PROMESA Y PRECARIEDAD. SOBRE LAS ECONOMÍAS DEL ARTE

PROMESA Y PRECARIEDAD. SOBRE LAS ECONOMÍAS DEL ARTE

Laura Codega, L´Arte e la Vanitá, Video 19´29”. Proyección en Bellos Jueves, MNBA, 2015.

Por Guadalupe Chirotarrab 

En Sonidos de marte. Una historia de la música electrónica, de Davis Stubbs, me encontré con una interpretación alternativa del nacimiento de la ciencia moderna entre el futurismo y el ocultismo. Al parecer, Newton estaba más interesado en la alquimia que en la ley de gravedad, hecho que habría encajonado durante años sus descubrimientos científicos. 

Sin intención alguna de comparar aportes tan disímiles, esta curiosidad me interpeló especialmente a raíz de los motivos que casi mantienen mi tesis de maestría en historia del arte argentino y latinoamericano durmiendo para siempre en un disco rígido externo. Si bien el mundo post-covid me encontró mucho más ocupada produciendo beats con el Ableton Live que pensando en editar la tesis en una clave ensayística más amigable, la hiperprecariedad generalizada y las discusiones entre artistas y curadorxs suscitadas a raíz de la profundización de la crisis reactivó mi necesidad de compartir aquello que había investigado y encarnado en mi vida social y profesional durante los últimos quince años.

Muchas ideas en torno al valor del arte orbitan bajo un manto de misterio. Y no sólo porque históricamente el arte haya estado asociado a la magia o la alquimia. Entre los intercambios económicos que involucran lo artístico, abundan la incertidumbre, la disconformidad y los malos entendidos. Su valoración conforma un ámbito de disputa y malestar, sobre todo para quienes producen lo que es susceptible de ser juzgado, cotizado y precarizado junto a su propia identidad. La autoexposición está cada vez más arraigada en la producción “creativa”, generando una fusión ineludible entre lo que se hace y lo que se es.

En 2016, mientras esbozaba unas primeras hipótesis para aquella tesis, publiqué un artículo titulado “Las nuevas economías de arte” con una bajada que ponía el foco en la dimensión laboral del arte: Artistas visuales, trabajadores invisibles o lumpen emprendedores. En ese entonces, mi perspectiva –de cuño marxista– no dejaba dudas de mi convicción sobre la necesidad de pensar a les artistas como trabajadorxs en una Argentina cuyo flamante presidente venia a promover entre globos amarillos las supuestas virtudes del emprendedorismo. Dos años más tarde, defendí ante la UNSAM, esta investigación enfocada en el trabajo artístico contemporáneo en Buenos Aires, aunque la hipótesis era más conflictiva. Hay una paradoja intrínseca en la relación entre el arte y el trabajo: el arte es un trabajo y, a la vez, no lo es. Les artistas pueden (y requieren) autopercibirse como trabajadorxs pero, a su vez, deben problematizar esa condición para que sus prácticas tengan al menos la posibilidad de cuestionar y, en el mejor de los casos, reconfigurar formas productivas y vinculares preestablecidas. Me refiero tanto a los modos en los que se despliegan las prácticas laborales y no laborales (es decir, la vida) como a los principios que determinan el parentesco entre humanxs, no humanxs y su relación con el planeta. 

Lo cierto es que mientras el arte sigue conformando una esfera autónoma cuya independencia de lo económico aparece como condición para el despliegue de su propio lenguaje, la práctica artística deviene –de hecho– trabajo, al integrar una red de intercambios sociales, monetarios y simbólicos que rigen su circulación y le otorgan visibilidad (y sentido) ante los públicos que lo consumen como “bien cultural”. En cualquier caso, pensar que estas cuestiones se resuelven mediante la definición de si el arte es o no es un trabajo, o si el arte deiera considerarse de manera taxativa autónomo o heterónomo no parece ser el camino más fructífero. De aquí en más, hago una introducción de Promesa y precariedad, mi pesquisa sobre el trabajo artístico visual en Buenos Aires entre los años 2003 y 2015, que será publicada próximamente en forma digital, independiente y bajo distribución gratuita “on demand”.

Convocatoria Trabajadorxs de artes visuales (TAV), abril, 2020.

Puesta en contexto 

La inestabilidad laboral de les trabajadorxs en las economías centrales suele vincularse con las transformaciones provocadas por el posfordismo y las políticas neoliberales implementadas desde la década del setenta. La situación también caracteriza a los circuitos laborales del arte, que en Latinoamérica adquiere particularidades propias: la condición periférica, la inestabilidad política provocada por las dictaduras, la implementación de modelos económicos excluyentes basados en la primarización de la economía, la desindustrialización y la acumulación centrada en el capital financiero. De allí surgen las profundas desigualdades sociales y económicas, el desinterés de los gobiernos neoliberales por la cultura y la consiguiente ausencia de instituciones públicas y privadas con recursos suficientes para el desarrollo de las artes.

En las últimas décadas del siglo pasado, la hiperactividad de las escenas culturales y el auge del mercado global del arte suscitaron múltiples discursos en torno a la profesionalización de les artistas visuales y agentes culturales, específicamente de aquellxs jóvenes con expectativas de acceder a sus redes institucionales y comerciales. El punto de partida de mi trabajo fue la necesidad de indagar en los factores que propician la invisibilidad del arte visual como trabajo, justamente en un contexto de creciente desarrollo e institucionalización de las artes.

Hay una paradoja intrínseca en la relación entre el arte y el trabajo: el arte es un trabajo y, a la vez, no lo es. Les artistas pueden (y requieren) autopercibirse como trabajadorxs pero, a su vez, deben problematizar esa condición para que sus prácticas tengan al menos la posibilidad de cuestionar y, en el mejor de los casos, reconfigurar formas productivas y vinculares preestablecidas.”

La historia local es conocida: tras la vuelta de la democracia en Argentina, la continuidad de políticas privativistas, de endeudamiento y desmantelamiento del Estado provocaron altísimos niveles de pauperización en todo el país. Durante el período de reestructuración económica, iniciado en 2003 bajo la presidencia de Néstor Kirchner, las condiciones de la escena cultural de Buenos Aires y las búsquedas de les artistas de la década anterior, cuya actitud parecía anti-instrumental respecto de los mercados promulgados por la economía neoliberal, cambiaron significativamente. La investigación se asienta en una etapa caracterizada por una evidente expansión institucional, educacional y comercial del arte, en la que se rescatan algunas claves del posicionamiento de les artistas y agentes culturales jóvenes. En estas nuevas emergencias y en sus tensiones, radica la potencia de este periodo para reflexionar sobre las relaciones entre la práctica artística y el trabajo.

Oficina de Legales, proyecto de Francisco Marqués, Leandro Tartaglia y Santiago Villanueva, 2011.

Líneas de discusión 

A continuación, comparto una serie de preguntas que surgieron entre la enunciación de una promesa, cuyas líneas de fuga devienen riendas de las vidas de múltiples artistas y agentes culturales, y la experiencia colectiva de precariedad que suele acompañar estos caminos. Bajo una perspectiva que podría enmarcarse entre la sociología y la historia del arte, el libro se despliega a partir de un mapa económico de los espacios de exhibición junto a los testimonios y obras de diversxs protagonistas del medio para vislumbrar una etnografia de la escena artística local de principios del siglo XXI. Aquí esbozo algunos supuestos y conclusiones que suscitó ese estudio de campo.

Hay una contradicción esencial en la relación entre el arte y el trabajo que no sólo se vislumbra en la coexistencia de una tendencia hacia la profesionalización del arte y la profundización de la precariedad de las condiciones laborales de los artistas. Sus contrasentidos afloran en los discursos, imaginarios y comportamientos de quienes protagonizan los ámbitos de intercambio simbólico y monetario que integran las redes del arte por las cuales circulan sus cuerpos, fuerza laboral, afectos, objetos, conocimiento y dinero.

1. ¿No es la demonización del mercado del arte en simultáneo al anhelo de pertenecer sólo un síntoma de las contradicciones que rigen la maquinaria productiva del arte?

2. El ideal de un arte autónomo y de una figura de “artista genix” cuyo hacer estaría eximido de las exigencias de la economía, ¿no resultó funcional al avance del capitalismo tardío, volviendo sus producciones más rentables para las altas esferas de la escena y, a su vez, ocultando la condición laboral de la gran mayoría de los artistas? 

3. ¿Cómo dar lugar a un pensamiento sobre las prácticas artísticas a partir de la indefinición entre el trabajo y la vida cotidiana, en un contexto de creciente mercantilización de la experiencia, la sociabilidad y el conocimiento? 

4. La autogestión, el manejo del tiempo propio, la flexibilidad y la instrumentalización de los vínculos sociales son algunos de los factores que aportan a una redistribución indiferenciada entre el tiempo de trabajo y el tiempo libre. Lejos de ser homogénea, la labor artística se transformó en una trama articulada por capacidades diversas que ya no estarían acotadas a dimensiones formales, materiales, técnicas y conceptuales. La práctica artística puede verse como una forma modélica de trabajo inmaterial, actividad productiva que bajo la administración del tiempo propio y la hiperconectividad de las redes digitales, desdibuja su condición laboral hasta la autoexplotación. 

5. Las expectativas de tener una vida de mayor libertad, autodeterminación y satisfacción personal asociada a la práctica del arte junto a la idea de que las instituciones y ciertos espacios de exhibición proveen legitimidad, prestigio y reconocimiento invisibiliza la relación que tienen les artistas con sus propias prácticas laborales. De allí se desprende una relación ambigua entre lo redituable, lo productivo, el uso del tiempo, lo deseable, las ambiciones y la búsqueda de bienestar. 

6. La progresiva expansión de incumbencias del trabajo artístico desde los años sesenta, determinó un reposicionamiento de les artistas cuyas subjetividades podrían pensarse a partir de modelos de identidad múltiple, en los que conviven el imaginario de un tipo singular de trabajadorx con el de unx creadorx libre. Les artistas contemporáneos encarnan, a la vez o intermitentemente, el trabajo de gestorxs, empresarixs, trabajadorxs autónomxs (y precarizadxs) de la cultura, genixs o bien, buscadorxs de intensidad bajo la promesa de la vida artística en tanto existencia multifacética. 

7. La naturalización del trabajo inestable, no remunerado, así como la autoexplotación de les artistas y agentes culturales puede vincularse también a la confianza en los resultados de la hiperproductividad, la ambición de éxito y a aquellos aspectos no reductibles a las categorías materiales del mercado, bajo los que se erige el carácter “invaluable” del arte: es decir, su sacralización. Si pensamos en una concepción contemporánea del arte como religión pareciera estar más vinculada a su dimensión social que a las atribuciones adjudicables a las obras y prácticas del arte como portadoras de un saber o de una capacidad transformadora. 

8. El arte contemporáneo implica una promesa asociada a su socioecosistema, un culto basado en la asociación entre la vida artística y “la felicidad”. Esta “promesa” rige las fantasías y expectativas que circulan en las escenas artísticas y habilita la devoción por lxs artistas y sus formas de vida. 

9. Ante la ausencia de políticas públicas promotoras de las artes visuales y un mercado del arte consolidado, la tendencia hacia la profesionalización del arte en Buenos Aires estuvo más ligada al acceso a un ámbito de pertenencia, sociabilidad, afecto y legitimidad que a una práctica asociada a la manutención. La profesionalización artística permite formar parte de un sistema de intercambios que da existencia, sentido y un supuesto goce social, pero no necesariamente a la circulación de dinero. 

10. La obediencia que muchas veces normaliza las vidas profesionales de les jóvenes aspirantes a los escasos espacios que legitiman y otorgan valor a sus prácticas, con todo, no garantiza su reconocimiento simbólico ni monetario. Sobre este escenario local, no sorprende que tantas derivas artísticas devengan, entonces, carreras alienadas hacia lo que no se tiene o lo que es difícil –e incluso imposible– de obtener para la gran mayoría. En definitiva, son los sectores socioeconómicos más acomodados, en su mayoría rentistas, los que están en condiciones de dedicarse al trabajo artístico como primera fuente de ingresos.

Coda 

Cabe aclarar que el texto a publicarse fue corregido en un mundo radicalmente transformado con respecto al momento en que fue escrito (entre 2016 y 2018). Es sabido que la propagación del Covid-19 generó una crisis global inusitada, cuyas consecuencias aún se despliegan, además, bajo la completa incertidumbre que afecta nuestro cuerpo social, económico, político, afectivo, y simbólico.

La pandemia afectó a las escenas artísticas no sólo en lo que respecta al mercado de obras de arte, cuyo debilitamiento en circuitos tan pequeños como el local empobreció infinidad de proyectos y vidas individuales. Una de las condiciones más significativas fue la reducción de la infraestructura que sostenía la circulación de las prácticas artísticas, que va de las exhibiciones y sus canales de distribución -museos, galerías, ferias de arte- a los encuentros sociales que expandían, completaban y, en muchos casos, daban sentido a los diversos hechos artísticos.

Que las estructuras, e incluso las motivaciones, del ámbito laboral del arte quedaran suspendidas por un largo período (con vistas a que algo similar vuelva a suceder en futuros rebrotes pandémicos) opera tanto sobre nuestras vidas, como sobre los sistemas de creencias y valoración del arte. Sin embargo, justamente en este contexto excepcional reaparecieron las discusiones: a un mes del inicio del confinamiento en Argentina (abril de 2020), una agrupación de artistas convocó a un paro. No era un paro cualquiera, sino uno asociado al trabajo que circulaba online, en un momento en el que el tiempo laboral y el tiempo libre (cuya relación reaparece una y otra vez en la investigación) están más indiferenciados que nunca. A partir de la gratuidad de los contenidos que circulan por Internet se renovaron las discusiones también sobre el ámbito editorial, la música y otros circuitos culturales que nuclean a les productorxs que comparten sus imágenes, sonidos y textos. Así fue que saltó a la vista una vez más, y en plena pandemia, la disputa que hace tiempo parece irresoluble entre los términos del arte y del trabajo.

“En las últimas décadas del siglo pasado, la hiperactividad de las escenas culturales y el auge del mercado global del arte suscitaron múltiples discursos en torno a la profesionalización de les artistas visuales y agentes culturales, específicamente de aquellxs jóvenes con expectativas de acceder a sus redes institucionales y comerciales. El punto de partida de mi trabajo fue la necesidad de indagar en los factores que propician la invisibilidad del arte visual como trabajo, justamente en un contexto de creciente desarrollo e institucionalización de las artes.”

¿En qué posición quedan aquellos esfuerzos manifestados incluso en forma de deseo o, también, bajo un manto de la religiosidad, asociados a las expectativas de acceder a esa vida excitante (y autoexplotada) de la “escena artística”? ¿Qué sucede cuando el entorno que operaba como objeto de adoración deja de ser atractivo o, simplemente, deja de existir? Si la inversión del tiempo y recursos propios de les artistas que iban tras la búsqueda de pertenencia a un universo prometedor ya conllevaba una expectativa de bienestar económico que difícilmente llegaba, en este nuevo mundo, ese camino parece todavía más remoto. 

Así como las primeras teorías más optimistas sobre la pandemia planteaban la posibilidad de que el neoliberalismo encontrase un límite a su voracidad extractiva, podríamos pensar que esta crisis transforme nuestras miradas sobre el trabajo artístico para practicar relaciones más equitativas entre les agentes culturales, artistas e instituciones. Estas nuevas condiciones podrían ser fisuras por donde reencausar el uso y el valor del tiempo -ya transformado en sí mismo por el aislamiento- y desplazar del centro del horizonte la adoración vacua para que surja aquella potencia inexplicable que le queda al arte. Sería hermoso poder confiar en que esa fuerza sea capaz de encauzar los intercambios y la circulación de otros modos de valoración que abran nuevas formas de lo posible, una vez más, reconfigurar nuestras formas de vida.

Guadalupe Chirotarrab (Buenos Aires, 1978) Es arquitecta por la Universidad de Buenos Aires, curadora y música. Obtuvo una Maestría en Historia del Arte Argentino y Latinoamericano en la Universidad Nacional de San Martín. En 2017 integró el Departamento de Curaduría del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Curó exhibiciones en instituciones y espacios de Buenos Aires, Tucumán y Miami, entre ellas, El cuerpo de una colección – curada junto a Federico Baeza-, muestra permanente de la Fundación Federico Jorge Klemm, Buenos Aires. Entre 2009 y 2013 dirigió la Galería Foster Catena. Publicó artículos y reseñas sobre arte para medios tales como el suplemento Radar de Página/12 y Otra Parte Semanal. Formó parte de diversos jurados de artes visuales. Se desempeñó como docente de asignaturas relacionadas con la teoría del diseño, la arquitectura y el arte en la UBA, la Universidad Nacional de las Artes y en instituciones privadas nacionales. En 2015 obtuvo una Beca de investigación del Fondo Nacional de las Artes. En 2013 participó en el Programa de Artistas de la Universidad Torcuato Di Tella y en 2016 fue Agente del Centro de Investigaciones Artísticas. 

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UNA HISTORIA DE FANTASMAS. SOBRE UN POSIBLE REGRESO DE LOS CD

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Imagen de la artista cordobesa Bruna Musso https://www.instagram.com/brunitsa/

Por José Heinz 

1 

A veinte años de iniciado el siglo XXI, dos preguntas relacionadas con el compact disc suelen sobrevolar las charlas entre melómanos y coleccionistas. Cada una refiere a tiempos distintos, pero pueden coexistir por la forma en que hoy producimos y consumimos cultura.

La primera de estas preguntas, relacionada con la extinción del formato, es cuánto tiempo de vida le queda al CD. Se han escrito varios artículos intentando responderla, y aunque cada uno atiende a un aspecto en particular (sus costos de producción, su abrupta caída frente al digitalismo, su calidad de sonido), casi todos concuerdan en que no falta mucho para que dejen de fabricarse a escala industrial.

La segunda pregunta es de espíritu más futurista, ya que responde a la primera y asume su desaparición, y está vinculada con los vaivenes de otros formatos musicales. Así como volvieron los vinilos y los cassettes, ¿pueden volver también los CDs? Digamos de acá a unos 5 o 10 años, ¿andar por la calle con un discman se convertirá en otra moda hipster? ¿Habrá nuevos compradores de discos compactos? ¿Es buena idea guardar un tiempo más nuestros MTV Unplugged, los álbumes de Nirvana, Shakira o Bryan Adams a la espera de que cotizen alto en el mercado de coleccionistas o, por el contrario, ya es hora de deshacernos de esas cajitas que ocupan espacio valioso en nuestros livings o habitaciones? Por algo pagamos Spotify todos los meses, ¿no?

Sobre ese hipotético regreso del CD no se ha escrito tanto, pero creo que merece algunos apuntes aun cuando parezca un poco prematuro: si algo ha demostrado el 2020 es que la Historia puede avanzar muy rápido si tiene las condiciones dadas. Es un avance extraño, hay que decirlo. Está más conectado con hábitos sociales mediados por la tecnología que con saltos hacia adelante cuando pensamos en la cultura. Porque la pandemia podrá haber virtualizado nuestros encuentros, pero de momento no ha sido materia fértil para nuevos géneros musicales, o al menos no de forma directa. De lo contrario, hoy hablaríamos de lockdown beats, pandemic trap o cosas por el estilo.

Veamos entonces algunos puntos. Por empezar, cada disco compacto es un objeto físico que aloja música y, como tal, establece una relación sentimental con el oyente. Nos encariñamos como ocurre con un libro o un souvenir, porque al entrar en contacto con él (al tocarlo, al reproducirlo) puede remitirnos a un momento específico, a una emoción particular.

Sin embargo, a diferencia del vinilo, el cassette o el VHS, el CD no presenta una estética tan definida. En el vinilo está la “fritura” y esa singular espacialidad del audio, al menos en las ediciones prensadas originalmente en ese formato. En el cassette está implícito el concepto lo fi por vía de la cinta magnética: quienes usaron walkman recordarán que cuando se empezaba a quedar sin pilas, la cinta iba ralentizándose un buen rato en el reproductor y así hasta detenerse por completo. En ese interín, las canciones sonaban más lentas, los registros de las voces y los instrumentos eran más graves, algo muy parecido a lo que años después daría comienzo al género vaporwave.

Algo similar ocurre con los videos en VHS: su encanto, hoy, radica en esa baja resolución a contramano del HD. No es casual que muchos filtros de Instagram repliquen ese aura vintage, con los colores opacos y las líneas de estática surcando la pantalla. Cada uno de estos formatos representan un statement frente al avance de la virtualidad: allí donde todo se digitaliza, estos artefactos nos hablan desde otro tiempo. Lo analógico como declaración artística.

En lo estrictamente sonoro, un CD –un disco óptico con excelente calidad de audio– no difiere mucho de un archivo de música. Hay diferencias, sí, pero no son perceptibles salvo para los oídos entrenados. Digamos que entre escuchar un álbum en CD y hacerlo en Spotify, si contamos con buenos equipos, la diferencia es casi nula. Y por tratarse de un formato con información leída a través de un láser, tampoco está la experiencia física de verlo girar en una bandeja o rebobinarlo con una lapicera.

Hasta ahí, atendiendo únicamente a los aspectos técnicos, su regreso no tiene sentido. Pero una vez que le aplicamos zoom out al formato, cuando nos detenemos en la manera que surgió y cómo está desapareciendo, podemos hallar algunas otras cosas.

Las imágenes analógicas que acompañan este texto son de Joaquín Ferrón https://www.behance.net/joaquin_ferron

2

El CD representó algo así como el canto de cisne de la industria discográfica. Cuando se popularizó, allá por finales de la década de 1980, los sellos encontraron el formato perfecto para producir a gran escala, a bajo costo y con muy buena calidad. Fue, según reconocieron varios empresarios del rubro, una era dorada: producción en masa e ingresos millonarios para una industria que vivía un momento espléndido. La música era el gran elemento constitutivo de la juventud, una idea central en el seteo de sus personalidades. Viene bien recordar que uno de los himnos de los ‘90 (década fetiche del CD) lleva por título Smells like teen spirit: el espíritu adolescente incluía discos compactos.

El gran problema es que su reinado duró unos pocos años. Para mediados de esa década, el CD ya se usaba en casi todas las computadoras de escritorio, ya no se lo podía asociar exclusivamente a la música. Además, internet irrumpió con fuerza no sólo con su poder de jaquear a las grandes industrias apuntadas al entretenimiento, sino que se convirtió en sí misma en el vector central de una generación que comenzaba a despertar.

“A diferencia del vinilo, el cassette o el VHS, el CD no presenta una estética tan definida. En el vinilo está la “fritura” y esa singular espacialidad del audio, al menos en las ediciones prensadas originalmente en ese formato. En el cassette está implícito el concepto lo fi por vía de la cinta magnética. Algo similar ocurre con los videos en VHS: su encanto, hoy, radica en esa baja resolución a contramano del HD. Cada uno de estos formatos representan un statement frente al avance de la virtualidad: allí donde todo se digitaliza, estos artefactos nos hablan desde otro tiempo. Lo analógico como declaración artística.”

En 1999, el año previo al Y2K, surgía Napster para simbolizar ese eje. Y aunque las leyes intentaron detenerlo, a la industria no le quedó más remedio que adaptarse: unos años después aparecía YouTube (2005) y a finales de la primera década de los 2000 llegaba Spotify, que son, de momento, las dos plataformas más usadas para escuchar música.

Las ventas del CD vienen cayendo hace casi 20 años, con momentos abruptos y otros más graduales, pero sus días de gloria ya parecen lejanos espejismos. Y ese escenario evanescente –cuando el recuerdo de aquellos días se difumina casi por completo– es el contexto ideal para un regreso empujado por la ola nostálgica que invadió a toda la cultura de este siglo, un fenómeno con la fuerza suficiente para imposibilitar los avances o, al menos, pensar el presente.

La anterior es la idea central de Retromania, el ya clásico ensayo del crítico Simon Reynolds, pero también conecta con el discurso crepuscular de su amigo y colega Mark Fisher. En varios de los artículos incluidos en Los fantasmas de mi vida, Fisher habla de “hauntología”, un concepto que toma prestado de Jacques Derrida, quien lo desarrolla en su libro Espectros de Marx. Derrotado el bloque soviético a comienzos de la década de 1990, comenzaba una nueva etapa triunfal del capitalismo, una hegemonía ideológica que algunos pensadores, como Francis Fukuyama, denominaron “el fin de la historia” (el fin de la idea de la historia como tensión). Derrida, sin embargo, plantea que el marxismo todavía está allí, pero no como materialización en el terreno político, sino como un espectro, como algo inasible, lo cual conecta con el conocido comienzo del Manifiesto del Partido Comunista que hablaba del “fantasma que recorre Europa”.

Fisher, en tanto, reinterpreta la hauntología al detenerse en artistas cuya música opera en dos tiempos simultáneos producto de una sobreabundancia de información, una de las características culturales de este siglo. El pasado ocurrió de una manera, pero en nuestra memoria se altera, se edita por lo que recordamos o elegimos recordar: produce una historia alternativa, por lo general mejor que la verdadera, como la respuesta a un presente (o una proyección de futuro) decepcionante. Y ese pasado paralelo, que sólo existe en nuestras conciencias, está poblado de fantasmas.

Veamos algunos ejemplos. Hay un video subido a YouTube en 2014 por la agencia digital PBS titulado Can video games be a spiritual experience? (“¿Pueden los videojuegos ser una experiencia espiritual?”). En él, se detallan unos estudios de base científica que intentan establecer si al jugar videojuegos es posible sentir emociones tan fuertes como las experiencias religiosas. Lo más interesante no está allí, sino en uno de los comentarios, firmado por un tal 00WARTHERAPY00. Allí se habla de fantasmas (en los videojuegos de carreras, un “fantasma” es un auto que representa tu mejor récord y que compite contra uno cuando se vuelve a jugar): 

“Cuando tenía 4 años, mi papá me compró una XBox. La primera, la de 2001. Nos divertimos un montón con toda clase de videojuegos hasta que mi viejo murió, cuando yo tenía 6. No pude tocar esa consola por 10 años. Pero una vez que lo hice, me di cuenta de algo. Solíamos jugar un juego de carreras, Rally Sports Challenge, que estaba bastante bueno para la época en que salió. Y una vez que me puse a jugarlo… encontré un Fantasma. Literalmente. ¿Viste que cuando empezás una carrera competís contra el conductor fantasma, que es el récord de anteriores partidas? Sí, adivinaron. Su fantasma todavía anda por esa autopista. Me puse a jugarlo y jugarlo y jugarlo hasta un nivel en que ya podía vencer a ese fantasma. Un día pasé a ese auto, iba primero, adelante y… frené justo en la línea de llegada, sólo para asegurarme de que el juego no eliminara ese fantasma. Felicidad”.

Otro caso que funciona en el mismo sentido es una carta que alguien subió al sitio Reddit en 2019, y que habla de cómo guardamos nuestros recuerdos y cómo pueden volver en algún momento, de forma inesperada, a través de los dispositivos tecnológicos. La carta, escrita por un comprador satisfecho en eBay, dice lo siguiente:

“Hace poco encontré muchos VHS, quise saber qué traían y me di cuenta de que no tenía reproductor de video. Así que entré a eBay por primera vez y encontré su oferta. Compré su equipo y usted me lo envió en pocos días. Se veía como nuevo, sin usar. Increíble. Tuve algunos problemas para hacerlo funcionar, pero fueron cosas mías, no del reproductor. Tengo 86 años y la tecnología no es lo mío, pero finalmente lo conseguí. Lo hice andar y descubrí que funcionaba perfecto. Muchas gracias por su cuidado, sus esfuerzos y su prontitud. Vi videos de mi fiesta de jubilación de hace 25 años y que nunca antes había visto. Uf, qué jóvenes que éramos. Después vi otro video de mi casamiento con toda la familia y los amigos, muchos de ellos ya no están entre nosotros. Después vi escapadas de esquí, vi a mis hijos creciendo, viajes y, más importante aún, vi la suave madurez de mi familia. Uno más divertido que el otro. Muchas gracias por la generosidad en vender su reproductor de VHS. Pensé que le gustaría saber lo mucho que alguien disfrutó de su oferta. Saludos”.

“Las ventas del CD vienen cayendo hace casi 20 años, con momentos abruptos y otros más graduales, pero sus días de gloria ya parecen lejanos espejismos. Y ese escenario evanescente –cuando el recuerdo de aquellos días se difumina casi por completo– es el contexto ideal para un regreso empujado por la ola nostálgica que invadió a toda la cultura de este siglo, un fenómeno con la fuerza suficiente para imposibilitar los avances o, al menos, pensar el presente.”

Si los ejemplos anteriores parecen literatura es porque en verdad podrían serlo: esas historias personales encierran vivencias más generales, que cualquiera que tuvo hábitos analógicos puede comprender y sentirse identificado. De hecho, el escritor y periodista Rob Sheffield transformó su propia experiencia “fantasmal” en la novela Vives en las cintas que me grabaste, al contar los sentimientos que le produjo hallar una caja con muchos cassettes que él le había grabado a su esposa, ya difunta, cuando eran más jóvenes. Se trataba de mixtapes, ese hábito de melómanos que consistía en armar compilados de canciones en la era pre-Spotify.

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Cartas de usuarios de tecnologías analógicas. “Si los ejemplos anteriores parecen literatura es porque en verdad podrían serlo: esas historias personales encierran vivencias más generales, que cualquiera que tuvo hábitos analógicos puede comprender y sentirse identificado.”

Lo que en otras manos podría derivar en un argumento que bordea el terror, en las palabras de Sheffield se transforma en una historia de amor por las personas y por una época, aun sin resignar el asunto espectral de la experiencia: una caja guardada por años que junta polvo, una vez redescubierta, puede servir para reencontrarnos con una versión previa de nosotros mismos, como una versión en reversa de la trilogía Antes del amanecer de Richard Linklater.

En una columna reciente publicada en El País, el escritor italiano Alessandro Baricco sostiene que la pandemia del coronavirus era la conmoción que necesitaba el mundo para darle fin al duelo entre el viejo y el nuevo mundo. “Puedo equivocarme, pero sólo hay dos posibilidades: por un lado, la restauración de un orden social que se estaba derrumbando, la revancha de una limpieza moral y social intransigente, el regreso del Estado al centro del campo de juego, la prolongación póstuma del sistema cultural del siglo XX. Por otro lado, la victoria del mundo nuevo, el advenimiento de la inteligencia digital, la eclosión imprudente de un poshumanismo, el declive de la política rebajada a deporte popular, la propagación de una impersonal amoralidad”.

Es difícil coincidir y también es difícil rebatir la postura de Baricco, porque el panorama es incierto incluso en el corto plazo. Las vacunas, de momento, son la única esperanza de volver a una relativa normalidad, pero aun cuando lleguen a una cantidad suficiente de habitantes del mundo, queda la impresión de que habrá cosas que se fueron para no volver. De modo que sí, hay costumbres del viejo mundo que ya no regresarán más, y muchos otros hábitos modernos no harán más que acelerar su desembarco.

Pero también es inevitable sentir que esas desapariciones recientes, de las que aún cuesta tomar conciencia, ya estén forjando sus propios espectros: aun sonando igual a un mp3, el CD simboliza el gesto final de la tecnología del siglo XX, la última apuesta física del capitalismo. Y a nosotros nos recordará que hubo una época en que los escuchábamos, los consumíamos y amábamos como a tantas otras cosas que la virtualidad está escondiendo en cajas de plástico o cartón en los sótanos o las piezas de servicio. Y nada le gusta más a los fantasmas que asustar en esos lugares.

José Heinz (Córdoba, 1983) es periodista, docente y gestor cultural. Ha publicado artículos en Anfibia, Rolling Stone, Dadá Mini, El Replicante y Deodoro, entre otros medios. Trabajó como redactor y editor en La Voz del Interior y en la actualidad colabora con diferentes publicaciones. Es autor de los libros La vida de Spencer Elden (Llanto de Mudo, 2014), ¿Olvidaste tu contraseña? (El servicio postal, 2017), Héroes por una vez (Hiedra Editora, 2019) e Interín, en coautoría con Elian Chali (El servicio postal, 2020).

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Por Xandru Fernández 

En un famoso texto recogido en Los fantasmas de mi vida y titulado “La lenta cancelación del futuro”, que a su vez amplifica una intuición (y una expresión) de Franco “Bifo” Berardi, Mark Fisher describe la desazón del aficionado a la música que ya no experimenta perplejidad alguna ante las nuevas creaciones que van surgiendo en el horizonte: “Muchos de los que crecimos en las décadas de 1960, 1970 y 1980 aprendimos a medir el paso del tiempo cultural a través de las mutaciones de la música popular. Pero, precisamente, el sentido del shock frente al futuro ha desaparecido en la música del siglo XXI”. Detengámonos en ese epitafio y rastreemos su sentido.

Recoge, como he dicho, una intuición de Berardi: que, desde hace al menos un par de generaciones, la marcha del progreso parece haberse detenido. Es un tema ya añejo que se ha enfocado desde muy diversos ángulos, de la epistemología psicótica (Lyotard) a la ética maximalista de la filosofía de la historia (Jameson), pasando por la ingeniería tecnocrática (Fukuyama) y el franciscanismo laico (Negri y Hardt). Berardi recoge sus compases y los ecualiza en una frecuencia no muy diferente de la de Jameson, pero apuntando directamente al corazón del drama autobiográfico, a la sensación de habernos quedado fuera de la corriente de la historia, pero no de cualquier historia ni de la historia universal sino de la historia que importaba, la que estaba destinada a colmar nuestras vidas porque solo podía acabar bien. La historia que nos hacía héroes, la historia en la que nuestros caracteres eran reivindicados como modelos de excelencia.

Fisher lee correctamente a Berardi y lo demuestra llevando el agua del discurso al molino de la música: el shock frente al futuro es una sensación y la historia de la música popular es una historia de sensaciones. Una historia sensacional. Nuestro papel en ella, el de héroes de vanguardia. Melancólicos, desesperados, agónicos, pero héroes.

Para ilustrar esa sensación de desazón y orfandad, Fisher recurre a un experimento mental. Imaginemos, dice, que cogiéramos cualquier disco de los últimos años y retrocediéramos con él hasta 1995. A un público de 1995, nuestra música le resultaría sospechosamente reconocible. Mientras que, si una audiencia de 1965 escuchara un disco de 1995 (o de 1985, o de 1975), la perplejidad sería notable. Fisher defiende que la música popular mutó entre 1975 y 1985 (o entre 1965 y 1975) mucho más rápidamente y con una intensidad y una complejidad mucho mayores que entre 1995 y 2005. Es, como he dicho, una sensación. Y puedo estar de acuerdo con ella en la medida en que mis sensaciones son parecidas. Pero la pregunta relevante es: ¿cómo podemos estar seguros de que no nos equivocamos?

Lo que planteo aquí es una cuestión epistemológica, no un tema de la filosofía de la historia o de la historia de la cultura: ¿cuál es el procedimiento que nos permite medir el grado de innovación de una creación cultural, musical en este caso? ¿Qué es lo que nos permite suponer que la música popular de 1990 era más innovadora, más interesante o más excitante que la de 2010? ¿Qué experimento crucial podría refutarlo o confirmarlo?

El principal escollo al que nos enfrentamos es la imposibilidad de trascender nuestras experiencias privadas. No solo parece imposible cotejar nuestras impresiones con las de las generaciones más jóvenes (¿qué lenguaje común podríamos emplear para comparar nuestras experiencias?), tampoco parece posible si nos ajustamos a la contemporaneidad más estricta, esto es, cabe que dos sujetos coetáneos, con un grado equivalente de formación musical pero situados en posiciones de salida diferentes, bien por origen social bien por procedencia geográfica, lleguen a conclusiones incompatibles acerca de qué puede considerarse vanguardia en el terreno de la música popular de las últimas décadas. (Dicho sea de paso, el vocabulario que emplea Fisher pertenece en todo momento al de las experiencias privadas: “sobresalto”, “chocar”, “creer”, “sensación”.)

Crecí en la misma época que Fisher, en un entorno que desde el presente se nos antoja similar (todos los paisajes industriales se parecen) y a bordo del mismo tren-bala del progreso social inevitable. La revolución neoliberal de los años 80 no solo destrozó miles de familias mineras, pueblos y ciudades industriales, en el Reino Unido igual que en España o los Estados Unidos, sino que también truncó las expectativas de que el tren-bala del progreso social llegara a su destino. Los apóstoles del mercado libre se las ingeniaron para cancelar no solo el futuro sino también el presente y (soberbia pirueta) el pasado. Y no fue una cancelación lenta en absoluto, ocurrió de un plumazo. Aunque es cierto que nuestra fe juvenil en el poder de la pureza, nuestra convicción de que, como héroes vanguardistas que éramos, estábamos destinados a vencer aunque habitáramos provisionalmente el rincón más recóndito de la cultura occidental, necesitaba aún un par de décadas para resquebrajarse.

Pero no es lo mismo creerse vanguardia artística (o política, si a eso vamos) en Londres, Inglaterra, que en Turón, Asturies, o en Nablus, Palestina. Digamos que la posibilidad de sentir el aliento de la contemporaneidad es mucho mayor en la metrópoli que en un poblado de la periferia del imperio. Hagan cuentas: en 1984 hacíamos un fanzine cuyo primer número pagamos a precio de oro y para nada, porque el propietario de la fotocopiadora más cercana (una librería a siete kilómetros de nuestra casa) no sabía cómo hacer para imprimir por las dos caras de la misma hoja (en el pueblo había una imprenta, pero no tenía offset, solo tipos al más puro estilo Gutenberg). La primera radio libre asturiana la montamos con la ayuda de un fraile de La Salle y echó el cierre bajo amenazas de cárcel gracias a la ley de telecomunicaciones del PSOE de 1987. Los mismos que nos cerraban las minas, nos cerraban las emisoras de radio. Así que las comparaciones llegan hasta donde llega la dialéctica de la metrópoli y la colonia, o del centro y la periferia: incluso si vives en un barrio marginal de una ciudad de provincias del Reino Unido o los Estados Unidos, sigues navegando por el cauce principal del río de las vanguardias, no existe en principio ningún impedimento estructural para que un productor discográfico londinense visite Sheffield o Liverpool, ni lo hay para que Manchester o Birmingham formen parte del circuito musical underground, en cambio habría sido una absoluta anomalía estructural que una banda de vanguardia del rock de los años 70 u 80 recalara en un local asturiano o palestino. Simplemente era imposible y de hecho no ocurrió.

Las imágenes que acompañan este post pertenecen a las luchas en la cuenca minera asturiana durante 1991, un momento histórico que guarda similitud con la huelga minera en Inglaterra de 1972. 

¿Por qué, entonces, puedo identificarme con esa sensación de que la música popular se ha convertido en una repetición ad nauseam de paisajes sonoros del pasado? Porque se ha agotado la narración que daba sentido a nuestras experiencias musicales, que era una narración que a su vez encontraba sentido y sentimiento en un relato de emancipación, y, para interpretar o intuir el sentido del tiempo en las nuevas músicas populares, hay que formar parte de un complejo cultural que no es el mío (ni el de Fisher).

Me temo que, por más que tanto Fisher como Berardi se aferren a la convicción de que no se trata de la normal perplejidad con que cada generación asume que ha quedado fuera de juego, por mucho que fantaseemos con la idea de que los jóvenes ya no encabezan el cambio cultural como en los ciclos generacionales anteriores, lo cierto es que esa impresión de parálisis ante el futuro, de entumecimiento intelectual ante el presente y veneración nostálgica del pasado, es la misma o muy parecida a la de siempre. Con una diferencia, pero no tan extraordinaria como cabría suponer: es cierto que el paradigma dentro del que se había desarrollado el cambio cultural en el terreno musical se ha agotado, pero no el cambio cultural en sí mismo, y es cierto, también, que no es el primer paradigma musical que se agota dentro del arco epocal de la Modernidad y muy probablemente tampoco será el último.

Comentando las motivaciones de los compositores modernistas de principios del siglo XX, y muy particularmente las de Schönberg, recuerda Alex Ross que “el culto del pasado imperante amenazaba su propio sustento [el de los compositores modernistas]. Viena estaba realmente obsesionada con la música, pero estaba obsesionada con la vieja música, con las obras de Mozart y Beethoven y el ya fallecido doctor Brahms. Estaba moldeándose un canon y las obras contemporáneas estaban empezando a desaparecer de los programas de concierto. A finales del siglo XVIII, el 84 por ciento del repertorio de la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig estaba integrado por música de compositores vivos. En 1855, la cifra había descendido al 38 por ciento, en 1870 al 24 por ciento. Entretanto, el gran público estaba enamorándose del cakewalk y de otras novedades populares. El razonamiento de Schoenberg era el siguiente: si el público burgués estaba perdiendo interés por la nueva música, y si el emergente público masivo no tenía apetito de música clásica, nueva o vieja, el artista serio debería dejar de agitar sus brazos en un intento de llamar la atención y retirarse, en cambio, a una soledad en compañía de sus propios principios”.

Movilizaciones en Barredo durante el año 1991. Foto de Eduardo Urdangaray. 

Incorporo aquí esta larga cita de El ruido eterno porque debería hacernos recordar que, aunque muchos de nosotros identifiquemos la música de vanguardia con algo parecido a lo que hacían The Residents en la década de 1970, el vértigo de la novedad es algo que han experimentado sociedades enteras antes de la nuestra y de un modo no demasiado diferente. Cuando Schönberg certifica que la sociedad vienesa se ha rendido a los encantos de la veneración anticuaria de los compositores muertos o a los del entretenimiento de los salones de baile, no está muy lejos de lo que pueda sentir cualquier nostálgico del afterpunk en nuestros días, resignado a que todo se reduzca a bucear en el catálogo inagotable de YouTube en busca de rarezas de los 70 y los 80 o a celebrar el no future a ritmo de trap. La llamada (mal llamada) “música clásica” es hoy día una constelación sonora del pasado que parece condenada a no resucitar jamás. Cuando Adorno pontificaba que la de Schönberg y sus discípulos era la única “música seria” del siglo XX, frente al jazz y el resto de la música popular (simple “diversión”, alienación en estado puro), ya se había firmado el acta de defunción de toda aquella seriedad. No sin cierta displicencia irónica, el jazz celebraría su ascenso a “música culta” no mucho después de haber desplazado a la música “clásica” en el favor del público. Pagaría, con todo, el mismo precio: el rock desplazaría al jazz como música de consumo masivo (diversión adorniana) y sería él mismo desplazado por el pop y el hip hop a las puertas del siglo XXI.

Es cierto, pues, que hay una nostalgia compartida generacionalmente y que muy a menudo esa nostalgia se experimenta en términos “retromaníacos”, por emplear la expresión acuñada por Simon Reynolds. Pero esa retromanía no acaba de resolverse en una especificidad histórica salvo que añadamos a nuestras sensaciones un discurso disolvente sobre el fin de la historia o, cuando menos, de la Modernidad. Esa inquietud modernista, que Reynolds expresa mediante la fascinación que despierta en nosotros YouTube como repositorio de toda la música de nuestra vida (y de unas cuantas vidas más), ya no es una sensación sino la deriva de una manera de conceptuar la historia y nuestro lugar en ella. Encontramos en los textos de Mark Fisher esa coherencia argumental: sus sensaciones son coherentes con su concepción de la historia y de la materialidad histórica, del mismo modo que su manera de entender el cambio social se nutre de sus impresiones estéticas igual que de sus experiencias laborales y políticas. Por eso no podemos contentarnos con reducir un problema epistemológico a una mera marca generacional sin mayor interés que el biográfico. Pero no podemos avanzar en el discurso sin asumir que en nuestro desprecio por las formas musicales más populares (incluso populistas), que en los últimos años se mueven fuera del universo del rock, hay mucho de la displicencia elitista con que Adorno contemplaba el jazz en los años 30 y 40. Lo mismo que en la huida hacia la marginalidad que Schönberg emprendía ante el empuje del cakewalk y el kitsch de las primeras décadas del siglo XX.

“¿Por qué, entonces, puedo identificarme con esa sensación de que la música popular se ha convertido en una repetición ad nauseam de paisajes sonoros del pasado? Porque se ha agotado la narración que daba sentido a nuestras experiencias musicales, que era una narración que a su vez encontraba sentido y sentimiento en un relato de emancipación, y, para interpretar o intuir el sentido del tiempo en las nuevas músicas populares, hay que formar parte de un complejo cultural que no es el mío (ni el de Fisher)”

“Las personas que están fascinadas por la idea de progreso”, escribe Milan Kundera en El libro de la risa y el olvido, “no advierten que todo camino hacia adelante es al mismo tiempo un camino hacia el fin y en las alegres consignas avancemos, adelante, suena la voz lasciva de la muerte que nos seduce para que nos demos prisa”. Y añade: “Arnold Schönberg fundó el imperio de la dodecafonía en una época en que la música era más rica que nunca y estaba ebria de libertad. Nadie soñaba que el fin estuviese tan cerca. ¡Nada de cansancio! ¡Nada de ocaso! Schönberg iba guiado, más que nadie, por el espíritu juvenil del coraje. Estaba lleno de justificado orgullo porque el único paso hacia adelante era precisamente aquel que había elegido. La historia de la música terminó en la flor del coraje y el deseo”.

Quizá sigue habiendo algo que nos diferencia de Adorno y Schönberg (y que nos acerca a Kundera y su incomprensión de lo que él llama “la tontería de las guitarras”), y es que, mientras que su elitismo encontraba consuelo en la identificación positiva de una “nueva música”, por más que se admitiera el destino minoritario de esta, en nuestro caso esa altivez no se ve recompensada por ningún tipo de shock estético salvo el que nos proporciona, precisamente, la exploración del pasado.

 

Xandru Fernández nació en Turón (Asturias) en 1970. En 1990 publicó su primera novela, escrita en lengua asturiana, como el resto de su obra hasta 2016, año en que publicó su primera novela en castellano, El ojo vago. Con Les ruines (2004; reeditada en 2011 y traducida al castellano en 2015) y La banda sonora del paraísu (2006) obtuvo el Premio de la Crítica a la mejor novela en lengua asturiana. En la actualidad colabora periódicamente en CTXT y compagina la escritura con la docencia y la traducción de obras clásicas de la literatura inglesa y alemana. En 2018 reunió una selección de artículos y ensayos en el volumen Apuntes de pragmática populista. Su último libro es Las horas bajas. Un falso ensayo sobre el fin de los tiempos (2020)

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MI SCROLL HABLA DE SHANZHAI

MI SCROLL HABLA DE SHANZHAI

Por Frankie Pizá

Normalmente, cuando queremos expresar (y comprender) la influencia que un escrito ha dejado en nosotros o nuestro modo de pensamiento, recurrimos a la memoria. El número de veces que nombramos algún fragmento, las veces que recurrimos a un aforismo o los momentos en los que convertimos una vulgar conversación en una innecesaria conferencia exhaustiva sobre cualquier libro que creemos fundamental. 

Con frecuencia y en nuestro día a día, nos observamos entonando y distorsionando inconscientemente el conocimiento adquirido en lecturas, podcasts o contenidos audiovisuales. Una gran nube de recortes, frases subrayadas y aforismos flota en nuestra mente y se fusiona con nuestras propias vivencias y creencias. Nuestra sinapsis se encarga de conectar los puntos como si de secuencias de stickers se tratara. 

Digamos que podríamos valorar la “influencia” de un libro en función de cuántas veces recurrimos a él para expresar una idea, un pensamiento o argumentar una opinión. Aunque existen escritos contemporáneos capaces de trascender esa fórmula concreta, superar la transformación de simple ensayo a “libro de cabecera” y pasar a atravesar los modelos de pensamiento del individuo, convirtiéndose en una “lógica”. 

Creo que “Shanzhai” es eso para mí. Una lógica capaz de generar transparencia sobre cualquier elemento o conducta artística dispuesta frente a mis ojos y que está luchando como tantas otras por unos segundos de mi atención. Las dos primeras veces que leí el título de Buyng-Chul Han, ejerció una tracción en mi forma de pensar de la que jamás me desentenderé; la tercera y la cuarta, la lógica y contraposición del pensamiento occidental con el oriental ya se han integrado en mi personalidad; las subsiguientes consultas no han hecho más que confirmar mi posición ética sobre la concepción del arte como una línea discontinua. 

Desestigmatizar la originalidad era para mí una necesidad inconsciente y “Shanzhai” me brindó una oportunidad de ver todo el mundo con otros ojos. Tanta es su influencia en la narrativa que yo le doy al mundo que con tan solo echar un vistazo a mi feed de Instagram puedo observar las consecuencias. Actúa como un filtro para observar la realidad que consumo y que desfila ante mis ojos en la pantalla de mis smartphone.

Las “Air Jodan 1 x Dior” erosionadas de Daniel Arsham

Hagamos una prueba. Al iniciar la aplicación de Instagram, el algoritmo de la red social quiere recibirte con algún nuevo contenido de una cuenta con mucha afinidad. Nada más entrar encuentro la última publicación de Daniel Arsham, un diseñador estadounidense al que sigo fervientemente. En la foto está mostrando su edición limitada de las Air Jordan 1 x Dior con una rara customización: parte de la superficie y piel de la zapatilla está erosionada, envejecida.

Se trata de una práctica muy extendida en otras prendas básicas de nuestros armarios, tales como las camisetas o los vaqueros, aunque no tan vista en modelos de zapatillas. Resulta que Daniel Arsham entregó al artista Phillip Leyesa, el valorado par de sneakers para que su piel fuera voluntariamente agrietada.

En estos momentos, un par original de la Air Jordan 1 diseñada por Dior puede llegar a costar entre 12.000 y 15.000 dólares en Stockx. De esta zapatilla se produjeron tan solo 8.500 pares numerados, tal y como indica la etiqueta cosida en el interior derecho del pie izquierdo. Un buen número de esas copias manufacturadas se vendieron a grandes personalidades, otras muchas se regalaron en eventos exclusivos y otras tantas son dominio de los revendedores, quienes a su vez las han conseguido o vendido directamente a otras personalidades influyentes.

Es decir: si percibes un par de Nike Air Jodan 1 x Dior enfundadas en los pies de alguien que está a punto de cruzar un paso de cebra, es muy probable que el par sea una falsificación. Que sea uno de los fakes de “calidad premium” que normalmente salen de las mismas fábricas donde se ensamblan los modelos originales en China.

La decisión de Daniel Arsham tiene todo el sentido del mundo: sus esculturas y universo de objetos de diseño contempla la evolución y deterioro como algo sistémico. En raras ocasiones observaremos un trabajo diseñado por el de Cleveland en el que no intervenga la degradación temporal y física de las propias obras. En el post original, él mismo incluye conceptos asiáticos (japoneses en este caso) en la explicación: “As a philosophy, kintsugi is similar to the Japanese philosophy of wabi-sabi, an embracing of the flawed or imperfect and @philllllthy is the master.” 

Su pensamiento como artista coquetea alrededor del Shanzhai: normalmente reproduce símbolos, productos icónicos (de un Porsche a un Pokémon) y obras de arte esculpiéndolas en hormigón, mármol, creando un deterioro premeditado y acoplando incrustaciones de minerales y bronce envejecido. Todo lo que diseña Daniel Arsham parece pertenecer a otra dimensión donde las obras se han visto modificadas por el paso del tiempo o han sido reproducidas con nuevos materiales por una sociedad más avanzada.

La publicación de Daniel Arsham mostrando su nueva y “única” versión de las Air Jordan 1 x Dior me acaba llevando a YouTube, donde encuentro al  joven experto en sneakers Harrison Nevel comparando el mismo modelo de zapatillas exclusivas con un fake recién conseguido. Las diferencias son mínimas y en algunas de ellas interviene la propia sugestión del comprador. En un momento del vídeo, aconseja a sus cientos de miles de seguidores que “no compren fakes” y que se gasten los 12.000 dólares que puede llegar a costar el par original. No puedo evitar pensar en la pregunta que hay en mi cabeza: si realmente quisiéramos “deteriorar” las zapatillas como ha hecho Arsham, ¿no sería más inteligente adquirir una falsificación?

El OIL de Shenzen celebra su tercer aniversario

Mientras sigo scrolleando, un amigo cercano me envía una reciente publicación del club OIL en Shenzen (China). Allí, otro flyer con un diseño apabullante del club (representante de una nueva de concebir el clubbing en el país y donde se apuesta por las propuestas locales más vanguardistas), me informa que proyectos como los de 33EMYBW y Zhiqi estuvieron presentes en el tercer aniversario a principios del mes de noviembre. Mi amigo me envió la publicación porque solemos comentar el diseño de los carteles y la nueva escena musical que está influyendo globalmente desde China, aunque en esta ocasión caigo que el logotipo del club guarda semejanzas con otro que he visto muchas veces. Tras un barrido por mi memoria encuentro el match: es una variante del símbolo de Tresor en Berlín.

Siempre puede ser una coincidencia, y cualquier que esté involucrado en la experiencia del diseño de branding sabe que suelen ocurrir estas cosas, pero mi pensamiento me lleva por otro sitio. La fascinanción de Asia con la cultura electrónica occidental es un hecho constatado, y aunque no tengo fuentes que lo corroboren, es bastante probable que OIL esté homenajeando a su manera a la institución del clubbing de la capital alemana.

Las bolas de nieve de David Hammons no eran iguales

Continuo mi scroll por mi feed y percibo a otra institución artística que reivindica a David Hammons, probablemente el artista conceptual afroamericano más influyente del último siglo. La fotografía es una de las más clásicas realizadas por Dawoud Bey aquella fría mañana de 1983: el artista, como si de un nuevo Duchamp se tratara, colocó bolas de nieve de diferentes tamaños sobre una alfombra en plena calle, dispuesto a venderlas a los transeúntes. 

Aquella performance, conocida como Bliz-aard Ball Sale, ha quedado clavada en la médula espinal del arte contemporáneo: una meta-reflexión sobre el mundo del arte y la posición de los artistas y las obras en ese universo, además de las cuestiones socio-políticas que intervienen en un gesto tan simple y mundano. 

La de Hammons es una de las ideas más brillantes del siglo (debo mencionar su Global Fax Festival también) si la observamos desde la lógica Shanzhai: aquellas esferas de nieve creadas con delicadeza eran elementos efímeros y de una exclusividad perversa, a la que que el artista situaba a su mismo nivel a cualquier persona que caminara por Nueva York. Porque cualquiera podía falsificar esas bolas de nieve que él estaba vendiendo.

Dapper Dan ha hackeado Gucci 

A estas alturas, todo el mundo versado en el lifestyle conoce la historia de Dapper Dan: el sastre de Harlem que confeccionaba imitaciones de prendas Gucci y Louis Vuitton a raperos como LL Cool J, Rakim y otros de sus contemporáneos a principios de la década de los 80.

Ya que yo mismo me dedico desde hace años al contenido y crítica musical, su presencia infecta mi timeline muy de vez en cuando, y más cuando es la propia marca de alta costura Gucci la que hace ya unos años decidió ficharlo oficialmente. Una publicación random me recuerda el hecho de que un falsificador como Dapper Dan, quien tuvo serios problemas con las firmas a las que imitaba, ha acabado siendo considerado un artesano reivindicado por las mismas compañías que años atrás le demonizaron. 

Es una de las tipologías de hacking más comunes en nuestro mundo estético actual: las marcas de moda tienen la cultura afroamericana como uno de los iconos más recurrentes y en su escala de prioridades se encuentra en lo más alto generar la sensación de exclusividad. Si juntamos ambos factores, Dapper Dan es una personalidad única que Gucci debe comprar e integrar en su ADN: un artista que con sus imitaciones no solo creó una dimensión totalmente diferente del lujo que Gucci proponía, acercándolo al gueto y alterando sus códigos, sino un creativo capaz de coger un punto de partida y distorsionarlo para conseguir algo más exclusivo todavía. 

Comprar un traje o una chaqueta de piel confeccionada por Dapper Dan con materiales prémium de Gucci y que ahora el sastre ya no esté creando fakes sino prendas oficiales es una demostración de cómo los pioneros de la customización y, en cierta manera de la filosofía Shanzhai, son hoy los individuales con más posibilidades de triunfar en el mundo de la moda. Solo hace falta echar un vistazo a nuestro alrededor: la carrera completa de Virgil Abloh se basa en la práctica del bootleg y de nuevo la re-contextualización del readymade de Duchamp.

Ahí está otra vez, Mark Fisher

De repente, una cama cualquiera de matrimonio en la que las sábanas rezan “Realismo Capitalista” de Mark Fisher. No es un diseño, es la portada del libro original editado por Zero Books y después editado en castellano por Caja Negra. Me detengo en mi scroll y tras profundizar me doy cuenta que en estos momentos existen varias corrientes meméticas que tienen al escritor británico como referencia. 

No acabo de enterarme, ya que seguir a Joshua Citarella asiduamente es sinónimo de estar muy al día con las corrientes meméticas y las alteraciones de las guerras culturales que ocurren en el universo de Internet. Mi sorpresa llega cuando percibo que aquello es mucho más grande de lo que había pensado en un primer momento: hay memes que incorporan la portada del libro en fotos de Kim Karsashian o el Papa, otros que dibujan al propio Fisher como entidad (una versión del estándar Wojak) incorporándola a diversas situaciones siempre promoviendo la ironía y meta-ironía como narrativa principal. 

Diviso “el realismo capitalista está acabando”, aunque haya estado agonizando desde la crisis financiera de 2008. En otra perversa situación, diseñada por la cuenta @thememesofsaturn, observamos a Fisher revelando que tiene “impotencia reflexiva” y “disfunción eréctil”. Tan solo con buscar unos minutos daremos con centenares de memes diferentes en los que Fisher aparece aportando la lógica del realismo capitalista cuando todos estamos presenciando el final del realismo capitalista. Valga la redundancia. 

La caricaturización de Mark Fisher comenzó como una forma de santificación debido a la poderosa influencia que sus escritos han tenido en los últimos años. Su presencia se convirtió primero en una herramienta para explicar algunos conceptos en cuentas de memes de izquierdas, pero ha acabado transformándose en una “memeficación” perversa que lo sitúa como una mascota más de un discurso que él mismo confeccionó. 

La reproducción de su imagen y supuestos razonamientos en manos de diferentes artistas, comunicadores y creadores de memes me lleva a pensar de nuevo en que, en los tiempos de hiper-comunicación e infoxicación que vivimos, la evolución y deterioro de una obra no está en ningún caso en manos del propio autor. La incontrolable corriente de diferentes memes sobre Mark Fisher demuestra como cualquiera de nosotros puede contribuir a la distorsión (positiva o negativa) de un mensaje artístico. Y que hoy más que nunca, nada puede permanecer estático.

Escuchando a Travisbott

Tras la conmoción y sobredosis de memes de Mark Fisher, continuo mi viaje consumiendo diferentes contenidos por los que pago tan solo unos céntimos de mi moneda corriente, la atención. Me topo con otra publicación que me recuerda la existencia de Travisbott, una versión digital de Travis Scott que creó la agencia digital space150 aplicando tecnologías como el machine learning y el deep fake a una inteligencia artificial. Obviamente, la publicación menciona “Jack Park Canny Dope Man”, la canción de este fake del artista norteamericano compuesta por el propio software. 

La publicación también incluye la cita de Ned Lampert, el director creativo ejecutivo de la compañía: “Pensamos, ‘¿qué pasaría si tratamos de hacer una canción, como una buena canción de verdad, usando la IA y básicamente la dirección creativa de la IA? Así que elegimos a Travis Scott porque es un artista único, tiene un sonido único y todo tiene una estética, tanto auditiva como visual.” 

La compañía comenzó este proyecto para demostrar los tremendos avances que están ocurriendo en el campo de las redes neuronales, aunque acentuando el carácter de la imitación digital para no introducirse en problemáticas más delicadas. Según algunos artículos, la empresa creó diferencias deliberadas entre Travisbott y Travis Scott, dejando entrever que una versión “mucho más exacta” podría ser posible en estos momentos. 

Este acontecimiento nos hace no solo cuestionarnos el poder de estas nuevas tecnologías aplicadas a la creatividad y creación de contenidos artísticos, sino imaginarnos un futuro a corto plazo donde podrán coexistir y convivir diferentes versiones de una misma entidad artística. Copias exactas y otras no autorizadas, customizaciones propias de artistas populares… y la incapacidad cada vez más borrosa para identificar qué es original y qué no lo es. Ya sea como asistencia en la creación o en la reproducción de productos artísticos, estas técnicas y recursos todavía embrionarios desvelan una abrupta confirmación de que la originalidad, como idea, lógica y práctica, ya se extinguió por completo

https://www.instagram.com/frankiepiza/

Un recuerdo de mi visita al MoMa: el año encarcelado de Tehching Hsieh 

Siguiendo mi periplo por Instagram encuentro a una cuenta dedicada a la selección de contenidos artísticos recordándome la performance de Tehching Hsieh, One Year Performance, 1980-1981 (Time Clock Piece), parte de su conjunto de cinco acciones titulado One Year Performances and a Thirteen Year Plan. 

El objetivo del artista y de su arte performativo extremo ha sido siempre “reflejar el paso del tiempo”, propósito que se extiende durante toda su carrera. Primero, a finales de los 70, se encerró en una jaula de madera de 3,5 x 2,7 x 2,4 metros durante 365 días, siendo supervisado por un abogado que se aseguró que se cumplieran restricciones autoimpuestas por el propio artista: no escribir, no leer, no ver la televisión, no escuchar música ni hablar con nadie. La segunda performance (la que me recuerda la publicación y yo mismo pude ver expuesta en el MoMa hace más o menos 10 años), que se desarrolló desde el 11 de abril de 1980 hasta el 11 de abril de 1981, Hsieh perforó cada hora (24 veces al día) una tarjeta conectada con un reloj. Cada vez que eso ocurría, el mecanismo tomaba una fotografía de sí mismo en posición central. Con todo el material se confeccionó una película de animación de 6 minutos donde se podía observar la degradación temporal del artista. 

Después, en su tercera performance, Outdoor Piece, Hsieh vivió a la intemperie en las calles de Nueva York entre septiembre de 1981 y el mismo mes de 1982. En Rope Piece, Hsieh y Linda Montano vivieron atados el uno al otro con una cuerda de 2 metro y medio. Debían estar siempre en la misma habitación y no podían tocarse bajo ningún motivo. Su última performance, No Art Piece (1985-86) consistió en no relacionarse con nada que tuviera que ver con el arte: no crear, no entrar en galerías ni ver nada relacionado con el arte.

Finalmente, para su Thirteen Year Plan (desde el 31 de diciembre de 1986 al 31 de diciembre de 1999) se autoimpuso “seguir creando arte” pero “no mostrarlo públicamente”. Hsieh perdió (o interrumpió) su propia vida como artista intentando “detener el tiempo”, de capturarlo y exponerlo con deliberados procesos de degradación y meditación propia. Su obra es una gran paradoja sobre la continuidad artística y el tiempo como algo ineludible en cualquier obra. 

Una Roland TR-808 a 322 euros

Acto seguido, veo que Thomann promociona el producto RD-8 Rhythm Designer de Behringer, su famoso clon de la caja de ritmos Roland TR-808. El clon de la marca alemana cuesta 322 euros y según muchísimos expertos, no hay apenas diferencias perceptibles entre la copia y la versión original de Roland, un sintetizador que puede llegar a costar entre 3.000 y 4.000 euros por su carácter vintage y descatalogado. 

En su momento, la marca japonesa vendió pocas copias de la icónica caja de ritmos, y las copias disponibles en el mercado de segunda mano son escasas si lo equiparamos a la demanda. Como ya es popularmente conocido, los sonidos de esta caja de ritmos analógica han influido de forma determinante en el desarrollo de la composición musical contemporánea. 

Hace ya algunos años que Behringer encontró una solución avispada a esta problemática: el deseo de poseer una TR-808 pero sin pagar un prohibitivo precio de segunda mano. Su estrategia fue clonar los circuitos, no patentados por la marca original, y manufacturar una versión con componentes similares pero a un coste más bajo. 

Behringer ha hecho lo mismo con marcas y modelos característicos de Moog, Oberheim o Pro-One, emulando los productos sin usar la misma denominación y mucho menos el diseño original. Hace un tiempo que Roland se vio obligada a lanzar una línea de miniaturas que imitaban (en aspecto y sonido, no en circuitería) sus productos más emblemáticos (entre ellos, la TR-808 o la TR-303). 

Además, Roland encontró una nueva forma de hacer frente a esta nueva forma de competitividad comercial por parte de marcas como Behringer: patentar el diseño y las formas características (incluido el color) de los componentes del aparato original. Así, Behringer tuvo que invertir y modificar colores si quería comercializar su propia “imitación” de la famosa TR-808. 

La Gran Vía de Antonio López

Ver en tu timeline un cuadro de Antonio López siempre provoca una sensación extraña. Podrían ser confundidos con fotografías, como siempre ha pasado cuando observamos una de sus piezas hiperrealistas. El pintor total de Tomelloso (Ciudad Real) también ha buscado siempre “detener el tiempo” con sus pinturas. 

Pero en esta ocasión, a mí me ocurre algo diferente, a la inversa: al mirar una publicación de una amiga mía, confundo una fotografía real tomada en una gran vía desierta (época primer confinamiento) con el cuadro más emblemático del artista. El poco tiempo destinado a la percepción de la publicación genera en mí una confusión momentánea: no entiendo lo que he visto, si la obra real o la realidad misma. 

Esta anécdota reactiva en mi cabeza un pensamiento en el que profundicé hace años: cómo la reproducción fotográfica y la pintura hiperrealista puede ser vista como una imitación de la más pura realidad o una necesidad de generar una dimensión paralela a la propia realidad. 

La canción de DOGGFACE que han versionado los Fleetwood Mac

Después, me encuentro con algunos memes que invierten el suceso que hizo famoso en todo el mundo al cholo @doggface208: situaciones meméticas que proponen (irónicamente) que realmente fue él el compositor de “Dreams” de Fleetwood Mac y que el mítico grupo ha compuesto tras su vídeo viral en TikTok la canción que se puede escuchar en Spotify. 

La canción más universal de Fleetwood Mac ha gozado de una nueva re-incursión en la cultura popular tras ser escogida por el creador de contenido en su famoso paseo con skate tomando zumo de arándanos rojos. De hecho, muchos de los beneficios de publicaciones derivadas del vídeo que contienen la canción se están monetizando por la banda y no por los creadores de los vídeos. 

Por si fuera poco, los streams de la canción se han incrementado considerablemente desde la erupción del vídeo. De nuevo, un vídeo que simboliza una escena de “libertad mundana” en un año y contexto que nos ha hecho reflexionar sobre nuestra realidad, nuestra existencia, nuestros derechos y nuestros bienes más preciados, se transforma en una herramienta para exponer nuevos mensajes y distorsionar el mundo. 

Imaginen por un momento que es cierto lo que proponen esos memes: el individuo sale de paseo en skate tarareando una canción que acaba de componer, y acto seguido surge un grupo emulando esa composición y creando una canción completa del boceto que se ha “escuchado” en TikTok. 

De alguna manera, esto ya está pasando en la red social de origen chino, un “simulador” donde la creatividad se concibe como algo discontinuo y colectivo, donde las ideas se alteran pasando de unos a otros. Artistas ya usan la plataforma para observar la reacción a algunas nuevas composiciones y son los tiktokers los que actúan como la nueva radio: antenas de transmisión capaces de expandir, alterar y amplificar algunos contenidos y otros no. 

Jose Luis López Vázquez encarnando a Antoni Gaudí

“La originalidad es una vuelta a los orígenes” dice José Luis López Vázquez interpretando a Antoni Gaudí en un fragmento de un documental perdido que jamás se estrenó en salas y únicamente fue visionado en pases privados. 

El historiador Carles Querol lo encontró hace más o menos un año en un almacén de una entidad financiera que poseía copias “embargadas” de la cinta Antoni Gaudí, una visión inacabada, dirigida por el cineasta y realizador televisivo estadounidense John Alaimo. 

En el documental, el actor da vida al arquitecto, quien repasa durante el metraje algunas de sus enseñanzas, inspiraciones, obras y filosofía artística. La escena que me encuentro en mi paseo por Instagram es aquella en la que Gaudí les explica a unos jóvenes alumnos la sustancia más inspiradora para su arte. Él se dirige a ellos apuntando a la ventana, “allí afuera”, “donde todo se encuentra en equilibrio”. 

Para el universal e influyente arquitecto catalán, su principal propósito fue siempre “imitar a la naturaleza”, siendo esta filosofía enraizada en profundos sentimientos religiosos. También se ha formulado desde hace décadas que posiblemente la filosofía de Gaudí estuvo influenciada por el pensamiento oriental y concretamente el taoísmo. 

Por último, una nueva cita de Bruce Lee

Antes de salir de la aplicación me espera una nueva cita de Bruce Lee, uno de los artistas contemporáneos quizá más citados en nuestra era. Corresponde a unas notas incluidas de forma póstuma en la publicación de su libro de cabecera, El Tao del Jeet Kune Do, donde propone filosófica y estructuralmente el diseño de un nuevo arte marcial que se anticipó décadas a las disciplinas de combate que hoy proliferan en televisión. 

La cita dice: “In memory of a once fluid man, crammed and distorted by the classical mess.” Para el que escribe es una de las frases y pensamientos que mejor simplifican la filosofía del maestro: el concepto de “desaprendizaje” estuvo presente en toda su obra (cinematográfica y como maestro de artes marciales) y se encuentra en la columna vertebral del Jeet Kune Do. 

Habla en primera persona de una experiencia vivida durante siglos en Occidente, donde la creencia en la inmutabilidad y la permanencia se han extendido de forma global. Lee se observó a si mismo “infectado” por las tradiciones y normativas impuestas en el mundo de las artes marciales y creó desde cero un estilo que respondiera a sus necesidades y las de los combates reales. En ese sentido, fue un auténtico revolucionario que consiguió diseñar su propio contexto y pensamiento: la mutabilidad permeando sobre todos los razonamientos del que combate y movimientos simples, directos y que se repetían constantemente.

Frankie Pizá es agente cultural, divulgador y experto en teoría de la información que hoy en día es parte de la dirección creativa en Primavera Sound y Vampire Studio. Con una experiencia de más de 15 años en la industria musical como crítico, asesor y generador de contenido ha dirigido medios digitales como Concepto Radio o TIUMag, habiendo colaborado en distintas épocas con otros como PlayGround, BeatBurguer o Tentaciones (El País) y siendo consultor para artistas como Alizzz o Whoa! Music. En estos momentos también actúa como asesor estratégico y musical en WOS y ha regresado a la prensa escrita para la nueva Rockdelux. Su interés va enfocado en las nuevas formas y vertientes de la comunicación digital aplicada al territorio cultural y artístico, no solo musical. En este campo, lleva ya varios años experimentando con las nuevas formas de divulgación adaptadas a las nuevas realidades comunicativas de Internet. 

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UNA LOCURA NECESARIA

UNA LOCURA NECESARIA

Por Federico Barea y Maximiliano Storck 

Leer a Burroughs siempre es un acontecimiento. Su zona textual promueve focos insurreccionales en el preconsciente, sus agentes lingüísticos se inmiscuyen ahí donde lo subliminal se organiza para caosificar, lo suyo es armar bardo en los centros sinápticos donde se atan y desatan pretensiones. Tijeras, grabadores y cinta en mano, se pregunta ¿qué es el sexo? ¿qué es lo humano, lo propio? ¿qué es la palabra? Las respuestas posibles, las normalizadas y las conjeturales son desmontadas, reordenadas, liberadas para ejercer una síntesis nueva y reincorporadas luego al sistema cerrado de la cultura. Como lo pretendía Artaud en el teatro de la crueldad, deshegemonizar el cuerpo, libertar los órganos. La estrategia burroughsiana es concreta como en Vertov, como en Schaeffer, Steve Reich, Beckett o como en Raymond Scott, él también es un artista del montaje. Su apuesta: alcanzar el des-orden a través de la re-orgon-ización de la palabra, alta droga: hacia la resemantización interior, ¡siempre! Plop.

Si la primera nos trajo hasta acá, entonces copiarla, amasar una Eva siamesa o un tomatelás, dinamitar la dialéctica de la Creación, porque no existe oposición posible que nuestra mente pueda procesar cuando dónde todo es lo opuesto a sí mismo, así mismo cómo puede haber oposición si no hay afuera, si el cuerpo, la máquina blanda que es nuestro adentro es este corso en el que aprendimos a confinar la razón, este movimiento perpetuo del corazón que es la locura que es un estadío donde los torrentes de razonamientos se entremezclan que es la columna flexible del último coral que bajo el sol de una nova se contonea en los oceánicos ojos de un lémur.

Sólo Burroughs es capaz de hacerlo, pero hacelo vos también, porque como dice el pibe subliminal, al ver verás.

Burroughs describió, como Vaneigem, como Debord, en la tradición de Spengler, Freud, Adorno, el malestar contemporáneo. Como ellos ejerció un arte revolucionario de la sensibilidad, una apuesta a la modificación de la percepción que atentase contra los nexos asociativos obsesivos. Estos nexos provienen del Estado, la familia y la prensa, del sector privado y la industria cultural como antes lo hicieron del aspecto exotérico de los rituales religiosos. Son concretos, son conscientes. Burroughs dispara contra tanto automatismo, desplaza los cimientos de la propiedad del lenguaje. Usa las palabras, las lija, las pule y las baña en cromo, las asocia y las recategoriza para combatir la locura circundante de la norma. En esta mitología de la era espacial, el collage narrativo detona la figura de autor, de narrador. La repetición de fórmulas usadas hasta el hartazgo, el manejo de las tensiones narrativas, clímax, reposo, estereotipos, vuelven, esta vez en forma de farsa. ¿Logró su propósito? Cabe el “ni ahí”, porque la suya era la última instancia antes que el maelstrom se lo devorase todo. Pero en su obra aparece la figura del saboteador, I and I, una suerte de Yojimbo espacial que llega para acelerar el desastre. Burroughs alguna vez dijo, mejor el caos que la aniquilación total. Entonces, qué genialidad la suya. Qué intento, qué nobleza la San Puta. Tirar de la hilacha y desvestir el cuerpo crudo y explotado que se estremece en la punta del tenedor, buen provecho.

La revolución electrónica es una apuesta vitalista ante este mundo condicionante. Responder por las cintas y la reproducción y el feedback es otra manera de autoafectarse. Ante el sustancialismo de los discursos dominantes, el vitalismo anarca del feedback que busca desanudar los nexos asociativos atávicos de esta violenta especie. Es su afán destruir el virus palabra que nos inyecta realidad a cada rato, la fuga insustancial en el sitio donde se acoplan la palabra y la cosa. Si enunciar es una estafa porque encubre un procedimiento desconocido incluso para el enunciador, ¿cómo romper la línea de montaje discursiva que estimula la manipulación? En la resaca del escándalo (en un mundo donde ya nada escandaliza) estos textos recogidos y traducidos ante el vacío circundante; híbridos, mezcla de ensayo, literatura de anticipación, delirio pop, Burroughs canturrea, cut-up mediante, una fórmula encantatoria-tecno.

Como todos, Burroughs bucea tratando de encontrar la perla con que pagarse otro culo, no jodamos. Pero aun así es el prócer de la postmodernidad, el profeta turbio de esta síntesis en la que agonizan el rock, el cine, la poesía, el escándalo, la política y la prohibición. Su denuncia es heroica y huele a tongo, a tanga, a cromo y carne asada, a lavandina y ozono. Según él, una mitología para la era espacial. Desde su propio inconformismo retoma la experiencia y como buen chamán predice lo que va a venir, lo que ya llegó hace rato, este estrellado futuro nuestro de cada día.

Federico Barea (Buenos Aires, 1982). Como investigador realizó la bibliografía Todo Córtazar, (2014) junto a Lucio Aquilanti. Compiló para la editorial La Comarca ensayos, cuentos y las experiencias como tallerista de Néstor Sánchez en Ojo de Rapiña (2014), Solos de Remington (2015), Taller de Escritura Poemática (2017), respectivamente. También reunió poemas de Reynaldo Mariani, Jorge Quiroga y Julio Huasi en la editorial del Instituto Lucchelli Bonadeo y las prosas de Ruy Rodríguez y Reynaldo Mariani para la misma editorial. En 2016 apareció en Caja Negra la antología de poetas y narradores Argentina Beat. Como traductor publicó, con Marco Lera, Estrategias de lo bello (Las Cuarenta, 2017) de Mario Perniola. Junto a María Negroni tradujo Hotel Insomnio de Charles Simic (Zindo & Gafuri, 2017) Trece maneras de mirar a un mirlo de Wallace Stevens (Kalos, 2018) Navidad y otros poemas de Erri de Luca (Kalos, 2019). Además, compilaron la poesía completa de H. A. Murena en Una corteza de paraíso, (Editorial Pre-Textos, 2019). 

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