EL CINE DE NUESTRA MENTE 

EL CINE DE NUESTRA MENTE 

Por Javiera Pérez Salerno y Ezequiel Nacusse

De la mayoría de las experimentaciones cinematográficas de los años 60 no quedan registros en Internet. Salvo algunos casos excepcionales perdidos en YouTube, las obras permanecen inaccesibles para curiosos e investigadores, seguramente dormidas en los archivos de instituciones norteamericanas a las que los usuarios con cuentas de gmail no podemos acceder. Pero quedan los relatos. Más precisamente, los relatos que Jonas Mekas hace de todo eso que vio entre el 6 de febrero de 1964 y el 23 de junio de 1966 y que recogió con la forma de entradas íntimas en “Diario de cine”, sus artículos para Village Voice.

En esos textos, Mekas se llama a sí mismo “el único historiador del nuevo cine”. En 1970, junto a un grupo de realizadores, creó el Anthology Film Archive, el primer espacio dedicado al cine como obra de arte. Ya en aquella época veía la importancia de estos relatos efímeros. Por eso, es difícil imaginar una mirada más perceptiva sobre lo que pasaba en esa Nueva York efervescente, con pulso para la circulación de lo nuevo, que no temía abrir el ojo para dejar entrar toda clase de loops, glitches, cámaras en movimiento y para encontrar belleza en el material en crudo, en los relatos quebrados y deformes. Tendremos que creerle a nuestro querido Jonas. Hoy, sin las películas a mano, sus relatos funcionan como una guía sobre cómo detenernos a ver, como abrir eso que llama la “mirada expandida”.

Los nombres, lugares y eventos que desfilan por estas páginas (que podrán descargar al final de esta entrada) arman el mapa de la cultura alternativa de la época. Aparece, por ejemplo, Barbara Rubin, la primera en hacer una película porno a los ¡19! años. Artistas que conocemos bien como Allen Ginsberg, Burroughs o Andy Warhol, pero también realizadores que compartían la escena como Stan Brakhage, Naomi Levine, Ed Emshwiller o George Landow quien, en palabras de Mekas “ha creado la primera obra maestra del cine en loop”. También espacios como la Judson Church (que sería fundamental durante los años siguientes y hasta hoy en la historia de la danza y la escena) o el Johnson Theatre. Críticas sarcásticas a eventos como la Feria Mundial y una exaltación: “El cine recién está empezando. No vayan a Cannes a ver cine nuevo, vengan a Nueva York.”

Las películas que recorre en su diario pueden pensarse como un breakdown mental al cine mainstream de la época. Para Mekas, el cine experimental no es solamente trabajar con las formas, también es ir contra la narración, proponer experiencias, hacer sentir. Tanto en sus escritos como en sus películas, la noción de “experiencia” está tan ligada al arte y es tan vital, que los límites entre obra y vida se borronean. Forman juntas una misma actitud. Y en la idea del cine expandido, encuentra una nueva noción para percibir el mundo. El nuevo cine necesita un público que acepte incomodarse, abrir la mirada y estar disponible para ese hackeo de las formas conocidas. Un cine que propone ya no seguir la trama sino la propia percepción, el lenguaje de los sueños, de las visiones, el cine de nuestra mente.

En su última película, Mekas pensó su vida en retrospectiva como una serie de imágenes ordenadas por el azar. La llamó As I was moving ahead occasionally I saw brief glimpses of beauty [Mientras caminaba vi ocasionalmente breves destellos de belleza]. Las piezas que acompañan esta entrada podrían ser algunos de esos “pequeños destellos de belleza”, imágenes de un paraíso hecho de errores, de fallas en el sistema. El arte es, para Mekas, una experiencia que trasciende la normalidad y, en ese sentido, el nuevo cine produce un glitch mental que transforma la visión. Y ¿por qué? Porque la normalidad aquieta, adormece, aburre.

“Las películas que recorre en su diario pueden pensarse como un breakdown mental al cine mainstream de la época. Para Mekas, el cine experimental no es solamente trabajar con las formas, también es ir contra la narración, proponer experiencias, hacer sentir. Tanto en sus escritos como en sus películas, la noción de “experiencia” está tan ligada al arte y es tan vital, que los límites entre obra y vida se borronean. Forman juntas una misma actitud. Y en la idea del cine expandido, encuentra una nueva noción para percibir el mundo.”

En 2007, frente a las cámaras de los paparazzi, la estrella del pop Britney Spears se afeitó la cabeza, salió de la peluquería en la que estaba y destrozó los vidrios del coche de un fotógrafo. Las tapas de los periódicos del mundo hablaron del colapso nervioso de la princesita del pop, que tenía entonces apenas 25 años. Al día siguiente, en un vídeo casero de unos minutos, Jonas Mekas comentó el episodio. Lejos de interpretar ese colapso con un signo negativo o como la caída de una estrella, sus palabras pusieron en juego años de convicción poética: no existe un arte posible sin un nervous breakdown. El glitch del sistema nervioso rompe con las convenciones sociales y abre la posibilidad de una percepción nueva. Lo supo Mekas cuando dijo “vamos todos a afeitarnos las cabezas” y lo supo Britney que, después de diez años de silencio, dijo: “No quería que nadie tocara mi cabeza. Mi vida estaba controlada por demasiada gente”.

En sus relatos sobre el nuevo cine de los 60, Mekas ve modos de hackear el control, de expandir el ojo tanto en la forma que tiene el artista de crear, de hacer, como en la manera que tenemos de ver. Encontrar arte en otros lados, incluso en la presencia del empalme de la cinta en el montaje, en los bordes quemados del fílmico, incluso más allá del film concreto: el blanco de la diapositiva vacía puede ser una iluminación.

En estos tiempos de confinamiento, en el que nos acostumbramos a la dictadura de la conexión débil, a la imagen pixelada del otro en las videollamadas, quizá sea bueno revisar lo que propone Mekas, abrirnos a la posibilidad del  breakdown y escapar del control hacia nuevas formas de belleza. 

ALGUNOS FILMS MENCIONADOS POR MEKAS QUE SÍ PUEDEN RASTREARSE EN INTERNET

Dog Star Man,  de Stan Brakhage (1964)

“En Dog Star Man, Brakhage prescinde incluso del cuadro. Introduce fragmentos de película color en medio de un fotograma en blanco y negro, sus encuadres se convierten en mosaicos”.

Mothlight, Stan Brakhage (1963)

“Brakhage hizo Moonlight sin siquiera usar una cámara. Simplemente pegó alas de polillas y pétalos de flores sobre película transparente, y la pasó por la impresora”.

Film in which there appear edge lettering sprocket holes, dirt particles, etc, Owen Land (1966)

Mekas sobre el cine de Owen Land: “El loop cinematográfico es un formato en el que lo superfluo se vuelve intolerable. Pase lo que pase en la pantalla, incluido el pegamento del empalme, debe verse y sentirse como una parte del todo”.

https://www.youtube.com/watch?v=KHOdkd3YRRU&list=PL1qN_DUQ7ZCL1VFaS-7Tl4dFofzPNkVzV&index=10

Screen test, Andy Warhol (1964-1966)

“Warhol ha ingresado en tierra de nadie. Sus dos últimos trabajos,  Paul Swan y Edith Sedfwick (que usa proyecciones a dos pantallas) son a mi criterio lo mejor que produjo el nuevo cine que yo haya visto aquí o en cualquier parte. Son básicamente retratos. Puede que Warhol sea el mejor retratista vivo”.

 https://www.youtube.com/watch?v=D5p6Igg-O10

Quixote,  Bruce Baillie (1965)

“Otra película imperdible es Quixote, su trabajo más hermoso hasta la fecha, este viernes y sábado en Cinematheque.”

BONUS TRACK: 

Jonas Mekas on Britney Spears shaving her head (2007)

“Los breakdowns son muy necesarios. No confío en los artistas que nunca tuvieron uno. Creo que jamás me van a gustar. No son buenos, son cuadrados”.

Descargá “Sobre el cine expandido”, incluido en Cuaderno de los sesenta. Escritos 1958-2010 (Caja Negra, 2017)

JONAS MEKAS. Nacido en Lituania en 1922 es, además de poeta, uno de los máximos exponentes del cine experimental norteamericano y del New American Cinema Group, movimiento contracultural que surgió en Nueva York durante los ’60 como alternativa al cine de Hollywood. Desde la revista Film Culture sentó las bases estéticas para esta nueva vanguardia que contaba entre sus filas con John Cassavetes, Robert Frank y Andy Warhol. Como realizador, es principalmente conocido por sus películas-diario, como Walden (1969), Lost, Lost, Lost (1975), Reminiscences of a Journey to Lithuania (1972). Su último film es Outtakes from the Life of a Happy Man (2013).

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ESTASIS SONORA

ESTASIS SONORA

David Toop, teórico de la música ambient

Por Miguel Isaza

CULTURA ETÉREA 

Nuestros cuerpos se encuentran hoy ante nuevos límites espaciales y una cotidianidad deformada. Nuestra mente inquieta, absorta en un espacio virtual saturado, sigue constituyendo solo una fracción de la experiencia y no un pilar, por más que las reuniones de trabajo, la búsqueda de placer, los reclamos sociales o el deleite estético busquen un traslado forzoso a la virtualidad.  Ya a finales del siglo pasado, el músico y escritor David Toop se había percatado de esta inminente transformación cultural y del acelerado cambio que traería la vida en red, dando lugar a “una cultura etérea, absorta en el perfume, la luz, el silencio y el sonido ambiente”, una cultura que busca la trascendencia de lo corpóreo a partir de una combinación extraña de máquina y espíritu:

“La tecnología nos ha transformado en gigantes, en superhumanos biónicos, en satélites apátridas, en habladores de lenguas omnipresentes. Nos volvemos más grandes de lo que somos, más ruidosos, somos desplazados o multiplicados, o bien nos encogemos, intimidados por la catarata de información. Usamos la tecnología para aislarnos y protegernos, articulando deseos que han sido suprimidos por la tecnología, intentando reemplazar la alienación con una tecnoespiritualidad, usando mensajes contradictorios para expresar confusiones para las que la historia no nos ha preparado.” (Océano de sonido, Caja Negra)

Ante semejante panorama, la sonoridad aparece no como mero acompañante de lo real, sino como su más digna ruptura y ruta de escape: “El sonido fue utilizado para encontrar sentido en circunstancias cambiantes, más que para ser impuesto como el modelo familiar de un mundo que apenas podemos reconocer”. La música del éter viene desde hace años conduciéndonos a una inminente salida del cuerpo, mediante señales que podemos hoy sintonizar entre gritos mudos del confinamiento como una manera de atender a lo sonoro en tanto fuerza subrepticia, primordialmente inmaterial, capaz que servir como enlace entre mundos, habilitada para ser intersticio de lo sólido y lo intangible al presentar “siempre algún grado de insustancialidad e incertidumbre” y servir de medio a través del cual “se cuestionan los límites del mundo físico”. (Resonancia siniestra, Caja Negra

MÚSICA ABIERTA 

Es en el contexto de esta era cibernética, donde se normalizan los viajes extracorporales, se rompen las distancias y la cultura se dispone a un cambio de paradigma, que aparece “una música que se halla a la deriva o que simplemente existe en una estasis, en vez de desarrollarse de manera dramática”. Una música que se despliega en una red de vibraciones, en este océano que usa Toop como metáfora central de su reflexión en el que los oyentes flotan, sumergidos en realidades facilitadas por músicos que son “viajeros virtuales, creadores de un teatro sonoro, transmisores de todas las señales recibidas a través del éter.” La estasis se vuelve navío y la escucha, una idea cercana al viaje astral. Músicos y oyentes aparecemos como figuras de un territorio abierto, salidos de la materia cronológica para deambular (des)ubicados en una virtualidad anacrónica.

Según cuenta Toop, esta música de la estasis nace de alteraciones fisiológicas. Son formas de sonoridad nacidas de la apertura cósmica y del navegar por un tiempo hipnagógico, entre el sueño y la vigilia, sin estrictas distinciones entre la alucinación y lo real. Allí las composiciones son sitios transitables y los sueños son lugares musicales, paisajes que a veces ni siquiera necesitan de una acción audible para manifestarse.

AMBIENTES 

El panorama musical con el que trabaja Toop es vasto. Abarca desde rutas espaciales del jazz hasta experiencias chamánicas, cantos de ballenas, el sonido del refrigerador, o los ecos indelebles del dub. El autor sugiere un nombre general para denominar a estas incursiones: “música abierta”. Que incluiría a su vez un amplio abanico de formas: “ambient, música medioambiental, deep listening, ambient techno, ambient dub, electrónica, electrónica para escuchar, música aislacionista, ambient posindustrial, música espacial, beautiful music, sound art, sound design, electrónica sin ritmo, brainwave, música visual, ambient jungle, música estacionaria, minimalismo sagrado.”

El ambient es en este sentido un proceso, un gesto, una apertura a la disolución en la construcción misma de las cosas. Podría considerarse más como una postura de escucha que como una técnica musical en particular. El ambient es un ángulo sin exigencia de protagonismo, un llamado de libertad al oír. Es la antítesis de la figura sobresaliente, como un relieve negativo; el espacio para simplemente estar, sin necesidad de algo más. La música ambient, o mejor, la escucha ambient, es un arte de la invisibilidad, aunque no es una existencia oculta, en tanto puede percibirse. Es más bien una forma más simple del habitar de los objetos, en el fondo, donde ninguna de las cosas del mundo ha de someterse a la jerarquía de la presencia o a la tiranía de los primeros planos y los objetos centrales.

La idea del sonido ambiente es transversal a la cultura etérea, al igual que sus patrones: por una parte, está en el fondo sin exigir un pedestal para poder sumergirse en la atmósfera, y por otro lado, propone otra forma de escuchar para músicos y oyentes, convertidos aquí en fabricantes de entornos, artífices de atmósferas, navegantes de realidad virtual en un mundo hiperconectado que manifiesta “un anhelo alienado de escapar de la prisión biológica y transmutar en un estado de cíborg” en el cual “inmaterialidad, espiritualidad y electrónica resultan sinónimos”. La música abierta es entonces música de la apertura, invitación a la soledad y el escape de la tierra, no tanto como forma de evasión y más como estrategia de exploración del vacío. De ahí que esta música se haya considerado “aislacionista” o “escapista”, adjetivos que más que describir figuras musicales, se refieren a las condiciones de compositores y artistas, a menudo extraídos de alguna realidad para permitirse surcar otras.

AISLACIONISMO

La idea del aislacionismo pasaría a ser crucial dentro de los procesos del ambient moderno, como sugiere el compilado Ambient 4: Isolationism publicado por Virgin Records en 1994 y en el que participa el mismo Toop junto a otros como Thomas Köner, Aphex Twin o Zoviet France. Kevin Martin aka. The Bug, habla en las notas del álbum sobre el aislacionismo en tanto llamado al refugio interno: “La música asocial del aislacionista provee un ambiente apto para aquellos que ponen su fe en el solipsismo”, aportando con ello a la idea del ambient como acto de refugio interno y soliloquio. Cita después al mismo Köner, quien afirma que su “música se conecta totalmente con su retiro de la vida externa.”

Martin habla también sobre la importancia de la transformación del espacio creativo para permitir el aislamiento y el escape. El estudio de grabación personal se vuelve un espacio virtual, una suerte de templo donde los músicos se retiran para confrontarse a sí mismos. Esto es, el estudio de grabación como un “marco ficcional en el que tienen lugar las historias”, como menciona también Toop, a quien Lee Perry le cuenta que “el estudio tiene que ser como un ser vivo … La máquina tiene que estar viva y tener inteligencia. … Hay que pensar la música como vida.” El estudio como un laboratorio de seres y rutas del éter en el que “la grabación es un texto-sueño, una visión de mundos posibles”, no necesariamente para de escapar sin retorno, sino ante todo para liberarse desde la escucha remota y disponerse al encuentro de “nuevos mundos en la tierra.”   

NUEVOS MUNDOS EN LA TIERRA 

Le dice Eno a Toop: “Estamos cada vez más des-centrados, des-anclados, viviendo el día a día, envueltos en un esfuerzo continuo por ensamblar un conjunto creíble de valores, o por lo menos factible, dispuestos a desprendernos de él e improvisar uno nuevo si la situación lo requiere.” Y es precisamente esta música de la apertura la encargada de revelarnos otras posibilidades, de invitarnos hoy más que nunca a movernos desde la quietud, a explorar el cosmos en la estasis, en la grieta, en la dinámica del confinamiento, de modo que sirvamos de antenas para captar las señales del éter en medio de las complejas interferencias de las crisis:

“Buscamos historias que puedan sostenernos. Si el caos en la cultura del audio es silencio o ruido, o un quiebre exploratorio de la distinción entre el pensamiento interno y la percepción sonora y el sonido externo, entonces la música ambient tiene el potencial entero de decirnos sobre las grandiosas maravillas y descubrimientos traídos de este campo de incertidumbre” (Océano de sonido, Caja Negra)

Toop nos habla sin tiempo, le habla a un futuro que es hoy y que él mismo reconoce. Este presente raro que tenemos, en el cual no solo se pone en evidencia la primacía de la virtualidad y la importancia de nuestra condición telemática, sino también las tensiones de la hiperproductividad y la saturación, y con ello la imperante necesidad de encontrarnos en una estasis que nos invite a detenernos ante la escucha de atmósferas nuevas y silencios antiguos. El hoy es un recordatorio de esa música abierta, de la posibilidad que el oído conserva para conectarse a las señales del cosmos, pudiendo permitirle desdoblamiento a la rigidez y así hacer de la volatilidad del aislamiento una oportunidad para encontrarnos. Escapar para expandir horizontes y navegar por esos mundos que no pertenecen a las cosas sólidas pero coexisten con estas. De hecho esas estancias en el éter permiten nuevas maneras de conocer las formas del mundo tangible: Viajar fuera del mundo, nos ayuda a comprenderlo mejor.

Algunos discos recomendados:

El reciente compilado Touch: Isolation

Federico Durand – El Estanque Esmeralda 

Jana Winderen – Energy Field

Joaquin Gutierrez Hadid – Sûr

Steinbruchel – Circa


Descargá el capítulo 5 de Océano de sonido, de David Toop. 

Miguel Isaza (Medellín, Colombia, 1989) es filósofo y se dedica a investigar el sonido y la escucha, cruzando arte y reflexión en una obra que se traza por medio de composiciones, textos, performance, instalación y curaduría. Es co-fundador del estudio momoto, el laboratorio Éter, el sello Monofónicos, el festival Auditum y los medios Sonic Field y (oasis), además de ser desde hace más de 10 años editor sobre tecnología musical en Hispasonic. Ha publicado su obra de composición en reconocidos sellos discográficos dedicados al arte sonoro y la música experimental, incluyendo LINE Imprint (Estados Unidos), Dragon’s Eye Recordings (Estados Unidos), F901 Editions (Italia), Eilean Records (Francia), White Paddy Mountain (Japón), Audiotalaia (España), Nova Fund (México), Akasha (Colombia), entre otros.

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EL ALGORITMO DE LA RAZA. NOTAS SOBRE ANTIRRACISMO Y BIG DATA

EL ALGORITMO DE LA RAZA. NOTAS SOBRE ANTIRRACISMO Y BIG DATA

Por Anyeli Marin Cisneros

La dictadura de las imágenes está ligada a la ficción de la raza. Aquí nace el principio de la dominación del ojo. Este texto propone una serie de comentarios acerca del racismo en el neoliberalismo y la era del big data. Formula algunas preguntas acerca del estatuto del cuerpo en relación con la biometría y la vigilancia digital. Se pregunta por un posible antirracismo tecnocientífico, como una tentativa ante la cuestión por el futuro de la raza.

Todo relato sobre la tecnología digital ha sido incesantemente planteado como una promesa del futuro. Por oposición, toda referencia a la colonialidad y al racismo, la esclavitud y la acumulación originaria, es imaginada en un tiempo pasado y se le atribuye a un ciclo cerrado y acabado. El espeso velo del tiempo lineal nos somete a la imposibilidad de comprender la hibridez de los ciclos y de las formas de poder superpuestas. ¿Cómo escribir sobre tecnología sin evocar sus promesas? ¿Qué relación hay entre racismo y digitalización? ¿Cuál es el tiempo de la raza?

EL TIEMPO DE LA RAZA

El gobierno chino acaba de incorporar gafas de reconocimiento facial al equipamiento básico del cuerpo policial de esa nación. Así, en 2018, Asia se pone a la vanguardia de la frenología tecnotrónica bajo nombres como “inferencia automatizada de la criminalidad con imágenes faciales”. La detección facial supone que además de determinar plenamente la identidad de las personas, también se puede tener información sobre la predisposición moral. Activistas de diversas partes del mundo comparten estrategias para burlar esta nueva avanzada de la hipervigilancia. Se proponen diseños analógicos y digitales para hackear y confundir el implacable panóptico. A su vez, grupos de activistas negrxs de los EEUU, denuncian la emergencia del racismo digital palpable en la programación de softwares para el reconocimiento de personas. Reclaman por tanto “justicia algorítmica” en el diseño de programas fiables en la lectura de la tez y los rasgos afros. Exigen ser ampliamente reconocibles por la visión artificial. Prevén que la inminente aplicación de estos softwares imperfectos en el sistema judicial perpetúe las injusticias raciales del sistema.

Contravigilancia o inclusión; anonimato o fiebre de archivo identitario; deserción de las categorías de raza o sobreidentificación minoritaria. La ambivalencia del racismo en la tecnología nos abre a un campo de problemas que comienzan por comprender las implicaciones del proceso actual de la digitalización del mundo.

Achille Mbembe plantea que la ficción de la raza y el racismo no solo comparten el pasado sino que proyectan un porvenir cifrado en la digitalización del presente. Por ello, queremos hablar de tecnología sin fijarla en el tiempo futuro. Hablar de exclusión, empobrecimiento, expoliación y tecnocolonialidad desmontando el aparataje que encubre este acelerado reordenamiento político y material, fundamentado en la fragilización de los cuerpos a través del orden digital. Es imprescindible entonces suspender momentáneamente la discusión en torno al “racismo” y poner en el centro del examen la noción de “raza”. Plegar el tiempo para interrogar las inscripciones de la supuesta diferencia abismal que fue tomando forma en los siglos coloniales y luego siguió codificando todos los aspectos de la realidad, desde el sexo hasta la macroeconomía. Es urgente interrogar la génesis de esa forma de poder y sus consecuencias en el presente, habitado por lógicas vertiginosas de segmentación étnica y fragmentaciones identitarias.

“Grupos de activistas negrxs de los EEUU, denuncian la emergencia del racismo digital palpable en la programación de softwares para el reconocimiento de personas. Reclaman por tanto “justicia algorítmica” en el diseño de programas fiables en la lectura de la tez y los rasgos afros. Exigen ser ampliamente reconocibles por la visión artificial. Prevén que la inminente aplicación de estos softwares imperfectos en el sistema judicial perpetúe las injusticias raciales del sistema.”

 

LA MIRADA CODIFICADA 

“Raza” es un invento moderno introducido como vector de división y estratificación de la fuerza de trabajo, tanto en la producción como en la reproducción sexual, en la Colonia. Tuvo un primer intento de legitimación en el siglo XVI, en un uso inédito hasta entonces de esa palabra, para referirse a los supuestos indios. Como se sabe, el delirio original es ibérico, un intento fallido, un primer atisbo, que aun así trajo gravísimas consecuencias. En ese entonces “raza” no estaba fijado al color de la piel ni a ninguna otra característica sensible (Quijano, 2017), pero sí a una duda sobre la existencia del alma. El alma era el índice de pertenencia a la raza humana. En el principio raza nos significaba a todos. Para que la noción de “raza” llegara a expresar lo que expresa hoy, debió ser cargada, modificada y transferida a una materialidad palpable.

En el siglo XVII “raza” se asienta con la fuerza de la legitimación que se otorga a sí mismo el sistema de creencias de la razón moderna. El significado de raza se transforma atravesando un vaivén sangriento, de dominación y resistencias, a lo largo del siglo. Las resonancias de la Arqueología del saber de Foucault son reveladoras. Efectivamente, la emergencia de la “raza” nos sitúa en un circuito de instituciones, vocabularios específicos y conceptos asociados al cuerpo humano subdividido en especies. Un proceso lento, en cámara de eco, entre la práctica colonial y la ciencia, entre las convenciones sociales y las leyes, que le van dando forma a la encarnación del delirio racial. Raza queda fijado al cuerpo negro como único “sujeto de raza” por mucho tiempo. He aquí el origen de una economía que se levantó a costa de subsidios raciales gracias a la transferencia de un vector de división a una corporalidad específica.

Desde entonces, la verificación de esa diferencia ha sido el motor del saber. Subdividiendo lo humano en partes, se ha buscado y rebuscado en la forma del cráneo o los rasgos de la cara, en la musculatura, en los dientes o en el tamaño de los genitales, en la psique o en la lubricidad del carácter. Hasta bien entrado los 2000 diversos laboratorios de punta concentraron tiempo y recursos a la caza de la diferencia racial en la secuencia genética. La gran noticia de la era del genoma es que no existen razas humanas. Pero acá está nuevo el eco del racismo, en la acusación o en la defensa, en el error o en la aclaratoria. Es el eco de la rabia y la vergüenza que supone para nosotros los “sujetos de raza” la obsesión blanca por la supuesta diferencia. La aplicación de leyes esclavistas marcó el paso de una economía de cultivo artesanal a una economía industrial de gran escala que desató una competencia feroz entre los imperios coloniales concentrando fuerzas en el Caribe, empujando desde allí la transformación de los modos de producción en el resto del continente hacia formatos de mayor y mejor extracción, perpetrando genocidios y secuestros masivos de personas para su explotación con un impacto incalculable.

Al ritmo de la intensificación industrial, “negro” va a pasar a significar “esclavo” y viceversa a partir de la rígida prohibición de emplear serviles blancos en el sistema de plantación, alrededor de 1660. Para no dejar lugar a dudas, las leyes para gestionar a la población esclavizada se denominaron Códigos negros. Estos atestiguan la imposición y documentan la puesta en práctica de una lógica de jerarquías y estratos humanos: la “raza”, esa obra fundamental de la racionalidad europea, que le dio forma a la economía libidinal, psíquica y estética que llamamos racismo.

Los Códigos negros o las leyes esclavistas fueron el conjunto de normas jurídicas coloniales, diseñadas en las metrópolis europeas, testadas en los laboratorios tropicales del sistema de plantación y corregidas violentamente en la marcha para administrar el tiempo de trabajo, la sexualidad, la reproducción, la penalidad y la movilidad de los esclavizados, naturalizando las jerarquías.

Los Códigos negros, también conocidos en el arcaico vocabulario del imperio español vigente hasta finales del siglo XIX como “reglamentos para la educación, trato y ocupación de los esclavos”, hoy pueden entenderse como el lenguaje originario del racismo contemporáneo. Estos códigos cumplieron la función de identificar, diferenciar y segregar ámbitos de la vida cotidiana, fijando determinados cuerpos a espacios y tiempos diferenciados. Para sustituir el hecho de que la población negra no tenía permitido recurrir a los tribunales, los códigos establecieron penas tarifadas, una determinada cantidad de latigazos según las faltas cometidas, de modo que el castigo no pasaba por la voluntad del amo, sino por la instrucción del sistema legal de las metrópolis. Las raciones de alimentos, la discreción por sexo y edad de los dormitorios, los horarios de trabajo y descanso, y en general el biorritmo calculado para someter, explotar y embrutecer el cuerpo sin destruirlo eran instruidos desde París o Madrid, como consta en los sellos y firmas de los legajos.

La sexualidad de los cuerpos esclavizados merecería una revisión aparte, centrada en la obsesiva instrucción sobre la gestión de la vida sexual, el maridaje y la reproducción, la lactancia y la menstruación. Desde 1660 el poder colonial vigiló con celo el estatuto de los nacimientos (se nacía libre o esclavo según el estatuto de la madre) como elemento importante de la nomenclatura del poder. Mientras “el amo entiende que el esclavo le pertenece hasta en la función de reproducción (…) Su margen de maniobra sexual estaba sujeto al margen de beneficio del amo. El goce no era una conquista, no era un proyecto, era un hurto. No era una prolongación en sí mismo, era lo que se deduce del Otro, el Otro siempre presente, mirón, invisible y represor” (Glissant, p. 281). Por un lado se estimulaba la reproducción de la clase esclava, pero por otro lado se temía a la resistencia desbordante, a través de lazos libidinales y sanguíneos que representaban una amenaza latente para el funcionamiento de los engranajes de la industria azucarera: las “herramientas vivas” deseantes y fértiles profundamente aliadas.

“Raza” en tanto escritura algorítmica, con su inherente función de manual de entrenamiento básico para el ojo racista, describió y estandarizó patrones para la dominación por efecto de la segregación. Lo primero fue romper alianzas entre grupos subalternos. Crear una división entre esclavos y serviles (1660-1663). Fijar la esclavitud al cuerpo negro y prohibir la esclavitud de los blancos (1670-1685). Impedir los matrimonios interraciales (1711-1724). Castigar con la servidumbre a las mujeres blancas que manifestaran su deseo por hombres negros (1691). Declarar la esclavitud desde el nacimiento para los hijos de las esclavas (1690-1700). Imputar duros códigos sociales de apartheid para debilitar a la comunidad negra libre (1730).

Los códigos franceses o los reglamentos españoles fueron modelos repetibles que consistían en anular el Común entre los subalternos, creando una enrevesada taxonomía de lo humano. Reescribieron normas para inventar diferencias en aspectos vitales y convertir ese índice diferenciador en una frontera constitutiva. Nos asomamos al vértigo del tiempo superpuesto de la raza: estos códigos legales y sociales del siglo XVII le dan forma a la gramática racista que seguimos discutiendo en el siglo XXI . Son la base del sistema de control migratorio contemporáneo y representan el punto de vista del que parte la vigilancia digital, la creación de algoritmos selectivos y las bases de datos biométricos en auge.

La identificación (del negro), la diferenciación (del negro como esclavo, del blanco como patrón), la segregación (de la vida civil) y la cualificación afectiva y sexual (del negro como peligro) dan cuenta de queel índice de “raza” funcionó como una partitura de la realidad. Como una coreografía para el afecto a partir del cercamiento y la exclusión para unos y el reparto de privilegios de nacimiento para otros. Desde mediados del siglo XVII, entre 1663 y 1680, las leyes de raza establecieron que “cualquier blanco” estaba autorizado —más tarde obligado— a matar a cualquier persona negra que hallase en su camino, fuera de la plantación. No se trataba solo de delatar, era su deber aniquilar a los fugitivos. Esta ley en particular da cuenta de la racialización del espacio público a partir del empoderamiento soberano de los blancos.

Se registra así el delineamiento progresivo de una subjetividad vigilante entrenada en ansiedades raciales: la población blanca se va convirtiendo en policía de la raza, una sensibilidad racista que es palpable hasta el día de hoy. Un sujeto vigilante que aún se siente autorizado a preguntar, consciente o inconscientemente, ¿qué hace este negro aquí?, ¿por qué se atreve a pensar?, ¿por qué estas personas están ocupando este lugar?

BIO- BIG DATA 

De modo que la emergencia de un racismo diagramático del orden social y estético no fue un accidente. Las definiciones de raza han sido inestables y cambiantes, transformándose al ritmo de las mutaciones de la biociencia a la genómica (Haraway, 266) y de todos modos, sus mutaciones han estado atravesadas insistentemente por la racialización del trabajo, la sexualidad, el espacio público y la relación jerarquizada con la técnica y la tecnología (sujetos de ciencia / objetos de estudio).

“Raza” y sus variaciones tecnodigitales son categorías que están en el centro de la industria de los sistemas sofisticados abocados a escrutar el cuerpo para extraer datos en sus mínimas divisiones genéticas y en sus máximas expresiones emotivas. Si la biotecnología está tamizada por lógicas de diferencia racial en lo pertinente a selección de embriones, de tejidos y de células y la gramática racial atraviesa el gran proyecto securitario y de vigilancia global, es porque “raza” fue y sigue siendo una tecnología de poder para extraer beneficios.

En adelante, estaremos inmersas en la fabricación de la memoria artificial a escala global, en el tiempo en que “la potenciación del Estado securitario trae aparejada una remodelación tecnológica del mundo y una exacerbación de los modos de asignación racial” (Mbembe, 2013, p. 59). En la obsesión de fronteras y vigilancia del capitalismo financiero, el cuerpo humano, sus rasgos y huellas, halos y temperaturas, rastros digitales y físicos están siendo tasados como datos biométricos que producen ganancias. Esta obsesión del capitalismo de datos enfatiza la falsa “necesidad de Estado” en el relevo de la información analógica a datos digitales. La digitalización de datos para la gestión del Estado, no es otra cosa que la exacerbación de los rasgos físicos y los orígenes de los ciudadanos, poniendo de relieve constantemente las procedencias étnicas y/o nacionales de los depositarios. A pesar de no interrogar directamente sobre “raza”, el escrutinio ronda permanentemente alrededor de esta noción, pasando y repasando por los múltiples sustitutos de la asignación racial.

Como puede suponerse a partir de las inversiones millonarias en tecnologías de reconocimiento facial, se pretende extraer una verdad interior, predictiva y calculable a partir de rasgos, desde la gestualidad hasta el timbre de la voz. La digitalización supone que el entrenamiento analógico del ojo racista está siendo perfeccionado gracias a la obtención de información invisible e inaudible para la percepción humana. La digitalización releva entonces el lugar que había adquirido la raza como mito y como prejuicio y la reviste de una nueva legitimidad, como un concepto duro, veraz y verificable. ¿Es posible seguir hablando de prejuicios raciales en este escenario? ¿No es suficiente la promesa del futuro racializado en todos los ámbitos que la tecnología le está ofreciendo al cuerpo en la era del big data? ¿No es evidente que entre el resurgimiento de nuevas formas de esclavitud en el Sur global y las tecnologías mortíferas en las fronteras de Europa existe un campo de relaciones e interdependencias que atraviesan el cuerpo? ¿Cuáles son los nuevos sujetos de raza del big data?

Hasta ahora, al menos dos categorías de sujetos se han revelado en este escenario y entre ellos existe una frontera racial: “la humanidad superflua, totalmente prescindible para el funcionamiento del capital” (Mbembe, 2016, p. 29) y los “sujetos de deuda” (Lazzarato, 2013) o vidas atadas al vínculo como deudor.

Las redes de dominación de raza interceptan nudos de poder entre la alta tecnología de guerra, el ojo digital de las fronteras o el flujo de datos. Tejen puntos de subjetivación entre pequeñas máquinas culturales como los emojis de color para la confesión de raza en las redes, con el diagrama de múltiples racismos que van de la pobre tropicalización de los gustos musicales a escala global, al flujo de capital sin necesidad de trabajadores; del jugoso negocio de la migración prohibida a la proliferación de divas, marcas y productos de belleza bajo subsidios publicitarios raciales.

“Esta obsesión del capitalismo de datos enfatiza la falsa “necesidad de Estado” en el relevo de la información analógica a datos digitales. La digitalización de datos para la gestión del Estado, no es otra cosa que la exacerbación de los rasgos físicos y los orígenes de los ciudadanos, poniendo de relieve constantemente las procedencias étnicas y/o nacionales de los depositarios. A pesar
de no interrogar directamente sobre “raza”, el escrutinio ronda permanentemente alrededor de esta noción, pasando y repasando por los múltiples sustitutos de la asignación racial.”

El cuerpo es la palanca que mueve distintos niveles de la compleja cadena de estas redes de dominación. Por esta razón, el cuerpo es invitado a indicar detalladamente cada diferencia, sometido a un cuestionario digital en progreso. El cuerpo sexuado, afectado, frágil alimentando un archivo infinito, alejado de su “derecho de opacidad”, obligado a decirlo todo. El cuerpo hurgado en sus capas más profundas, exiliado de su intimidad, pasando el túnel del delirio de raza. El cuerpo en el tiempo sin refugio.

EL ALGORITMO DE LA RAZA 

Los tecnólogos críticos, preocupados por la multiplicación de injusticias y el reparto masivo de pobreza que se avizora como legado del gobierno big data, nos explican que los nuevos algoritmos son secuencias de códigos diseñados para leer, organizar, filtrar y analizar la gran cantidad de datos que fluyen entre descomunales archivos informáticos del mundo. Lo que diferencia a estos algoritmos de otro tipo de secuencias de bits, es que estos son perversos y polimorfos, tal como Freud describía a los niños, entes juguetones y al mismo tiempo monstruosos cuya naturaleza radica en desbordar rápidamente su escritura original. Tienen la capacidad de ‘aprender’ de los humanos porque en cada interacción (en el uso de apps, búsquedas, descargas de archivos, patrones de navegación y preferencias), nutrimos con datos y entrenamos unos modelos matemáticos que expanden y fortalecen sus habilidades incorporando el conocimiento que acabamos de compartirles.

La preocupación surgida alrededor de estos está relacionada con su condición de fantasmas autónomos, que toman decisiones más allá de la voluntad de los usuarios. Una de las voces más importantes de este debate, la matemática Cathy O’Neil (2018), explica que la legitimación de la gobernanza propia del big data, ejecutada por algoritmos aprendices, pone en peligro la democracia como un pacto entre personas y aumenta la exclusión social, en buena medida, debido a la acumulación de información, inabarcable a escala humana.

En la segunda parte del siglo, sin embargo, es el signo monetario el que reclama su autonomía, y desde la decisión de Nixon, tras un proceso de desregulación monetaria, quedó firmemente establecido que la dinámica monetaria se autodefine de manera arbitraria: el dinero pasó de tener una significación referencial a tener otra autorreferencial. Esto era necesario para la automatización de la esfera monetaria, y para la sumisión de la vida social a esta esfera de abstracción.

Ese es el paisaje tecnoafectivo en el que el dato “raza” se desliza de una manera ambigua y resbaladiza. La misma Cathy O’Neil, aun cuando el enfoque de su investigación es la vocación especulativa de los usos hegemónicos del big data, pone en el centro de su argumentación una metáfora racial para llevarnos a entender las lógicas algorítmicas a las que estamos expuestas. Ella compara el funcionamiento del racismo y el de las “armas de destrucción matemáticas” indicando que tanto el racismo cotidiano como los algoritmos son modelos predictivos que se nutren de datos recogidos al azar, no verificados y alimentados por otros datos imperfectos, cuya procedencia se desconoce. Ambos modelos operan como bucles que se retroalimentan a sí mismos (p. 33). Investigadoras como Timnit Gebru, directora del departamento de Ética de Microsoft, y organizadora de la conferencia Black in AI, llama la atención sobre lo que ella llama “crisis de diversidad en de visión artificial”, diversidad de datos y de cabezas pensantes. Cuando se hace referencia a los peligros algorítmicos, el racismo es el ejemplo por excelencia. Tomemos esta reiteración como punto de partida para revisar por qué y cómo “raza” aparece en el discurso actual de la tecnología.

Un lunes cualquiera de enero de 2018, como para agitar las redes aún dormidas al inicio del año, los portales de noticias más leídos en las principales ciudades —al menos de España y América Latina—, reprodujeron casi textualmente una “gran” noticia tecnológica de los Estados Unidos: “Google ha eliminado su algoritmo racista”. ¿Sabíamos que Google tenía un algoritmo de imágenes humillantes para personas negras? ¿Era importante que ese titular le diera la vuelta al mundo? ¿Contribuía a alguna causa o respondía a demandas de activistas antirracistas tecnofílicos? Habían transcurrido dos años desde que no se hablaba de ese algoritmo en particular y ya era un tema olvidado. El titular tuvo el único efecto que podía tener: el motor de búsqueda de nuestra preferencia se saturó ese día y toda la semana siguiente, llenando los depósitos algorítmicos con el favor de los usuarios, quienes enseguida quisieron confirmar la voluntad descolonizadora de Google. Las navegaciones y búsquedas “aleatorias” se combinaron con incursiones y comentarios en las redes, likes, RT, descargas, a la caza de la injusticia o la justicia del algoritmo en cuestión. Así se puso en marcha lo que Benjamin Cadon describe como el riesgo de un “bestiario algorítmico” que se multiplica y retroalimenta entre la inteligencia humana y la artificial, entre los datos estimulados y la mente. En este caso, entre las pesquisas inducidas y los hallazgos preestablecidos (2018, p. 35).

Todas las grandes firmas tecnológicas cuentan con un kit de algoritmos que dejan ver las “ansiedades raciales” (Haraway) que hoy corre por la tecnología de datos. Como era de esperarse, todas tienen una serie de bits que parecen escritos por el Ku Klux Klan, como pequeñas máquinas taxonómicas, listas para segregar. 

El debate alrededor del riesgo de los algoritmos es también flujo de “habladurías” por parte de los falsos amigos del antirracismo.

Esta habladuría de los “sesgos” racistas, apenas rasca la superficie del problema. La línea argumentativa dominante circunscribe el fenómeno de los algoritmos racistas a un deslizamiento involuntario de los prejuicios sociales hacia la esfera digital. La injusticia humana filtrada hacia el lenguaje neutral de las matemáticas por la acción de una hueste de programadores ciegos ante sus propias tendencias excluyentes. Esto, que de hecho es así, representa apenas un comentario más sobre la ya socavada objetividad de la ciencia, pero ni explica ni cuestiona la reiteración del racismo en el mundo digital, ni señala la masividad, la insistencia del mismo y mucho menos visibiliza la fuerza con las que las lógicas de “raza” y racismo han reaparecido en la escena del capitalismo de datos y en la biotecnología. La preocupación por las matemáticas contaminadas por los prejuicios del hombre blanco expande y ramifica la invención de “raza” en nuevos racismos. Esconde y relativiza la normalización racial debajo de un suerte de mirada oblicua contingente, porque al fin y al cabo, los sesgos son solo sesgos y siempre podrán ser corregidos. Obtura el hecho de que el retorno del racismo face to face y la segregación en el espacio público, está siendo derivado también hacia los algoritmos (des)obedientes que excluyen, invisibilizan o humillan en un proceso en el que la responsabilidad y la voluntad humanas quedan eximidas.

Una excusa apaciguadora para criaturas cortazareanas del tipo tecno-esperanzas: conectadas al anhelo de que la injusticia sea corregida por programadores políticamente correctos; y en el mejor de los casos, a la espera de la irrupción de activistas por la probidad del código. El discurso del sesgo algorítmico nos conduce mansamente a la aceptación de tales “prejuicios” como un estado de cosas insalvables y posterga un debate sobre el hecho de que aún estemos hablando de “raza”. Como si fuera posible una tecnología imparcial pese a la historia moderna.

“Todas las grandes firmas tecnológicas cuentan con un kit de algoritmos que dejan ver las “ansiedades raciales” (Haraway) que hoy corre por la tecnología de datos. Como era de esperarse, todas tienen una serie de bits que parecen escritos por el Ku Klux Klan, como pequeñas máquinas taxonómicas, listas para segregar.”

DESCODIFICACIÓN, DESCOLONIZACIÓN Y RUPTURAS DEL ORDEN DE RAZA 

Lejos de colaborar con el rumor sobre los sesgos, el resurgimiento de raza nos abre a un campo de lucha que requiere de nuestra parte un ejercicio de descolonización radical de la mirada codificada. El antirracismo de la era del big data debe desmontar la permanencia de “raza” codificando la tecnología, como ha codificado la realidad en la Modernidad.

El capitalismo de datos discrimina para optimizar sus ganancias y lo hace siguiendo patrones de segregación probados por los Códigos negros: racializa el espacio público, el trabajo, el ocio, la sexualidad y la reproducción. Mueve y promueve las afinidades raciales con ayuda de la socialización virtual y la consignación de geolocalizaciones. De modo que el racismo, la islamofobia, los nacionalismos, el sexismo o la xenofobia no son fenómenos aislados del nuevo comportamiento del capitalismo, por el contrario, son piedras angulares en la economía de especulación, que necesita imágenes, rostros, hábitos y distinciones más o menos fijas.

La emergencia de las segmentaciones raciales en el mundo virtual es notoria por su ambigüedad (son especialmente interesantes las opciones de avatares identitarios en los videojuegos y el menú étnico de los portales de pornografía). Incluso pretendiendo combatir el racismo, denunciar su funcionamiento, visibilizar sus sutilezas, nos vemos obligadas a transitar por la mirada codificada de las descripciones rutinarias del racismo. Nos vemos obligadas a escuchar salir de nuestras bocas el relato racista aún cuando intentamos denunciarlo. Nos escuchamos hablar en el lenguaje de la raza, aún cuando sabemos que es una detestable ficción inventada por otros.

Sin desmantelar la embestida de “raza” como una noción que reorganiza relaciones a escala global y en sus correlatos locales, donde se recrean y contrarrestan las xenofobias territoriales, (piénsese en cualquier barrio pobre de España, Italia o Francia) pierde sentido hablar de racismo o pretender combatir el prejuicio.

Algunos activismos antirracistas apelan a la sobre-identificación racial, como elemento común para crear comunidad y como una fórmula colectiva de restitución de la pérdida y cura de las heridas coloniales. Algunos refutan el racismo, pero se refugian en la idea reconfortante de la raza como una fórmula de contradelirio que roza el sueño de la pureza y el lugar original. Aquí también “raza” adquiere un carácter de verdad donde la cosificación y el estigma se tuercen momentáneamente y se convierten en un llamamiento alegre que evoca linajes rotos o tierras anheladas.

Pero el capitalismo líquido estimula los posicionamientos identitarios a conciencia. El antirracismo, por tanto, está obligado a jugar en el terreno ambiguo de la identidad, pero sin dejar de producir subjetividad fuera de las redes de dominación de raza. Frente al racismo tecnodigital, el antirracismo debe enfrentarse a las promesas monstruosas de la tecnología genómica (las predicciones basadas en evidencia genética o la “puntuación de riesgo poligénico”, por ejemplo) y de la inteligencia artificial empática. El antirracismo debe aprender también a ser ambivalente y desembarazarse de la gramática de raza para reescribir otras nomenclaturas. En el horizonte de las resistencias posibles está el derecho de opacidad, único refugio para el desmontaje de “raza”, gesto absoluto frente a una exigencia, cada vez más asfixiante, de identificarnos exhaustivamente.

En la opacidad es posible la recodificación de la mirada, el entrelazamiento de nuevas alianzas y el éxodo hacia categorías inéditas que nos permita cabalgar lejos de las dolorosas encarnaciones raciales del siglo xvii y lejos de las promesas del futuro.

** Este texto forma parte del catálogo de la exposición The futch, comisariada por Neme Arranz y Marta Echaves, en la Sala de ARte Joven de Madrid en 2018. Resume una investigación en curso junto con Rebecca Close, acerca de flujos de imágenes, contagio y excesos virales.

Anyeli Marin Cisneros forma parte de la plataforma de investigación y acción artística Diásporas Críticas, que desarrolla proyectos, acciones poéticas y talleres de lectura bajo metodologías decoloniales y pedagogías críticas. En sus últimos proyectos exploran y responden a la manera en la que los nacionalismos intervienen el cuerpo y los sentidos, siguiendo nociones como “contagio” y “transmisión” en relación a los medios de comunicación y a los discursos médicos. Han organizado intervenciones, lecturas y programas públicos con museos, centros de arte, universidades y espacios autónomos.

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LA ESFERIZACIÓN DE LA VIDA (ESAS VOCES Y SISTEMAS QUE BALIZAN NUESTRO CAMINO)

LA ESFERIZACIÓN DE LA VIDA (ESAS VOCES Y SISTEMAS QUE BALIZAN NUESTRO CAMINO)

Siri (Apple) versión 2020. 

 

Por Éric Sadin
Traducción: Margarita Martínez

Ella habla. Nos habla. Se dirige solo a nosotros. Su voz –que la mayor parte del tiempo tiene textura femenina– se pretende afable e inspira confianza. Solamente quiere nuestro bien, se preocupa por nuestros estados, nuestras necesidades, nuestros anhelos. Trabaja siempre para conocernos mejor, para capturar la naturaleza de nuestras inclinaciones, de nuestras angustias, de nuestras obsesiones. Como un ángel guardián, quiere orientarnos a la perfección, evitarnos esfuerzos y dificultades, traernos satisfacción y bienestar. Ella es un saber que se hace escuchar desde un objeto de metal: una palabra que se manifiesta vía un altavoz conectado. Pero a diferencia de nosotros, que muchas veces hablamos para no decir nada, se dedica únicamente a formularnos palabras adecuadas, dado que solo la movilizan intenciones precisas aunque tenga continuamente una o varias ideas en la cabeza, por decirlo de algún modo. Hoy la tecnología está en la medida de proferir el verbo, el logos, con la única finalidad de señalarnos la supuesta verdad de todo. Este milagro es resultado de los súbitos avances que beneficiaron al campo de la inteligencia artificial particularmente desde el inicio del nuevo milenio. Estos desarrollos fueron favorecidos por el mundo económico, que invirtió masivamente en ellos y supo regimentar contingentes enormes de investigadores con el objetivo de establecer una relación hiperindividualizada con cada uno de nosotros. Y por esa razón, entramos en una era que nos hará testigos de una cantidad enorme de instrumentos dotados de ahora en más del poder de elocución, y con los cuales dialogaremos dentro de relaciones que están llamadas a asumir un aspecto cada vez más natural.

Por otra parte, la desregulación económica no ha supuesto una mayor libertad para los ciudadanos, no al menos para los ciudadanos trabajadores. Poco a poco las restricciones se han desplazado del dominio legal al ámbito lingüístico, especialmente al tecnolenguaje de las finanzas y los criptocontratos. La ética financiera no es una cuestión de leyes, reglas morales o mandatos políticos; antes bien, es algo inscripto en un conjunto de reglas técnicas que es preciso seguir para poder acceder al sistema.

Esta voluntad de poner a nuestra disposición guías sumamente clarividentes y automatizadas de lo cotidiano tiene su origen en los albores de los años 2010 con los asistentes digitales personales, el primero de los cuales fue Siri, de Apple. Su función consistía en iluminarnos y ayudarnos en toda circunstancia, conforme a la fórmula “¿Qué puedo hacer por usted?”, que se enunciaba cada vez que se empezaba a usar el dispositivo. El sistema se valía de la escritura y también de la voz aunque de modo todavía embrionario, casi torpe, y necesitaba que uno buscara el smartphone y lo activara, lo cual implicaba una cierta pesadez logística que después se intentó paliar mediante un dispositivo consagrado a entronizar una presencia casi continua pero liviana, que no necesitara casi ninguna manipulación: los Google Glass. Estos lentes tenían que suministrar distintas informaciones que aparecían incrustadas sobre uno de los vidrios, que oficiaba también de pantalla. Eran informaciones de toda índole, aunque principalmente se referían a nuestro entorno inmediato, a tal monumento histórico, o a tal trayecto que habría que tomar y, como derivación, a tales o cuales cafés o tiendas que supuestamente respondían, por ejemplo, a nuestros antojos de ese momento. La singularidad extrema del aparato consistía en hacer que se superpusiera a nuestra percepción subjetiva y habitual de las cosas una realidad que se había vuelto personalizada. Y este postulado estaba recién en los inicios de una historia cuyos primeros episodios estamos viviendo todavía hoy. Pero el aspecto futurista de los Google Glass, así como su dimensión descaradamente intrusiva, generaron muy pronto una inquietud enorme. Apenas llegados al mercado, fueron retirados. La panacea llegaría más tarde bajo una configuración más sutil: un verbo atento y cálido que incluso podía instaurar vínculos confiables y duraderos.

Google Glass, gafas de realidad aumentada. 

Lo que se está implementando acá es una relación que se pretende desprovista de toda negatividad y que es diferente de aquella que establecemos con otro ser humano, la cual supone, con toda seguridad, malentendidos, posibles momentos de desacuerdo y también conflictos. La industria de los datos habrá logrado concebir sistemas altamente sofisticados con el único designio de garantizar la mejor administración de una amplia parte de nuestra existencia. Y en este punto, no estamos de ninguna manera ante un “capitalismo de la vigilancia”, como afirma equivocadamente Shoshana Zuboff en su libro The Age of Surveillance Capitalism: The Fight for the Future at the New Frontier of Power [La era del capitalismo de la vigilancia: La lucha por un futuro humano en la nueva frontera del poder], que movilizaría procedimientos de seguimiento con finalidades de control disciplinario, y que serían únicamente empleados por los Estados; estamos frente a un mundo económico al que le importa poco el hecho de espiarnos y que pretende penetrar en nuestros comportamientos –la mayor parte del tiempo con nuestro consentimiento– con el único objetivo reivindicado de balizar perfectamente el curso de nuestra vida cotidiana.

Se trata de la versión tecnoliberal y robotizada de la “ética del care [cuidado]”, la filosofía moral y política que insiste en el valor del cuidado que habría que brindar a las personas, prioritariamente a los más vulnerables, y que está llamada a instituir lazos más atentos y solidarios entre los seres. Después de haber sido objeto hacia fines de los años 2000 de múltiples publicaciones y artículos en todo el mundo, pero sin haberse impuesto nunca, más tarde, como una norma de conducta adoptada de modo general, fue asumida por la industria de lo digital, que se encargó muy rápidamente de darle a esa ética una carnadura. En realidad, el estadio de la “sociedad de consumo” –que operaba con la distancia impuesta con los objetos en vistas a estimular las ganas de tenerlos– se vio sustituido por el estadio de la revelación continua de aquello que se supone que nos conviene de manera ideal. La duda inherente a casi toda intención de compra se ve abolida en beneficio de señales supuestamente apropiadas, que nos son formuladas permanentemente y que, de algún modo, nos dejan sin voz. Por eso mismo vivimos la muerte del deseo, si lo entendemos como la expresión de una falta, que ahora deja lugar a la primacía de la perfecta conveniencia garantizada por sistemas encargados de presentir nuestras aspiraciones y organizar su correcta realización incluso antes de que hayamos podido sentir sus primeros signos.

Esta condición genera una representación de uno mismo como destinado de ahora en adelante a ser objeto de una solicitud permanente –y de tenor exclusivo– que amerita entonces que llevemos adelante una existencia bajo la garantía de que en ella se va a encontrar la menor dificultad posible y de que va a predominar la satisfacción. Más todavía: implica lo que deberíamos denominar una esferización de la vida, es decir, que cada uno de nosotros esté destinado a desarrollarse en el interior de una burbuja formada por un lazo privilegiado que se anuda con ciertos sistemas que solo se dirigen a nosotros. Ese estado engendra tres consecuencias nodales. En primer lugar, que nos encontremos todo el tiempo ocupados en los propios hábitos, y nos veamos invitados a adoptar conductas replegadas únicamente en nuestra supuesta identidad, según un fenómeno que va bastante más allá del “filtro burbuja” teorizado por Eli Pariser gracias al que vemos, en el transcurso de nuestra navegación por Internet y por las redes sociales, notificaciones respecto de informaciones que refuerzan de modo prioritario nuestras opiniones. Este principio nos lleva más abarcativamente a iniciar un abanico de acciones relativas a distintos segmentos de la existencia que se estiman como las acciones que nos corresponden con la máxima precisión posible; por ejemplo, practicar tal actividad deportiva, ir a tal restaurante, encontrarse con tal persona en tal lugar… En segundo lugar, dicho estado tiene como consecuencia también que todo aporte de otro esté destinado, en las más diversas circunstancias, a ser dejado en un lugar marginal por nuestras lagunas, nuestras dudas, nuestras imperfecciones fundamentales y en beneficio de una sola verdad considerada como irrecusable. Entonces lo que se desvanece es toda una dimensión de la sociabilidad, aquella urdida, hasta hoy, por los intercambios, los aportes mutuos, los descubrimientos inesperados, y que ahora se ve suplantada por una voz que se percibe como superior, supuestamente movilizada por intenciones benévolas. En tercer lugar, tiene como consecuencia que esta disposición esté inevitablemente condenada a privarnos de nuestro deseo de intervenir sobre el curso de las cosas, haciéndonos sentir en el marco de nuestra vida personal la sensación de que lo real se despliega mejor de lo que sería imaginable, con lo cual esto implica un retroceso tendencial de nuestra voluntad de actuar, ya que nos sentimos, entonces, encantados por el hecho de caminar de la mano de un compañero infalible y continuamente a nuestro servicio.

“Estamos frente a un mundo económico al que le importa poco el hecho de espiarnos y que pretende penetrar en nuestros comportamientos –la mayor parte del tiempo con nuestro consentimiento– con el único objetivo reivindicado de balizar perfectamente el curso de nuestra vida cotidiana.”

Vivimos el momento inaugural de la generalización de los modos de existencia secundados por sistemas. Y ahí se produce la distinción decisiva entre ciudadano e individuo, una distinción realizada inicialmente por Montesquieu y retomada por Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, y que debería ser revisitada desde sus mismas bases. El ciudadano se considera libre de actuar según su propia voluntad pero dentro de un “orden público dado”; el consumidor se ve remitido antes que nada a sí mismo –hasta el punto de vivir a veces dentro de la indiferencia respecto del otro–. Hoy estamos pasando de la era moderna –vimos cómo los ciudadanos buscaban afirmar su singularidad y defender sus intereses, aunque también los vimos obligados a tener como referencia, de un modo u otro, un registro de códigos compartidos–, al estadio de una proliferación de individuos no ya aislados sino autárquicos. Y dicho estado es resultado de un pacto implícito suscrito con el mundo económico que pretende ofrecer a cada cual formas de autosuficiencia relativas a segmentos cada vez más extendidos de la vida cotidiana. Y entonces el individualismo democrático –basado en la expresión de las subjetividades, en el imperativo de llevar adelante una vida social con diversas finalidades hecha de encuentros más o menos fortuitos, de descubrimientos bienvenidos, pero también de decepciones–, se deja a un lado para dejar aparecer un medio en el cual los seres humanos se despliegan como en paralelo unos de los otros –y donde se les promete que se van a rozar solamente si la eventualidad implica a priori alguna pertinencia–, un medio en el cual la acción de esos individuos adopta, en cada oportunidad, el mejor camino programado.

Cuadro de la serie Years & Years (2019).

 

La constatación que estableció a inicios de los años 2000 Peter Sloterdijk en su trilogía Esferas estaría ya superada, dado que Sloterdijk consideraba al hábitat como una suerte de “sistema inmunitario espacial”, “una medida de defensa que permite delimitar una zona de bienestar contra los invasores y otros portadores de malestar”. En los confines del año 2020, no se trata ya del cobijo doméstico que, antes que nada, preservaba de los riesgos exteriores, o traía consuelo y que representa, en términos de Gaston Bachelard, nuestra “gran cuna”, sino que se trata de un estadio de la técnica concebido para preservarnos, ahí donde nos encontremos, de las vicisitudes de la existencia. Y esto arrastra como efecto principal –que no dejará de intensificarse– el hecho de que la vida privada, que hasta ese momento se ejerció principalmente dentro del domicilio, comience a desbordar el marco de nuestras paredes para extenderse a los espacios (todavía) llamados “públicos”. Los individuos se encuentran como envueltos por un halo propio que los aísla de todo lo que se presume que les es ajeno o inapropiado y que se despliega no ya sobre un plano común sino según trayectorias continuamente ajustadas a su identidad o “perfil”. Probablemente el futuro ballet de los vehículos denominados “autónomos” será la constatación de dicha esferización de las conductas, ya que veremos cómo se transporta a los pasajeros dentro del plasma protector y devoto de un habitáculo que les suministrará todo tipo de atenciones personalizadas, guiándolos sin errores hacia su destino deseado, al mismo tiempo que les sugerirá paradas a lo largo de los trayectos en lugares que se presentarán como los mejores adaptados a la circunstancia del momento. Y entonces ya no se tratará de una sociedad inevitablemente constituida por una pluralidad de seres que tienen que lograr un acuerdo entre sí, que tienen que llevar adelante acciones concertadas, que tienen que negociar indefinidamente entre ellos, sino que se tratará de un entorno constituido por una profusión de mónadas satisfechas de gozar todo el tiempo de aquello que se supone que les conviene más en cada instante. Esta nueva condición está llamada a largo plazo a convertirse en natural, o bien a dar la medida de todas las cosas.

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REASSEMBLING HISTORIES BY PUTTING THEM INTO BODIES THAT DANCE

REASSEMBLING HISTORIES BY PUTTING THEM INTO BODIES THAT DANCE

Por Sonia Fernández Pan

PLAY — Nunca he entendido muy bien la gran repercusión de esa idea que dice que escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura. La comparación que busca es intencionalmente absurda, pero creo que lo absurdo en ella es la desvinculación implícita que propone entre el acto de bailar y la arquitectura desde su significado literal. Bailamos sobre un suelo, que es parte de una arquitectura.  Bailamos dentro de ella. Y, a veces, hasta encima. Es más, puede que incluso podamos llegar a hacer que la arquitectura baile, especialmente cuando lo hacemos multitudinariamente, dentro de un club. Que nuestros sentidos no sean capaces de percibir algo, no implica que esto no suceda o exista. La energía que generan y emiten nuestros cuerpos no tiene por qué desaparecer en ellos.

Quizás se puede escribir sobre música con el cuerpo y no con la palabra. De acuerdo que no es escritura en su sentido más literal, pero el postestructuralismo nos ha enseñado que todo puede ser un texto. Puede que hasta el exceso. Y si no, lo suficiente como para llegar a olvidarnos de la materialidad constituyente del cuerpo durante bastantes años. El baile como un tipo de escritura a través del cuerpo en el que este no solamente metaboliza música o sonido -una palabra con más distinción intelectual que la anterior-, sino que funciona por re-apropiación, asimilación y expulsión. La re-apropiación, uno de los gestos icónicos de la cultura dj, es algo que también sucede en la pista de baile. Cultura de baile es seguramente un término más generoso y equitativo que da a entender que no toda la acción pasa por el cuerpo de alguien que tiene un estatus diferente dentro de un sistema de relaciones con numerosos elementos, humanos y no humanos. Este término, además, elogia el baile -y, en consecuencia, el cuerpo- como el principal elemento de una cultura donde muchos preferimos permanecer en el anonimato. Porque su placer puede llegar a ser más grande que el de los nombres propios y los aplausos.

A pesar de su relación de dependencia, siempre he pensado en lo diametralmente opuesta que puede ser la cabina de dj a la pista de baile. Cabina es quizás un término obsoleto ahora que los dj’s se colocan frecuentemente sobre un escenario, un espacio heredado de otras formas culturales relacionadas con la representación y, en consecuencia, con la actuación. Y esta diferencia no se encuentra sólo en el hecho de que por un escenario pasen más hombres que mujeres -de hombres que ocupan más espacio del que les toca también está llena la pista de baile-, sino por su autocomplaciente machismo frente a la supuesta deconstrucción de género de la pista de baile. Una posibilidad que existe en potencia o en estado latente. No obstante, pocas cosas me fascinan tanto como el techno. Una categoría que tiende a englobar el total de la cultura de baile pero que, en un sentido mucho más preciso y acertado, se refiere a una parte muy concreta de ella. Si el techno me fascina más que otras músicas o culturas de baile es por su extraordinaria capacidad para convertir la extenuación en exuberancia. Pero con techno no me refiero solamente a un tipo de música, sino a un manera de entender nuestra relación con ella y entre nosotros.

Con respecto a la momentánea deconstrucción de género en la pista de baile los años han demostrado que el futuro no siempre es más subversivo que el pasado. Se me ocurre que hablar en masculino, de manera consciente, como un gesto de apropiación y no de sumisión, también puede ser una forma ligera de alteridad. Una estrategia lingüística para ser él y no ella. Una estrategia cobarde y propensa al equívoco. Seguramente hay mejores maneras para poner en práctica la alteridad. Aunque tampoco me interesa ser un otro cuyos privilegios me molestan y perjudican. Pero sería deshonesto negar que de niña quería ser niño. Como tantas otras mujeres, he practicado formas inconscientes de misoginia a través del deseo. Durante la infancia, pero también en etapa adulta.

Dice el diccionario que la alteridad es la capacidad de ser otro o ser distinto. El diccionario no es neutro en sus definiciones. Está impregnado de ideología. Mi procesador de texto también lo está. Por ejemplo, me señala que “alteridad” es una palabra incorrecta. De tan contradictorio llega a ser irónico e incluso gracioso. Una herramienta que me permite ser otra, ser otro, ser distinta, ser distinto, me indica que el término para esta posibilidad no existe dentro de su archivo limitado de palabras. Pero para ser distinta a algo, tendría que entender o fijar primero que es ese “algo” de lo que quiero distanciarme. El deseo de lo ajeno se construye desde cierta relación de proximidad. La sensación de que lo ajeno tiene algo de nosotros que queremos conocer, pero también que otros reconozcan.

Es posible que la alteridad exista sólo en relación con un otro, singular o múltiple. Como durante el sexo, donde uno siempre es distinta dependiendo del otro, de la otra, con la que nos acostemos. El sexo como una práctica de alteridad de baja intensidad. O como en una pista de baile, donde es posible ser otra, ser otro, a través del movimiento. Imitar otro cuerpo sin salirse del propio. Sin tener que tocarlo. O sin que esa otra persona sepa que la estás incorporando a tu cuerpo. La música como materia de contacto. Recoger el movimiento de alguien que está cerca. No importa su nombre. Tampoco quién es o qué hace. Importa que te gusta como baila. Tanto como para querer ser ella, ser él. Metabolizas ese movimiento y lo incluyes en tu cadena de pasos de baile. Comunicar con un lenguaje prestado. Comunicarse con el otro con el lenguaje del otro. Traspasar fronteras geopolíticas con la repetición de un gesto a través de diferentes cuerpos en diferentes lugares y tiempos. Un gesto que descansa pero que no se detiene. Un virus estimulante que se expande gracias a los diferentes cuerpos, lugares y territorios en los que se instala. La alteridad en plural. Ser muchos otros a la vez. Ser desde el contagio y no desde la esencia.

You belong to Berghain! Esta es una frase que nos dijeron a Ania y a mí bailando durante una sesión de techno en Barcelona. Provenía de dos chicos de Frankfurt con unos cuerpos tan ambiguos* de leer como los nuestros dentro aquel contexto. Pero con esta afirmación no manifestaban un lugar físico de pertenencia sino nuestra participación dentro de una comunidad más grande. Actitud y comportamiento como elementos vinculantes. Entre Ania y yo, entre nosotros, pero también con otros. Una manera concreta de bailar que nos relacionaba a los cuatro dentro de aquel club. Y no es tanto que bailásemos de la misma manera que ellos – ni siquiera bailamos la una como la otra-, sino que ellos se reconocían en nuestros gestos porque reconocían otros cuerpos en nosotras que forman parte de la misma comunidad. Una pista de baile concreta que funciona como una fábrica identitaria de gestos y movimientos que son altamente reconocibles entre sus miembros en otros clubes del mundo. Este reconocimiento se manifiesta también con el cuerpo, exagerando durante unos segundos alguno de esos gestos como forma de saludo. Bailar es una forma mucho más humilde y radical de esperanto. They also belonged to Berghain.

“En una pista de baile es posible ser otra, ser otro, a través del movimiento. Imitar otro cuerpo sin salirse del propio. Sin tener que tocarlo. O sin que esa otra persona sepa que la estás incorporando a tu cuerpo. La música como materia de contacto. Recoger el movimiento de alguien que está cerca. No importa su nombre. Tampoco quién es o qué hace. Importa que te gusta como baila. ”

Hace dos años estaba bailando en un club de Tokyo. En algún momento, empecé a copiar los movimientos de una persona que bailaba cerca de mí. Meses más tarde, bailando en un club de Berlín, me di cuenta de que alguien que bailaba a mi lado estaba copiando esos movimientos que yo, a su vez, había tomado prestados de aquella persona que, seguramente, estaba también reproduciendo los movimientos de un cuerpo anterior. Y así, sucesivamente. Por un momento, fantaseé con la idea de un gesto fundacional. Un primer momento que inaugurase la historia no escrita de un movimiento en constante cambio. Una historia inscrita en los cuerpos de aquellos que somos parte de la cultura de baile. Una memoria somática que aparece y desaparece en el cuerpo colectivo de la pista de baile. Una somateca que todavía no tiene archivo. Pero la historia se basa en un entendimiento lineal de los acontecimientos que aquí no funciona. La imagen del uróboros quizás se acerca un poco más. Y no porque esta historia no tenga un principio o sea circular, sino porque conecta con formas de representación de la antropofagia.  

La figura del uróboros está conectada a la vida de un ciclo que vuelve a comenzar a pesar de las acciones para impedirlo. El uróboros me devuelve a Tokyo. En la entrada de una de las habitaciones de aquel club había un cartel que indicaba la prohibición de acceder a ella con bebidas. Como me dijo un amigo entonces “only dancing here!”. La exclusión de un elemento tan habitual como el alcohol dentro de aquella zona me hizo pensar que aquel club entendía de manera inteligente y un tanto drástica la principal función de una pista de baile. Más tarde descubriría que sencillamente se trataba de una cuestión jurídica. Aquel club no tenía un permiso legal para permitir el consumo de alcohol dentro de su sala principal, quizás por estar ubicado a muchos metros por debajo del suelo. Aquel club demostraba que también era posible bailar debajo de una arquitectura. Gracias a Kentaro también descubriría que en Japón estuvo prohibido bailar dentro de los clubes durante un tiempo. Situación que daba lugar a contradicciones tan grandes como leer “no dancing” al entrar en alguno de ellos. Pero, como en el uróboros, el ciclo no se detiene a pesar de las acciones para impedirlo. Aquella prohibición dejó de existir. No pudo someter a una comunidad que también infringe otros marcos legales. Prohibir bailar es como vetar la respiración*.

Si pienso en mis estrategias de apropiación de otros cuerpos a través de sus gestos y movimientos en relación al género, tengo una tendencia muy clara. Prefiero imitar a mujeres que hombres. Tampoco es algo que elija de manera consciente. Me gusta mucho más su relación somática con el techno. Como en toda regla, hay excepciones que la confirman. Pero han sido muy pocas. Con los años me he dado cuenta que tiendo a imitar a hombres que no bailan bajo los efectos o la inhibición de la testosterona, algo que no es tan frecuente como podría serlo. Y creo que es aquí donde la presunta deconstrucción de género en la pista de baile se cae por mi propio peso. Contradicción que aumenta si pienso en cómo el techno es una vía de acceso para gestos de feminidad que no practico en otras situaciones. Supongo que uno de los efectos de los estados alterados de conciencia es aprender a llevarse bien con el cuerpo que tenemos. Disfrutar siendo cuerpo. Dentro y fuera de un club. Practicar una forma de comunicación en la que tanto emisión como recepción prescinden del discurso y de su capital simbólico y social. Creo que fue Simon Reynolds quien afirmó que ciertas drogas son tecnología avanzada de recepción musical. Alguien que también utilizó un término frecuentemente aplicado a la tecnología como es “wonky” para referirse a las sinergia entre drogas anestesiantes y ritmos “desencuerpados”. La pista de baile como la activación de una posible utopía cyborg. Un cuerpo multiconectado y vivo que incorpora tecnología. No obstante, la sustancia imprescindible en una pista de baile es la música. Y la mejor tecnología de recepción musical, el cuerpo. Porque no sólo recibe: procesa, transforma y expulsa. Imagina que al hablar fuese posible tomar la voz prestada de otra persona. No sólo sus palabras o ideas. Esto sucede continuamente. Imagina que fuese posible hablar con la voz de otra persona. Un préstamo que, sin embargo, no le impide al otro seguir manteniendo su voz. Que no le usurpa ni arrebata nada. Es más, esa voz, ni siquiera tiene propietaria. Ni es totalmente tuya ni de la persona a  la que se la tomas prestada. Está a tu disposición pero no te pertenece exclusivamente a tí. A falta de tecnologías que permitan un intercambio de la materialidad constituyente de nuestras voces, bailar podría parecerse a ocupar la voz de otro por un lapso indeterminado de tiempo. Los gestos, además, se resisten a la autoría. No pertenecen a nadie en concreto. Son marcas de identidad que no se prestan a una posesión excluyente. Se declinan en plural. Se expanden y evolucionan gracias a formas de consentimiento anónimo. La temporalidad del préstamo la decide tu cuerpo en relación a otros. Depende del siguiente deseo de apropiación que, a su vez, depende del próximo encuentro con otro cuerpo cuya gestualidad quieras tomar prestada. De la siguiente transferencia somática que se produce. Teniendo en cuenta que los cuerpos tienen memoria, pero también desmemoria, el único peligro es que, una vez incorporado un gesto anterior, no puedas volver a tu estado anterior. Que no puedas volver a ser “tú” aunque lo intentes. Bailar es una forma de renuncia involuntaria de la identidad a través del movimiento. El estilo aquí no existe: es un tránsito de memoria irreflexiva de unos cuerpos en otros.

Probablemente un club sea uno de los pocos espacios con vocación pública donde es posible comunicarse sin tener que usar la palabra o pasar forzosamente por ella. No es necesario hablar en el sentido más estricto del término para mantener una relación de horas con alguien. Una relación en la que también existe la posibilidad de contacto físico y un cambio de orientación sexual esporádico. Dentro de una pista de baile no importa tanto si somos inteligentes o no. Qué éramos antes de entrar en ese club o qué seremos o seguiremos siendo después de salir de él. Importa la habilidad de nuestros cuerpos en relación a la música. Lo importante es bailar o, en todo caso, cómo se baila. Aunque esto podría no llegar a importar mucho cuando se es una parte minúscula dentro de un organismo mucho más grande que sigue funcionando sin nuestra presencia. Somos piezas intercambiables. Necesita la totalidad de los cuerpos, no la especificidad de un cuerpo. Somos imprescindibles en relación a un tipo de actividad que, además, consigue formas de placer descentradas de nuestra individualidad. Los que sabemos esto, dejamos voluntariamente el ego en el guardarropa, con el resto de cosas que estorban cuando se baila. Una actividad que es capaz de producir formas de erotismo distanciadas del sexo. Al menos, el que practicamos entre humanos. La cultura techno pone de manifiesto formas de relación erótica con la música que quizás hasta permiten comprender mejor un paradigma sexual que cuestiona la penetración: la circlusión. La equivalente importancia de las partes del cuerpo que rodean y envuelven cuando se trata de recibir y dar placer sexual. El techno no penetra. El techno se introduce, invade y envuelve. Esta suficiencia erótica de nuestros cuerpos en relación a la música a través del baile consigue que algunas personas podamos llegar a colocar la posibilidad de un encuentro sexual como la última de nuestras prioridades en un entorno que ofrece mayores promesas y propuestas de sexo que otros. Tener sexo implica dejar de bailar. Y dejar de bailar es como dejar de respirar.

Pero sería una deshonesto o naïve afirmar que no hay diferencias dentro de una pista de baile o dentro de un club. En la primera los hay que bailan mejor y que bailan peor. Los hay que no bailan apenas, con un estatus mayor que el de aquellos que no bailan tan bien. El mayor prestigio social del estatismo con respecto al movimiento es capaz de  traspasar las puertas de un club. La cualidad estética del baile no deja de ser una construcción social, con todos sus privilegios y sus perjuicios.  Dentro de un club también están penalizadas de manera simbólica las gestualidades histriónicas. Y no tanto porque los cuerpos que las reproducen ocupen más espacio del que les toca, sino debido a la mayor valoración social de aquellos comportamientos basados en la sujeción y la contención. Este podría ser un posible motivo para que la mayor parte de dj’s -en masculino- apenas bailen cuando no están sobre un escenario. Incluso parece que, cuando se atreven a bajar a la pista de baile, frecuentemente no sepan qué hacer dentro de ella. La jerarquía entre la pista de baile y la cabina del dj es algo que esta actitud reproduce. A través de unos cuerpos que actúan por oposición a la razón de ser y la función principal de un club. Y, aunque es cierto que también se da otra oposición entre los cuerpos que ocupan un club -el tiempo de trabajo vs el tiempo de ocio*-, esta no tendría por qué ser un obstáculo a la hora de poder participar de dos situaciones complementarias en las que cierta alteridad es posible desde el intercambio de roles.

“El techno no penetra. El techno se introduce, invade y envuelve. Esta suficiencia erótica de nuestros cuerpos en relación a la música a través del baile consigue que algunas personas podamos llegar a colocar la posibilidad de un encuentro sexual como la última de nuestras prioridades en un entorno que ofrece mayores promesas y propuestas de sexo que otros. Tener sexo implica dejar de bailar. Y dejar de bailar es como dejar de respirar.”

Sin embargo, puede que la mayor oposición entre ambos espacios sea de nuevo una cuestión relacionada con el ego y el lugar de enunciación del yo.  La resistencia a su disolución contra la disolución de esa resistencia. Un yo que es altamente incompatible con un nosotros impreciso. Un yo que no puede o no quiere sentirse prescindible. Resulta hasta contradictorio que alguien que habla a través de otros mediante la música que elige y procesa, contribuya al yo unívoco dentro de un club. El dj, el músico, está sujeto a la (o)presión de la identidad. Su intención es generar y establecer una voz propia que destaque sobre el anonimato de los cuerpos que bailan y el de otros cuerpos igualmente identificados que producen música. Contribuye a una situación social que desea y lo reafirma pero de la que voluntariamente tiende a excluirse. Practica una identidad reconocible que es altamente dependiente del reconocimiento externo. Es un cuerpo en el que sus enunciados priorizan el contenido sobre la forma, si tal división sigue siendo operativa. Es un cuerpo que no quiere o no puede ser cuerpo de la misma manera que aquellos que bailan en el anonimato y que, debido a ello, no puede o no quiere ser otro. Y es esta imposibilidad o inapetencia en la que se basa su diferencia, su ser otro o distinto, pero sin que esta situación sea una práctica de alteridad.

La historia de la cultura de baile es una historia que, pese a la resistencia de muchos de sus elementos a ser fijados, tiene a reproducir el paradigma historiográfico. Se presenta frecuentemente como una sucesión lineal de datos, momentos, nombres, descubrimientos y avances tecnológicos que parecen funcionar y encajar de acuerdo a un fin. Subyace en ella una teleolología aunque esta finalidad no esté tan clara como en otras historias o admita y celebre momentos de serendipia en algunos de sus episodios fundamentales. Es una mitografía poco dada a la autocrítica por aquellos que participan de sus privilegios o los detentan. Es fuertemente masculina y se excusa, como tantas otras, en la menor participación de las mujeres. Como si esta fuese aleatoria o intencional. Es también la historia de formas de resistencia que acaban siendo absorbidas por el sistema al que parecían oponerse. Tiende a ser una historia que prescinde del baile cuando lo coloca en una posición casi anecdótica. Algo que pasa mientras suceden otras cosas más importantes. Es una historia que no se ha interesado por la aparición y el desarrollo de sus gestos o por la evolución de sus formas y movimientos. Como en muchas otras, podríamos localizar en ella ecos de subalternidad. La pista de baile como un espacio de enunciación en el que los cuerpos hablan pero no forman parte activa del discurso que los relata. Somos agentes pasivos. Receptores de información para contenidos que se producen en otros lugares de enunciación de la cultura de baile. Se añade, además, la problemática de unos cuerpos que prescinden voluntariamente del discurso. En que muchas no estamos interesadas en salir de la pista de baile. Seguir bailando como un acto de resistencia. Seguir reclamando este lugar como un espacio de alteridad, aunque esta sea potencial, efímera o eventual. Más blanda o menos radical que otras. Seguir reivindicando la presencia de un cuerpo que no sólo es fluido, sino que tiene fluidos.  Un cuerpo que desprende sudor y se ensucia. Un cuerpo exhausto pero exuberante. La pista de baile como compost*. Un cuerpo que se altera para volver a un estado original que ya no es igual que antes. Que se hace durante. Seguir exigiendo la importancia del baile, no como un medio para fines externos a él, sino como un fin en sí mismo que desencadena otras cualidades y posibilidades. I think of modes of feminism as dance; we hear histories in music; we reassemble histories by putting them into bodies that dance#.

 
* Estas son ideas que han sido aportadas por Ania Nowak, Carolina Jiménez y Kentaro Terajima durante nuestras intermitentes conversaciones en torno a la cultura de baile y nuestra experiencia en ella, entre muchas otras cosas. A Carolina Jiménez le agradezco además, el feedback continuo durante el proceso de escritura y sus inteligentes comentarios y críticas. A Ania le agradezco nuestros análisis in situ y sus masajes durante horas bailando sin descanso cerca y lejos de ella. A Kentaro le agradezco su gran contribución a mi obsesión con el techno y que sea uno de los pocos hombres que he querido imitar bailando, sin llegar nunca a conseguirlo satisfactoriamente.
# Esta frase deriva de una reapropiación de una cita de Sara Ahmed: “I think of feminism as poetry; we hear histories in words, we reassemble histories by putting them into words.”

Este texto surge de una reelaboración de un texto anterior que formaba parte del proyecto de Txe Roimeser “Tot just estic aprenent a parlar/ qué hacer con el coño cuando no se folla”.

Sonia Fernández Pan (España, 1981) es doctora en Historia del Arte por la Universidad de Barcelona. Ha realizado el programa de estudios independientes del MACBA. Es la creadora de esnorquel, proyecto web sobre crítica de arte emergente barcelonés y ha curado las exposiciones F de Ficción (Can Felipa), Fuga: variaciones sobre una exposición (Fundació Antoni Tàpies) y El futuro no espera (la Capella). Colabora en A*Desk.

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