PROMESA Y PRECARIEDAD. SOBRE LAS ECONOMÍAS DEL ARTE

PROMESA Y PRECARIEDAD. SOBRE LAS ECONOMÍAS DEL ARTE

Laura Codega, L´Arte e la Vanitá, Video 19´29”. Proyección en Bellos Jueves, MNBA, 2015.

Por Guadalupe Chirotarrab 

En Sonidos de marte. Una historia de la música electrónica, de Davis Stubbs, me encontré con una interpretación alternativa del nacimiento de la ciencia moderna entre el futurismo y el ocultismo. Al parecer, Newton estaba más interesado en la alquimia que en la ley de gravedad, hecho que habría encajonado durante años sus descubrimientos científicos. 

Sin intención alguna de comparar aportes tan disímiles, esta curiosidad me interpeló especialmente a raíz de los motivos que casi mantienen mi tesis de maestría en historia del arte argentino y latinoamericano durmiendo para siempre en un disco rígido externo. Si bien el mundo post-covid me encontró mucho más ocupada produciendo beats con el Ableton Live que pensando en editar la tesis en una clave ensayística más amigable, la hiperprecariedad generalizada y las discusiones entre artistas y curadorxs suscitadas a raíz de la profundización de la crisis reactivó mi necesidad de compartir aquello que había investigado y encarnado en mi vida social y profesional durante los últimos quince años.

Muchas ideas en torno al valor del arte orbitan bajo un manto de misterio. Y no sólo porque históricamente el arte haya estado asociado a la magia o la alquimia. Entre los intercambios económicos que involucran lo artístico, abundan la incertidumbre, la disconformidad y los malos entendidos. Su valoración conforma un ámbito de disputa y malestar, sobre todo para quienes producen lo que es susceptible de ser juzgado, cotizado y precarizado junto a su propia identidad. La autoexposición está cada vez más arraigada en la producción “creativa”, generando una fusión ineludible entre lo que se hace y lo que se es.

En 2016, mientras esbozaba unas primeras hipótesis para aquella tesis, publiqué un artículo titulado “Las nuevas economías de arte” con una bajada que ponía el foco en la dimensión laboral del arte: Artistas visuales, trabajadores invisibles o lumpen emprendedores. En ese entonces, mi perspectiva –de cuño marxista– no dejaba dudas de mi convicción sobre la necesidad de pensar a les artistas como trabajadorxs en una Argentina cuyo flamante presidente venia a promover entre globos amarillos las supuestas virtudes del emprendedorismo. Dos años más tarde, defendí ante la UNSAM, esta investigación enfocada en el trabajo artístico contemporáneo en Buenos Aires, aunque la hipótesis era más conflictiva. Hay una paradoja intrínseca en la relación entre el arte y el trabajo: el arte es un trabajo y, a la vez, no lo es. Les artistas pueden (y requieren) autopercibirse como trabajadorxs pero, a su vez, deben problematizar esa condición para que sus prácticas tengan al menos la posibilidad de cuestionar y, en el mejor de los casos, reconfigurar formas productivas y vinculares preestablecidas. Me refiero tanto a los modos en los que se despliegan las prácticas laborales y no laborales (es decir, la vida) como a los principios que determinan el parentesco entre humanxs, no humanxs y su relación con el planeta. 

Lo cierto es que mientras el arte sigue conformando una esfera autónoma cuya independencia de lo económico aparece como condición para el despliegue de su propio lenguaje, la práctica artística deviene –de hecho– trabajo, al integrar una red de intercambios sociales, monetarios y simbólicos que rigen su circulación y le otorgan visibilidad (y sentido) ante los públicos que lo consumen como “bien cultural”. En cualquier caso, pensar que estas cuestiones se resuelven mediante la definición de si el arte es o no es un trabajo, o si el arte deiera considerarse de manera taxativa autónomo o heterónomo no parece ser el camino más fructífero. De aquí en más, hago una introducción de Promesa y precariedad, mi pesquisa sobre el trabajo artístico visual en Buenos Aires entre los años 2003 y 2015, que será publicada próximamente en forma digital, independiente y bajo distribución gratuita “on demand”.

Convocatoria Trabajadorxs de artes visuales (TAV), abril, 2020.

Puesta en contexto 

La inestabilidad laboral de les trabajadorxs en las economías centrales suele vincularse con las transformaciones provocadas por el posfordismo y las políticas neoliberales implementadas desde la década del setenta. La situación también caracteriza a los circuitos laborales del arte, que en Latinoamérica adquiere particularidades propias: la condición periférica, la inestabilidad política provocada por las dictaduras, la implementación de modelos económicos excluyentes basados en la primarización de la economía, la desindustrialización y la acumulación centrada en el capital financiero. De allí surgen las profundas desigualdades sociales y económicas, el desinterés de los gobiernos neoliberales por la cultura y la consiguiente ausencia de instituciones públicas y privadas con recursos suficientes para el desarrollo de las artes.

En las últimas décadas del siglo pasado, la hiperactividad de las escenas culturales y el auge del mercado global del arte suscitaron múltiples discursos en torno a la profesionalización de les artistas visuales y agentes culturales, específicamente de aquellxs jóvenes con expectativas de acceder a sus redes institucionales y comerciales. El punto de partida de mi trabajo fue la necesidad de indagar en los factores que propician la invisibilidad del arte visual como trabajo, justamente en un contexto de creciente desarrollo e institucionalización de las artes.

Hay una paradoja intrínseca en la relación entre el arte y el trabajo: el arte es un trabajo y, a la vez, no lo es. Les artistas pueden (y requieren) autopercibirse como trabajadorxs pero, a su vez, deben problematizar esa condición para que sus prácticas tengan al menos la posibilidad de cuestionar y, en el mejor de los casos, reconfigurar formas productivas y vinculares preestablecidas.”

La historia local es conocida: tras la vuelta de la democracia en Argentina, la continuidad de políticas privativistas, de endeudamiento y desmantelamiento del Estado provocaron altísimos niveles de pauperización en todo el país. Durante el período de reestructuración económica, iniciado en 2003 bajo la presidencia de Néstor Kirchner, las condiciones de la escena cultural de Buenos Aires y las búsquedas de les artistas de la década anterior, cuya actitud parecía anti-instrumental respecto de los mercados promulgados por la economía neoliberal, cambiaron significativamente. La investigación se asienta en una etapa caracterizada por una evidente expansión institucional, educacional y comercial del arte, en la que se rescatan algunas claves del posicionamiento de les artistas y agentes culturales jóvenes. En estas nuevas emergencias y en sus tensiones, radica la potencia de este periodo para reflexionar sobre las relaciones entre la práctica artística y el trabajo.

Oficina de Legales, proyecto de Francisco Marqués, Leandro Tartaglia y Santiago Villanueva, 2011.

Líneas de discusión 

A continuación, comparto una serie de preguntas que surgieron entre la enunciación de una promesa, cuyas líneas de fuga devienen riendas de las vidas de múltiples artistas y agentes culturales, y la experiencia colectiva de precariedad que suele acompañar estos caminos. Bajo una perspectiva que podría enmarcarse entre la sociología y la historia del arte, el libro se despliega a partir de un mapa económico de los espacios de exhibición junto a los testimonios y obras de diversxs protagonistas del medio para vislumbrar una etnografia de la escena artística local de principios del siglo XXI. Aquí esbozo algunos supuestos y conclusiones que suscitó ese estudio de campo.

Hay una contradicción esencial en la relación entre el arte y el trabajo que no sólo se vislumbra en la coexistencia de una tendencia hacia la profesionalización del arte y la profundización de la precariedad de las condiciones laborales de los artistas. Sus contrasentidos afloran en los discursos, imaginarios y comportamientos de quienes protagonizan los ámbitos de intercambio simbólico y monetario que integran las redes del arte por las cuales circulan sus cuerpos, fuerza laboral, afectos, objetos, conocimiento y dinero.

1. ¿No es la demonización del mercado del arte en simultáneo al anhelo de pertenecer sólo un síntoma de las contradicciones que rigen la maquinaria productiva del arte?

2. El ideal de un arte autónomo y de una figura de “artista genix” cuyo hacer estaría eximido de las exigencias de la economía, ¿no resultó funcional al avance del capitalismo tardío, volviendo sus producciones más rentables para las altas esferas de la escena y, a su vez, ocultando la condición laboral de la gran mayoría de los artistas? 

3. ¿Cómo dar lugar a un pensamiento sobre las prácticas artísticas a partir de la indefinición entre el trabajo y la vida cotidiana, en un contexto de creciente mercantilización de la experiencia, la sociabilidad y el conocimiento? 

4. La autogestión, el manejo del tiempo propio, la flexibilidad y la instrumentalización de los vínculos sociales son algunos de los factores que aportan a una redistribución indiferenciada entre el tiempo de trabajo y el tiempo libre. Lejos de ser homogénea, la labor artística se transformó en una trama articulada por capacidades diversas que ya no estarían acotadas a dimensiones formales, materiales, técnicas y conceptuales. La práctica artística puede verse como una forma modélica de trabajo inmaterial, actividad productiva que bajo la administración del tiempo propio y la hiperconectividad de las redes digitales, desdibuja su condición laboral hasta la autoexplotación. 

5. Las expectativas de tener una vida de mayor libertad, autodeterminación y satisfacción personal asociada a la práctica del arte junto a la idea de que las instituciones y ciertos espacios de exhibición proveen legitimidad, prestigio y reconocimiento invisibiliza la relación que tienen les artistas con sus propias prácticas laborales. De allí se desprende una relación ambigua entre lo redituable, lo productivo, el uso del tiempo, lo deseable, las ambiciones y la búsqueda de bienestar. 

6. La progresiva expansión de incumbencias del trabajo artístico desde los años sesenta, determinó un reposicionamiento de les artistas cuyas subjetividades podrían pensarse a partir de modelos de identidad múltiple, en los que conviven el imaginario de un tipo singular de trabajadorx con el de unx creadorx libre. Les artistas contemporáneos encarnan, a la vez o intermitentemente, el trabajo de gestorxs, empresarixs, trabajadorxs autónomxs (y precarizadxs) de la cultura, genixs o bien, buscadorxs de intensidad bajo la promesa de la vida artística en tanto existencia multifacética. 

7. La naturalización del trabajo inestable, no remunerado, así como la autoexplotación de les artistas y agentes culturales puede vincularse también a la confianza en los resultados de la hiperproductividad, la ambición de éxito y a aquellos aspectos no reductibles a las categorías materiales del mercado, bajo los que se erige el carácter “invaluable” del arte: es decir, su sacralización. Si pensamos en una concepción contemporánea del arte como religión pareciera estar más vinculada a su dimensión social que a las atribuciones adjudicables a las obras y prácticas del arte como portadoras de un saber o de una capacidad transformadora. 

8. El arte contemporáneo implica una promesa asociada a su socioecosistema, un culto basado en la asociación entre la vida artística y “la felicidad”. Esta “promesa” rige las fantasías y expectativas que circulan en las escenas artísticas y habilita la devoción por lxs artistas y sus formas de vida. 

9. Ante la ausencia de políticas públicas promotoras de las artes visuales y un mercado del arte consolidado, la tendencia hacia la profesionalización del arte en Buenos Aires estuvo más ligada al acceso a un ámbito de pertenencia, sociabilidad, afecto y legitimidad que a una práctica asociada a la manutención. La profesionalización artística permite formar parte de un sistema de intercambios que da existencia, sentido y un supuesto goce social, pero no necesariamente a la circulación de dinero. 

10. La obediencia que muchas veces normaliza las vidas profesionales de les jóvenes aspirantes a los escasos espacios que legitiman y otorgan valor a sus prácticas, con todo, no garantiza su reconocimiento simbólico ni monetario. Sobre este escenario local, no sorprende que tantas derivas artísticas devengan, entonces, carreras alienadas hacia lo que no se tiene o lo que es difícil –e incluso imposible– de obtener para la gran mayoría. En definitiva, son los sectores socioeconómicos más acomodados, en su mayoría rentistas, los que están en condiciones de dedicarse al trabajo artístico como primera fuente de ingresos.

Coda 

Cabe aclarar que el texto a publicarse fue corregido en un mundo radicalmente transformado con respecto al momento en que fue escrito (entre 2016 y 2018). Es sabido que la propagación del Covid-19 generó una crisis global inusitada, cuyas consecuencias aún se despliegan, además, bajo la completa incertidumbre que afecta nuestro cuerpo social, económico, político, afectivo, y simbólico.

La pandemia afectó a las escenas artísticas no sólo en lo que respecta al mercado de obras de arte, cuyo debilitamiento en circuitos tan pequeños como el local empobreció infinidad de proyectos y vidas individuales. Una de las condiciones más significativas fue la reducción de la infraestructura que sostenía la circulación de las prácticas artísticas, que va de las exhibiciones y sus canales de distribución -museos, galerías, ferias de arte- a los encuentros sociales que expandían, completaban y, en muchos casos, daban sentido a los diversos hechos artísticos.

Que las estructuras, e incluso las motivaciones, del ámbito laboral del arte quedaran suspendidas por un largo período (con vistas a que algo similar vuelva a suceder en futuros rebrotes pandémicos) opera tanto sobre nuestras vidas, como sobre los sistemas de creencias y valoración del arte. Sin embargo, justamente en este contexto excepcional reaparecieron las discusiones: a un mes del inicio del confinamiento en Argentina (abril de 2020), una agrupación de artistas convocó a un paro. No era un paro cualquiera, sino uno asociado al trabajo que circulaba online, en un momento en el que el tiempo laboral y el tiempo libre (cuya relación reaparece una y otra vez en la investigación) están más indiferenciados que nunca. A partir de la gratuidad de los contenidos que circulan por Internet se renovaron las discusiones también sobre el ámbito editorial, la música y otros circuitos culturales que nuclean a les productorxs que comparten sus imágenes, sonidos y textos. Así fue que saltó a la vista una vez más, y en plena pandemia, la disputa que hace tiempo parece irresoluble entre los términos del arte y del trabajo.

“En las últimas décadas del siglo pasado, la hiperactividad de las escenas culturales y el auge del mercado global del arte suscitaron múltiples discursos en torno a la profesionalización de les artistas visuales y agentes culturales, específicamente de aquellxs jóvenes con expectativas de acceder a sus redes institucionales y comerciales. El punto de partida de mi trabajo fue la necesidad de indagar en los factores que propician la invisibilidad del arte visual como trabajo, justamente en un contexto de creciente desarrollo e institucionalización de las artes.”

¿En qué posición quedan aquellos esfuerzos manifestados incluso en forma de deseo o, también, bajo un manto de la religiosidad, asociados a las expectativas de acceder a esa vida excitante (y autoexplotada) de la “escena artística”? ¿Qué sucede cuando el entorno que operaba como objeto de adoración deja de ser atractivo o, simplemente, deja de existir? Si la inversión del tiempo y recursos propios de les artistas que iban tras la búsqueda de pertenencia a un universo prometedor ya conllevaba una expectativa de bienestar económico que difícilmente llegaba, en este nuevo mundo, ese camino parece todavía más remoto. 

Así como las primeras teorías más optimistas sobre la pandemia planteaban la posibilidad de que el neoliberalismo encontrase un límite a su voracidad extractiva, podríamos pensar que esta crisis transforme nuestras miradas sobre el trabajo artístico para practicar relaciones más equitativas entre les agentes culturales, artistas e instituciones. Estas nuevas condiciones podrían ser fisuras por donde reencausar el uso y el valor del tiempo -ya transformado en sí mismo por el aislamiento- y desplazar del centro del horizonte la adoración vacua para que surja aquella potencia inexplicable que le queda al arte. Sería hermoso poder confiar en que esa fuerza sea capaz de encauzar los intercambios y la circulación de otros modos de valoración que abran nuevas formas de lo posible, una vez más, reconfigurar nuestras formas de vida.

Guadalupe Chirotarrab (Buenos Aires, 1978) Es arquitecta por la Universidad de Buenos Aires, curadora y música. Obtuvo una Maestría en Historia del Arte Argentino y Latinoamericano en la Universidad Nacional de San Martín. En 2017 integró el Departamento de Curaduría del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Curó exhibiciones en instituciones y espacios de Buenos Aires, Tucumán y Miami, entre ellas, El cuerpo de una colección – curada junto a Federico Baeza-, muestra permanente de la Fundación Federico Jorge Klemm, Buenos Aires. Entre 2009 y 2013 dirigió la Galería Foster Catena. Publicó artículos y reseñas sobre arte para medios tales como el suplemento Radar de Página/12 y Otra Parte Semanal. Formó parte de diversos jurados de artes visuales. Se desempeñó como docente de asignaturas relacionadas con la teoría del diseño, la arquitectura y el arte en la UBA, la Universidad Nacional de las Artes y en instituciones privadas nacionales. En 2015 obtuvo una Beca de investigación del Fondo Nacional de las Artes. En 2013 participó en el Programa de Artistas de la Universidad Torcuato Di Tella y en 2016 fue Agente del Centro de Investigaciones Artísticas. 

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AISLADOS EN NUESTROS SILENCIOS. EDWARD HOPPER POR WIM WENDERS

AISLADOS EN NUESTROS SILENCIOS. EDWARD HOPPER POR WIN WENDERS

¿Qué poética pueden tener un común un pintor dedicado a retratar el aislamiento como Hopper y un cineasta que captura con delicadeza las subjetividades contemporáneas como Wenders? En este texto, incluido en Los píxels de Cézanne (Caja Negra, 2016), el director de Las alas del deseo y París, Texas vuelca sus impresiones sobre el realismo norteamericano de Hopper y sobre cómo a través de sus pinceladas lograba condensar la esencia de la soledad para reconocer la gravitante influencia que tuvo en su cine. 

Retomando la larga tradición del viaje inmóvil, les ofrecemos aquí un recorrido visual para hacer desde sus casas por la obra de Hopper acompañado por la interpretación de un admirador como Wenders, quien confiesa que en su juventud llegó incluso a copiarle algunos encuadres. Esta es una invitación a observar sus cuadros como escenas inquietantes, con sujetos que están a la espera de un suceso o que parecen detenidos justo después de que algo haya ocurrido. Retratan esa calma sospechosa que nos empuja a completar con nuestra imaginación el fuera de cuadro. ¿Pueden leerse las pinturas? ¿Es Hopper un narrador?

Wim Wenders en la exposición Edward Hopper de la Fundación Beyeler. Suiza, enero del 2020. Imagen: AFP

FOTOGRAMAS DE UN SUEÑO AMERICANO 

Por Wim Wenders

 

Un volumen gordo y pesado. Ese era mi libro de cabecera para todo lo relacionado con Edward Hopper. El libro tenía reproducciones de sus principales cuadros y había sufrido varias mudanzas, pero lo que más había padecido era el rodaje de El amigo americano (1976), porque en aquella época mi camarógrafo Robby Müller y yo sentíamos tal fascinación por Hopper que cargábamos a todas partes las reproducciones de esos cuadros y los tomábamos de modelo para muchos encuadres. Incluso arrancamos varias páginas y las clavamos en las paredes de los hoteles y de las oficinas de producción y, si bien después las volvimos a pegar en el libro, los agujeritos que dejaron las chinchetas todavía son testigos del “maltrato” que sufrió el pobre tomo.

 

Ese libraco dio todo lo que tenía para dar. Ahora, sobre mi escritorio, veo un estuche precioso, macizo, con cuatro tomos encuadernados en lino que contienen toda la obra de Hopper: en el volumen i está su obra gráfica, excepto las aguafuertes que ya habían sido publicadas con anterioridad; en el volumen ii, todas sus acuarelas; en el iii, todas las pinturas al óleo; y el iv, un tomo pequeño, es un cd-rom con el catálogo razonado, que es fantástico para deambular libremente por su obra y visualizar la historia de las exposiciones y la bibliografía de cada imagen. Además, se incluye por primera vez una edición tanto facsímil como transcripta del cuaderno de bitácora que iba haciendo la mujer de Hopper, Jo, también pintora, sobre cada pintura de su pareja.

 

La editora de esta obra completa es Gail Levin (que además se dedicó, desde 1976, a armar una extensa biografía del pintor que luego fue publicada por Knopf en Nueva York bajo el título Edward Hopper, an Intimate Biography). El primer tomo ya me da una gran sorpresa: no sabía que Hopper había tenido que subsistir en gran parte con trabajos por encargo hasta fines de la década del 20, es decir, hasta pasados sus cuarenta años. (¡En sus primeros veinte años de carrera solo vendió una obra al óleo!) Ilustraba libros, hacía anuncios para periódicos, folletos publicitarios, afiches y portadas para todo tipo de revistas. Al hojear esos trabajos industriales y mayormente anónimos recuerdo que en esa misma época vivía otro artista estadounidense que también tenía que mantenerse a flote con trabajos muy parecidos: Dashiell Hammett. Hammett escribía textos publicitarios y eslóganes, y sus primeros relatos breves se publicaron justamente en ese mismo formato de novelas baratas y ediciones pulp que ilustraba Hopper. Algunas de sus pinturas de asaltos a bancos, persecuciones en coche o peligrosas jóvenes pistola en mano (¡casi siempre al óleo!) podrían haber ido muy bien con las historias de “Continental Op”, un precursor de Sam Spade concebido por Hammett. Y, si se quiere, en esos encargos ya se pueden reconocer algunas características básicas de la firma de Hopper: la limitación a lo esencial; la simplificación (en particular de los fondos) a estructuras más bien planas y el aislamiento de las figuras humanas. 

 

Así como el estilo literario de Hammett estuvo pautado por la síntesis y la condensación, los principios de Hopper también podrían ser entendidos desde los comienzos en ese contexto ultraestadounidense de la publicidad. Además, desde esa perspectiva parece muy lógico que la generación de la nueva vanguardia del arte pop lo haya celebrado como un pionero cuando promediaba el final de su carrera, es decir, cuando Hopper tenía más de 80 años y después de que hubiese sufrido, durante décadas, reiterados hostigamientos por ser tildado de anticuado, conservador y de volcarse a lo figurativo. 

 

Hopper seguía pintando sus cuadros mágicos y figurativos sin dejarse perturbar por lo que ocurría a su alrededor, donde las corrientes estéticas iban y venían. A él lo tenía sin cuidado cómo pintaran los demás. Tampoco le molestaba que existiera la fotografía. En el fondo, pintaba contra ella. Ya por entonces pintaba como si supiera que la realidad física de las cosas solo podía existir y perdurar en el lienzo de un pintor y en ningún otro lado, por eso condensó esa realidad al máximo: sus cuadros son imágenes como cantos rodados. Imágenes amuralladas. Imágenes asfaltadas. Imágenes acristaladas. Los paisajes de nieve están muy próximos a Magritte, que también fue un pintor que amuralló la realidad pero de un modo muy distinto al de Hopper. Hopper trabajaba en la condensación para que algo sobreviviera y perdurara. En cambio Magritte trabajaba para que todo deviniera ilusión. En Hopper nada es ilusión. Ya nada lo vincula a los impresionistas de los que, siendo joven, había aprendido todo. No apunta a diluir el efecto visual, por el contrario: reforzarlo es lo que quiere. No es una celebración de lo fugaz, no. Es una proclamación de la perennidad, eso es lo que es. Es un narrador, no un pintor de naturalezas muertas. Sus cuadros no retratan a los Estados Unidos solo en las superficies, sino que escarban en las profundidades del sueño americano y exploran ese dilema tan consumadamente estadounidense del ser y el parecer. Sí, podrían ser parte de una gran película sobre “América”; cada uno, el inicio de un nuevo capítulo.

 

Esas personas captadas en habitaciones de hoteles han tenido un día extenuante. Están, una a una, enredadas; atadas a culpas muchas de ellas. Nadie está nunca “en casa”, todos viven en tránsito, y hasta las parejas de veraneantes delante de aquellas construcciones blancas de Cabo Cod no deshacen nunca sus maletas. (Y eso que Hopper no es un pintor de close-ups, algo que comparte con John Ford.)

Los estadounidenses no descubrieron verdaderamente a Hopper hasta mediados de los años 50. La revista Time le dedicó una portada: “Un nuevo capítulo en el realismo norteamericano, pintando un mundo nunca jamás representado”. En esa época el psicoanálisis generaba cada vez mayor fascinación en la sociedad norteamericana y no había prácticamente ninguna película que no jugara con elementos freudianos o junguianos. De pronto, “la soledad del hombre moderno de la urbe”, como uno de los temas centrales de Hopper, cobraba absoluta vigencia, y las novelas existencialistas de Camus y de Sartre también parecían haber sido calcadas de sus obras.

Excursion into Philosophy (1959) 

Irónica, casi cómica, podría ser la interpretación de un cuadro del año 1959, Excursion into Philosophy. Un hombre está sentado en el borde de una cama. A su lado se ve un libro de bolsillo (El extranjero, supongo yo, porque se parece a mi desgastada edición de estudiante, pero el cuaderno de bitácora de Jo me hace saber que no. “El libro abierto es de Platón”). El hombre sentado sobre la cama mira pensativo hacia el suelo y hacia la punta de uno de sus zapatos sobre la que repta, lenta, la luz del sol. (Si uno se queda observando el cuadro durante un rato, ve que el reflejo del sol se corre un poquito.) Detrás de él yace sobre la cama una mujer semidesnuda con el rostro hacia la pared, dándole la espalda al hombre. Afuera, ante la ventana, un cielo azul y una especie de duna. Un cuadro triste, que habla de separación y desamparo, similar a una de mis obras favoritas: Summer in the City, de 1949. Allí la escena está invertida: una mujer está sentada en el borde de la cama y a sus espaldas yace un hombre desnudo, recostado boca abajo con la cabeza hundida en la almohada. Esa mujer también mira pensativa hacia la luz del sol que entra por la ventana y cae sobre el suelo delante suyo. Afuera, una calle anónima que se abre a lo lejos con un par de edificios en bloque. Allí también se ve un cielo azul (“Una calurosa mañana de agosto”, apunta Jo). Ninguna de las dos parejas tendrá mucho que decirse cuando el otro se incorpore en la cama.

Summer in the city (1949) 

El sol seguirá subiendo, la sombra se irá corriendo y poco después volverá la tarde, como en el cuadro Hotel by a Railroad, en el que un hombre fuma y mira por la ventana mientras una mujer solo vestida con una enagua está sentada en un sillón leyendo un libro (¿cuál?). Anochecerá una vez más como en House at Dusk y quizás a eso le siga una obra de teatro o una salida al cine como en First Row Orchestra o Girlie Show. 

Hotel by a Railroad (1952) 

House at dusk (1935) 

Girlie show  (1941) 

Y llegará la noche, como en Hotel Room, en el que se ve a la mujer sentada con tristeza sobre el borde de la cama, esta vez sola, con el libro sobre las rodillas caído hacia delante. Ni siquiera lo lee. Tiene la mirada suspendida. O como en Room in New York, donde el hombre y la mujer están sentados en su sala de estar detrás de una gran ventana: él, compenetrado en el diario; ella, golpeando aburrida con un dedo una tecla del piano.

Las obras de Hopper surgieron en simultáneo al apogeo del cine narrativo clásico de los Estados Unidos y pueden ser leídas desde esa perspectiva. Todas, sin excepción, captan escenas que suelen estar a la espera de un suceso o, a veces, inmediatamente después de que algo haya ocurrido. Muestran la calma previa a la tormenta o a veces la escena desierta después del encuentro dramático. En Gas el empleado de la gasolinera acaba de llenar el tanque del coche. Es una escena tomada de Los amantes de la noche (They Live by Night), de Nicholas Ray.

Hotel room  (1931) 

Room in New York  (1932) 

Gas (1940) 

De los grandes narradores del cine clásico estadounidense como John Ford, Howard Hawks, Alfred Hitchcock, Anthony Mann, Nicholas Ray, Frank Capra o Raoul Walsh puede decirse, sin menoscabarlos, que todos hicieron a lo largo de sus producciones variaciones de una o de dos historias. Edward Hopper también narra una y otra vez escenas de personas en soledad, en habitaciones vacías. O de parejas que viven juntas sin cruzar palabra, aisladas en sus silencios. (Una única vez, en Four Lane Road, de 1956, una mujer chillona se asoma por la ventana y el hombre, sentado en una silla delante de la casa, mira amargado y con instinto asesino hacia la luz del atardecer.) Al fondo se ven las fachadas impenetrables de una ciudad hostil o un paisaje igual de inabordable. Y hay ventanas, siempre ventanas, ya sea que lleven hacia adentro o hacia afuera, eso da prácticamente igual, porque parecen no tener vidrio, nunca reflejan nada, no se abren para mirar hacia adentro ni ofrecen una perspectiva hacia afuera.

Four lane road (1956) 

Dentro y fuera reina un mismo cosmos irreal. El aire ajeno y distante que emana de ambas esferas es el mismo. Las ventanas a menudo están abiertas, y mis pinturas favoritas son justamente las que no plantean ningún otro tema más allá de esas aberturas, como una de sus últimas obras, Sun in an Empty Room, de 1963, o Rooms by the Sea, de 1951.

Pese a la amable luz del sol que inunda el ambiente vacío, en la primera da la tremenda impresión de que el bosque que se expande ahí fuera, delante de la ventana, se ha tragado a la persona que estaba en la habitación, la ha precipitado a la locura. Es un bosque hundido en una oscuridad que no será iluminada ni por el sol. La segunda obra, cuenta Jo Hopper en el cuaderno de bitácora, iba a llevar originalmente el título The Jumping Off Place. Y eso es algo que la pintura transmite en cada milímetro: por esa puerta abierta acaba de saltar alguien al mar, y ese mar golpea justo delante del umbral de la habitación como si la casa estuviese construida en un risco o se alzara en zancos en el agua. Al instante, a la distancia del horizonte, aparecerá un bote, pero estará demasiado lejos para pescar a quien acaba de precipitarse en ese mar infinito. Aquí también se ve el maravilloso sol de la tarde entrando en una habitación vacía (“Comienzos de octubre”, apunta Jo en el diario), aunque su preciosa luz tampoco logra que olvidemos la hostilidad del mundo.

Sun in an empty room (1963) 

Rooms by the sea (1951) 

Un amigo cuenta que cuando Hopper ya no sabía qué pintar iba al cine. Solía ir durante semanas enteras, día tras día. Dentro de su obra las pinturas en cines son las más despreocupadas. La acomodadora de su cuadro New York Movie, que está de pie, sumergida en sus pensamientos (ya conoce la película de memoria), apoyada en una pared a la media luz de la sala, irradia una paz y una serenidad que no tiene casi ninguna otra figura de sus cuadros. En la pantalla de fondo se llega a ver el recorte diminuto de un film en blanco y negro. ¿Tal vez Solo los ángeles tienen alas [Only Angels Have Wings], de Howard Hawks? Hopper, para esa pintura, fue varias veces y, por así decirlo, fundió cuatro cines neoyorquinos en uno: el Strand, el Public, el Republic y el Palace. ¡Y antes de eso hizo cincuenta y tres estudios y bocetos en lápiz! Jo hizo de modelo para la acomodadora en el pasillo de su apartamento, y también para las dos espectadoras que más que verse se intuyen en la sala. “Posé como dos espectadoras: una con sombrero negro, velo negro y abrigo de piel, y otra con un pequeño sombrero de fieltro marrón con plumas y un collas. Debían sentarse en la oscuridad pero si un haz de luz las iluminaba, debían brillar.” Así como Hopper “ponía en escena” e inventaba hasta el más mínimo detalle de sus cuadros, me asombra la intuición con la que captó la “verdad” de ese sitio y de esa pequeña escena. Regresó varias veces, cuenta el diario de Jo, para estudiar por ejemplo los pliegues de las cortinas de la puerta o el reflejo de la luz en el respaldo de las butacas.

New York movie (1939) 

En los cuadros de Hopper se ve claramente que él sentía una gran estima por el cine y que ese lienzo blanco ante el que se habrá visto tantas veces en su taller debe haberle sido un confidente y un aliado. Darle a cada cosa una forma firme, asignarle un lugar, superar el vacío, el miedo y el espanto capturándolos precisamente en esa superficie blanca son momentos que su obra comparte con el cine y que hacen que Hopper sea, desde el caballete, un gran narrador del lienzo junto a los grandes pintores del cine. 

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Este texto se publicó con el título “Edward Hopper: Fotogramas de un sueño americano” en el libro de Wim Wenders Los píxels de Cézanne y otras impresiones sobre mis afinidades artísticas, Caja Negra, 2016. Fue escrito en 1996 con motivo de la publicación de Edward Hopper: A Catalogue Raisonné. Una primera versión reducida fue publicada también en el periódico Die Zeit en 29 de marzo del mismo año.

WIM WENDERS (1945) es un director de cine alemán. Junto con Fassbinder y Herzog fue uno de los principales impulsores del movimiento conocido como Nuevo Cine Alemán en los años 70. Consiguió fama internacional con su película de 1984, París, Texas, la cual ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes. En 1987 recibió el premio a mejor director en Cannes por la hermosa Las alas del deseo, en la que ángeles vagan por una Berlín contemporánea. El film, como todas sus obras, se volvió célebre por sus exquisitos simbolismos visuales. Otros de sus films son Tan lejos, tan cerca, Alicia en las ciudades, El amigo americano, Tokyo-Ga, Apuntes sobre ciudades y vestimentas y El estado de las cosas. Compartió junto a Michelangelo Antonioni la dirección de la película Más allá de las nubes. Desde mediados de los 90, Wenders se ha distinguido como un cineasta de no-ficción, dirigiendo aclamados documentales como Buena Vista Social Club (1999), Pina (2011) y La sal de la tierra (2014), los cuales recibieron varias nominaciones a los Oscar.

EDWARD HOPPER (1882- 1967) fue un pintor estadounidense, considerado  uno de los principales representantes del realismo del siglo XX. Estudió en la New York School con William Merrit Chase y Robert Henri. Más tarde viajó a Europa, donde también recibió influencias de Degas y Manet. Durante gran parte de su vida su obra no fue considerada por la crítica y el público y tuvo que trabajar como ilustrador para subsistir. La mayoría de sus cuadros representan lugares públicos como hoteles o bares prácticamente vacíos. Esto, sumado al tratamiento cinematográfico de las escenas y a su personal empleo de luces y sombras, los convirtieron en íconos de la vida y la sociedad moderna.  

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En este capítulo incluido en la antología El tiempo es lo único que tenemos (compilada por Bárbara Hang y Agustina Muñoz), Silvio Lang reflexiona acerca  de la potencia de la práctica escénica para imaginar y ejercer formas de vida que cuestionen y rompan con las estructuras restrictivas del capitalismo neoliberal.

I. 

Les artistas no hacemos obra. Inventamos prácticas. Siglos de explotación que fetichizaron y mercantilizaron nuestra actividad y alienaron nuestras subjetividades en los dispositivos de poder de la cultura y el mercado. La obra es secundaria a la actividad artística que hacemos. Lo que hacemos es inventar prácticas sensibles. Esas prácticas son modos de uso y protocolos de experimentación del espacio, del tiempo, de los órganos corporales, del movimiento, de la percepción. Como efecto de esos usos, nosotres artistas y los públicos o artistas no autopercibides componemos afectos y conceptos inéditos. La obra solo importa como archivo del futuro y como soporte material de la experiencia perceptiva del presente. Son aquellos conceptos y afectos que atraviesan los cuerpos y confeccionan los corpus de producción cultural que viajan por las sociedades y las épocas los que hacen consistir nuestra política existencial.  Cualquier práctica fabricada en la actividad artística es una práctica de mutación subjetiva y enganche social. Mutación y enganche tanto para la artista que transforma su propia forma de vida como para los públicos que son empujados a la invención y a un devenir artista. La relación entre artistas y públicos es un juego de reconocimiento y afectación al modo de los contratos de las prácticas eróticas BDMS (Claire Bishop).

La práctica artística es una potencia de atravesamiento que hace una puesta común de procedimientos y condiciones de sublevación y mutación de las formas de vida clasificadas y tuteladas. La práctica que implica una obra –nos gustaría hablar de investigaciones delirantes– es un movimiento de la tierra. La actividad artística des-hace, re-imagina y re-hace la tierra del conquistador. Es una práctica de “descolonización interior” (Silvia Rivera Cusicanqui) e invención de formas de vida. La disputa social es por las formas de vida. Entonces, devenir artista es una actividad de re-composición de la multiplicidad de universos que componen la tierra. Devenimos y asumimos la disputa por la composición de las formas de vida. Discutimos las tecnologías de nuestras vidas o modos de existencia. Inventar una práctica implica proveerse de los recursos para transformar y fabricar el estado material de una situación que nos implica. Por lo tanto, no hay unos iluminados que son artistas y hacen obras y otros incapacitados que no pueden. Más bien, hay unes que asumen la posibilidad de inventar prácticas y otres que están en el clóset o no tienen acceso o no tienen ganas. El pensamiento, que requiere la investigación de una situación que nos afecta y el método propio para conocer los elementos y conexiones que la componen, más la práctica que surge de ese proceso desatan una aventura intelectual subjetiva que cualquiera puede experimentar. Cada investigación experimental autónoma se engancha a determinados materiales y planos de composición que pueden transversalizar diferentes campos artísticos, así como desplazar ese mismo campo, interseccionarlo con otros campos de otras prácticas y crear sus propias alianzas aberrantes. Esos desplazamientos y alianzas componen materialidades y hacen consistir prácticas o formas de hacer nuevas. Las materialidades o el volverse cosa de las obras artísticas son “reificaciones” (Paolo Virno) de prácticas o cajas de resonancias para que se efectúe la imaginación de las conexiones de los movimientos de la tierra. Hablar menos de obras y más de prácticas. En ese punto el Capital tiembla. Porque el capitalismo nos paga por obra –una alucinación del fetiche de la mercancía y del salario del trabajo por hora–, pero no por nuestra invención de prácticas con las que diagrama su mundo cis-heteronormativo e inclusivo. El capitalismo explota y no para de conquistar nuestra libido que fabrica formas de vida a partir de los movimientos de la tierra. ¡Libidos de la tierra, sublévense! Por eso, decimos: “Salario de artista” (Hernán Borisonik) para todo aquel que se autoperciba como tal. Que el capitalismo no pueda pagarnos y se termine.

“La disputa social es por las formas de vida. Entonces, devenir artista es una actividad de re-composición de la multiplicidad de universos que componen la tierra. Devenimos y asumimos la disputa por la composición de las formas de vida. Discutimos las tecnologías de nuestras vidas o modos de existencia.”

II. 

¿Cómo nos relacionamos y cómo nos inscribimos en el campo de la práctica que hacemos y cómo ese campo se desborda haciéndola? La práctica escénica es un modo específico de producir bloques espacio-temporales, imágenes materiales, modos de percibir y conocer, por donde se hacen pasar afectos que son conceptos. ¿Cómo lo hacemos? ¿Cómo participamos de esa potencia de materialización? ¿Cuáles son las prácticas performáticas que activamos en nosotrxs y compartimos públicamente? ¿Nuestra práctica es autónoma o está colonizada por las filiaciones y los tutelajes del campo donde activamos? ¿Estamos dispuestes a rajarnos de esas estructuras de obediencia? Si nuestra práctica escénica es un modo de re-materializar los movimientos de la tierra, es, a la vez, un modo de rehacernos a nosotres mismes. Las prácticas que inventamos, los afectos que hacemos pasar mediante ellas no nos dejan indemnes. Descolonizarse del campo donde nos movemos implica, a veces, cierta soledad para componer nuevas alianzas y afectos-conceptos que nos dejen respirar. Sin embargo, es a partir de esa soledad que nuestra vida se puebla de alianzas insurreccionales con amigues impensades y fuera de serie. Con esas alianzas insurreccionales e insurgencias afectivas colectivas se traman deseos comunes.

“Si nuestra práctica escénica es un modo de re-materializar los movimientos de la tierra, es, a la vez, un modo de rehacernos a nosotres mismes. Las prácticas que inventamos, los afectos que hacemos pasar mediante ellas no nos dejan indemnes. Descolonizarse del campo donde nos movemos implica, a veces, cierta soledad para componer nuevas alianzas y afectos-conceptos que nos dejen respirar.”

En la práctica escénica hay una figura aún replegada en el patriarcado que impide tejer alianzas y establece, en cambio, jerarquías: la figura del director o coreógrafo. Nosotres decimos: “directores somos todas”. Dirigir es producir una cantidad de relaciones, asociaciones, anudamientos de fuerzas o intensidades de pensamientos impensados materializándose. Se está más en una tormenta de tierra enloquecida que en el timón del sentido total. La dirección se mueve entre fuerzas y de esa manera compone deseos comunes. Deseos comunes no es tu deseo más el del otro más el mío. No es la suma de deseos. Es el deseo transindividual de lo indeterminado de nuestras libidos aliadas. Son inconscientes que se juntan. ¿Quiénes son nuestras aliadas? ¿Con qué inconscientes nos vamos a interseccionar y tramar una forma de vida? Son las preguntas de la dirección. Pero la dirección escénica no es una jefatura ni un tutelaje de personas. La dirección hace consistir la investigación experimental autónoma del proceso de creación. Y de esa dirección participan todes les que puedan poner en relación lo que se está pensando y sintiendo. La dirección es un plan de atención de las potencias y microacontecimientos que surgen en el proceso de creación. Si hay una directora (auto)percibida como tal por les otres, ya que el método de la igualdad de la dirección hace experimentar el devenir directora a cualquiera, esa directora es una tejedora estrábica. La mirada atravesando los mil focos de atención y n-bifurcaciones de la performance. Dirigir es una experiencia lisérgica de la multiplicidad. Conecto, hago pasar, mezclo y flasheo intensidades de las potencias de la trama de acontecimientos de la dirección grupal. Tejo con mi aguja lenguajera, que nombra el tiempo sensible, el diagrama de un deseo común. Es una función extraordinaria del rol de la directora no neutralizar los afectos o las fuerzas de una situación, sino reconocerlas, avivarlas y ponerlas en común. La directora hace un plan para tratar con la inconsistencia del proceso de mutación que implica toda práctica insumisa. Pero ese plan no es un programa político aunque el modo de estar lo sea, no es un guión aunque pueda haberlo, no es una declaración de principios aunque se acuerden condiciones y términos: es una caja de herramientas para desencadenar fuerzas, un cañamazo para unir potencias, un sismógrafo para escuchar afectos, un idiolecto para devenir juntes. Es un plan de consistencia para volvernos otres y múltiples. Una meseta que se abre para experimentar la multiplicidad del devenir. Un plan que hace consistir una mutación, una diferencia a la sumisión. Es, por lo tanto, un plan antifascista: descongela las fijaciones identitarias, deshace las impotencias y paranoias compulsivas para realizar complicidades transversales y mezclas insumisas. El plan de consistencia del proceso de creación es una lucha, una máquina de guerra sensible. La directora es su partisano en guerra civil, la bruja que no pudieron quemar, tu marica amiga tejiendo alianzas.

“Es una función extraordinaria del rol de la directora no neutralizar los afectos o las fuerzas de una situación, sino reconocerlas, avivarlas y ponerlas en común. La directora hace un plan para tratar con la inconsistencia del proceso de mutación que implica toda práctica insumisa.”

III.

¿Cómo se compone el plan de consistencia de esta máquina de guerra sensible? Comienza con una delimitación, un corte diagonal en el tiempo y el espacio de tu mente, un pespunteo de un trayecto que se te impone, el trazado de un círculo de pensamiento donde deseas sumergirte. Es el plano mental donde nos apoyamos y deslizamos para investigar una afección. Algo que queremos pensar y se resiste a ser pensado bajo los términos que ya tenemos. Algo que necesitamos pasar por el cuerpo para mutar. Donde hay una afección nace una investigación, es nuestra consigna faro. Es así como nos hacemos un cuerpo propio siendo otres. El plan de consistencia es un espacio mental proto-escénico. Es un plano de ensoñación de nuestra expresión o potencia singular. Desde allí componemos los procedimientos, los materiales, las condiciones, les aliades y los conceptos de nuestra potencia de actuar. En Deleuze y Guattari, son los planos de composición y de inmanencia. No es tanto el plan de la obra, sino desde el cual, entre otras cosas, la obra emerge. Es el plan de una investigación experimental autónoma. Una investigación delirante. Lo primero es un deseo de una mutación subjetiva. Un hartazgo de la vida que nos hacen vivir. Una protesta del modo de vida neoliberal. Les artistas somos inconscientes que protestan. No queremos más esta normalidad capitalista que nos impide vivir el tiempo singular. No encajamos, somos demasiado sucias, intensas, excesivas, inadaptadas al régimen de la obviedad del realismo heterosexual. El caos nos sienta bien. Nos gusta darnos nuestras propias afecciones. En medio del hartazgo de la vida normalizada, una afección o multiplicidad de fuerzas nos atraviesan. Fracasamos ante la autoridad una y otra vez, nos enfermamos de desamor dos por tres, sufrimos violencias varias, nos extasiamos con otros cuerpos, nos drogamos para experimentar, gozamos de más con una práctica, nos implicamos en una situación ajena, escuchamos una palabra que nos implica. De las gradaciones del blanco y negro de la vida heterosexual y machista normalizada, nos hacemos un plan afectivo y de pensamiento que excede las tristes condiciones que nos cercan. Son “movimientos aberrantes” (David Lapoujade) en las moléculas de nuestros cuerpos y nuestras mentes. Son las “líneas de fuga” (Guattari) de las situaciones irrespirables con las que confeccionamos el plan de una investigación vital, necesaria, impostergable, absoluta, monumental, pública.

“Les artistas somos inconscientes que protestan. No queremos más esta normalidad capitalista que nos impide vivir el tiempo singular. No encajamos, somos demasiado sucias, intensas, excesivas, inadaptadas al régimen de la obviedad del realismo heterosexual. El caos nos sienta bien. Nos gusta darnos nuestras propias afecciones.”

Algo nos pasa, no sabemos por qué nos afecta tanto. Qué pensar, qué hacer con eso. De una situación indecidible, una zona de investigación se abre. Ahora bien, esta afección en situación no es individual: las afecciones son fuerzas que vienen del diagrama social. Somos seres individuados por afecciones sociales. Lo que llamamos vida se dirime en un campo de fuerzas que Foucault llamó “poder”. Somos individuos sociales, somos multitud. Esa individuación social en nosotres es constante, dinámica y mutante: nos compone y nos descompone desde nuestras partículas más indetectables. El poder capitalista lo sabe. Que lo social se mueve moviéndonos por afecciones que desenvuelven afectos que, a su vez, componen deseos o potencias de actuar. El poder capitalista crea o adapta saberes y dispositivos que descodifican esas fuerzas que circulan y tejen lo social para ordenarlas a la verdad única del mercado mundial. ¿Copta? Sí. Pero no necesariamente personas, sino intensidades  de afectos y conceptos que pasan por las personas. El capitalismo no mata ni prohíbe nada salvo en caso de insubordinación persistente. Lo que el capitalismo hace es sacar rédito atenuando  y normalizando insurgencias afectivas. El capitalismo es un gran traductor-adaptador. Mientras que nuestra investigación experimental autónoma de lo que nos afecta se pregunta foucaultianamente: ¿cuáles son las afecciones que están actuando ahora?, ¿qué formas afectivas de vida toman?, ¿cuáles son los saberes-dispositivos que las están descodificando?, ¿cuáles son las resistencias a esos saberes- dispositivos? y ¿cómo producimos más resistencias? Como se ve, el tiempo interrogativo  de nuestra investigación es cartográfico y materialista: consulta con lo que pasa y con lo que le pasa a la materia que nos compone y nos mueve socialmente. Es una investigación en situación. Por eso, muchas veces trabaja con los enunciados del presente cargado de pasado. Sin una cartografía materialista de las fuerzas del presente cargado de pasado no es posible ninguna “descolonización interior” ni autonomía de la práctica de creación que asumimos. Seguiremos a control remoto, abonadas al inconsciente capitalista, sin tiempo, condenades a una vida de esclavas consentidas, de violencias y sometimientos varios.

“Sin una cartografía materialista de las fuerzas del presente cargado de pasado no es posible ninguna ‘descolonización interior’ ni autonomía de la práctica de creación que asumimos.”

IV.

Cualquier práctica insumisa instituye una pragmática con su método provisorio y situacional. Acá, el método es solo una estrategia intensiva para que una potencia exista. Para hacer de algo que tiene una intensidad menor una potencia pública, es necesario hacerse de un método provisorio en el campo de la pragmática que se nos va armando al investigar. Si no reconfiguramos el modo en el que hacemos las cosas, no cambia nada. Crear potencia implica poner en interrogación los modos de producción existentes. Crear potencias intensificadas es hacer esfera pública. La esfera pública existe cada vez por las potencias que la afectan. Las potencias insumisas crean relaciones que no existían aún, usan los recursos de una manera nueva. Y una creación escénica es posible a partir de esa intensidad menor que se resiste a ser pensada. A partir de una impotencia se produce potencia. ¿Cuál es nuestro lugar de lo impensado de nuestra impotencia? Ahí, en eso que nos afecta, en eso que nos hace gritar, en la rabia contra lo único, en cada hartazgo. Pero también en cada brote de dicha hay una posibilidad para pensar y crear. ¿Cómo hacemos lugar a ese grito? Nuestro lugar de enunciación singular. Desde donde nos manifestamos es un lugar a actualizar. Constantemente. Se nos escapa de nuestra voluntad y se nos impone. No es de nadie y es de todes les que participan ahí. ¿Cómo se construye esa trinchera de enunciación? ¿Desde qué sentires, qué corporalidades, qué privilegios, qué categorías? ¿Cómo hacer de ese lugar “un lugar del deseo”, como dice la amiga coreógrafa Paulina Mellado? ¿Cómo tejemos nuestro altarcito de invocación, nuestra tierra de manifestación, nuestro monumento de grito descolonizado y singular? ¿Cuáles son las preguntas que nos singularizan? Las preguntas-gritos, las preguntas-rabias, las preguntas-hartas, las preguntas-dicha.

“Crear potencia implica poner en interrogación los modos de producción existentes. Crear potencias intensificadas es hacer esfera pública. La esfera pública existe cada vez por las potencias que la afectan. Las potencias insumisas crean relaciones que no existían aún, usan los recursos de una manera nueva. Y una creación escénica es posible a partir de esa intensidad menor que se resiste a ser pensada. A partir de una impotencia se produce potencia.”

Inventemos, amigas, las preguntas que podamos habitar, las preguntas que nos singularicen, que singularicen las relaciones en las que estamos implicadas y participamos, que patenticen nuestros procesos de mutación, que precisen nuestros enfoques metodológicos. Experimentemos una serie de pruebas desconocidas que arriesguen un cuerpo, que hagan pasar intensidades impensadas. ¿Qué cuerpos están en riesgo en nuestras experimentaciones? ¿A qué riesgos estamos dispuestas a ingresar? Necesitamos inventarnos “una teoría lo suficientemente buena”, como dice nuestra  líder travesti-trans Marlene Wayar. Necesitamos una actitud o una ética escénica de inspiración travesti. Filtrar y transfugarnos de las relaciones de policiamiento en las que nos encontramos cada vez. Nuestra actualidad se dirime en el momento en el que podemos desplazar los límites de nuestro presente importado, en el que podemos desbordar el cerco de la legitimidad careta de la sociedad adaptada. Ahí se juega la posibilidad creadora de nuestra práctica. Crear lo por-venir siendo, el “pueblo que viene” (Deleuze y Guattari) desde las “mil mesetas” de la tierra. ¿Con quiénes hacemos pueblo? ¿Quiénes son les aliades de nuestra pueblada? ¿Quiénes son las partisanas amigas de la nueva política de la práctica de creación escénica? Amigas, ya no seremos genios artistas ni luminarias locas ni héroes del rock ni fenómenos de la danza ni heroínas del teatro ni freaks de show ni divas de ópera. Estamos siendo, estratégicamente, agitadoras históricas de afectos en lucha.

*La imagen principal de este posteo corresponde a la práctica “Entrenar la fiesta” de la Organización Grupal de Investigaciones Escénicas (ORGIE). Crédito: Nicolás Dodi + Julián Dubié. El resto de las imágenes son de la obra “Diarios del Odio”, dirigida por Silvio Lang y basada en el poemario de Roberto Jacoby y Syd Krochmalny.

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¿CÓMO HEREDAR FLUXUS?

¿CÓMO HEREDAR FLUXUS?

Compartimos una versión extendida de la reseña para Revista Otra Parte que Alfredo Aracil escribió a propósito de nuestra antología Fluxus escrito.

¿Cómo heredar Fluxus? ¿Qué enseñanzas podemos incorporar de sus archivos y documentos? ¿Cómo prolongar la libertad radical de sus propuestas? Son tres preguntas que parecer responder Fluxus escrito. Actos textuales antes y después de Fluxus, recientemente editado por Caja Negra. El volumen, que reúne textos de treinta autores, estuvo al cuidado de Mariano Mayer, quien ha ampliado el canon y la conexión Estados Unidos-Europa a otros contextos y latitudes. De esta forma, además del núcleo duro −George Maciunas, Vostell, Paik o Kaprow−, encontramos por ejemplo manifiestos y reflexiones de Eduardo Costa o Roberto Jacoby, entre otros. Un grupo de artistas que, como Marta Minujín, participaron, principalmente en París y Nueva York, junto con otro grupo de intérpretes que emularon esta forma de hacer cosas muy libremente, en parte gracias a testimonios y en parte gracias a la flamante circulación mundial de imágenes que explotó con la era del espectáculo integrado, en los años sesenta. 

La operación situacional resulta muy útil. Ya que, a la vez que traza conexiones inéditas y aberrantes entre estrategias, inquietudes y resultados heterogéneos, invita a pensar de nuevo la vigencia de una serie de prácticas que el arte contemporáneo ha absorbido hasta naturalizar, muchas veces limpiando de espontaneidad y vaciando su pragmática. Es el caso, por ejemplo, de la nación creación permanente defendida por Robert Filliou en algunos de sus textos, hoy tomada por las industrias creativas y los departamentos de marketing que, haciendo de la vida el objeto de la economía política, tratan de volver deseable la razón y la violencia neoliberal. Una forma de extracción de recursos y energías no solo naturales. Aunque no está entre las posibilidades de esta nota discutir si Fluxus fue una bisagra en cómo las estrategias del arte contemporáneo fueron y son utilizadas para concebir formas de explotación cada vez más sofisticadas. Resulta, con todo, un debate demasiado esencialista y alejado de las intenciones irreverentes y revolucionarias de los escritos de un La Monte Young. Más interesante parece partir del carácter internacionalista de un movimiento que fue sumando adeptos en países como España franquista, donde el grupo ZAJ aportó absurdo y sentimentalidad protoqueer en los conciertos, acciones y poesías cotidianas de Juan Hidalgo y Esther Ferrer.

Con el intercambio entre ciudades y personas que finalmente se hacen amigos y aliados, en contacto  gracias a festivales como Wuppertal, en Alemania, y a la red de arte postal que entre todos tramaron, hay que recordar el carácter existencial del arte de Robert Filliou. La suya fue una forma de concebir la vida y el trabajo en campo continuo, una entrega y una ocupación vital. Y sin embargo, por fuera de los circuitos de rentabilidad y explotación. Filliou fue pionero en la exploración de formas de economía no-formal y gastos sin retorno. Saltando de proyectos editoriales autogestionados a galerías no comerciales como La Cédille qui sourit, que apenas abría sus puertas unos días al mes, su producción está formada por piezas vanguardistas que rechazan las convenciones de la vanguardia y repudian todo “ismo”, violentando medios y tradiciones, de John Cage a la ironía dadá, sin nostalgia ni revisionismo. Porque Fluxus, antes que nada, era una forma de arte no separado de la misma existencia: un arte del vivir, crítico con las técnicas formalistas y reacio a cualquier filosofía o estética trascendental. Junto con el malestar frente a la cultura burguesa, el gesto irreverente, la apología del juego como proceso sin final y del azar como agente inventivo, se inaugura con Fluxus una problemática que todavía nos interpela. Me refiero a la pregunta por un hacer en común, colectivo: la afectividad como territorio artístico en disputa. Lo que en su caso supone, además, una manera de trabajar con y desde lo inmanente, la apertura al mundo que parte del trabajo con la percepción y los sentidos, elaborando sensaciones que cuestionan el cuerpo heredado, los automatismo y la lógica del sentido, una vez que el espectáculo deja de estar en el exterior.

Podemos pensar a Fluxus como una pedagogía: una práctica, un programa de vida o un manual de ejercicios para practicar el arte de lo impersonal, donde lo propio era admitido siempre y cuando estuviese atravesado e infectado por varios y diferentes “yo”. Y donde las instrucciones para cerrar los ojos, respirar profundo y escuchar atentamente que, inspirados en técnicas de meditación y yoga, propone Pauline Oliveros en su método Deep Listening se convierten en el vehículo que permite aumentar la presencia y densificar la percepción. Disipar cliches, tomar conciencia y evidenciar los lugares comunes de la coreografía cotidiana que, naturalizada por los trucos mágicos del capital, actuamos de forma inconsciente. En cierto sentido, Fluxus puede ser leído como una práctica de libertad, como una práctica espiritual que, de algún modo, aspira a la curación. Entre sus aplicaciones terapéuticas, no obstante, está implícito el intento de adquirir dominio sobre uno mismo y aprender a estar atento a los ritmos e intensidades del cuerpo propio y común. Como recuerda Michael Foucault, therapeuein es la actividad del que recibe órdenes y sirve a su amo, del que da y recibe instrucciones, a la manera de una obra de instrucciones Fluxus. Pero también del que no cesa de cuidarse, de servirse a sí mismo y rendirse culto. El saber que es hacer: una gimnasia emancipadora, en la medida que transforma al espectador en intérprete por medio de proposiciones, sistemas y rituales para estar en lo otro con los otros, ayudados por objetos, sensaciones y ambientes que propician una apertura a los misterios del mundo. De ese abismo que nos obliga a cuestionar lo que pensamos de nosotros mismos, se cuela la posibilidad de “liberar el inconsciente”, como se puede leer en uno de los textos de Oscar Masotta, sobre técnicas y operaciones que son tramadas a nivel cutáneo, molecular, proyectadas sobre los territorios de la subjetividad y del comportamiento humano.

Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿cómo heredar Fluxus cuando la ubicuidad del cuerpo y de la performance en las prácticas artísticas contemporáneas podrían estar expresando un malestar, o mejor, una cierta crisis de la presencia y de la atención sobre la que, entre otros, ha escrito Amador Fernández-Savater? Después de todo, la centralidad de los estudios performativos y del nuevo materialismo filosófico podría estar representando un interés académico que es, además, una preocupación epocal. La emergencia y lo urgente de intentar amortiguar la desaparición de la sensación de mundo, del espacio de lo afectivo y de la sensibilidad como forma de conocimiento. Con la indolencia, la incapacidad expresarse y acceder a experiencias singulares a la cabeza de una serie de trastornos referidos, principalmente, a la proliferación de normas y medicamentos para todas las fases y ámbitos de vida, esta crisis de la presencia parece estar también en el nudo de problemas que Alina Popa y Florin Flueras han trabajado en sus escritos.

Como sucede con Fluxus, su concepción del arte es eminentemente práctica. Durante la última década, Alina Popa, recientemente fallecida de cáncer, y Florin Flueras han reflexionado en distintos textos, performances y situaciones entre las artes visuales, la coreografía y la filosofía especulativa, haciendo de lo patológico un vector de fuerzas artísticas y vitales. Su libro Unsorcery (Punch, 2018) puede leerse como un manual de estrategia para la vida. Y por lo tanto no está orientada a un conocimiento que es conocimiento en sí mismo, un saber que estaría separado o ausente de la inquietud y la pregunta por cómo vivir. Sus textos y trabajos artísticos, en ese sentido, también se acercan a la hipótesis de la sanación, los efectos restauradores de la escucha, la atención y presencia o la navegación por estados alterados de conciencia en los que es posible trascender lo humano, imaginar lo inimaginable y nombrar lo innombrable. Del mismo modo que Fluxus se abría a las contingencias, lo inexorable y la diferencia que trae cada nuevo acontecimiento, la suya es una epistemología bastarda, multinatural, una práctica que abraza y desea la incertidumbre. El rechazo frontal a la tentativa de acceder a la verdad a través de lo idéntico y la identidad, porque para ellos lo patológico y el misterio de la vida suponen constantes que hacen visible el carácter construido de la norma, fuerzas para hacer visible diferentes tonos de negro, devolviendo al cuerpo lo que es del cuerpo pero también lo que necesariamente desconoce.

Así, cuando se refieren a cuerpo, del mismo modo que Kaprow en alguno de sus textos, Popa y Flueras distinguen dos fenómenos. Por un lado, existe un cuerpo que, en realidad, es el cuerpo que nace con la Modernidad. En su esquema ese cuerpo moderno no es más que el cuerpo de la disciplina, del capitalismo como religión que produce hombres y mujeres, de los movimientos rutinarios y los hábitos económicos sanos y productivos. Un cuerpo que, libidinalmente, estaría enfocado en la satisfacción del goce, empleado en una danza circular que es repetición y manía de uno mismo y de lo mismo. El cuerpo que, como decíamos, de tanto escuchar lo que puede ha olvidado lo que no puede, que desconoce y se desatiende de los puntos ciegos del deseo y del placer. Un cuerpo, en definitiva, que es fruto de una violento proceso histórico de diseño y modelado. La máquina humana que es, aparentemente, nuestro destino y nuestro hogar.

Y por otra parte, el Segundo Cuerpo, que es un concepto un tanto oscuro, ya que solo es defendido comparativamente y de manera tangencial. Concepto vago del que la misma Popa afirma no saber demasiado, al sostener que “no sabemos qué es un Segundo Cuerpo, pero mientras la desconfianza sea productiva y el afecto sea real, hay un trabajo que hacer con la parte desconocida del concepto”. De nuevo, lo misterioso, lo anormal, aquello que no encuentra acomodo, aquello que hay que liberar mediante ejercicios y disciplinas que son votos o compromisos voluntarios, no obediencias inconscientes. Porque el Segundo Cuerpo debe ser entrenado para desestabilizar las series y los sistemas. Está sintonizado en la frecuencia de las pasiones. Es movido por sensaciones turbulentas, o incluso monstruosas, que le hacen perder la forma humana y ganar en una sensibilidad que es de todas las especies y todas las naturalezas juntas. El Segundo Cuerpo es un cuerpo sin identidad estable. Se transforma incesantemente, como los personajes de João Gilberto Noll que se escurre por fosas, se acuesta con su padre y se despierta con su madre. Aperturas ónticas y catástrofes varias: un agujero negro de desobediencia frente a una naturaleza que nunca es dada, que es proceso de producción e intervención política. El rechazo, como sucedía con Fluxus, de una forma de libertad prefabricada, de una libertad de corte morfológico que propone modos de vida y de consumo que incorporamos y sufrimos gozosamente. Es, precisamente, por ese llamado a investigar en otras formas de consciencia y de existencia, menos humanas y menos programadas, que Fluxus sigue interrogándonos. Es por eso que su invitación a la alineación productiva, a perderse de uno mismo y buscar la realidad de la realidad, que su proyecto estético-político no hay perdido ni un ápice de una alegría que todavía resulta revolucionaria.

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