerpados”. La pista de baile como la activación de una posible utopía cyborg. Un cuerpo multiconectado y vivo que incorpora tecnología. No obstante, la sustancia imprescindible en una pista de baile es la música. Y la mejor tecnología de recepción musical, el cuerpo. Porque no sólo recibe: procesa, transforma y expulsa. Imagina que al hablar fuese posible tomar la voz prestada de otra persona. No sólo sus palabras o ideas. Esto sucede continuamente. Imagina que fuese posible hablar con la voz de otra persona. Un préstamo que, sin embargo, no le impide al otro seguir manteniendo su voz. Que no le usurpa ni arrebata nada. Es más, esa voz, ni siquiera tiene propietaria. Ni es totalmente tuya ni de la persona a  la que se la tomas prestada. Está a tu disposición pero no te pertenece exclusivamente a tí. A falta de tecnologías que permitan un intercambio de la materialidad constituyente de nuestras voces, bailar podría parecerse a ocupar la voz de otro por un lapso indeterminado de tiempo. Los gestos, además, se resisten a la autoría. No pertenecen a nadie en concreto. Son marcas de identidad que no se prestan a una posesión excluyente. Se declinan en plural. Se expanden y evolucionan gracias a formas de consentimiento anónimo. La temporalidad del préstamo la decide tu cuerpo en relación a otros. Depende del siguiente deseo de apropiación que, a su vez, depende del próximo encuentro con otro cuerpo cuya gestualidad quieras tomar prestada. De la siguiente transferencia somática que se produce. Teniendo en cuenta que los cuerpos tienen memoria, pero también desmemoria, el único peligro es que, una vez incorporado un gesto anterior, no puedas volver a tu estado anterior. Que no puedas volver a ser “tú” aunque lo intentes. Bailar es una forma de renuncia involuntaria de la identidad a través del movimiento. El estilo aquí no existe: es un tránsito de memoria irreflexiva de unos cuerpos en otros.

Probablemente un club sea uno de los pocos espacios con vocación pública donde es posible comunicarse sin tener que usar la palabra o pasar forzosamente por ella. No es necesario hablar en el sentido más estricto del término para mantener una relación de horas con alguien. Una relación en la que también existe la posibilidad de contacto físico y un cambio de orientación sexual esporádico. Dentro de una pista de baile no importa tanto si somos inteligentes o no. Qué éramos antes de entrar en ese club o qué seremos o seguiremos siendo después de salir de él. Importa la habilidad de nuestros cuerpos en relación a la música. Lo importante es bailar o, en todo caso, cómo se baila. Aunque esto podría no llegar a importar mucho cuando se es una parte minúscula dentro de un organismo mucho más grande que sigue funcionando sin nuestra presencia. Somos piezas intercambiables. Necesita la totalidad de los cuerpos, no la especificidad de un cuerpo. Somos imprescindibles en relación a un tipo de actividad que, además, consigue formas de placer descentradas de nuestra individualidad. Los que sabemos esto, dejamos voluntariamente el ego en el guardarropa, con el resto de cosas que estorban cuando se baila. Una actividad que es capaz de producir formas de erotismo distanciadas del sexo. Al menos, el que practicamos entre humanos. La cultura techno pone de manifiesto formas de relación erótica con la música que quizás hasta permiten comprender mejor un paradigma sexual que cuestiona la penetración: la circlusión. La equivalente importancia de las partes del cuerpo que rodean y envuelven cuando se trata de recibir y dar placer sexual. El techno no penetra. El techno se introduce, invade y envuelve. Esta suficiencia erótica de nuestros cuerpos en relación a la música a través del baile consigue que algunas personas podamos llegar a colocar la posibilidad de un encuentro sexual como la última de nuestras prioridades en un entorno que ofrece mayores promesas y propuestas de sexo que otros. Tener sexo implica dejar de bailar. Y dejar de bailar es como dejar de respirar.

Pero sería una deshonesto o naïve afirmar que no hay diferencias dentro de una pista de baile o dentro de un club. En la primera los hay que bailan mejor y que bailan peor. Los hay que no bailan apenas, con un estatus mayor que el de aquellos que no bailan tan bien. El mayor prestigio social del estatismo con respecto al movimiento es capaz de  traspasar las puertas de un club. La cualidad estética del baile no deja de ser una construcción social, con todos sus privilegios y sus perjuicios.  Dentro de un club también están penalizadas de manera simbólica las gestualidades histriónicas. Y no tanto porque los cuerpos que las reproducen ocupen más espacio del que les toca, sino debido a la mayor valoración social de aquellos comportamientos basados en la sujeción y la contención. Este podría ser un posible motivo para que la mayor parte de dj’s -en masculino- apenas bailen cuando no están sobre un escenario. Incluso parece que, cuando se atreven a bajar a la pista de baile, frecuentemente no sepan qué hacer dentro de ella. La jerarquía entre la pista de baile y la cabina del dj es algo que esta actitud reproduce. A través de unos cuerpos que actúan por oposición a la razón de ser y la función principal de un club. Y, aunque es cierto que también se da otra oposición entre los cuerpos que ocupan un club -el tiempo de trabajo vs el tiempo de ocio*-, esta no tendría por qué ser un obstáculo a la hora de poder participar de dos situaciones complementarias en las que cierta alteridad es posible desde el intercambio de roles.

“El techno no penetra. El techno se introduce, invade y envuelve. Esta suficiencia erótica de nuestros cuerpos en relación a la música a través del baile consigue que algunas personas podamos llegar a colocar la posibilidad de un encuentro sexual como la última de nuestras prioridades en un entorno que ofrece mayores promesas y propuestas de sexo que otros. Tener sexo implica dejar de bailar. Y dejar de bailar es como dejar de respirar.”

Sin embargo, puede que la mayor oposición entre ambos espacios sea de nuevo una cuestión relacionada con el ego y el lugar de enunciación del yo.  La resistencia a su disolución contra la disolución de esa resistencia. Un yo que es altamente incompatible con un nosotros impreciso. Un yo que no puede o no quiere sentirse prescindible. Resulta hasta contradictorio que alguien que habla a través de otros mediante la música que elige y procesa, contribuya al yo unívoco dentro de un club. El dj, el músico, está sujeto a la (o)presión de la identidad. Su intención es generar y establecer una voz propia que destaque sobre el anonimato de los cuerpos que bailan y el de otros cuerpos igualmente identificados que producen música. Contribuye a una situación social que desea y lo reafirma pero de la que voluntariamente tiende a excluirse. Practica una identidad reconocible que es altamente dependiente del reconocimiento externo. Es un cuerpo en el que sus enunciados priorizan el contenido sobre la forma, si tal división sigue siendo operativa. Es un cuerpo que no quiere o no puede ser cuerpo de la misma manera que aquellos que bailan en el anonimato y que, debido a ello, no puede o no quiere ser otro. Y es esta imposibilidad o inapetencia en la que se basa su diferencia, su ser otro o distinto, pero sin que esta situación sea una práctica de alteridad.

La historia de la cultura de baile es una historia que, pese a la resistencia de muchos de sus elementos a ser fijados, tiene a reproducir el paradigma historiográfico. Se presenta frecuentemente como una sucesión lineal de datos, momentos, nombres, descubrimientos y avances tecnológicos que parecen funcionar y encajar de acuerdo a un fin. Subyace en ella una teleolología aunque esta finalidad no esté tan clara como en otras historias o admita y celebre momentos de serendipia en algunos de sus episodios fundamentales. Es una mitografía poco dada a la autocrítica por aquellos que participan de sus privilegios o los detentan. Es fuertemente masculina y se excusa, como tantas otras, en la menor participación de las mujeres. Como si esta fuese aleatoria o intencional. Es también la historia de formas de resistencia que acaban siendo absorbidas por el sistema al que parecían oponerse. Tiende a ser una historia que prescinde del baile cuando lo coloca en una posición casi anecdótica. Algo que pasa mientras suceden otras cosas más importantes. Es una historia que no se ha interesado por la aparición y el desarrollo de sus gestos o por la evolución de sus formas y movimientos. Como en muchas otras, podríamos localizar en ella ecos de subalternidad. La pista de baile como un espacio de enunciación en el que los cuerpos hablan pero no forman parte activa del discurso que los relata. Somos agentes pasivos. Receptores de información para contenidos que se producen en otros lugares de enunciación de la cultura de baile. Se añade, además, la problemática de unos cuerpos que prescinden voluntariamente del discurso. En que muchas no estamos interesadas en salir de la pista de baile. Seguir bailando como un acto de resistencia. Seguir reclamando este lugar como un espacio de alteridad, aunque esta sea potencial, efímera o eventual. Más blanda o menos radical que otras. Seguir reivindicando la presencia de un cuerpo que no sólo es fluido, sino que tiene fluidos.  Un cuerpo que desprende sudor y se ensucia. Un cuerpo exhausto pero exuberante. La pista de baile como compost*. Un cuerpo que se altera para volver a un estado original que ya no es igual que antes. Que se hace durante. Seguir exigiendo la importancia del baile, no como un medio para fines externos a él, sino como un fin en sí mismo que desencadena otras cualidades y posibilidades. I think of modes of feminism as dance; we hear histories in music; we reassemble histories by putting them into bodies that dance#.

 
* Estas son ideas que han sido aportadas por Ania Nowak, Carolina Jiménez y Kentaro Terajima durante nuestras intermitentes conversaciones en torno a la cultura de baile y nuestra experiencia en ella, entre muchas otras cosas. A Carolina Jiménez le agradezco además, el feedback continuo durante el proceso de escritura y sus inteligentes comentarios y críticas. A Ania le agradezco nuestros análisis in situ y sus masajes durante horas bailando sin descanso cerca y lejos de ella. A Kentaro le agradezco su gran contribución a mi obsesión con el techno y que sea uno de los pocos hombres que he querido imitar bailando, sin llegar nunca a conseguirlo satisfactoriamente.
# Esta frase deriva de una reapropiación de una cita de Sara Ahmed: “I think of feminism as poetry; we hear histories in words, we reassemble histories by putting them into words.”

Este texto surge de una reelaboración de un texto anterior que formaba parte del proyecto de Txe Roimeser “Tot just estic aprenent a parlar/ qué hacer con el coño cuando no se folla”.

Sonia Fernández Pan (España, 1981) es doctora en Historia del Arte por la Universidad de Barcelona. Ha realizado el programa de estudios independientes del MACBA. Es la creadora de esnorquel, proyecto web sobre crítica de arte emergente barcelonés y ha curado las exposiciones F de Ficción (Can Felipa), Fuga: variaciones sobre una exposición (Fundació Antoni Tàpies) y El futuro no espera (la Capella). Colabora en A*Desk.

TÍTULOS RELACIONADOS

  • SONIDOS DE MARTE

    SONIDOS DE MARTE

    $39,000
    COMPRAR (ARG)
  • LA PROMESA DE LA FELICIDAD

    LA PROMESA DE LA FELICIDAD

    $36,500
    COMPRAR (ARG)
  • RETROMANÍA

    RETROMANÍA

    $36,500
    COMPRAR (ARG)

LA PANACOTA ES EL MENSAJE. NOTAS SOBRE LA DISCURSIVIDAD NEOLIBERAL EN TIEMPOS DE CRISIS.

LA PANACOTA ES EL MENSAJE. NOTAS SOBRE LA DISCURSIVIDAD NEOLIBERAL EN TIEMPOS DE CRISIS.

Por Claudio Iglesias

Es difícil que el 20 de marzo de 2020 sea recordado por el estreno de una película de terror en Netflix. El primer fin de semana tras el cierre completo de las ciudades en gran parte del hemisferio occidental hizo que los medios de comunicación se empapelaran con dos motivos: la reaparición en pleno asfalto de una naturaleza hasta entonces amenazada por la actividad económica (“no debe tan difícil llegar a un capitalismo ecológicamente amigable”, confesó aliviado un columnista político de derecha, “si en tan poco tiempo de inactividad vemos que la naturaleza se recupera muy bien”) y la dificultad, igualmente ecológica, de las celebrities globales para comunicarse y llamar a la solidaridad a través de las redes sociales. Entre anuncios y sospechas de un nuevo orden (que no sería tan nuevo, y quizás ni siquiera tal orden), El hoyo (2019) de Galder Gaztelu-Urrutia, que se estrenó internacionalmente como The Platform, sin embargo, logró cruzar de la analogía política gore que era en un principio a la identificación imaginaria más abarcativa y cruda, a fuerza de escenas de canibalismo y confinamiento, que necesitaba la audiencia masiva. La película efectivamente es una analogía social, en una línea aparentemente similar a High Rise (2015) de Ben Wheatley, pero el mismo director se esforzó para no dejar claro a qué tipo de sistema social refiere la analogía. Un joven intelectual y profesor, Goreng (Iván Massagué), se alista para pasar una temporada en el llamado Centro de Autogestión Vertical; si completa la estadía, logrará obtener el diploma que necesita en su carrera. La película trata de los horrores que ocurren allí: el edificio consta de innumerables pisos, cada uno para dos prisioneros, con una litera de cada lado y un gran agujero rectangular en el suelo y en el techo. Por el túnel que forma esta cesura repetida piso a piso (similar al eje de una escalera, o al pozo de un ascensor) desciende dos veces al día una plataforma cubierta de comida, de la que los internos deben servirse durante el lapso breve que tarda hasta bajar al piso siguiente. Cada mes, cada pareja cambia de nivel, pudiendo quedar más arriba (donde la comida es más abundante) o abajo (adonde la mesa llega vacía). Aunque la asignación de los niveles es aleatoria, la estratificación social vertical es muy dura: cada uno puede comer solo restos de comida manoseada por los de arriba, y hace el mayor esfuerzo para no dejarles nada los de abajo. Según dice Trimagasi, el cínico y experimentado compañero de celda de Goreng: “Están los de arriba, los de abajo, y los que caen”.

A su manera, el Centro de Autogestión Vertical es la imagen perfecta del carácter abstracto de toda meritocracia. Uno puede ir allí para conseguir un diploma que no tiene o a cumplir una condena por homicidio, como Trimagasi. El esfuerzo de sostenerse y el talento para sobrevivir bastan para que el interno ascienda de posición social entre el ingreso y la salida, sin que importe ninguna particularidad concreta.  Pero la película tiene efectivamente un relato, que no sirve solo para darle detalle a la analogía a través de la sátira (según el modelo del género: un buen exponente es Britannia Hospital, de 1982). La narración en cambio trata de la posibilidad de establecer comunicación en términos útiles para la acción política; la película se vuelve menos satírica a medida que avanza, en parte debido a la salida de escena de Zorion Eguileor (Trimagasi). El relato de la vida en el Centro se completa con escenas de trabajo en la cocina de lo que podría ser un restaurant o un hotel de lujo (el nivel 0 donde se prepara la comida que luego baja, y donde son frecuentes las reyertas con la dirección) y con la entrevista de ingreso por la que pasa Goreng. “El acceso a la plataforma es presentado como una gran oportunidad, como algo suntuario y exclusivo, cuando no es más que tu perdición”, dijo Gaztelu-Urrutia. “Estoy seguro de que todos pasamos por una entrevista de trabajo como esta”. La “situación de autopresentación” típica de una entrevista de trabajo remite indirectamente a los dos tópicos señalados al comienzo. Podríamos decir que la cultura institucional del neoliberalismo convirtió a la situación de entrevista laboral en el nuevo sentido común de la época, la clave de una “economía creativa” donde es responsabilidad de cada individuo presentar sus talentos y hacer el esfuerzo para explotarlos, en beneficio del conjunto social, tanto si se especializa en la ortodoncia estética como en la recolección de residuos. La teoría social del arte también hizo su contribución para normalizar este sentido común, y es así que proliferaron los libros sobre la figura del artista como modelo comunicativo del sujeto económico neoliberal.

Lo que este análisis suele dejar fuera de lectura es la contradicción entre la cultura institucional del neoliberalismo (su “ideología” entendida no solo como un conjunto de discursos sino también como la encarnación aspiracional de esos discursos en el mundo del trabajo, la educación, etc.) y el modelo de gobernanza neoliberal (las políticas concretas, y aplicadas en contextos diversos, de supresión de derechos, desorganización de la vida colectiva, reconversión de los aparatos institucionales en pos de la concentración económica, privatización de servicios y bienes sociales a gran escala, etc). O para decirlo de otra manera, la contradicción entre el “neoliberalismo realmente existente”, como lo llama Jeremy Gilbert, y los discursos que lo sostienen. El argumento de El hoyo es interesante porque posiciona a los personajes en una situación de emergencia en la que esta contradicción no solo se vuelve visible, sino que se convierte en algo innegable.

Pero entre las virtudes del film está no sólo que expone esta contradicción intrínseca al neoliberalismo, sino que hace un repaso por las maneras en que los discursos neoliberales responden y tratan de adaptarse ante una crisis.  Podemos tomar un ejemplo bastante elocuente de esto en la curiosa escala de valores que los medios de comunicación exhiben estos días según la cual el jabalí que cruza la calle en una ciudad cerrada a toda actividad pública es bienvenido, ya que representa el retorno de la naturaleza con la que deberíamos compartir el “patrimonio común” del planeta (sin renunciar al capitalismo, claro), mientras lxs famosxs que se autopromocionan en Instagram en plena catástrofe global son repudiables. Un nuevo cliché brotó en la prensa cultural mainstream: estos famosos que tratan de “matenerse vigentes”, adaptándose a una catástrofe global en curso mediante posteos en las redes sociales, son repetitivamente denunciados por el nuevo consejo global de pundits y comentaristas que eligió la primera mitad de 2020 para descubrir que la heladera de la casa de Billy Eilish y las rutinas familiares de Lionel Messi y los quehaceres domésticos de una actriz casada con un aristócrata británico no son ya temas importantes. Y que estas figuras no son tampoco los líderes que necesita la humanidad. De un día a otro el consenso generalizado de que el sujeto económico del presente es el individuo-entrepreneur-artista fue sustituido por la necesidad de silenciar todo lo que se parezca a un artista o una celebridad en tiempos de emergencia. Ese giro sin transiciones no solo muestra goce en el castigo a la frivolidad que se complace señalando lo equivocada que está Madonna cuando hace un vivo de Instagram desde un baño de espuma en la bañera para recordarle al público que se cuide. También muestra que la supresión de la figura del artista en tiempos de crisis es la continuación lógica del mandato previo que lo obligaba a “adaptarse”, “comunicarse”, “funcionar” socialmente y a hacer un vivo de Instagram desde la ducha siempre que pudiera. El mismo cuerpo normalizado del artista que antes debía operar estratégicamente en la esfera de la comunicación y servir como modelo para la conversión de todas las industrias en industrias basadas en la comunicación (lo que solo es perfectamente concebible al interior de la ideología de la meritocracia) hoy está obligado a decir con la misma normalidad que “estamos frente a una situación nos aflige a todxs” o alguna otra invención retórica.

Las celebrities, y la figura de artista en general, otorgan el espejo en el que la cultura institucional neoliberal se ha mirado encantada durante décadas: su mismo ser se basa en la autopromoción y el ethos entrepreneurial. Pero su cancelación “en tiempos de crisis” viene a sustituirlo con una nueva niebla de metáforas igualmente incompatible con el modelo de gobernanza neoliberal: la que apela a un presunto amor comunal como “remedio de la crisis”. El discurso culpógeno que condena al músico que sale a promocionarse o al joven que viola las restricciones de contacto social pero también se enorgullece de los aplausos al sistema sanitario y lagrimea con cuanta gaviota o pelícano se adentre a buscar restos de comida en las peatonales desiertas de las ciudades costeras. Pero si hay algo que El hoyo pone en evidencia es justamente esto: que los discursos éticos que apelan a la solidaridad comunal sin apuntar a la estructura misma del sistema son la otra cara de la cultura institucional del neoliberalismo, meritocrática e individualista, y son igualmente falsos. La única vía política real se resume en dos ideas: organización y comunicación.

“De un día a otro el consenso generalizado de que el sujeto económico del presente es el individuo-entrepreneur-artista fue sustituido por la necesidad de silenciar todo lo que se parezca a un artista o una celebridad en tiempos de emergencia. Ese giro sin transiciones no solo muestra goce en el castigo a la frivolidad que se complace señalando lo equivocada que está Madonna cuando hace un vivo de Instagram desde un baño de espuma en la bañera para recordarle al público que se cuide.”

Yael Desbats, Miu Miu (2020)

La película, según algunos críticos, repone una versión del problema de teoría de juegos que en inglés se conoce como “commons tragedy”. Un sistema en el que todos los miembros deban actuar solidariamente para preservar el bienestar común va a colapsar en la medida en que resulta inevitable que cada uno priorice el interés propio, produciendo a largo plazo la ruina del conjunto. Ergo, es mejor aquel sistema que, a la inversa, extrae el beneficio común del interés individual. Al primer cambio de mes, que los deja en un nivel muy desfavorable, Trimagasi inmoviliza a Goreng para sacarle tajadas de carne con su cuchillo, tratando en lo posible de mantenerlo vivo. Goreng sobrevive, y finalmente mata a su compañero, pero el descenso a los niveles inferiores lo convence de la injusticia del Centro de Autogestión Vertical. A simple vista el “commons tragedy” es la negación de toda alternativa al neoliberalismo (es mejor la propiedad privada, ya que la propiedad comunitaria termina en tragedia), pero en vedad este problema es intrínseco al neoliberalismo. Ante la menor situación de crisis es el mismo neoliberalismo el que debe recurrir a la fantasía de “lo común” (justo ahí es cuando tiene sentido reprimir a las celebrities y celebrar las incursiones de los mapaches en el nuevo espacio común que hasta hace poco había sido el paisaje super privatizado de la ciudad). La fantasía de que un llamado ético a “lo comunal” por sí solo pueda resolver las contradicciones que resultan de un modelo de gobernanza desregulado y asimétrico es tan irreal como ver a diez o quince celebridades cantando juntxs en una mezcla de reunión por Skype y coro de iglesia.

El diseño del Centro de Autogestión Vertical es el resumen de la cultura institucional neoliberal, más que su metáfora. El edificio y sus servicios están diseñado para que la Administración pueda decir “vean, la comida no llega por culpa de los mismos internos. Son ellos los que no logran organizarse”. Imoguiri, que al comienzo de la película le hace la entrevista Goreng y que luego se alista voluntariamente para internarse, es el reflejo de esta conciencia. Ella conoce a la perfección el diseño del centro, pero no tiene idea de sus consecuencias estructurales. Al ver lo que realmente está ocurriendo, lo primero que hace es una especie de llamado a la solidaridad, para que en cada nivel preparen una ración de comida para el piso inferior y tomen solo la ración preparada en el piso de arriba. El sistema es un obvio fracaso. (Su misma ineficacia, en una especie de círculo vicioso, viene a rubricar la premisa inicial: es culpa de los internos si la comida no llega.) Cuando ella y Goreng son reasignados a un nivel bajísimo, se cuelga para que su compañero de celda tenga algo que comer.

El plan es simple, Goreng y Baharat bajan en la plataforma dispuestos a repartir ellos mismos la comida. Hasta ese momento a Goreng ni se lo ocurrió todavía derribar el orden; solo quiere resolver de manera improvisada el problema del hambre. ¿Pero qué hacer si un gran número de los internos se le enfrenta? Estas resistencias son estructurales, y en ellas también se filtra el marco cognitivo de la meritocracia. Cuando Imoguiri sugiere que cada uno guarde una ración para el comensal del piso de abajo, lo que le dicen los de abajo (quienes serían, en primer lugar, beneficiarios de su acción) es que ellos también han tenido hambre en alguno de los niveles inferiores. (Si están allí es porque se lo merecen, etc.) El centro está diseñado de forma que se evite rigurosamente la solidaridad entre los distintos niveles. El problema es que Goreng, al bajar, debe hablar para todxs. Esta lógica se rompe con la aparición en escena de Sr. Brambang, un “intelectual” en silla de ruedas, que da un sermón político-filosófico a Goreng y Baharat cuando llegan hasta su piso.

Brambang es el más realista de los personajes, pero su realismo es inherente a su perspectiva revolucionaria: según él entiende las cosas, el sufrimiento innecesario de muchas personas va a seguir ocurriendo a menos que cambien las condiciones estructurales, lo que requiere que la correlación de fuerzas se vuelque a la causa de la revolución. Ya lo está en los hechos, pero no todavía en la conciencia. Lo que hace falta entonces es convertir la acción política (que comenzó como acción de emergencia) en un objeto comunicacional, en algo durable e intencionado en la mente de las personas. El programa de Goreng va a ser exitoso en la medida en que pueda producir y hacer llegar un mensaje con la suficiente fuerza, no a la Administración (“la Administración no tiene conciencia”, aclara) sino a los trabajadores del nivel 0, los cocineros que vemos fugazmente en la introducción. La doctrina de Brambang puede sonar extraña en los oídos de quienes estén familiarizados con las sociologías culturales del neoliberalismo. La materia misma de la política revolucionaria, dice, es la comunicación. Los ambiciosos, los emprendedores, los crédulos y los filósofos, pueden tener las iniciativas individuales que quieran, pero su lugar verdadero es el de revolucionarios profesionales, intelectualizados y potencialmente criminales, adictos a la oportunidad y a la larga beatificados por su masa de seguidores y beneficiarios. Lo que necesita la causa es un gran éxito, algo que les mueva las costillas a los adormilados cocineros. Un producto, un mensaje. Ese mensaje es la porción de panacota que debe subir intacta al nivel 0 para demostrar que el poder siempre se cocina abajo. Ni el inverosímil “pragmatismo” que siempre hace fuerza para que todo siga igual ni la aceptación cínica del entorno dado ni la censura bienintencionada y solidaria pueden tanto como un mensaje pregnante que no rompe la ley sino que la revela como algo ya roto. Un mensaje que tiene la capacidad de evidenciar la desarmonía existente entre las “reglas” del orden dado y la realidad.

En la misma medida en que las leyes necesarias para salir del atasco planetario actual sean tan realistas como imposibles en el orden dado, su sustitución por una nueva ordenación jurídica parece más o menos inevitable. “El mensaje no necesita portador”, una de las últimas líneas de la película, se podría traducir así: el hecho comunicacional es inmediatamente político y viceversa. Dicho de otra manera, si no hay mensaje, no hay emergencia ni catástrofe que alcance. La moraleja esquiva que buscaban los bloggers tras el estreno de la película (¿es una crítica del capitalismo? ¿del socialismo? ¿del cambio climático? etc.) no es que todos somos prisioneros, ni que la desigualdad es algo natural, ni que el deseo de justicia produce crueldad, ni algo del estilo, sino una idea más puntual: que una revolución solo puede ser la consecuencia de su eficacia comunicacional, como un objeto cautivante de intelección colectiva capaz de organizar la necesidad objetiva de su realización.

Claudio Iglesias nació en Buenos Aires en 1982. Es licenciado en Letras, crítico de arte y traductor. Ha escrito artículos sobre arte para publicaciones especializadas y medios gráficos como Flash Art y Página/12. Publicó los libros Genios pobres (Mansalva), Corazón y realidad (Consonni) y Falsa conciencia (Metales Pesados).

TÍTULOS RELACIONADOS

  • LA OFENSIVA SENSIBLE

    LA OFENSIVA SENSIBLE

    $25,000
    COMPRAR (ARG)
  • K-PUNK - VOLUMEN 1

    K-PUNK – VOLUMEN 1

    $35,000
    COMPRAR (ARG)
  • REALISMO CAPITALISTA

    REALISMO CAPITALISTA

    $26,400
    COMPRAR (ARG)

“LA PANDEMIA FUE COMO UNA BURLA A NUESTRA VOLUNTAD DE CONTROLAR TODO”, POR ÉRIC SADIN

“LA PANDEMIA FUE COMO UNA BURLA A NUESTRA VOLUNTAD DE CONTROLAR TODO”, POR ÉRIC SADIN

En junio retomamos el lanzamiento de novedades con nuestro tercer libro de Éric Sadin La inteligencia artificial o el desafío del siglo. Les compartimos a modo de adelanto una entrevista y un artículo de opinión publicados esta semana en Página 12 sobre la voluntad de control tecnológico como voluntad de doblegar lo real.  Y sobre la necesidad de promover una política del testimonio que se oponga a las fantasías tecnocráticas del liberalismo digital.

ENTREVISTA 

Éric Sadin: “La pandemia fue como una burla a nuestra voluntad de controlar todo”

Desde el año 2010 estamos viviendo un cambio de estatuto. Las tecnologías digitales dejaron de ser un útil destinado a conservar, indexar o manipular la información para tener otra misión: se encargan de hacer un peritaje de lo real. Es decir que tienen por vocación revelarnos, a menudo en tiempo real, dimensiones que dependían de nuestra conciencia. Podemos recurrir al ejemplo de la aplicación Waze que se encarga de señalar el mejor recorrido para desplazarse de un lado a otro. Esa capacidad de hacer peritajes a velocidades infinitamente superiores a nuestras capacidades humanas caracteriza la Inteligencia Artificial. El sentido escondido de esto está en que la IA es como una instancia que nos dice la verdad. Y la verdad siempre reviste una función performática. Por ejemplo, la verdad religiosa enuncia dogmas e interpela a obedecerlos. La Inteligencia Artificial enuncia verdades con tal fuerza de peritaje que nos interpela a obedecerlas. Estamos entonces viviendo un momento donde las técnicas se dotan de un poder de mando. El problema radica en que nos plegamos al peritaje, nos conformamos con eso y ejecutamos las acciones correspondientes. Es la primera vez en la historia de la técnica que existen sistemas con el poder de mandar.

La primera consecuencia de estas tecnologías es la mercantilización general de la vida. Esto le permite al liberalismo económico no verse confrontado por ninguna barrera y poder mercantilizar sin trabas el conocimiento de nuestros comportamientos. Casi a cada segundo y a escala planetaria, el liberalismo nos sugiere la mejor acción posible, es decir, la operación mercantil más pertinente. Vemos muy bien que el milagro de la Inteligencia Artificial no es para nosotros sino para la industria.

El desarrollo de las tecnologías digitales apuntaba a amplificar nuestro control, pero el coronavirus demostró su estado de invalidez, demostró que las soluciones no se originan en el control absoluto de las cosas sino en la atención a las fallas, con una sensibilidad en la relación con las cosas.

 

El coronavirus nos enseña que ha llegado la hora de dejar de estar buscando someter la realidad. Debemos partir de la existencia y no querer controlarla todo el tiempo, debemos apreciarla en función de nuestros principios, es decir, la dignidad, la solidaridad. Las proyecciones futurológicas no tienen cabida. Hay que terminar de una buena vez por todas con esa insoportable ideología del futuro que ocupó todos los espacios. Hay que terminar con el discurso de las promesas y ocuparse más de una política del presente, una política de lo real, de lo que se constata. A partir de estas condiciones y de nuestros principios decidimos cómo construir mejor y con incertidumbres nuestro porvenir común. No es lo mismo un porvenir común que un futuro de fantasías que no hace más que responder a intereses tan estrechos como privados.

NOTA

Éric Sadin: “Es hora de una política del testimonio”

Una partícula microscópica revelaba, en el mismo movimiento, la vanidad de nuestra voluntad de omnipotencia y la amplitud tanto tiempo reprimida de nuestra vulnerabilidad.

 

A principios de la primavera, una nueva raza comenzó a florecer por todas partes: los especialistas en el “mundo de después”. La mayoría comenzó a soñar con saludables mañanas luminosos, pero en términos que encubrían el fracaso para imaginar de repente cómo doblegar lo real a nuestros puntos de vista, como si las palabras, simplemente por sus supuestas buenas intenciones, pronto tomaran cuerpo.  Sin embargo, opuesto a toda esta inflación de opiniones, el momento debería corresponder a un ejercicio completamente diferente de la palabra y que procede de una lógica muy distinta: el testimonio. El que narra las situaciones vividas desde la experiencia en el terreno, en los lugares donde los problemas de la época se sienten tan cruelmente: hospitales, empresas, escuelas, hogares pobres, personas desocupadas, los suburbios al abandono. Esto es lo que nos faltó en las últimas décadas: relatos que hubiesen contradicho la marea de discursos que enmascaran la realidad de los hechos, que responden a todo tipo de intereses y terminan forjando nuestras representaciones. Si hubiéramos estado plenamente atentos a estos contra-discursos edificantes, ciertamente viviríamos en sociedades menos sufrientes. 

 

El testimonio es depositar en los ojos de los otros lo que la mayoría no sabe, a lo que no asisten y que, sin embargo –debido a la violación de los derechos elementales padecida por algunos o por toda la comunidad de ciudadanos –exige ser llevado al conocimiento público. En este sentido, deberíamos estar infinitamente más atentos a estos informes redactados desde el suelo de la vida cotidiana, provenientes de conocimientos a menudo más instructivos que los asumidos por tantos expertos profesionales. Todos estos “expedientes” están llamados a constituir la primera guía de acción pública –lejos de las metáforas y las ideologías limitadas– para instituirse como una política del testimonio.

Escritor y filósofo, Éric Sadin es una de las personalidades francesas más renombradas de la actualidad entre quienes investigan las relaciones entre tecnología y sociedas. Se ha ocupado en diversos escritos de trazar un diagnóstico de la contemporaneidad y de sus prácticas en función del impacto que los artefactos tecnológicos producen en la humanidad. Entre sus libros –que cada vez generan más entusiasmo en la crítica y suman más lectores– se encuentran: Surveillance globale. Enquête sur les nouvelles formes de contrôle (2009), La société de l’anticipation (2011), La humanidad aumentada (2013, Caja Negra, 2017; Premio Hub al ensayo más influyente sobre lo digital), La vie algorithmique (2015), La silicolonización del mundo (2016; Caja Negra, 2018) y La inteligencia artificial o el desafío del siglo (Caja Negra, 2020). Éric Sadin desarrolla además tareas de docencia e investigación en distintas ciudades del mundo y publica regularmente artículos en Le MondeLibérationLes Inrockuptibles y Die Zeit, entre otros medios.e

TÍTULOS RELACIONADOS

  • LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL O EL DESAFIO DEL SIGLO

    LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL O EL DESAFIO DEL SIGLO

    $34,500
    COMPRAR (ARG)
  • LA SILICOLONIZACION DEL MUNDO

    LA SILICOLONIZACION DEL MUNDO

    $34,000
    COMPRAR (ARG)
  • LA HUMANIDAD AUMENTADA

    LA HUMANIDAD AUMENTADA

    $25,500
    COMPRAR (ARG)

EL EXTRAÑO SILENCIO ANTES DE LA TEMPESTAD. CRÓNICA DE LA PSICODEFLACIÓN #4

CRÓNICA DE LA PSICODEFLACIÓN #4

 

Armería Martin B. Retting, Culver City, California. Foto: AP.

Por Franco “Bifo” Berardi

4 de abril

Lucia encontró una foto en blanco y negro y me la manda por teléfono.

En la foto, una mujer joven, bellísima, vestida como en los años treinta se vestían las muchachas en los días de descanso. Con ella está una niña. De fondo, un edificio que reconozco fácilmente. La mujer y la niña caminan por via Ugo Bassi, atrás está el frontón triangular del edificio que separa via del Pratello de via San Felice. La joven mira hacia adelante, con la mirada algo ausente, y la niña casi se aferra a su mano, parece reclamar atención, pero la mujer no la mira, no se vuelve hacia ella, mira hacia adelante, fija su mirada en la lejanía.

Esa mujer es mi mamá, y la niña es su prima María.

Inmediatamente me pregunto quién tomó esa foto, quien sostiene la cámara fotográfica. Es Marcello, estoy seguro, su prometido Marcello. El abuelo Ernesto le permitía a Dora salir con él los días de descanso, pero solo si iba acompañada por alguien, un hermano o una niña. Dora parece molesta, un poco desdeñosa, quizás fastidiada por la presencia indeseada de su prima. No voltea para mirarla, mira hacia él, hacia el fotógrafo que capturó ese instante. Fija su mirada en la lejanía, hacia el futuro que imagina, en ese día de descanso primaveral a fines de los años treinta, cuando mi mamá tenía poco más de veinte años, y la tragedia parecía estar lejos. Luego vino la tragedia de la guerra que devastó la vida y desquició el futuro que ella esperaba.

6 de abril

A grim calculus.

El título del Economist de esta semana lo dice todo. Grim significa tétrico, sombrío, y también feroz. Un cálculo triste que nos vemos obligados a hacer.

Es fácil entender de qué cálculo habla la revista que desde hace un siglo y medio representa el pensamiento económico liberal.

Cuánto nos costará en términos económicos la pandemia de coronavirus, y qué tipo de razonamiento nos vemos obligados a hacer, teniendo que elegir entre dos decisiones alternativas: cerrar todo y bloquear casi por completo la producción, la distribución, en resumen, toda la máquina de la economía, o bien aceptar la posibilidad de una hecatombe.

Leo en la revista londinense: «El gobernador de New York, Andrew Cuomo, ha declarado que no debemos poner precio a la vida humana. Esto significó un grito de guerra por parte de un hombre valiente al frente de un Estado quebrado. Sin embargo, al dejar de lado los sacrificios, Cuomo reivindica de hecho una decisión que no tiene en cuenta la cantidad de consecuencias que traerá a toda su comunidad en términos amplios. Puede sonar despiadado, pero ponerle precio a la vida es precisamente lo que los líderes tendrán que hacer si quieren encontrar una salida durante los tormentosos meses por venir. Como en una unidad de terapia intensiva, a veces los sacrificios son inevitables […]. Por el momento, el esfuerzo para combatir el virus parece estar destinado a consumir todos nuestros recursos […].Tanto en una guerra como en una pandemia, los líderes no pueden escapar al hecho de que cada curso de acción impondrá grandes costos económicos y sociales […]. Para el verano, las economías habrán sufrido caídas de dos dígitos en términos del producto bruto interno. Las personas habrán soportado meses de encierro, dañando tanto la cohesión social como su salud mental. Confinamientos de un año costarían tanto a Estados Unidos como a la Eurozona un tercio o más del producto interno bruto, los mercados se derrumbarían y las inversiones se postergarían. La economía podría marchitarse porque la innovación se estancaría. Finalmente, el costo del distanciamiento social podría superar los beneficios. Este es un aspecto de los sacrificios que todavía nadie está dispuesto a admitir».

Totalmente claro: The Economist nos pone frente a un razonamiento que puede parecer brutal, pero que es simplemente realista. Un titular en la revista dice «Hard-headed is not hard-hearted». Ser sensato no significa ser insensible.[1]

¿Cómo negarlo? Gracias a la decisión de interrumpir el flujo de la actividad social y el ciclo de la economía, los dirigentes políticos ciertamente han salvado millones de vidas en los próximos tres, seis, doce meses. Pero, observa The Economist con una coherencia intransigente, esto nos costará un número de vidas mucho mayor en el tiempo que viene. Estamos evitando la hecatombe que el virus podría costarnos, pero ¿qué escenarios preparamos para los próximos años, a escala global, en términos de desocupación, ruptura de las cadenas de producción y distribución, en términos de deuda y de quiebras, de empobrecimiento y desesperación?

Detengámonos un momento.

El editorial de The Economist es razonable, coherente, irrefutable. Pero lo es solo dentro de un contexto de criterios y de prioridades que corresponde a la forma económica que hemos llamado capitalismo. Una forma económica que hace que la asignación de recursos y la distribución de los bienes dependa de la participación en la acumulación de capital. En otras palabras, que hace que la posibilidad concreta de acceder a bienes útiles dependa de la posesión de títulos monetarios abstractos.

Pues bien, este modelo que hizo posible la movilización de enormes recursos para la construcción de la sociedad moderna se ha transformado hoy en una trampa lógica y práctica de la que no encontrábamos la salida. Pero ahora la salida se ha impuesto por sí sola, automáticamente, lamentablemente con violencia. No la violencia de las revoluciones políticas, sino la violencia de un virus. No es la decisión consciente de fuerzas dotadas de voluntad humana, sino la inserción de un corpúsculo heterogéneo como lo es la avispa con respecto a la orquídea, un corpúsculo que comenzó a proliferar hasta volver al organismo colectivo incapaz de entender y desear, incapaz de producir, incapaz de continuar.

Esto es lo que ha dejado la reproducción, ha absorbido enormes sumas de dinero que demostraron servir poco y nada. Hemos dejado de consumir y de producir, y ahora estamos aquí, mirando el cielo azul desde la ventana y nos preguntamos cómo terminará todo esto. Mal, muy mal, dice The Economist, para quien la interrupción del ciclo del crecimiento y de la acumulación parece ser un evento catastrófico que pagaremos con hambre, miseria y violencia.

Fuente: New York Times.

Me permito disentir con el catastrofismo del Economist, porque entiendo de manera diferente la palabra catástrofe, que en su etimología significa «giro más allá del cual se ve otro panorama». Kata se puede traducir como más allá, y strofein significa moverse, desplazarse.

Así que hemos ido más allá, hemos llevado a cabo finalmente ese movimiento que las luchas conscientes, determinadas y locuaces de cincuenta años no habían logrado realizar. Todo se ha detenido o casi todo, ahora se trata de reiniciar el proceso, pero según otro principio, el principio de lo útil y no el de la acumulación de lo abstracto. El principio de la igualdad frugal de todos, no el de la competencia y de la desigualdad.

¿Seremos capaces de desarrollar este principio para hacer que la máquina vuelva a funcionar, no esa máquina que antes funcionaba imparablemente, sino una máquina elástica, una máquina quizás un poco más tambaleante, y ciertamente más frugal, pero amiga?

¿Seremos capaces? No lo sé y, sobre todo, no sé a quién sería ese «nosotros» al que estoy aludiendo con mi pregunta. ¿Seremos capaces quiénes?

Ya no la política, ya no el arte del gobierno. La política es incapaz de cualquier gobierno y, sobre todo, es incapaz de comprender. Los pobres políticos parecen estar aturdidos, a los tumbos, ansiosos.

El nuevo juego, el de la proliferación rizomática de corpúsculos ingobernables, pone en la cancha al saber, no a la voluntad.

Por lo tanto, ya no la política, sino el saber.

¿Y cuál saber?

No el saber de los economistas, incapaces de salir de la casa de espejos de la valorización, que traduce el producto en los términos abstractos del cálculo monetario y aumenta el volumen de destrucción a fin de aumentar el volumen de valor abstracto. Sino un saber concreto, un saber que no traduce lo útil en valor, sino en placer, en riqueza.

¿Necesitamos aviones de combate F35? No, no los necesitamos, no sirven de nada, excepto para que le cierren los números a una alianza militar inútil y para hacer trabajar a obreros que podrían producir con más utilidad latas de atún.

Y también porque con un solo avión de combate F35, ¿saben cuántas unidades de terapia intensiva se pueden crear? Doscientas.

Lo sé, estos son discursos de buenos para nada que no saben cuán complejas son las interdependencias, etc. Está bien, me quedaré mudo, y oigamos entonces el discurso de los realistas que repiten la cantinela habitual: si queremos mantener la ocupación en los niveles actuales tenemos que producir armas, ¿verdad?, dicen los realistas de The Economist y los de la derecha y de la izquierda.

Así que seguiremos fabricando armas para hacer trabajar a todas esas personas ocho, nueve horas por día. Y dentro de un mes o dentro un año después de la epidemia seguirá la miseria masiva y luego la guerra. Y la extinción, de la que esta vez solo hemos tenido un bocado de muestra, nos encontrará en su hermoso caballo blanco como en el Triunfo de la muerte que se puede ver en Palermo dentro del Palazzo Abatellis.

¿Y si en cambio decidimos hacer trabajar a las personas solo el tiempo necesario para producir aquello que es útil? ¿Y si les damos a todos un ingreso prescindiendo del tiempo de trabajo (inútil)?

¿Y si dejamos de pagar por los aviones inútiles que ya hemos comprado? ¿Y si nos cagamos en las obligaciones internacionales que nos exigen pagar sumas enormes para la guerra?

Esta es la cuestión: estos discursos ya no son delirios de un extremista, sino el único realismo posible. There is no alternative. 

Me escribe desde Londres mi amiga Penny: «I just sit and write – this strange life has become familiar and calming but there is always calm before the storm» («Solo me siento y escribo, esta vida extraña se ha vuelto familiar y tranquilizante, pero siempre hay calma antes de la tempestad»[N. del T.])

Hay siempre un extraño silencio antes de que se desate la tempestad. Es como decir: lo mejor vendrá cuando el cansado virus se retire. En ese punto, los estúpidos pensarán que es hora de volver a la normalidad.

Los sabios se preparan para la tempestad más grande.

El triunfo de la muerte. Producida alrededor de 1446, autor desconocido.

7 de abril

Después de dos meses de casi total clandestinidad, hoy volvió el asma, y me persiguió todo el día. Acostado en la cama, jadeé sin oxígeno y sin fuerzas para hacer nada.

Al anochecer salgo a tirar la basura: orgánica, vidrio, no diferenciada. Camino lentamente por la plaza de abajo de casa. El Hotel San Donato Best Western está cerrado y con los postigos asegurados. Camino un poco por via Zamboni para ver las torres. No hay nadie en esta calle en la que desde el siglo XII en primavera se amontonan y se cortejan los y las estudiantes.

8 de abril

Tomo el café y miro afuera, a la plaza llena de sol. También hoy está esa muchacha que sale de debajo de la arcada, quizás vive sola en un monoambiente en via del Carro. Tiene una camiseta negra con bordes amarillos, el celular en la mano y hace movimientos de gimnasta. Movimientos un poco torpes; levanta la pierna derecha y permanece así durante unos segundos, pero el teléfono atrae su atención y entonces levanta la pierna izquierda mirando el celular, luego gira hacia la pared, apoya los brazos y realiza algunos movimientos adelante y atrás con la cabeza. Suena mi teléfono, me alejo. Me llaman de Milán para pedirme si puedo enviar también hoy una grabación para Radio Virus.

Vuelvo a la ventana, la muchacha no está más.

Si no fuera porque su representante terrenal ha prohibido considerar la enfermedad como un castigo de Dios, asumiría que el Señor es un viejo chistoso. Primero mandó a Johnson a terapia intensiva, después ha hecho lo propio con el ministro homofóbico Litzman del Estado de Israel.

Desafortunadamente, esta es la única noticia reconfortante que proviene de ese país de racistas. Por lo demás, la crónica política israelí habla de la disputa interminable entre el torturador Ganz, el corrupto Netanyahu y el nazi de Lieberman. Tal vez irán a la cuarta elección en un año mientras el mundo se disuelve a su alrededor, pero ellos están demasiado ocupados en sus riñas para darse cuenta de eso.

Según el Instituto de investigación laboral de Ginebra (OIT), la pandemia provocará el año que viene un aumento de la desocupación cuantificable en alrededor de 25 millones. En Estados Unidos ha habido más de diez millones de despidos en dos semanas, y se espera que el número aumente en los próximos días. Se trata de números sin precedentes, para usar una de las expresiones más de moda en estos días.

Para hacer frente a un fenómeno de este tipo no serán suficientes las políticas económicas tradicionales. O se recurre a la marginación violenta de una parte enorme de una población de miserables que protestan en las periferias de las ciudades, o se abandona por completo el discurso de la economía moderna, la vieja utopía del pleno empleo, el prejuicio del trabajo asalariado, y se vuelve a comenzar literalmente de cero. Queda una sola certeza: el saber científico acumulado, y sobre todo la potencia viva del trabajo cognitivo, de la invención técnica y de la palabra poética.

Pero el criterio económico que hasta ahora ha regulado las relaciones y las prioridades ha enloquecido definitivamente y quedado fuera de servicio. Y para siempre.

Porque si tratamos de restablecer la antigua relación entre quienes tienen riqueza y quienes deben trabajar para ganarse la vida, entonces la miseria está destinada a generar ríos de violencia, y la desocupación a alimentar ejércitos desesperados y dispuestos a cualquier cosa.

La cuestión sería proceder a la confiscación de espacios y de estructuras productivas.

La cuestión sería regular el acceso a los recursos disponibles en condiciones de igualdad.

No podemos perder el tiempo en la ilusión de volver a la normalidad pasada, porque esta ilusión corre el riesgo de arrastrar lo que queda hacia una espiral de devastación sin retorno. Lo que los consumidores esperaban en los últimos cincuenta años no existe más, y no debe volver, precisamente. Es el sistema de expectativas el que debe cambiar radicalmente.

Si me pidieran indicar un evento, una fecha y un lugar que está en el origen del apocalipsis, diría que ese evento es la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro en junio de 1992. Por primera vez, las grandes naciones se encontraron para evaluar la necesidad de enfrentar los peligros que el crecimiento económico comenzaba a revelar. En aquella ocasión el presidente de los Estados Unidos, George Bush padre, declaró que «el nivel de vida de los estadounidenses no puede ser objeto de negociación».

Todos estamos pagando por su perversidad, que tal vez sea inherente a la existencia misma de esa nación nacida del genocidio, y cuya riqueza depende de la deportación, de la esclavitud, de la guerra y de la rapiña de los recursos y el trabajo de otros. Esa nación enfrentará pronto una devastadora guerra interna, y merecidamente no sobrevivirá.

Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro (ONU, 1992)

9 de abril

Después de un mes de clausura, y sobre todo de incertidumbre por los resultados próximos de la situación, se percibe cierto nerviosismo en la voz de los amigos que llaman, y también en los testimonios escritos o en los análisis que me llegan todos los días por docenas. Por supuesto no leo todo lo que me llega, pero leo muchísimo.

En una lista de correo llamada Neurogreen, hoy recibí un artículo de Laurie Penny, publicado en Italia por Internazionale, pero salido en su idioma original en la revista californiana WIRED, que durante muchos años ha sido la pionera de la imaginación digital futurista y visionaria, y, en última instancia, ultraliberal.

Es extraño leer en esa revista generalmente ultraoptimista un artículo de este tipo, que antes que nada es el relato de una experiencia vivida bastante dramática. Laurie Penny está quién sabe dónde, lejos de casa, y es sorprendida por la tempestad viral. «El capitalismo no puede imaginar un futuro más allá de sí mismo que no sea una carnicería total […]. La socialdemocracia ha sido reinstalada de apuro porque, parafraseando a Margaret Thatcher, realmente no hay alternativa».

150 miembros de la familia real saudita afectados por el virus.

Bernie Sanders se retira, Biden perderá las elecciones (¿o quizás las gane?), asumiendo que las elecciones estadounidenses se realicen.

Ocho médicos murieron en Gran Bretaña tratando a personas afectadas por el virus. Todos eran extranjeros, procedentes de Egipto, India, Nigeria, Pakistán, Sri Lanka y Sudán.

El cielo de Delhi es el más límpido que se haya visto en años. De noche se ven las estrellas.

Pero Confindustria (La Confederación General de la Industria Italiana, principal agrupamiento empresario del país) tiene prisa por reanudar la actividad, aún si las noticias procedentes de China no son tranquilizadoras: Wuhan reabre, pero cierra Heilongjiang. La batalla contra el coronavirus es como tratar de vaciar el mar con un balde: abrir aquí, cerrar allá.

Quizás ni siquiera deberíamos combatir, porque la guerra se perdió al principio: deberíamos reducir al mínimo nuestros movimientos, deberíamos reconocer que se ha agotado la potencia con la que nos embriagamos en la era moderna. Los que la pagarán más caro son quienes creyeron y siguen creyendo en la ilimitada potencia de la voluntad humana. Comprensiblemente, los hombres patalean, quieran volver a tomar el cetro en sus manos, quieren gobernar su futuro tal como, engañándose a sí mismos, creyeron que lo hacían en un pasado glorioso. Pero el virus nos enseña que la potencia ilimitada era un cuento de hadas y este cuento de hadas ha terminado.

10 de abril

La ANPI (Asociación Nacional de Partisanos de Italia) lanza la propuesta de hacer el 25 de abril un encuentro por la democracia. Acepto la convocatoria y me pongo a disposición para lo que se precise. ¿Cantaré también el himno de Mameli [2] al comienzo de las celebraciones?

Espero el 25 de abril con el mismo espíritu con el que espero la Misa de Pascua del Papa Francisco.

A pesar de mi ateísmo, me hizo bien escuchar a Francisco la otra noche en la plaza desierta. Con el mismo espíritu participaré de la manifestación virtual del 25 de abril. La divinidad que adoran los demócratas es tan ilusoria como el dios de Francisco, pero me hará bien sentir la cercanía de un millón de personas.

11 de abril

En via Castiglione, en las colinas de Bolonia, a dos kilómetros del centro de la ciudad, alguien filmó una jabalina seguida de seis pequeños jabalíes.

En Bruselas, los holandeses reiteran que quien necesite dinero debe firmar una letra de cambio que diga: pagaré. Italia estuvo de acuerdo con los holandeses cuando en 2015 se trataba de imponer a Grecia el respeto por la ley del acreedor. Hoy es comprensible que Italia quiera evitar el tratamiento que se le infligió a Grecia. Pero las nociones de deuda y de crédito parecen hoy bastante incoherentes. La insolvencia está destinada a destruir el sistema de comercio. Aquí también: there is no alternative.

Hablando de Grecia, en julio Stella y Dimitri nos esperan en la islita esporádica. Desde hace más de diez años alquilamos una casita en medio de los olivos. ¿Qué será del verano, de los viajes, del mar? Con Billi rondamos el tema con cautela. Tal vez no haya viajes este verano.

12 de abril 

Después de las descortesías explícitas de Rutte y de Hoekstra, la Sra. Ursula intenta endulzar la píldora para los italianos que están muy irritados por la avaricia un tanto ofensiva de los holandeses.[3] ¿Otorgarán un MES[4] sin condiciones? ¿De coronabonos no se habla?

En una cosa, sin embargo, están todos de acuerdo: no debe hacerse borrón y cuenta nueva del pasado. Escuché decir esto varias veces a los negociadores europeos.

¿Por qué un borrón y cuenta nueva les parece a todos una cosa mala? Quizás sería mejor resignarse al borrón y cuenta nueva. «Chi ha avuto ha avuto ha avuto / chi ha dato ha dato ha dato / scurdammoce ‘o passato / simm’e Napule paisà» («Quién ha tenido, ha tenido, ha tenido / quien ha dado, ha dado, ha dado / olvidemos el pasado / somos de Nápoles, paisano»): la profunda sabiduría de estos versos napolitanos es incomprensible para los economistas.

14 de abril

El viejo socialista Rino Formica, en una entrevista publicada por Il Manifesto, observa que no debemos creer que en este momento sobrevivir sea más importante que pensar, como sugiere el lema latino primum vivere deinde philosophari («primero vivir, después filosofar»). Si no filosofamos, analiza el sabio Formica, corremos el riesgo de no saber qué decisiones tomar para, luego, vivir.

Marco Bascetta, por su parte, siempre en el Manifesto, publica una reflexión (confusa pero intrigante) sobre el mismo lema latino, ligeramente modificado: «primum vivere deinde laborare». Y con justeza observa que sin vida no hay mercado.

Agamben ha escrito varias veces que, en nombre de la nuda vida, estamos dispuestos a renunciar a la vida, y me viene a la mente otra máxima latina, que siempre preferí a la mencionada por Formica: navigare necesse est, vivere non est necesse («navegar es necesario, vivir no es necesario») ¿Para qué vivimos si no somos ya capaces de navegar?

Por segunda vez, el Presidente de los Estados Unidos ladra amenazando con suspender o cancelar el financiamiento para la Organización Mundial de la Salud porque dice que reaccionó lenta y equivocadamente ante el advenimiento de la pandemia, o quizás porque tomó una posición pro-China. También amenaza subrepticiamente con echar al experto más respetado del sistema de salud estadounidense, el virólogo Anthony Fauci.

Desde su país en los últimos días han llegado fotos de sacos que contienen cadáveres, que terminan arrojados a fosas comunes excavadas para aquellos que no tienen siquiera los medios para permitirse un funeral y una sepultura. Esto, cerca de la metrópoli cosmopolita de Nueva York. Muchos se escandalizaron, pensando que se trata de una consecuencia del virus maldito, que obliga a los estadounidenses a renunciar a los debidos funerales y al respeto por los fallecidos.

Error.

Esas fotos no son una noticia, no tienen mucho que ver con la epidemia.

En ese país, de hecho, aquellos que no tienen nada y mueren como perros generalmente son sepultados de esa manera, por sepultureros que están detenidos en alguna prisión, en una fosa común en la periferia fétida de una ciudad muy rica. Esa es la normalidad a la que muchos desean rápidamente volver.

Fosas comunes en Nueva York. Foto: Reuters.

15 de abril

En California, grupos de personas sin casa ocupan departamentos y casas en venta que, en este punto, nadie nunca comprará. Noticia reconfortante. En Lagos, los ciudadanos de algunos barrios se arman para defenderse de hordas de ladrones que por las noches entran a robar en donde se pueda robar, aprovechando el toque de queda. Noticia inquietante.

Pero quizás se trata de la misma cuestión; quizás se trata de que, en tiempos como estos, en tiempos como los que se preparan, la propiedad privada se convierte en algo inestable, débil, frágil. En algo retorcido.

Leído en Facebook:

«Qué feo clima se ha creado.

Salís con barbijo y guantes para comprar comida o periódicos, prestá atención, todos se miran con sospecha entre sí y si alguien se acerca demasiado hay una actitud de pánico casi de terror.

Si salimos de este virus, ¿saldremos también de este comportamiento?

No lo sé.

¿Nos miraremos torcido para siempre?»

Notas

[1] Como hard-headed significa «pragmático», «racional», «sensato» (y no «cabeza dura», como sería si se tradujera literalmente), es difícil mantener el juego de palabras del inglés. Algo aproximado sería «Tener cabeza fría no es tener corazón frío», pero parece preferible una traducción más ajustada al sentido que a la estructura de la ocurrencia [N. del T.].

[2] Il Canto degli Italiani (Canto de los italianos), compuesto en 1847, es conocido también como Fratelli d’Italia (Hermanos de Italia) por su primer verso e Inno di Mameli (Himno de Mamelli) por el nombre del autor de su letra, Goffredo Mamelli. Durante el régimen de Mussolini, fue utilizado entre otros cantos por las organizaciones antifascistas, en contraposición a los himnos oficiales, y en la Segunda Guerra Mundial fue particularmente adoptado por los partisanos junto a canciones como Fischia il vento y Bella ciao. Desde 1946 es el himno nacional de la República de Italia. [N. del T.]

[3] Las alusiones son a Mark Rutte, primer ministro holandés, Wopke Hoekstra, ministro de finanzas holandés, y Ursula Von Der Leyen, actual presidenta de la Comisión Europea. [N. del T.]

[4] El Mecanismo Europeo de Estabilidad, también llamado Fondo salva-Stati (Fondo salva-Estados), es un organismo mutigubernamental regional, fundado en 2011 para asistir económicamente a los Estados de la Eurozona con dificultades financieras. [N. del T.]

*El artículo original fue publicado en Nero Editions. Traducción para Sangrre de Emilio Sadier.

TÍTULOS RELACIONADOS

  • FUTURABILIDAD

    FUTURABILIDAD

    $29,000
    COMPRAR (ARG)
  • ¿HAY MUNDO POR VENIR?

    ¿HAY MUNDO POR VENIR?

    $28,600
    COMPRAR (ARG)
  • FENOMENOLOGÍA DEL FIN

    FENOMENOLOGÍA DEL FIN

    $35,000
    COMPRAR (ARG)

UN NUEVO ORDEN EN LOS CUERPOS

UN NUEVO ORDEN EN LOS CUERPOS

La foto pertenece a una fiesta en casa de Sara Torres en los años 80 (autor desconocido). Archivo personal de Osvaldo Baigorria.

Por Osvaldo Baigorria 

Si el SIDA vino en el pasado a coronar el reflujo de la revolución sexual, el coronavirus –que no es solo un virus sino un discurso, un dispositivo, una orden médica y un orden social– parece haber llegado para consagrar en su trono al régimen de aislamiento físico que prescribe la economía de la precarización y la política de vigilancia digital masiva, un régimen que estaba siendo perforado en los últimos años por protestas y revueltas callejeras de cuerpos que se encontraban, se mezclaban, se abrazaban y se deseaban en público. Es lo que se me ocurre mientras termino de tipear antiguas cartas que me enviara Néstor Perlongher de fines de los setenta a mediados de los ochenta para una futura reedición del libro Un barroco de trinchera, como parte de los trabajos que organizan mis días durante la clausura impuesta por la plaga. 

Una coincidencia significativa: el covid-19 irrumpe tras el reguero de insumisiones de 2019. Aún sin abonar a ninguna de las ideas conspiranoicas en boga –desde aquellas que lo imaginan como arma biológica china, norteamericana, rusa, etc., hasta las que especulan con que pudo haberse fugado involuntariamente de un laboratorio en el que se experimentaban vacunas con animales–, sigue siendo llamativa esa irrupción de una pandemia que obliga al encierro justo a fines de un año récord en la expresión del descontento social en las calles. Recordemos: los detonantes fueron diversos y los sujetos heterogéneos, desde las protestas en Hong Kong por la ley de extradición que pretendió imponer Pekín, hasta el desacato masivo ante el aumento en la tarifa de transporte en Chile, pasando por la rebelión fogoneada por la eliminación de subsidios al combustible en Ecuador y las manifestaciones contra el alza de precios de combustibles en Francia, las movilizaciones contra la intención de cobrar llamadas de voz por whatsapp en Líbano, las protestas por las condenas a dirigentes independistas de Cataluña, las rebeliones en Irak y en Haití y las demandas en Colombia por mejor transporte público y contra la corrupción, sin dejar de mencionar (last but not least) las manifestaciones contra los femicidios y la opresión patriarcal que llevaron a la calle a millones de mujeres y sujetos no binarios alrededor del mundo. Todas tuvieron en común la insumisión expandida desde las demandas iniciales hacia un rechazo general del autoritarismo, la violencia represiva y las condiciones de vida global bajo el capitalismo, sea en su versión más neoliberal o estatizada.  

De ese 2019 en revuelta se pasó a la cuarentena, el toque de queda, el aislamiento obligatorio, el estado de sitio virtual que asumió diferentes formas y grados en distintos países, también con el denominador común de censurar el encuentro grupal en la calle y encerrar a las personas en sus casas o en pequeños enclaves de aislamiento “comunitario”. Siguiendo la orden médica de evitar el contacto físico y el orden social propalado por los medios paranoicos de difusión, las poblaciones de diversas zonas fueron recluidas de golpe. El SIDA llevó más tiempo, tanto de contagio como de implantación de su dispositivo de control, en instalarse.

Las palabras de Perlongher resuenan como una voz de ultratumba mientras digitalizo sus cartas o las encuentro en diversos textos de los años ochenta: “Con el episodio del SIDA se estaría dando una expansión sin precedentes de la influencia y del poder médicos, gracias a la caja de resonancia de los medios de comunicación. Ese discurso sonorizado y repetido consiste en complacer a las masas, que en la obsesión por la salud se desesperan procurando delegar sus fantasmas cotidianos. Como parte de un programa global de `medicalización´ de la vida –que, en última instancia, sería en sí misma una `enfermedad´– la medicina confisca y se apropia de la muerte, proveyendo respuestas tecnocráticas a miedos ancestrales y vendiendo sutilmente una ilusión de inmortalidad”. Esto último también formó parte de su libro O qué é o AIDS, de 1987, publicado como El fantasma del SIDA en Buenos Aires en 1988.

Pienso en las obvias diferencias y en las no tan obvias semejanzas: con el coronavirus ya no se trata de prohibir el contacto entre ciertos órganos –ano, boca, vagina, pene sin envoltorio– sino todo contacto físico; ya no es el semen y la sangre sino hasta la saliva y la piel lo que cae bajo la prohibición; ya no son algunas prácticas y ciertas minorías sino la población entera la que es situada y sitiada bajo control institucional. El SIDA vino en su momento a poner un punto final a la orgía y la fiesta del apogeo de la revolución sexual que –con todas sus contradicciones, sus desigualdades y sus formas de decadencia– supo sacudir las costumbres en los años 60 y 70. Esa fiesta ya había comenzado su reflujo por saturación y mercantilización de los laboratorios de experimentación sexual que fueron los saunas y otros espacios, y por el refugio en la castidad de la relación monogámica seriada. Las prácticas de safe sex dispuestas por orden médica y por el pánico que causaron las millones de muertes por VIH vinieron a reforzar el recogimiento, la vuelta al hogar, el anatema contra la promiscuidad y la dilución de las disidencias sexuales en una vida social normalizada. Se habría cumplido así el programa que describió Foucault, con una expansión del dispositivo discursivo de sexualidad hasta los rincones, poros y agujeros más íntimos de un cuerpo que de pronto se vio obligado a ser éxtimo, visible, disciplinado. Pero también se habrían apuntalado las bases de las sociedades de control que pensaron Deleuze y Guattari.  

Ya en las primeras décadas del siglo XXI, la extensión de la vigilancia digital mediante dispositivos móviles a toda la población daría una vuelta de tuerca radical a esa voluntad de control, refinada a un punto inédito en el capitalismo de Estado chino, según las conocidas descripciones de Byung-Chul Han. Las pandemias tienen el paradójico efecto de desnudar –al mismo tiempo que pueden cubrir bajo un manto de olvido– nuestras miserias cotidianas. No solo la desigualdad entre quienes pasan la cuarentena a lo grande en casas solariegas con amplios jardines y quienes se hacinan entre oscuras paredes o aun sin techo; también las tensiones entre seguridad y libertad, entre la demanda de protección estatal y el deseo de fuga. Quizá las poblaciones precarizadas no saben autoprotegerse lo suficiente como para evitar la captura dentro de regímenes autoritarios que ordenan y aíslan a las personas, y que las vuelven más individualistas y recelosas del cuerpo del prójimo. Quizá esta sea una oportunidad para inventar formas de perforar el encierro y el telecontrol, como propone el precioso Preciado, apagando los móviles, desconectando internet, haciendo un gran blackout

¿Se podrá? Los hábitos tienden a ser resilientes. Cierto es que exponerse a un contagio por ciega oposición a la autoridad puede ser suicida (tal vez Perlongher descuidó su cuerpo deseante en la vorágine de los encuentros promiscuos de los años 80 en Brasil, luego del congelamiento de la dictadura argentina en los 70, para morir trágicamente con SIDA a principios de los 90). Cierto es que, si hoy circula un virus que contagia más rápidamente que el VIH, habría que evitar su propagación sin entrar en pánico y con información fiable a mano para las necesarias medidas de autocuidado. Y cierto es que las cuarentenas pueden funcionar bien en cuanto a reducción del número de víctimas fatales y de sustento de los frágiles sistemas de salud pública. Aun así, la protesta sorda contra las condiciones de vida debería hacerse oír: todas –algunas más que otras– somos víctimas fatales de un nuevo orden de los cuerpos que nos vigila, nos acecha y nos disciplina, más allá, antes y después de la aparición del coronavirus. Un nuevo orden al que hemos consentido y acatado sin chistar –o con chistidos no lo bastante fuertes y audibles– en la ilusión de mantenernos hiperconectados a distancia. Una distancia no menor a dos metros, de preferencia entre cuatro paredes, ya no del trabajo a casa y de casa al trabajo, sino con el trabajo, el desempleo, el ocio forzado y la psicosis en casa. 

Crédito de la foto: Ana Portnoy

OSVALDO BAIGORRIA

Nació en Buenos Aires en 1948. Entre 1974 y 1993 vivió en Perú, Costa Rica, México, Estados Unidos, España, Italia y Canadá, desempeñándose en este último  país como sembrador de árboles, traductor y asistente en programas de ayuda a refugiados de la Argenta Society of Friends y miembro cofundador de una comunidad rural en los bosques al oeste de las  Montañas Rocosas. También recibió becas de estudios para desarrollar proyectos de investigación sobre narrativas aborígenes, minorías y medios de comunicación. Escribió y colaboró en diversos medios, entre ellos las revistas Ñ, Crisis, Cerdos & Peces, El Porteño, Ajoblanco, Mutantia, Uno Mismo, Página/30 y en los diarios Página/12, Perfil, El Independiente y El Mundo. Publicó, entre otros libros, En pampa y la vía, Correrías de un infiel, Sobre Sánchez, Poesía estatal y Cerdos & porteños. En la actualidad es docente universitario, titular de cátedra en la carrera de Comunicación, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.

TÍTULOS RELACIONADOS

  • UTOPÍA QUEER

    UTOPÍA QUEER

    $34,000
    COMPRAR (ARG)
  • POSTALES DE LA CONTRACULTURA

    POSTALES DE LA CONTRACULTURA

    $25,000
    COMPRAR (ARG)
  • LLÉVATELA, AMIGO, POR EL BIEN DE LOS TRES

    LLÉVATELA, AMIGO, POR EL BIEN DE LOS TRES

    $24,500
    COMPRAR (ARG)