Parafraseo a E. P. Thompson: todo empezó por las pequeñas inquietudes de un grupo de editores diletantes. Entre 2003 y 2006 los vimos ocupar las plazas y las ferias de la autoproducción, los espacios no marcados para concentrar libros, y a la vez, o algo más tarde, las librerías. Pienso en Caja Negra como en Cactus, El Cuenco de Plata, Mansalva, Eloísa Cartonera, Milena Cacerola, Entropía y tantos sellos nacidos en ese lapso. Una camada de 24-hours publishing people, cada uno hacía unos pocos libros y los difundía —pueden cambiar las vocales: los defendía— a toda hora: a las diez de la mañana en una radio, a las cinco de la tarde en un parque, a medianoche en una ex fábrica de amianto reconvertida en pista de baile para la ocasión. Esa circulación sinestésica del libro vino para quedarse, acompañada de un sonido o un color, y transformó lo que había. No me pregunten qué es lo que había inmediatamente antes; por supuesto que no era nueva la figura del editor entusiasta, sobre todo en poesía. Pero campeaba el traspaso de sellos locales a grupos multinacionales, y alejarse de la gran edición internacional (bestseller o de culto) no era tanto adentrarse en pequeños proyectos como salirse de todo mercado, indie o mainstream, y respaldar el tráfico de libros enteros en fotocopia. Del descolor a la sinestesia, el salto fue así. La política podía tener su váyanse todos; el mundo editorial ya se había ido y, bueno, que vengan todos, como sea. Y vinieron rápido, de golpe y en banda, como dijo Luca Prodan que vino el punk a una Londres “aburida y estancada”. En sentido editorial, y solo en ese sentido, la Buenos Aires previa a la irrupción de estos nuevos sellos sabía mucho de estancamiento y algo, no poco, de “aburimiento”.
Caja Negra se plantó enseguida con dos colecciones de nombre misterioso: Numancia y Synesthesia. Aunque me llevo muy bien con la primera (que es la más volcada a la literatura y filosofía), la segunda, de libros sobre cine y música, me dio felicidades que con la relectura tiendo a volver frecuentes. Mi subcolección dentro de Synesthesia la forman los libros de música, y hay un título maravilloso en el centro: La historia secreta del disco de Peter Shapiro. Shapiro es un historiador; su método se conecta con la concepción del ensayo que entre nosotros manejaron David Viñas o Néstor Perlongher en su trabajo sobre los chongos de San Pablo. Contrastando lo singular o lo bello del objeto con lo duro de la data en torno, su investigación sobre la música disco neoyorquina recoge datos sociológicos fuertes, poco contemplados por el común de los libros de música (leyes sancionadas en la época, índices de criminalidad, campañas publicitarias, políticas raciales, todo lo que estaba alrededor de la bola de espejos). Pero además de historiador, Shapiro es alguien que la vivió, que participó activamente de la cultura disco y ahora la (d)escribe con las armas de la sociología, evitando “competirle” a su objeto con un discurso wannabe desenfrenado o excitante. Es una doble distancia: respecto del canchereo vivencialista y también de la pesadez académica, eso otro que normalmente abunda. Shapiro es un escritor.
Más cerca del presente, Caja Negra nos hizo conocer los escritos de Mark Fisher sobre el modernismo popular —noción que, creo, calza muy bien para la síntesis de todo lo que dije en mi primer párrafo— y partiendo de Boris Groys e Hito Steyerl lanzó una tercera colección, Futuros Próximos, que llegó para puntear la discusión filosófica, política y estética de estos días. Hoy cumple quince años y tiene cerca de cien títulos publicados, cuya identidad es su vigencia. El hecho sinestésico, leí por ahí, no es tanto el desarreglo o la confusión de los sentidos como la apertura a la percepción de una cosa y además otra (un color y un sonido, por ejemplo). Hablamos la lengua de un grupo de editoriales como Caja Negra.
Cristian De Nápoli es escritor. Nació en Buenos Aires en 1972. Trabaja como traductor y atiende su librería, Otras Orillas. Sus últimos dos libros son En las bateas expuestas. Crónicas del amor y el hartazgo con los libros (2020, Añosluz) y los poemas de Antes de abrir un club (2018, Zindo & Gafuri).
EL GANGSTA SE ENCUENTRA CON LA REVOLUCIONARIA. UN CONTRAPUNTO ENTRE ICE CUBE Y ANGELA DAVIS
EL GANGSTA SE ENCUENTRA CON LA REVOLUCIONARIA. UN CONTRAPUNTO ENTRE ICE CUBE Y ANGELA DAVIS
El rap es muy gracioso, amigo. Pero si no le ves la gracia, te hace cagar de miedo. Ice T
En algún momento a mediados de 1991, dos íconos del Black Power –uno del pasado y el otro del presente; uno, mujer, y el otro, hombre; uno, progresista, y el otro, nacionalista– se sentaron a comer juntos. Esta iba a ser una tarde reveladora para Angela Y. Davis y O’Shea “Ice Cube” Jackson.
Ice Cube acababa de atravesar dos años turbulentos. Después de una gira que había terminado con algo parecido a un levantamiento de policías, había vuelto a su casa para acostarse en la misma cama en la que había dormido de adolescente. Su mamá lo obligaba a lavar los platos y sacar la basura. Una pandilla disparó al pasar contra su casa por error. ¿Qué hacía todavía allí, se preguntaba, y qué había pasado con todo su dinero?
Juntos, Eazy Duz It y Straight Outta Compton habían vendido tres millones de unidades, y la gira recaudó 650.000 dólares. Pero cuando le fue a reclamar a Jerry Heller su parte de las ganancias, este le dio 23.000 dólares por la gira y 32.700 por el álbum, y le dijo que no le volviera a hablar al respecto. “Jerry Heller vive en una casa de medio millón de dólares en Westlake y yo todavía vivo en la casa de mi madre. Jerry maneja un Corvette y un Mercedes Benz y yo tengo un Suzuki Sidekick”, le comentó a Frank Owen. “Jerry está ganando muchísimo dinero y yo no.” Ice Cube se consiguió un abogado y un contador propios y se fue a la Costa Este.
Su idea era trabajar con The Bomb Squad. “En aquella época, pensaba que solo había dos productores que valían la pena: Dr. Dre y The Bomb Squad. Y si no podía colaborar con el primero, iba a colaborar con el segundo. Para mí, era así de sencillo”, explicó.
En términos creativos y filosóficos, Ice Cube sentía que había llevado la idea de la rebelión adolescente negra a sus conclusiones lógicas. Estaba listo para madurar, y Chuck y S1W hicieron lo posible por orientarlo. Le dieron libros para que leyera y le explicaron en qué consistía la Nación del Islam, y él lo absorbió todo con la inocencia y el entusiasmo de un hermano menor. “Hasta ese momento, yo siempre había vivido en busca de dinero. Esa era mi vida antes”, señaló. “De algún modo, esto me abrió los ojos a un mundo completamente nuevo. Me dio la libertad mental necesaria para manejarme en este mundo.”
LA IMAGEN DE LA REVOLUCIÓN
Angela Y. Davis era una mujer que se había criado en el sur, en una familia de activistas, y que había resultado ser un prodigio intelectual. En la Brandeis University, donde formaba parte del puñado de estudiantes negros del campus, quedó cautivada por un discurso de Malcolm X. Más tarde, mientras cursaba estudios en Alemania con Theodor Adorno, encontró una imagen de las Panteras Negras en las recámaras del Congreso de California, en Sacramento. Davis decidió volver a South Central para unirse a la Revolución. Después de investigar las diversas organizaciones políticas de la zona, rechazó la US Organization de Karenga por considerarla antifeminista y se unió al Student Nonviolent Coordinating Committee y al Partido de las Panteras Negras. Al poco tiempo, observaría, las Panteras Negras publicaron en su periódico un ensayo de Huey Newton en el que este pedía solidarizarse con el emergente movimiento de liberación gay.
Luego del asesinato de George y Jonathan Jackson y del juicio subsiguiente, en el que fue sobreseída de todos los cargos, Davis se transformó en una heroína internacional y una luminaria dentro del movimiento antipenitenciario. Comenzó a trabajar entonces como profesora de estudios feministas y afroamericanos, obteniendo finalmente una cátedra en la University of California, en Santa Cruz.
A principios de los años noventa, Davis ya se había percatado, muy para su pesar, de que varias imágenes de su combativa juventud estaban circulando una vez más, pero para simbolizar una muy difusa rebeldía. En uno de sus discursos, ponderó de este modo la situación: “Por un lado, es inspirador notar cierta conciencia histórica, algo de lo cual nuestra generación a menudo carecía cuando yo era joven. Sin embargo, también es inquietante. Porque sé que, inevitablemente, mi imagen se asocia con cierta representación del nacionalismo negro que privilegia aquellas corrientes nacionalistas a las que algunos de nosotros siempre nos opusimos”.
Más adelante, señaló:
La imagen de un hombre negro armado se considera la “esencia” del compromiso revolucionario hoy en día. Por deprimente que pueda parecerme esta imagen simplista y falocéntrica, recuerdo cómo me afectaban las imágenes románticas de mis hermanos (y a veces, hermanas) con armas. En verdad, había cierto empoderamiento en el hecho de ir a practicar tiro y disparar –o desarmar una pistola– tan bien como un hombre, o mejor aún. Puedo identificarme con los jóvenes que ahora desean apasionadamente hacer algo, pero están mal encaminados.
Aunque esos jóvenes todavía veían el afro de Angela Y. Davis y su puño en alto, congelados en el tiempo, ella había proseguido su camino, y ahora esperaba poder debatir con ellos con la sabiduría de alguien mayor.
EL GANGSTA SE ENCUENTRA CON LA REVOLUCIONARIA
El encuentro entre Ice Cube y Angela Davis había sido idea de la publicista Leyla Turkkan. Turkann se había criado en el Upper East Side de Nueva York y había formado parte del grupo de “parkies” que se juntaban con escritores de grafitis como ZEPHYR y REVOLT. En la universidad comenzó a trabajar como promotora de Black Uhuru durante la exitosa gira de su álbum Red y luego ingresó al mundo de la publicidad, siempre lista para combinar sus habilidades para las relaciones públicas, su amplia listas de contactos en la industria y sus tendencias progresistas. Al igual que Bill Adler, estaba más que preparada para el surgimiento del rap revolucionario negro. No obstante, después del éxito del movimiento Stop the Violence, sintió que los dichos de Griff y la debacle mediática de Public Enemy habían perjudicado su carrera. En un momento, David Mills incluso la obligó a negar que ella y Adler hubieran intentado publicitar a Public Enemy como políticos y activistas sociales. Turkkan ahora creía tener una segunda oportunidad con Ice Cube. Al sentarlo con Davis, podía presentarlo como el heredero de la tradición revolucionaria negra.
La entrevista era una idea provocadora y tanto Ice Cube como Davis la recibieron con los brazos abiertos. Aun así, ninguno de los dos sabía cuál iba a ser el resultado de la conversación cuando se encontraran en las oficinas de Street Knowledge, el sello discográfico que él había fundado.
Para empezar, Davis solamente había oído unos pocos temas del álbum (aún inconcluso), entre ellos “My Summer Vacation”, “Us” y una canción llamada “Lord Have Mercy”, que finalmente no sería incluida en el disco. Tampoco escuchó el tema que terminaría causando la mayor polémica, un rap titulado “Black Korea”. Por otro lado, Davis debía lidiar con otra desventaja todavía más fundamental.
Al igual que ella, la madre de Ice Cube se había criado en el sur y, después de mudarse a Watts, había participado en los disturbios de 1965 en su adolescencia. A pesar de tener una muy buena relación con su hijo, ambos discutían con frecuencia sobre política y las letras de sus canciones. Para él, participar en este encuentro era como sentarse a charlar con su madre. Davis, en cambio, estaba tan perdida como cualquier padre durante la etapa más turbulenta del desarrollo de sus hijos.
Ice Cube se sentó detrás de su escritorio de cristal, en una silla de cuero negro, en medio de una oficina con paredes cubiertas de discos de oro enmarcados y afiches de Boyz N the Hood y de sus álbumes. Davis le preguntó qué opinaba de la generación anterior.
“Cuando veo a la gente mayor, no me da la impresión de que piensen que pueden aprender de los más jóvenes. A veces trato de decirle a mi madre cosas que simplemente no quiere escuchar”, contestó.
“Estamos viviendo en una época en que personas como Darryl Gates afirman: ‘Tenemos que librar una guerra contra las pandillas’. Y veo que muchos padres negros aplauden y repiten: ‘Claro, claro, tenemos que librar una guerra contra las pandillas’. Pero si se considera que todos los chicos de remera y gorrita son pandilleros, lo que están aplaudiendo es una guerra contra sus hijos.”
En el momento en que la conversación pasó de las cuestiones generacionales a las de género, la incomodidad del rapero se hizo evidente:
ICE CUBE: Lo que hay es gente negra que quiere ser como los blancos, sin darse cuenta de que los blancos quieren ser como los negros. Así que lo mejor es dejar de pensar de ese modo. Se necesitan hombres negros que no admiren al hombre blanco, que no traten de imitar al hombre blanco.
ANGELA: ¿Y qué hay de las mujeres? Hablas siempre de los hombres. Me gustaría oírte hablar de los hombres y las mujeres de raza negra.
I.C.: La gente negra.
A.: Creo que a menudo excluyes a las negras de tu pensamiento. Nunca llegaremos a ninguna parte si no estamos unidos.
I.C.: Por supuesto. Pero el hombre negro es víctima de la opresión.
A.: Bueno, la mujer negra es víctima de la opresión también.
I.C.: Pero la mujer negra no podrá admirar al hombre negro hasta que no logremos levantarnos.
A.: Ahora bien, ¿por qué debería admirar la mujer negra al hombre negro? ¿Por qué no pueden tratarse como iguales?
I.C.: Si nos tratamos como iguales, se va a crear una división entre nosotros. Nos dividiremos.
A.: Como te dije, enseño en la cárcel del condado de San Francisco. Muchas de las mujeres que están allí han sido arrestadas por delitos vinculados con las drogas. Sin embargo, para la mayoría, ellas son invisibles. La gente habla del problema de la droga sin mencionar el hecho de que la mayor parte de las personas que consumen crack en nuestra comunidad son mujeres. Así que cuando hablamos de progreso en la comunidad tenemos que hablar de nuestras hermanas al igual que de nuestros hermanos.
I.C.: Nuestras hermanas han sostenido a la comunidad.
A.: Cuando haces referencia al “hombre negro”, me gustaría oírte decir algo explícito sobre las mujeres negras. Eso me convencería de que piensas en tus hermanas tanto como en tus hermanos.
I.C.: Yo pienso en todo el mundo.
A pesar de que Davis trató de insinuar lo provechoso que sería formar alianzas con mujeres, latinos, nativos norteamericanos y otros grupos, Ice Cube desestimó la idea. “Hay gente que lucha por la integración, pero yo creo que tenemos que luchar por la igualdad de derechos. En las escuelas, los alumnos quieren tener los mismos libros, no quieren que les den libros rotos. Eso es más importante que luchar para poder sentarse en la misma mesa a comer. Creo que es más saludable que nos sentemos en otro lado, mientras la comida sea buena.”
Davis le respondió: “¿Y si decimos que queremos sentarnos en el mismo lugar o donde nos plazca, pero también disfrutar de la posibilidad de elegir lo que vamos a comer? ¿Entiendes lo que digo? Queremos que nos respeten como iguales, y que además respeten nuestras diferencias. No quiero ser invisible como mujer negra”.
“Lo importante es enseñar a nuestros hijos la naturaleza del esclavista”, contrapuso Ice Cube. “Enseñarles cómo es y cómo estará siempre dispuesto a golpearte por más libros que le pongas adelante y por más líderes que envíes para hablar con él. Nunca va a cambiar. Debemos entender que todo tiene su energía natural.”
Luego citó la analogía de Farrakhan: “Existe la gallina y existe el gavilán; la hormiga y el oso hormiguero. Son enemigos por naturaleza. Eso es lo que debemos inculcar a nuestros hijos”.
MIEDO A UN PLANETA QUE NO ES NEGRO
Angela Davis le pidió a Ice Cube que aclarara cuál creía él que era su audiencia. “Muchas personas dan por sentado que, al rapear, tus palabras reflejan tus propias creencias y valores. Por ejemplo, cuando hablas de ‘perras’ y ‘putas’, lo que se infiere es que, en tu opinión, las mujeres efectivamente son perras y putas. ¿Quieres decir que este es el tipo de lenguaje que se considera aceptable en algunos círculos de la comunidad?”
“Por supuesto”, respondió él. “Quienes dicen que Ice Cube ve a todas las mujeres como perras y putas no prestan atención a las letras. No prestan atención a las situaciones que describo. Realmente, no me escuchan. Creo que son incapaces de ver más allá de las malas palabras. Los padres dicen ‘Ay, ay, no puedo oír esto’. Pero nosotros aprendimos esas palabras de nuestros padres, de la televisión. Esto no es algo nuevo que surgió de la nada.”
“¿Qué piensas de todos los esfuerzos realizados a lo largo de los años para transformar el lenguaje que usamos al referirnos a nosotros mismos como negros y, específicamente, como negras?”, inquirió Davis. “¿Cómo crees que se sienten los afroamericanos progresistas de mi generación cuando vuelven a oír esas palabras, sobre todo en la cultura del hip-hop: ‘negro, negrito, negro de mierda’? […] ¿Qué te parece que sienten las feministas negras como yo y otras mujeres más jóvenes cuando oyen la palabra ‘perra’?”
Ice Cube evitó contestar a la pregunta directamente: “Desde los sesenta, e incluso desde antes, ha habido avances. Pero no hemos ganamos nada. Seguimos igual que antes cuando se trata de obtener nuestra tajada de la torta. El lenguaje de las calles es el único que puedo usar para comunicarme con la gente de la calle”.
La conversación entre Ice Cube y Davis no solo dejó en evidencia brechas sexuales y generacionales, sino también de clase y educación. Davis se había formado en California a fines de los años sesenta, cuando las Panteras Negras reclamaban la creación de un frente unido de todos los pueblos oprimidos y el Frente de Liberación del Tercer Mundo iniciaba el movimiento a favor de la implementación de programas de estudios étnicos en la San Francisco State University y la University of California, en Berkeley. En aquella época, los estudiantes de razas minoritarias aún eran infrecuentes; por eso, en general, el vínculo racial que compartían primaba por sobre sus diferencias de clase.
Dos décadas más tarde, gracias a la discriminación positiva, las universidades públicas de California contaban con el alumnado más diverso de todo el país, lo que reflejaba el enorme cambio demográfico que había atravesado el estado. No obstante, la inscripción de negros, latinos y descendientes de aborígenes norteamericanos seguía mostrando claros indicios de segregación económica: en la mayor parte de los casos, los estudiantes de clase media asistían a alguna de las sedes de la selecta University of California; y los de clase trabajadora, a las de California State University y California Community Colleges. Los índices de abandono académico entre los estudiantes de las minorías étnicas también eran preocupantes; menos de la mitad de los negros y latinos llegaban a matricularse en alguno de los campus de la University of California. Y visto el fuerte aumento en los precios por la crisis presupuestaria estatal y el creciente movimiento contra la discriminación positiva, liderado por el neoconservador negro Ward Connerly, era innegable que la época dorada del acceso universitario estaba llegando a su fin.
Si bien la influencia política de algunos líderes afroamericanos prominentes –como Tom Bradley, alcalde de Los Ángeles, y Willie Brown, orador de la Asamblea Estatal– nunca había sido mayor, muchos de los negros de California sentían que estaban en pleno retroceso económico, político y social al lado de las comunidades chicanas, latinas y asiáticas. En términos estrictamente demográficos, tenían razón. Setenta y cinco mil negros de clase media se habían desplazado de South Central y Compton a San Bernardino y Riverside durante la década de los ochenta, y una gran cantidad de afroamericanos estaba volviendo al renovado sur del país, en particular a la “nueva meca”, Atlanta. Olas de nuevos inmigrantes los reemplazaron en los barrios marginales de California. En 1965, la zona era en un 81% negra; en 1991, en cambio, una de cada tres personas de South Central había nacido en el extranjero, y los latinos estaban a punto de superar en número a los negros, transformándose en la primera mayoría.
Los blancos, claro está, habían abandonado física, económica y emocionalmente The Bottoms desde hacía tiempo. Cuando las minorías étnicas peleaban entre sí para obtener empleos, educación y representación política, se mataban por meras migajas. Que ese tipo de conflictos estallara en hechos de violencia interracial era tan previsible como trágico.
Para la elite universitaria, burguesa y multicultural afroamericana, se trataba de una situación confusa y dolorosa. Este no era el mundo por el cual habían luchado. Al mismo tiempo, el resto de la comunidad negra sentía que estaba perdiendo el control, lo que acrecentaba su paranoia.
El título de uno de los libros favoritos de Chuck D, una recopilación de ensayos de Haki Madhubuti, poeta y escritor de la generación del Black Power, planteaba una incógnita provocadora: Black Men: Obsolete, Single, Dangerous? [Los hombres negros: ¿obsoletos, solteros, peligrosos?]. Con ayuda de Chuck, Ice Cube había comenzado a responder a esa pregunta con uno de los temas de Amerikkka’s Most Wanted, “Endangered Species”. Death Certificate era su respuesta final. A lo largo del disco era palpable el temor a los grandes cambios, el miedo atávico a ser erradicado.
En el mes de octubre comenzó la colaboración entre Caja Negra y la plataforma de radio online de Barcelona dublab.es, que ha invitado a la editorial a conducir un programa en torno a las problemáticas y preguntas que atraviesan nuestro catálogo.
Desde una crítica cultural expandida, de cualidad elástica, con flexibilidad para recibir materiales de fuentes diversas como la teoría política y la música pop, la filosofía y la cultura digital, el pensamiento sobre la técnica y las artes visuales, los diversos invitados que conducirán estos programas buscarán ahondar en las claves de una imaginación política anticipatoria que nos permita intervenir en una realidad que parece cada vez más salida de una novela la ciencia ficción.
Les compartimos el audio de esta primera entrega, en la que Marta Echaves –curadora e investigadora– y Ezequiel Fanego –editor de Caja Negra– conversaron acerca de la retromanía y las posibilidades de la imaginación futurista en la música actual. ¿Sigue hoy la cultura condenada a la incansable repetición de lo mismo, tal y como lo diagnosticaron autores como Simon Reynolds, Mark Fisher o David Stubbs?
Al interior de la música electrónica podemos reconocer dos historias: por un lado, la de los compositores y productores que desarrollaron los lenguajes y géneros de lo que hoy es el universo musical electrónico, y por otro lado, la historia de las máquinas y las tecnologías que acompañaron y surgieron también de aquella creatividad humana. Aquí compartimos esta línea evolutiva maquínica que va del siglo XIX al XX, incluida en Sonidos de Marte, de David Stubbs.
1876 Elisha Gray inventa el telégrafo musical, del que podría decirse que constituye el primer sintetizador.
1877 Thomas Alva Edison inventa el fonógrafo, haciendo posible la grabación y reproducción mecánica del sonido. Originalmente, la grabación se realizaba sobre tiras de papel de estaño enrolladas alrededor de un cilindro giratorio.
1895 Edwin Scott Votey inventa la pianola (o piano mecánico), capaz de reproducir en forma automática música preprogramada en rollos de papel perforado. Deja de producirse luego de la crisis bursátil de 1929, pero experimenta un resurgimiento a partir de fines de la década del treinta. El compositor mexicano de origen estadounidense Conlon Nancarrow compondría una monumental serie de estudios para el instrumento.
1906 Thaddeus Cahill desarrolla el Telarmonio. Lee de Forest inventa el triodo, la primera válvula electrónica amplificadora, dando así inicio a la era electrónica.
1910 El pintor futurista Luigi Russolo desarrolla los intonarumori [entonarruidos], máquinas generadoras de ruido con las que busca ampliar el repertorio de sonidos para la música del siglo XX, tal como explicaría en su manifiesto de 1913 El arte de los ruidos.
1916 El pintor cubo-futurista Vladimir Baranov-Rossiné construye su Piano Optofónico, un instrumento “sinestésico” que generaba sonidos y proyectaba patrones móviles de colores por medio de un teclado, creando esa combinación de música y arte plástico en la que habían soñado compositores como Aleksandr Skriabin.
1921 Creación del primer théremin, llamado así por su inventor, el ingeniero y músico aficionado soviético Leon Theremin. Sus dos antenas de metal permitían controlar el sonido sin que la mano del ejecutante entrara en contacto físico con el instrumento.
1928 Maurice Martenot inventa las Ondas Martenot, instrumento similar al théremin pero con teclado. Edgar Varèse lo utilizaría en Ecuatorial (1932-1934).
1930 Otra invención soviética: el Variófono, desarrollado por Yevgeni Sholpo, un sintetizador óptico que utilizaba ondas sonoras grabadas en discos giratorios de cartón y fotografiadas en películas de 35 mm, que luego eran leídas por celdas fotoeléctricas y amplificadas.
1935 Fritz Pfleumer desarrolla el magnetófono, primer grabador de cinta magnética. El equipo y las cintas son demostrados en la Exposición Internacional de Radio de Berlín.
1940 El ingeniero alemán Karl Willy Wagner desarrolla sus sintetizadores vocales, precursores del vocoder.
1941 Georges Jenny inventa el Ondioline, que sería popularizado en la década del cincuenta por su compatriota francés Jean-Jacques Perrey. Su teclado suspendido sobre resortes permitía un efecto de vibrato natural y el instrumento contaba también con una serie de filtros que ampliaban significativamente sus posibilidades sonoras respecto de las ondas Martenot.
1944 El compositor egipcio-estadounidense Halim El-Dabh produce The Expression of Zaar (Ta’abir al-Zaar), primera pieza de música electroacústica grabada en cinta.
1946 Cansado de trabajar con músicos humanos, Raymond Scott intenta patentar su “máquina orquesta”. Algunos años más tarde desarrollaría el Clavivox.
1947 El ingeniero francés Constant Martin inventa el Clavioline, un teclado electrónico que empleaba un oscilador de válvula. Se lo puede escuchar en el hit de 1961 “Runaway”, de Del Shannon, y sería usado extensamente por Sun Ra.
1952 Herbert Belar y Harry Olson diseñan el sintetizador RCA Mark II, apodado “Victor”, que es instalado en la Universidad de Columbia en 1957. A pesar de la popularidad de la que gozó inicialmente entre compositores debido a la novedad de su secuenciador, que lo hacía capaz de reproducir en forma automática complejas secuencias musicales, el instrumento caería en el abandono. Fue usado por última vez en 1977.
1955 Ampex introduce el sistema de grabación simultánea selectiva Sel-Sync, que hace posible por primera vez la grabación multipista. El guitarrista Les Paul contribuye al desarrollo ulterior de esta tecnología y realiza las primeras grabaciones comerciales en ocho pistas.
1957 El sintetizador ANS, desarrollado por el ingeniero de sonido ruso Yevgeni Murzin entre 1937 y 1957, es develado. El instrumento, basado en la síntesis óptica, es bautizado en honor al compositor Aleksandr Nikoláievich Skriabin. El compositor Eduard Artémiev lo usaría extensamente en sus bandas sonoras para las películas de Andréi Tarkovski, entre ellas Solaris.
1959 Daphne Oram desarrolla la “orámica”, una técnica para crear sonidos electrónicos a partir de formas dibujadas a mano, basada en una epifanía que había tenido de niña.
1963 La empresa japonesa Keio Electronics Laboratories (más tarde rebautizada Korg) produce la caja de ritmos DA-20, que funcionaba con un disco rotatorio eléctrico y producía una serie de ritmos preseteados. La compañía inglesa Mellotronics –fundada por los ingenieros Frank, Norman y Les Bradley, el director de orquesta y presentador de la BBC Eric Robinson y el mago David Nixon– introduce el mellotrón. El instrumento estaba basado en un instrumento anterior, el Chamberlin, inventado en los Estados Unidos por Harry Chamberlin. El mellotrón sería popularizado por The Beatles, en especial en “Strawberry Fields Forever”.
1964 Ikutaro Kakehashi desarrolla la caja de ritmos Ace Tone R1 Rhythm Ace. Robert Moog vende el primer prototipo del sintetizador que lleva su nombre. Presentado en el Festival de Pop de Monterey de 1967, el Moog rápidamente trasciende el estatus de novedad para convertirse en una parte integral del amoblamiento electrónico.
1970 Alan R. Pearlman y Dennis Colin introducen el ARP 2600, una versión simplificada de su sintetizador modular ARP 2500. Uno de los primeros en adoptarlo es Pete Townshend de The Who, pero es Stevie Wonder quien lo populariza, usándolo extensamente con la asistencia de Bob Margouleff y Malcolm Cecil.
1973 Yamaha introduce su sintetizador polifónico Yamaha GX-1, que rápidamente se convierte en un pilar del rock progresivo, usado, entre otros, por Emerson, Lake and Palmer. Más tarde sería usado por Aphex Twin en el track “GX1 Solo”.
1979 Sale a la venta el primer sintetizador digital comercial, el Casio VL-1, a un precio de apenas 69,95 dólares. La compañía australiana Fairlight introduce su sintetizador y esta- ción de audio digital Fairlight CMI, que consistía de un teclado de setenta y tres notas, una unidad central de procesamiento con dos disqueteras de ocho pulgadas, un teclado alfanumérico y una lapicera óptica para edición gráfica. Primer instrumento en incluir el sampler digital.
1980 Roland introduce su caja de ritmos TR-808, popularizada por Yellow Magic Orchestra en su álbum BGM, editado el año siguiente. El instrumento es discontinuado en 1983, pero gozaría de una larga sobrevida tanto en el mercado de segunda mano como en bibliotecas de sonido. Tiene una influencia fundamental en el hip-hop. Sale a la venta el Yamaha GS-1, el primer sintetizador digital FM. Aunque más caro que el Casio VL-1, se populariza hasta volverse ubicuo en el pop de la década del ochenta, de Talking Heads a Duran Duran.
1981 Roland introduce el sintetizador TB-303 Bass Line, que pocos años más tarde daría origen al acid house. Es usado por primera vez en “Let Me Go” de Heaven 17 y no aparece en un hit hasta 1983, con “Rip It Up” de Orange Juice. Yellow Magic Orchestra saca su álbum Technodelic, que hace un extenso uso del sampler digital Toshiba LMD-649.
1982 Roland introduce el sintetizador Jupiter-6, que sería popularizado por Blue, Inner City, The Human League y Orbital, entre otros.
1984 Sale al mercado la primera computadora personal, la Macintosh de Apple. La computadora no tardaría en ser adoptada por los músicos como instrumento musical, especialmente en su versión portátil. Los egresados de Berkeley Evan Brooks y Peter Gotcher desarrollan el software Sound Designer, más tarde rebautizado Pro Tools.
1985 Sale al mercado la computadora Atari ST, diseñada por Shiraz Shivji. Fatboy Slim grabaría y produciría enteramente en una Atari su álbum de 1998 You’ve Come a Long Way, Baby.
1995 La compañía alemana Doepfer introduce el sintetizador analógico modular Doepfer A-100. Además de distintos módulos adicionales desarrollados posteriormente, su formato estandarizado de racks permite la integración de módulos de diferentes fabricantes bajo la norma “Eurorack”.
1999 Fundación de la compañía Ableton. En 2001, sale a la venta el software Ableton Live, un secuenciador y estación de audio digital diseñado también para la interpretación de música en vivo.
DEREK, UN INSOLENTE Y ABRASADOR TESTIMONIO DE POSIBILIDAD
DEREK, UN INSOLENTE Y ABRASADOR TESTIMONIO DE POSIBILIDAD
Compartimos la introducción de Olivia Laing a Naturaleza Moderna, de Derek Jarman.
Ningún otro libro me resulta más querido que este. No hay otras páginas sobre las que haya vuelto con mayor asiduidad o que hayan tenido en mí una influencia más perdurable. Leí Naturaleza moderna uno o dos años después de su publicación en 1991, con toda seguridad antes de la muerte de Derek Jarman en 1994. Fue mi hermana Kitty la que me introdujo en su obra. Por aquel entonces, ella tenía diez u once años, y yo doce, tal vez trece.
Éramos niñas raras. Mi madre era gay y las tres vivíamos en un feo y moderno complejo edilicio de una ciudad cercana a Portsmouth, lleno de calles sin salida que llevaban los nombres de los campos destruidos para construirlo. Éramos bastante felices juntas, pero el mundo exterior nos resultaba un sitio endeble, inhóspito, siempre gris. Odiaba la escuela de señoritas a la que iba, llena de alumnas homofóbicas y maestras entrometidas, siempre interesadas en saber más acerca de nuestra “situación familiar”. Eran los tiempos del artículo 28, que prohibía que las autoridades locales promovieran la homosexualidad o que se hablara de ella en las escuelas “como una supuesta relación familiar” aceptable. Vivíamos bajo el perverso gobierno de un Estado que nos consideraba una familia supuesta, sometida a la amenaza siempre latente de una eventual exposición y el consiguiente desastre.
No recuerdo cómo llegó Derek a nuestro mundo. Tal vez haya sido gracias a una emisión de Eduardo II en la trasnoche de Channel 4. Kitty quedó deslumbrada. Durante años, vio de noche una y otra vez en su cuarto todas las películas de Jarman, se convirtió en su seguidora más acérrima e improbable. Le resultaba particularmente conmovedora la escena en que Gaveston y Eduardo, vestidos en pijamas, bailan juntos en la cárcel mientras Annie Lennox canta “Every Time We Say Goodbye”.
En mi caso, fueron sus libros. Naturaleza moderna me atrapó de inmediato. Al volver a leerlo este invierno me sorprendió corroborar hasta qué punto marcó mi vida adulta. Fue entre sus páginas que comencé a hacerme una idea de qué significa ser una artista, tener posiciones políticas e incluso acerca de cómo plantar un jardín (de manera lúdica, obstinada, sin prestar atención a los límites, en libre colaboración con el entorno).
Durante mi juventud, su potente hechizo me llevó a incursionar en la herboristería, bajo el encanto de las interminables letanías de los nombres de plantas –dulcamara, áster, ononis–, intercaladas con fragmentos de textos de los antiguos herboristas, Apulio y Gerardo, acerca de las propiedades de la violeta de las hechiceras y la querida cala. Cuando me dispuse a escribir mi primer libro, To the River, fue la voz de Jarman la que intenté transmitir.
A principios de los noventa, Derek siempre estaba en el diario o en la radio. Era una de las poquísimas celebridades británicas que habían hecho público que vivían con VIH, y esto lo convirtió en un mascarón de proa. “Siempre odié los secretos”, nos explica en este libro, “ese cáncer corrosivo”. No dudaba en mostrarse enérgico contra el prejuicio, la censura y la falta de fondos para la investigación, pero también podía resultar encantador, inteligente y hasta capaz de pequeñas maldades.
En un principio, le preocupó que la noticia pusiera en riesgo la viabilidad de su futuro como cineasta, dado que de allí en más ninguna compañía estaría dispuesta a asegurarlo. Sabía, también, que atraería el odio de los periódicos sensacionalistas y se convertiría en un blanco visible para exorcizar el pánico del sida. Sus temores no eran infundados. En sus memorias de 2017 para la London Review of Books, el dramaturgo Alan Bennett recuerda que en ocasión del estreno de Angels in America en 1992 le tocó sentarse detrás de Jarman. Se había hecho un ligero rasguño antes de llegar al teatro, y estaba “aterrorizado de que Jarman se diera vuelta y quisiera estrecharme la mano. Así que con vergüenza traté de pasar lo más desapercibido posible”. En el intervalo, salió de la sala y consiguió un apósito, tras lo cual sí se sintió en condiciones de saludarlo. Bennet decidió contar esta historia, según nos dice, “como un recordatorio de la histeria de aquella época, a la que tampoco yo fui inmune”.
Resulta difícil explicar lo sombríos y lúgubres que fueron aquellos años. No teníamos Internet, esa mutación adictiva del espejo mágico del Dr. Dee. Sabíamos muy poco. Enfermo y todo, Derek resultaba un insolente y abrasador testimonio de posibilidad. Nos bastaba verlo para saber que había otra forma de vida: libre, desenfrenada, gozosa. Él abrió una puerta y nos mostró el paraíso. Lo había plantado con sus propias manos, ingeniosas y ahorrativas. No creo en las vidas modelo, pero incluso hoy, veinticinco años más tarde, me pregunto una y otra vez: ¿qué haría Derek en esta situación?
Derek Jarman inicia el diario que más tarde habría de convertirse en Naturaleza Moderna el primer día de enero de 1989, con la descripción de Prospect Cottage, esa pequeña casa de pescadores de color negro, ubicada en la playa de Dungeness, que compró en un arranque a un valor de 32.000 libras esterlinas, haciendo uso de una herencia que había recibido de su padre. Después de décadas de vivir en Londres, al fin tenía la oportunidad de volver a su primer amor: la jardinería.
A primera vista, cuesta pensar en Dungeness como una ubicación prometedora para un enamorado de las plantas. Este sitio conocido como “el quinto cuarto” del mundo es un lugar distinto de cualquier otro, un microclima de extremos, asolado por la sequía, los fuertes vientos y la sal de mar, perniciosa para las hojas. Sobre ese desierto de piedra, al que una imponente planta nuclear ignora, Jarman decidió conjurar un oasis improbable. Al igual que con todos sus proyectos, lo hizo a mano y con un mínimo presupuesto. Cargando estiércol y cavando agujeros en la grava, convenció a las rosas antiguas y a la higuera de florecer con el mismo encanto con que manejaba a sus actores.
En sus primeras páginas, Naturaleza moderna no difiere tanto de los escritos de Gilbert White o Dorothy Wordsworth, descripciones eruditas de la flora y la fauna local acompasadas por retazos de sabiduría de anticuario. Jarman tenía la habilidad del pintor para advertir los tonos cambiantes del mar, el cielo y la piedra, y dedicó la sutileza de su mirada a descubrir en esa playa una abundancia improbable. La amapola cornuda y la col marina brotaron de la grava; luego habrían de llegar los jacintos, las varas amarillas, las viboreras, las retamas, los tojos, las lagartijas y decenas de especies de mariposas.
Sin embargo, según le explica a la pintora Maggi Hambling poco después, su interés no era exactamente el mismo de los majestuosos naturalistas victorianos. “Ah, entiendo”, contestó ella. “Has descubierto la naturaleza moderna”. Esta definición resulta ideal, ya que se extiende también a las vacilantes noches de sexo casual en los jardines de Hampstead Heath y la atroz realidad de la infección de VIH. Derek logra hablar con tal franqueza acerca del sexo y la muerte –evidentemente, los más naturales de los estados– que hace que buena parte de la escritura actual acerca de la naturaleza parezca remilgada y anémica. Al día de hoy, continúa pareciéndome el escritor más radical a la hora de tratar el tema de la naturaleza, en la medida en que se niega a excluir el cuerpo de su ámbito de incumbencia, y documenta la fluctuación de las mareas de la enfermedad y el deseo con tanto cuidado y esmero como el que dedica al descubrimiento del espino amarillo o de una higuera silvestre.
Cultivar un jardín fue la respuesta enérgica y productiva (como solían ser todas las suyas) que Jarman dio a lo que, antes de la terapia combinatoria, era una sentencia de muerte casi segura. Fue una inversión a futuro, que lo condujo a cavar hondo en los recuerdos de su pasado. A medida que iba retomando el contacto con las plantas que lo habían acunado de niño –las nomeolvides, las siemprevivas, los perfumados claveles–, se internaba en los jardines de su peripatética e infeliz infancia.
Su padre había sido piloto de la Real Fuerza Aérea británica, la RAF, y por ello su familia se había mudado muchas veces. De niño, Jarman vivió en el deslumbrante esplendor de la ribera del lago Maggiore, en Italia, como así también en Pakistán y en Roma. Cuando volvieron a Inglaterra, apostados en Somerset, una pared de la casa en la que vivían se desplomó bajo el peso de una enorme cantidad de miel, producida por un enjambre de abejas salvajes que había encontrado refugio en el ático.
Niño sensible, Derek encontró en los jardines un lugar de magia y posibilidad, una alternativa plena a la violenta disciplina de la vida militar. Recuerda haber construido nidos de recortes de hierba, sobre los que se tendía en los días de lluvia a recorrer atentamente las lujosas láminas a todo color de Bellas flores y cómo cultivarlas. Su padre le propinaba insultos afines: florecita, limón amargo; una vez, o eso contaba un pariente, el padre había arrojado a su pequeño hijo por una ventana.
Otro jardín, uno al que nadie prestaba atención, habría de resultar fuertemente erótico. En la escuela preparatoria, época por la que vagaba sin rumbo, dueño de un temperamento poco apropiado para el código de la muscular cristiandad, Derek tuvo sus primeras experiencias sexuales con otro niño perdido, con el que se acariciará y se lamerá en un confuso éxtasis sobre un claro de violetas. Una sensación encantadora, así explica lo que siente por aquel muchacho. Lamentablemente, no tardaron en descubrirlos, y aquella fue para Jarman la primera y más agónica expulsión del Edén, escena traumática que habría de replicar en casi todas sus películas.
La escuela. Según él, el Paraíso de los Pervertidos: un sitio lleno de golpizas en lugar de abrazos, en el que pobres niñitos que a duras penas llegaban a llenar sus trajes se torturaban unos a otros, privados de afecto, alienados de sus propios cuerpos. Esto haría que hasta sus primeros años de adulto Jarman cargara con una intensa sensación de vergüenza y le costara hablar acerca de sus verdaderos deseos (ni qué decir de actuar en conformidad con ellos). “Asustado y confundido, creía que era el único queer en el mundo.”
Naturaleza moderna está regado de lamentos por ese tiempo perdido, esos años de asfixia que debieron transcurrir hasta que Jarman finalmente juntó el coraje para salir del clóset en la escuela de arte y comenzar –placer de los placeres– a tener sexo con hombres, ese acto todavía ilícito, el paraíso recobrado del deseo correspondido.
Pero aquella educación clásica también lo marcó en un sentido más benigno. Incluso en el clima cambiante de este diario, es claro que su yo oscila continuamente entre dos almas: la del rebelde y la del anticuario. Sí, encontramos en ellas al perverso azote del sistema, el queer abierto a la experimentación que se deleita haciendo pasar vergüenza a Mary Whitehouse. Pero también al tradicionalista que no posee tarjeta de crédito y oculta la máquina de faxes en una cesta de lavandería, que lamenta la pérdida de los rituales y las estructuras, los abundantes huertos de Kent desterrados por los supermercados, la fosa de osos isabelina de Bankside, demolida por los urbanistas.
En este punto, Jarman no es exactamente nostálgico, decididamente no en el sentido de la Pequeña Inglaterra. Se manifiesta contra todas las paredes y vallas, siempre a favor del diálogo, la colaboración y el intercambio. Como afirma en la primera página de este libro: “Los límites de mi jardín son el horizonte”. Lo que lo embelesa es una Inglaterra heráldica, romántica, un poco imaginaria en parte. “La Edad Media ha sido el paraíso de mi imaginación”, nos dice, “no… el Edén del caminante de William Morris, sino algo subterráneo, como las algas y el coral que flotan dentro de las tapas de los relicarios”.
Durante sus años de estudiante en el King’s College de Londres, en los sesenta, tuvo la oportunidad de tomar clases con el historiador de la arquitectura Nikolaus Pevsner, quien era capaz de identificar los múltiples períodos de tiempo que se entrecruzaban en las distintas ciudades inglesas y escenas campestres. A Jarman, en determinados momentos el pasado le resultaba muy cercano, casi palpable, un sentimiento que compartía con Virginia Woolf y del que dejó testimonio en películas como Jubilee y Conversación angelical, hechizos de viaje en el tiempo.
Las derrotas de Inglaterra se traducen en melancolía. El acero más afilado es el sida. El diario de Jarman está puntuado por la muerte, la pérdida prematura y catastrófica de muchos de sus amigos. “La vejez le llegó pronto a mi generación, sorprendida por la escarcha”, escribe lleno de pesadumbre. Varias veces sueña con la muerte. El jueves 13 de abril de 1989, registra una conversación telefónica que sostiene con su amigo Howard Brookner, un brillante cineasta de Nueva York. Para ese entonces, el joven ha perdido la capacidad de hablar, y durante los veinte minutos de grabación se comunica con él por medio de un “gemido suave y triste”, devastación que resulta magnificada por la hechicería de una tecnología que no puede curarlo pero sí transmitir su voz a toda velocidad alrededor de la tierra.
El sida trae consigo una sensación de apocalipsis inminente. Confrontado día a día por el amenazador espectáculo de la planta de energía nuclear de Dungeness, que en cierta ocasión pareció explotar dejando una nube de vapor, Jarman se preocupa por el calentamiento global, el efecto invernadero, el agujero de la capa de ozono. ¿Habrá un futuro? ¿Acaso también el pasado ha sido irreparablemente destruido? ¿Qué hacer? No perder el tiempo. Plantar romero, flor de cohete, santolina; por medio del arte de la alquimia, convertir el terror en arte.
¡Pero esperen! No quisiera pasar por alto al otro Derek, el hacedor de maldades, el amigo de la conversación, el que al igual que su vecino, el cuervo ladrón, no logra contenerse y coquetea en los bares de Compton, el que comparte chismes e intrigas mientras saborea las deliciosas tortas de la Maison Bertaux. Este que se roba ramitas y esquejes de cada planta que ve, despotrica contra los editores de periódicos sensacionalistas, contra la Fundación Nacional para Lugares de Interés Histórico o Belleza Natural, contra las máquinas expendedoras de boletos y contra los operadores de Channel 4, y al fin logra desarmarnos deleitándose en su buena fortuna, su última alegría que acaba de florecer.
“HB, amor”, garabatea en el hospital. La más profunda fuente de su felicidad es Hinney Beast,[1] apodo que diera a su compañero Keith Collins. Dueño de una belleza extraordinaria, Collins era un programador de computadoras de Newcastle. Se conocieron en 1987 durante una proyección y para cuando comienza el diario, ya están viviendo y trabajando juntos, yendo y viniendo de Prospect Cottage a Casa Phoenix, el pequeñísimo monoambiente de Jarman sobre Charing Cross Road.
“Yo soy un viejo coronel y él es un joven subalterno”, dijo el cineasta al Independent en 1993 para su columna “Cómo nos conocimos”, a lo que HB replicó: “Nuestra relación es muy inusual, no somos amantes ni novios. Les diré a qué nos parecemos: a James Fox y a Dirk Bogarde en El sirviente.[2] Yo me la paso todo el día diciendo cosas como ‘si no resulta demasiada osadía de mi parte, permítame que le señale, señor, que mi quiche ha recibido muchos elogios’”.
Ya sea boxeando con su sombra, saliendo de improvisto de autos como si se tratase de una sorpresa mecánica, tomando largos baños de tres horas, en los que mantiene en equilibrio tazones de copos de maíz y reza con su cabeza bajo el agua, hb es una presencia constante en Naturaleza moderna. Le hace bromas a Jarman y lo conforta, le prepara la comida, actúa luminosamente en sus películas y hasta hace que todo fluya de manera un poco más apacible en la sala de edición.
El cine, por el contrario, es un amado intransigente. “Cometí la tontería de querer que mi cine fuera mi hogar, que contuviera todas mis intimidades”, escribe, pero la realidad es que para lograrlo debió hacer frente a interminables compromisos y frustraciones. Lo que en realidad ama es el vertiginoso deleite de la toma, ese caos improvisado, vestido con ropajes espléndidos que salía de los fondillos de su mameluco y le permitía reconstruir imágenes robadas de los sueños.
Los períodos contemplativos en Prospect Cottage se ven progresivamente interrumpidos por un torbellino de proyectos, a medida que intenta apretujar décadas de trabajo en unos pocos años. Tan solo en los dos que cubre este diario, Jarman termina The Garden y las películas para la primera gira de los Pet Shop Boys, que también diseña, aparte de comenzar a trabajar en Eduardo II y a veces cubrir hasta cinco lienzos por día. Le quedan muy poco tiempo y demasiadas ideas.
Todo este torbellino se detiene de manera abrupta en la primavera de 1990, momento en que Jarman se encuentra en la guardia del Hospital St. Mary’s de Paddington, batallando contra una tuberculosis hepática, mientras afuera estallan los disturbios contra el impuesto per cápita que acaba de introducir el gobierno conservador de Margaret Thatcher. Lo que resulta extraordinario de estos diarios de hospital es su constante alegría, en una situación que claramente es de agonía y terror. Enfundado en “un pijama carmín y azul prusiano”, registra los tormentos de la pérdida de visión y los copiosos sudores nocturnos con curiosidad y buen talante. Devuelto a un estado de dependencia física absoluta, inundado de recuerdos de su triste infancia, descubre con gran alegría que está rodeado de amor.
El diario termina en el hospital, las letanías de los nombres de plantas del inicio son reemplazadas por las de las drogas que lo mantienen con vida: azt, rifampicina, sulfadiazina, carbamazepina, la lúgubre canción de cuna de principios de los noventa. Pero luego Jarman se levantará de esa cama y hará Eduardo II, Wittgenstein y Blue, sus magistrales últimas películas. Comprimirá en los siguientes cuatro años mucho más de lo que parece posible, antes de morir a la edad de 52 años.
Desearía que hubiese tenido algo más de tiempo. Desearía que aún estuviese aquí, alegre y burbujeante, cocinando algo con prácticamente nada. El rango y la escala de su obra resultan abrumadores: once largometrajes (cada uno de los cuales empuja los límites del cine, del latín de Sebastiane a la pantalla constante de Blue), diez libros, decenas de cortos en super-8 y videoclips, cientos de pinturas, las escenografías de Jazz Calendar de Frederick Ashton, el Don Giovanni de John Gielgud y Savage Messiah y Los demonios de Ken Russell, por no mencionar su icónico jardín.
En estos días no hay nadie que se le parezca. Hace poco leí el tuit con el que un periodista intentaba defender a quienes escriben para publicaciones como el periódico sensacionalista Daily Mail afirmando que “el periodismo es una industria moribunda y los escritores necesitan pagar el alquiler. No somos lo suficientemente ricos como para elegir entre nuestra moral y nuestra necesidad de sobrevivir”.
Cómo se hubiese reído Derek de esto. Toda su vida fue una refutación de esta lógica insostenible. ¿Creer que la moral es un lujo de ricos? Él creía que el cine era una industria en decadencia y aun así hacía sus películas, sin esperar a contar con los permisos necesarios o el financiamiento para tomar su cámara de super-8 y armar un elenco de amigos. Cuando con Christopher Hobbs, su escenógrafo, necesitaron reconstruir en un set de Caravaggio el mármol del Vaticano, pintaron el suelo con cemento negro y después lo inundaron de agua: consiguieron así una ilusión de plenitud que en cierto sentido era una plenitud por derecho propio, en virtud de su propia riqueza de imaginación, una riqueza que no estaba compuesta de dinero contante y sonante, sino de esfuerzo y capacidad. Por la realización de War Requiem cobró tan solo diez libras. Tenía suficiente para comer, ¿qué otra cosa podía pedir que tener la oportunidad de hacer el trabajo que amaba? Su vista siempre estaba puesta en el porvenir. “Hacer cine, no películas.”
Para finalizar, he aquí unos versos que me han acompañado a lo largo de más de veinte años. Son de Naturaleza moderna, y los utiliza también en Croma y en Blue (Derek era un inveterado reciclador de sus planos y líneas de diálogo favoritas). Están basados en parte en El cantar de los cantares, una reliquia amable de esa misma cristiandad que lo había hecho tan amargamente infeliz en su infancia.
Nuestro tiempo es una sombra fugaz y se propagará como el fuego en el rastrojo.
Así pasaremos todos, como una chispa que sale de la oscuridad y vuelve a perderse en ella, pero oh, qué maravilloso será haber podido arder.
[1] Se trata de un juego de palabras intraducible, ya que si bien “hinny beast” es literalmente “bestia de carga”, el adjetivo hinny es un término cariñoso (por deformación de honey) en la zona del norte de Inglaterra, de donde era Collins.
[2]El sirviente (The Servant), dir. Joseph Losey, 1963.