2020: AÑO WILLIAM VIRUS

2020: AÑO WILLIAM VIRUS

Por Pablo Schanton 

“Why do people never say what they mean? 

/ Why do people just repeat what they read?” 

The The, Three Orange Kisses From Kazan, Decoder soundtrack

De Moka a Moca. Digamos, del primer bar londinense orientado al espresso abierto en 1953, a uno de esos centros culturales en que muta ocasionalmente la gentrificación porteña desde diciembre de 2007 para acá. Primero, Moka. A comienzos de los 70, mientras William S. Burroughs residía en Londres solía ir por su Capuccino al Moka del Soho. Hasta que una tarde tras ser maltratado por un mozo, se intoxicó con la porción de cheesecake del local y para qué: les juró vendetta. El desquite se resolvió en sus términos, de modo que el 3 de agosto de 1972 arrancó con un tipo de ataque audiovisual regulado que denominó “Playback”. Consistía en registrar momentos de un día en un lugar determinado, mediante fotos y casetes, y al siguiente, reproducirlos en el mismo espacio, pero mezclados alevosamente con otras imágenes y otros ruidos. La influencia subliminal de esa guerrilla audiovisual, en tiempos todavía analógicos (hablamos de cintas), podía provocar “accidentes, incendios, desplazamientos”. Burroughs ya había probado con éxito la técnica en la ciudad cuando ejercitó una operación guerrillera parecida para acabar con un Centro de Cientología. Cuenta la leyenda (la del mismo Burroughs en Retroalimentación) que, tras casi un mes de ataques, y por arte de una magia rama Crowley, el Moka Bar cerró el 30 de octubre de 1972.

Ahora, Moca. Casi 37 años después, el 22 de octubre de 2009, en el Centro Cultural MOCA –apócope de Montes de Oca, la avenida de Barracas, donde al 160 se situaba antes una fábrica de Bagley perfumada de vainillina–, dieron comienzo las Jornadas Burroughs en Buenos Aires. Esas mesas más o menos redondas, a propósito del lanzamiento de la primera traducción española del sofisticado panfleto La revolución electrónica (1970), delineaban un camino para la editorial a cargo: con apenas una docena de libros, Caja Negra no solo se ocuparía de publicar, sino también de darle una perspectiva de intervención cultural al género “presentación de libro” (dos micrófonos sobre una mesa tapada con trapo negro). Hoy, con más de una década y decenas de libros encima, la vitalidad de este blog demuestra hasta dónde llegó aquel proyecto. No sé qué habremos hecho o dicho aquellas noches a dos cuadras de Plaza Constitución, pero lo cierto es que el local cerró a poco de desarrollarse las jornadas. Cada vez que bajo del 12, noto que solo quedó el cartel en la vidriera. Adentro se ven un árbol dibujado en la pared aún blanca y un leño real arrinconado. Parece una parodia escolar congelada para siempre de lo que se ha dado en llamar “arte contemporáneo”.

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Ese 20/10/09 a las 20 en MOCA, Rafael Cippolini, Pablo Marín y yo habíamos sido invitados por Ezequiel Fanego y Diego Esteras de Caja Negra para hablar de cómo el cine, la música y las artes plásticas habían sido afectadas por Burroughs. Recuerdo que Cippolini se centró en el proyecto Heavy Mental de Gastón Pérsico, y que Marín eligió como ejemplo el cine experimental de Peter Tscherkassky. Por mi parte, empecé contando que conocí La revolución electrónica ya encarnada en una especulación cinematográfica, basada no tan libremente en esas instrucciones burroughsianas que aún no había leído. Vi la película alemana Decoder (“Decodificador”, obvia cita al libro que nos convoca) en el Instituto Goethe de Buenos Aires (dónde, si no) en abril de 1989 (a un mes nomás de la primera Bienal de Arte Joven). Formaba parte de un ciclo que marcó mi formación, el Minimal Music Project, coordinado por el músico Michael Fahres. En medio del crescendo hiperinflacionario de los últimos meses de Alfonsín, el foyer del Goethe parecía soñado por el autor del Almuerzo desnudo: sofás junto a mesitas de luz en las que nos esperaban radiograbadores de doble casetera. Era un festival de la piratería, una especie de Soulseek en 3D. Todo organizado por un Fahres en plan Robin Hood, quien nos importaba de sopetón esa cultura underground que en los 80 hacía circular casetes industriales y posindutriales allá lejos, en el Norte. Podías llevar tu casete virgen y, a cambio de dejar un rato tu DNI, estabas autorizado a llevarte grabados o bien alguna parte del Well-Tuned Piano de La Monte Young o bien el Merzbild Schwet de Nurse With Wound, entre tanta música, en tiempos en que comprarse un disco era solo apto para hijos de diplomáticos. ¿Pero no me estaré yendo por las ramas?

Pasa que me remito a aquellos años todavía analógicos (no habían desembarcado ni siquiera los compactos), porque creo que ayuda a pronunciar una utopía burroughsiana, que podría sonar naïve hoy con Spotify a tiro de celu: entonces atesorar una doble casetera estéreo empoderaba. Decoder fue dirigida por Jürgen “Muscha” Muschalek (1951-2003), uno de los tantos “geniales diletantes” que constituían la escena de Berlín occidental a principios de los 80, de donde surgen los pronto internacionalmente famosos Einstürzende Neubauten. Justamente, la película estaba protagonizada por el percusionista de la banda, el macizo (y como esbozado por Solano López) F.M. Einheit. Interpretaba a una especie de hacker analógico dotado de un estudio de grabación casero. Será el encargado de repartir cintas entre unos muchachos con ansias de sacudir el establishment. En cada casete se repetía el grito amplificadísimo de una rana apretada hasta la desvisceración (sí, en esa época el sadismo animal sumaba un shock chic: Muscha no se lo iba a perder). Acto seguido, los guerrilleros a cinta, munidos de grabadores con el aullido batracio, invadían los McDonalds y demás representaciones del fast food que era sinónimo de los EE.UU. en Alemania, es decir, de los dueños de medio Occidente tras la Segunda Guerra Mundial. Objetivo: boicotear la influencia subliminal del Muzak que, saliendo de parlantes invisibles, teóricamente estimulaba a los alemanes a consumir comida rápida. Apenas puestas a rodar las cintas, los comensales vomitaban, escapando a rastras de las sucursales del payaso Ronald. El “Playback” fue llamado “Burger Krieg” (Guerra de las hamburguesas) por la prensa de ficción, la cual anunciaba además que habían sido confiscados 2.000 walkmans por su potencial subversivo (“un grabador es una sección exteriorizada del sistema nervioso humano”, definió Burroughs en 1962). Los disturbios callejeros que exhibe la película es footage puro: situaciones reales padecidas por los jóvenes que se habían manifestado contra la visita del otro Ronald, Reagan, a la RFA en 1982. 

En los 80, Decoder acentuó la leyenda del Moka Bar, ahora traducida a nivel de una multinacional como McDonalds. Ambas acciones ayudan a imaginar cómo funcionaría la propuesta terrorista de La revolución electrónica de llevarse a cabo. Creer o reventar: “Reproduciendo grabaciones de un accidente se puede provocar otro accidente”. (Vaya uno a saber si no fue la reproducción parcial de Decoder en MOCA, lo que provocó la pronta desaparición del centro cultural…)

“Efectos sonoros de disturbios pueden producir un disturbio real en una situación de disturbio”. Esta idea ya había sido presentada por William S. en La generación invisible (1966), un texto que luego sirvió de epílogo para la reedición de la novela cut-up El tiquet que explotó y constó en el compilado La tarea. Se aclara: “No hay nada de místico en esta operación”. Sin embargo, yo diría que Burroughs fundó una “praxis eucarística”, donde sólo la fe podría sostener que actuando en una parte, se actúa en el todo. Sabotaje desplazado del Control Social, que incluso resuena en la consigna “Hacé trizas la armonía, y harás trizas la estructura social”, esa que no en vano Einstürzende Neubauten incluyó dentro de las liner notes de su álbum Haus der Lüge (1989, otra vez), firmadas por Biba Kopf. Bueno, parte del sectarismo de la subcultura noise se debe a que confía estar revolucionando algo más que el fin de semana de los parroquianos de siempre, conforme crece como élite. Hoy se le dice “burbuja” a ese encierro defensivo que mantiene un grupo determinado de personas conectadas, las cuales sobreviven predicando para conversos y quejándose de su marginación. Lamentablemente, el mismo diagnóstico se podía comprobar en el ombliguismo de cierta izquierda académica. Pero esto daría para largo. A propósito, mientras sucedían las Jornadas Burroughs en Buenos Aires, al otro lado del planeta –Melbourne, Shenzhen, Beijing y Kiev– la plataforma Vision Forum organizó en esas ciudades una serie de intervenciones artísticas en espacios públicos, fuera de museos y galerías, bajo el nombre The Invisible Generation. Es decir, explícitamente influidos por el señor lungo de sombrero, corbata y bastón que nos convoca. De lo que leí en la web, rescataría sin mucho entusiasmo la almohada gigantesca de Yang Zhifei, destinada a un sueño colectivo a compartirse en situación calle, una alfombra portátil con falsas tiras de cebra del búlgaro Neno Belchev para que autos y peatones se confundan, y  Crescendo del hongkonés Dinu Li. Esas tres, sin contar la propuesta de la diva más victimizada del arte actual, Ai Weiwei, quien propuso un día entero sin Internet, cosa que sí me pareció genial. Crescendo corrige la fe técnica que contagiaba Burroughs en los 60. Por empezar, consistía en una “coreografía de protesta”: unos perfomers junto a unos campesinos se colaban en un subte de Shenzhen durante la rush hour, con el fin de discutir sobre la corrupción del gobierno a voz de cuello. Unos se tapaban los oídos, otros huían a otro vagón; solo una minoría se prendía y sumaba su descargo. Pero finalmente, la obra se redujo a unos videos donde se veían esas reacciones populares y anónimas, los cuales fueron exhibidos en un museo top. “Un disturbio teatralizado puede producir un disturbio en una sociedad ultracontrolada como la China”, rezaría la corrección de Li. Burroughs habría preferido que los performers se mantuvieran callados en el metro, sosteniendo grabadores de donde salieran las voces del reclamo. Él habría jurado que la manifestación se iba a multiplicar como metástasis, hasta que el gobierno cayera. Tal la Utopía Burroughs. Pero como la Institución Arte se alimenta de exposiciones, registros y valores de cambio, necesita que la subversión permanezca representada, en un marco controlable. Mera rutina curatorial. Entonces, ¿cómo hacer cosas desde el Arte –cosas que “intervengan realmente en la construcción de la realidad”– con las palabras de Burroughs, recién llegados al siglo XXI?

I don’t believe there’s such a thing as TV/ I mean – They just keep showing you/ The same pictures over and over// And when they talk they just make sounds/ That more or less synch up/ With their lips//That’s what I think!” 

Laurie Anderson, Language is a Virus (from Outer Space), 1986

Mayo 2020, insomnio de cuarentena. Solo recuerdo haber leído a la tarde la primera Crónica de la psicodeflación de Bifo, esa donde cita El tiquet que explotó. Todavía no se había publicado The Strange World Of… William S Burroughs en The Quietus, firmado por Casey Rae. En este artículo, Rae define a nuestro beatnik como un gran “influencer” subliminal, el precursor de casi todo, digamos. Finalmente, asimila a la ligera eso de las “unidades mínimas de palabra e imagen” (engramas en la Cientología), que funcionarían como armas comunicativas para la era electrónica, a los memes de la actualidad. Con el Covid-19 coronado como anarquista global, memes con la frase “Language is a Virus” redundaron en redes, criticando la influenza mediática que a su vez enfermaba a través de su cháchara, compuesta de estadísticas apocalípticas y medicina al paso. Pero el sentido de la frase en Burroughs se completaba con un circunstancial, del que Laurie Anderson no se olvidó nunca: from Outer Space.

En efecto, el lenguaje sería un alienígena que se hospeda en cada uno de nosotros al primer balbuceo, que se reproduce tanto que termina tomando el control. Por ahí va la cosa.

Por esas horas sin horario de la noche insomne, poseído por la falsa lucidez que se goza por entonces, se me dio por releer a psicoanalistas (y sí, en ese no-tiempo uno puede ser un lector improductivo sin culpas). De J-A Miller, La forclusión generalizada; de Massimo Recalcati, Clínica del vacío. Al rato, me puse a pensar que faltaba un ensayo definitivo bautizado “Burroughs con Lacan”, en el que volver a denunciar que nuestra relación con el lenguaje es loca, muy loca. Esa locura consiste en que finalmente pensamos que una m más una e más una s más una a es igual a la mesa a la que estamos sentados ahora. Conforme pasan los años, dejar de ser un infante implica forcluir el hecho de que el signo mata a la cosa. Es decir, en idioma Burroughs, el virus del lenguaje dejó de ser un parásito para volverse simbiótico con nuestro organismo. Solo cuando irrumpe un real que no ha sido del todo recubierto por las palabras, ahí experimentamos nuestra alienación: vivimos necesariamente dentro de una locura pactada que nos ata a los signos (lo que se sintetiza como “lo simbólico”). ¿No oímos hoy que “Vamos a tener que convivir con el coronavirus”? Bueno, así terminamos conviviendo con esa palabra-virus, lo que en Operación reescribir se denomina la “otra mitad”, algo éxtimo que también nos constituye. Para Burroughs, estamos poseídos por el lenguaje, por eso sus tácticas de boicot lingüístico remiten a conjuros. Somos hablados, no hablantes (¿no decía parlêtre don Lacan?). Para peor, el virus ventrílocuo nos infecta desde los Sistemas de Control que componen nuestra sociedad. Puede hacernos hablar o hacernos pensar, pero sin darnos tiempo a reflexionar, por culpa de nuestros “escaneos ya automatizados” y de las “líneas verbales de acción controlada”. De ahí, las técnicas de “desautomatización” de la era analógica (pre “cut&paste” digital, claro) que descubre Burroughs con una ayudita de su amigo Brion Gysin (esencial importador de ideas desde el surrealismo al movimiento beat), alzando tijera y preparando cinta Scotch: cut-ups o fold-ins, en ambos casos se trata de cortar y pegar de nuevo textos o grabaciones que nos llegan como cerrados (esto mismo que leen, por qué no). Hackear discurso, mediante métodos que convocaban el azar, abriéndose así significaciones y significancias inesperadas. El caso es que Burroughs creía que la técnica efectuaba un exorcismo y permitía adivinar el futuro. Un poco en serio, un poco en broma, contaba que una vez tras cortar y pegar dos hojas de diario distintas se le había revelado una frase sobre aires acondicionados rotos: al año, el destino le impuso mudarse de hotel en hotel por culpa de aparatos de refrigeración averiados. Por algo, para David Bowie, el cut up equivalía a “un Tarot occidental”: luego en los 90 adoptaría un software burroughsiano para componer letras, el Verbasizer.

Bien, en un momento, Burroughs fue totalmente a fondo con el boicot lingüístico. Las permutas de palabras en base al famoso lema de Descartes, pongamos por caso. Incluido en The Third Mind, cofirmado con Brion Gysin y editado recién en 1977, el I THINK THEREFORE I AM consiste en ejercicios de combinación propios de la poesía concreta, a juzgar por resultados como YO EXISTO YO PIENSO LUEGO o LUEGO PIENSO YO EXISTO y más. “El principio aristotélico de exclusión–una cosa es esto o aquello– es uno de los grandes errores del pensamiento occidental, porque ya no es verdad en absoluto”, le responde Burroughs a Daniel Odier, cuando este le pregunta cuánto ha dañado la vida humana las estructuras filosóficas clásicas. A interferirlas, entonces. Esa noche me fui a dormir al amanecer, como tantos otros que apagaban sus ventanas enfrente. Tuve un sueño que logré recordar. Lo transformé en la aplicación a una residencia online en la Somerset House de Londres, destinada a artistas sonoros de todo el mundo. Mi propuesta se llamó “William Virus”. He aquí un sumario.

Póster collage de Henri Chopin para William Burroughs.

William Virus

“You should hear how we syllogize/ You should hear/ 

About how Babel fell and still echoes away” 

Pere Ubu, Dub Housing, 1978

(…) Burroughs era amigo del poeta sonoro francés Henri Chopin, quien le dedicó al autor de Naked Lunch un póster-collage en 1970, basado en su manifiesto La revolución electrónica. Ahí Chopin juega con la famosa frase de Burroughs y escribe: “W. B. is a virus”. Una de las quejas del estadounidense, referidas sobre todo a la recepción de la antología compartida de cut ups Minutes To Go (1960), era que sus lectores no aplicaran al leerlo también las técnicas de cut-up. Por eso, la propuesta de William Virus es crear un espacio virtual donde las frases más importantes grabadas por la voz de Burroughs puedan ser sometidas a la producción de sentidos inauditos (“nuevas palabras”, “recuerdos que no se recuerdan”), en lugar de reproducir los que “ya quedaron grabados” automáticamente. Ese espacio virtual formaría una especie de “dub housing”, aquello sobre lo que gimoteaba David Thomas en la banda Pere Ubu: una casa donde las voces resuenan, se multiplican y se superponen en ecos, reverberaciones y delays (en cine, uno de los mejores imaginarios para estas paredes que oyen y repiten concierne a The Stone Tape, de Peter Sasdy). Como escribió la escritora Joan Didion en 1966, en la obra más experimental de Burroughs, “la cuestión no radica en lo que la voz dice sino en la voz en sí misma, una voz tan directa, original y versátil como para desactivar el escrutinio detallado de lo que se está diciendo”. Pero qué dice esa voz tan “traqueotómica”–cuyo grano Laurie Anderson comparó con grava, en tanto el periodista Barry Alfonso lo describió como “una resonancia metálica y anticuada”–  más allá de lo que dice. Uniendo la estética del videogame con la de los filtros de Instagram, para traer al presente digital las estrategias analógicas de nuestro autor (quien creía tanto en el acto terrorista como en la premonición mágica al usar los cut-ups), William Virus es una máquina de lanzar voces burroughsianas que se viralizan y enfrentan al oyente a una nueva forma de defenderse de los sentidos “codificados”. ¿Qué escucharemos luego de que, lúdicamente, le apliquemos al inventor de la táctica para sabotear las “pre-grabaciones”, su propio “veneno”?

PS: La propuesta fue rechazada con un mail de lo más polite por parte de la institución.

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Una vez pasadas las Jornadas de 2009, concreté con Ezequiel y Diego el proyecto de presentar definitivamente a Simon Reynolds en español empezando por una antología. Lo demás, historia conocida. Por otra parte, durante alguno de esos desayunos a mediodía en casa, asomó el Capitalist Realism a meses de editado en Gran Bretaña sin visos de best seller todavía, mientras Retromanía esperaba en el horno. Tanto Reynolds como Fisher practicaban un discurso distribuido en la regularidad y la fragmentariedad de las reviews y los blogs. A ambos los fui leyendo en tiempo real, en gerundio, ya en papel, ya en web. Me había familiarizado con la sintaxis y el ritmo de sendos “pensares”. Para cuando lanzaban el álbum, me conocía bien los simples, por decirlo así. Admito que ahora me siento menos solo sabiendo que dos de mis teóricos favoritos son leídos por todes. Incluso, me siento menos solo compartiendo sus hipótesis y sus tesis cual “lingua franca”. Ahora, cuando temo que todo degenere en una “endoxa”, donde los “cajanegremas” (para hablar en viejo estructuralismo) se repliquen cual virus y se acumulen en la bibliografía a pie de tesina, recuerdo que los editores reconocerán el peligro y enseguida darán el volantazo necesario.

Para terminar, quisiera volver a La revolución electrónica, deteniéndome en su descripción de un tal Mr. Wilson Smith: “Un científico que realmente piensa en su tema en lugar de correlacionar información”. Entiendo que vivimos una época donde abruma la exuberancia de data, cosa que solo se remedia a fuerza de linkear y delinearse un GPS en esa selva informática. Pero si algo nos enseñan Reynolds y Fisher es a pensar todo de nuevo, poniendo en crisis las interpretaciones hegemónicas. Su intervención consistió en imponerles una táctica post punk, de resistencia histérica, a los estudios culturales que todavía se reducen a ratificar el Discurso de la Universidad aplicando las mismas categorías a fenómenos tan distintos. ¡Contrataaque a fuerza de Cut-ups y Fold-Ins reinventados para la era digital! ¡Sabotaje! Como final, les recomiendo escuchar una canción incluida en Decoder que cité al principio, Three Orange Kisses From Kazan (1982), donde Matt Johnson (alias The The) entramaba un vórtice de guitarras antes de desgañitarse preguntándose: Why do people just repeat what they read? Por otros 15 años y más, Caja Negra.

 Ciudad de Buenos Aires, 30/11/20

Pablo Schanton es periodista, crítico e investigador de cultura popular, especializado en rock, pop y música electrónica. Además, es letrista, compositor y artista sonoro. Estudió la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires durante la década de los 80. A principios de los 90, dirigió la revista de crítica musical Aparato Ruido. Entre 1990 y 2009, organizó anualmente charlas y eventos con visitas de críticos y músicos sobre música alemana –los ciclos Estetoscopio y Post Post– en el Goethe Institut de Buenos Aires. Fue programador de artistas internacionales en la discoteca Morocco a principios de los ’00. Fue el impulsor de la traducción al español de los libros del crítico inglés Simon Reynolds. Trabaja como editor en el diario Clarín, y es coeditor de la sección música del site Otra Parte Semanal. Desde 1998 pertenece al colectivo de músicos y DJs Agencia de Viajes, cuyas puestas en escena citan tanto a la discoteca como a la performance. En 2017 realizó con Alejandro Ros la instalación “Perfumancia” en España y en en 2019, en el CCK de Buenos Aires, y también la performance “Cerca”, finalista 2020 del Premio Art and Olfaction de Los Angeles. Realizó la antología Después del rock (2011) y editó el libro Retromanía (2012), ambos del crítico Simon Reynolds.

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LA ERA DE LA PRODUCCIÓN ARTÍSTICA MASIVA

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Por Leo Estol 

¿Arte sudamericano contemporáneo? Ya no existía más tal conglomerado de formas. Ni en su mente ni en las casas de la gente porque lentamente todo se había ido apagando comenzando por el arte de su tiempo, en particular el de su juventud.

En esa morada paupérrima era feliz. O había aprendido a no quejarse demasiado. Vivía al costado de una gran autopista junto a sus 4 perros y junto a su pareja lisiada en una casa que quedaba atrás de la montaña de cosas que acumulaba. Todo el día estaba en la calle —en medio de sus bártulos, cajones y cadenas— reparando carros con la soldadora. También, cotejando materiales que le traían lxs más niñes.  A veces conseguía cosas que valían la pena y las compraba por tres mangos o las cambiaba por botellas de cerveza que también comercializaba. Rara vez caminaba por el centro, se había cansado de los parásitos bot, diminutos piojos eléctricos que proliferaban por las arterias calles céntricas.

Dejaba esa tarea a las nuevas generaciones.

Por ejemplo, Raimon. Él era su favorito. “¿Qué es un algoritmo? Viejo…” —el niño preguntó mientras escupía y se acercaba— “¿Sabés?”

“Y a mí qué me importa”, respondió secamente. Estaba cansado. El niño traía un objeto entre las manos. Era un libro en parte mutilado porque no tenía tapas y le faltaba al menos uno de los capítulos iniciales. Era el tipo de desafío que le gustaba al viejo, el niño daba pruebas una vez más de su astucia. Leería unos párrafos.

Pero no hizo falta. Cuando sus ojos se asomaron al cuerpo tipográfico elegido lo notó al instante, era un cajanegra. Hacía mucho que no veía uno de esos tomos y eso que habían sido populares en su tiempo. Una suerte de guiño entre entendidxs. Un objeto que consumía una clase de personas a la cual él en un momento había pertenecido con orgullo. ¿Qué había pasado luego? Su mirada se posó sobre las magulladuras de sus dedos y algunos cortes que estaban en proceso de cicatrización. Luego, hizo una elipsis fantástica hasta un local en el sótano de la Bond Street.

Allí, recordaba había visto por primera vez el libro en cuestión. Una  amiga trabajaba en un diminuto local y él se acercaba para charlar con ella y hojear algunos incunables. Le gustaba mucho hacer esa pausa y ella aprovechaba para mostrarle las novedades. El libro había tenido una tapa amarilla y blanca de diseño super elegante, lo recordaba perfecto. Leyó un poco: “Carecen de una identidad compartida o de una historia previa que les dé recuerdos comunes y sin embargo, constituyen una comunidad. Estas comunidades se parecen a las de los viajeros de un tren o de un avión. Para decirlo de otro modo: estas comunidades” y las palabras que seguían, “radicalmente contemporáneas”, estaban dañadas.  La parte que seguía también faltaba.

Volverse Público, como se titulaba el libro de Boris Groys, había marcado un antes y un después. Había comprado el libro por 150 pesos y lo había leído en un bus de larga distancia. Había ido a las presentaciones del autor en los grandes salones de la ciudad que para su sorpresa siempre aparecían colmados hasta las últimas lineas de asientos. En su trabajo freelance le pidieron que escribiera un informe. El autor había nacido en la extinta Unión Soviética y empleaba un tono cautivante para hablar del presente. En sus relatos se mezclaban reyes, vampiros y el público masivo que mira exposiciones. Con el advenimiento de las redes sociales postuló una era de la producción artística masiva. El viejo con sus amigos habían discutido hasta altas horas varias de estas ideas. El niño no sabía qué era lo que traía entre manos pero se había dado cuenta que era algo valioso.

 Leopoldo  Estol  (Buenos  Aires,  1981)  Curador, artista y performer. Se formó en la Universidad de Buenos Aires, participó de la Beca Kuitca (2003) y del Centro de Investigaciones Artísticas. Realizó exposiciones en Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Tucumán, Salta, Montevideo, Rio de Janeiro y Milán. Ha dedicado el último lustro a la construcción de acciones poéticas y comunitarias que se escapan del museo y la galería para adentrarse en otros ámbitos sociales. Edita el periódico El Flasherito. Da clases en la carrera Artes Electrónicas (UNTREF). Participó de la Bienal de Salto, del Mercosur y de la Bienal Sur.

 

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MARÍA NEGRONI: LA PRÓTESIS Y EL AMULETO

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Fotografía: Alicia Markova, El canto del ruiseñor, coreografía de George Balanchine sobre el poema sinfónico de Igor Stravinsky, 1925.

Por Carla Imbrogno  

En el epílogo de Objeto Satie, el último libro de María Negroni publicado por Caja Negra en 2018, el crítico Pablo Gianera concluye: “El estado adánico ya no existe en el arte –y habría que ver cuándo existió después de las cavernas– y ningún artista inventa nada. No inventa nada salvo una cosa: su propia familia”. María Negroni es una de ellas. Construye su propia familia en el arte, y vaya alegría fue saberla parte de esta familia de cajitas musicales, instigadoras, componedoras, poéticas que es Caja Negra y que cumple 15 años.

Cuando allá por 2011 salió el primero de los títulos de Negroni que publicó esta editorial –Pequeño mundo ilustrado– nada parecía más propicio, más adecuado. Entretanto son cuatro sus libros publicados por Caja Negra y están agotados. La noticia de una edición engordada, aniversario, del Pequeño mundo en 2021 llega como bálsamo.

Pero no es este el espacio de una reseña, de las que abundan en la red siempre abrumadora. Tampoco voy a revelar el contenido de un libro que es panorama, coreografía y miniatura a la vez. Esta es más la descripción de un cuadro, el eco de un método, el sentimiento de un temple, un estado del ánimo. Releer las pequeñas formas de María Negroni devuelve este año opresivo no el recuerdo pero al menos la intuición de que algo parecido a lo apacible todavía existe. La ductilidad, la alegría del movimiento que anhelamos. Lo conocemos, lo hemos perdido y por eso lo anhelamos.

¿Qué no estamos incorporando con todo eso que no estamos nombrando?, se pregunta –más o menos así– Frigga Haug, pensadora del marxismo, en una entrevista reciente. María Negroni no tiene en la lengua pelos cuando se trata de nombrar el mundo, por más lindo o más feo que sea, y por estos días ese gesto auténtico aliviana, aligera el aliento, facilita la digestión. Porque no por callarlo el mundo deviene otro, y se necesita talento para tratar con lo mundano propio y ajeno a través de las marcas que lxs artistas dejan en el tiempo.

Algo de eso hace María Negroni y me invita a hacerme mis propias preguntas en lugar de buscar en la lectura algún tipo de espejo. Qué es este momento que vivimos. “Es la pregunta por el sentido menos su respuesta” (la literatura); es el corte, es la edición, es la sensibilidad negra; es la cita, es la fatiga, la abstinencia, la recurrencia; es la fragua; es la familia y es la casa a la que siempre volvemos, es la perturbación, es la amante, es la “prótesis” y “el amuleto”; es la “gangrena obscena del deseo”, es: “un colapso de la razón triunfante, una constatación somera de que el mundo nombrado no es seguro jamás”.

No se puede ser lo que una no es, me dijo una vez, con escalofriante poder de síntesis, la escritora Gabriela Massuh. Hablábamos de cosas nuestras. Me lo dijo sin tapabocas aún, de lo contrario no habría podido leerle los labios y escuchar esa verdad. Y pienso que María Negroni también es una de ellas, porque su escritura no pretende ser lo que no es, simular que no pertenecemos al mundo de lo físico tanto como al mundo de lo anímico. Un poema suyo versa: “Algunas cosas vienen a mí sin nombre, aparecen con nada que decir, un ruido de columpios, una bandera en tres ritmos, el cuerpo que me habito como una equilibrista. Yo las pongo en un álbum como si hubiera un mundanal, una casa a los costados de esta ciudad  ilegible. Dicen que en lo movido se corrige la infancia. La calesita gira, yo compito con la Señora Muerte por la sortija”.

Una de las pequeñas formas de María Negroni incluida en Pequeño mundo ilustrado se titula “What are poems”. Allí escribe: “Como todos los mundos de fantasía, los mundos de la Arcadia tienen una feliz precisión que los hace más líricos que narrativos, más muertos que vivos. (…) Los poemas son centros de un centro, micrografías del deseo, interioridades infinitamente profundas que funcionan como defensas. Son también fijaciones, mundos perfectamente completos y manipulables, abiertos al consumo del ojo. Los castillos, las casas de muñecas, las islas son, en este sentido, hrönir de poemas. El principio al que obedecen es el mismo. En ellos se despliega sin pausa el arreglo floral de lo perdido y también se constata, con fervor asombrado, una paradoja crucial: dado que ningún trofeo cauteriza, toda herida es luz. Invertida, la fórmula también es verdadera”. La que escribe es una poeta que propone aceptar la incerteza. La que escribe es la niña, de pie, mirando el cuadro.

Carla Imbrogno nació en Buenos Aires. Escribe, traduce dramaturgia, poesía y prosa contemporánea del alemán, y se dedica a la gestión cultural y a la curaduría de formatos transdisciplinarios.

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LA PISTA DE BAILE COMO LABORATORIO SENSORIAL

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Por Diego Villa Diamante 

Abro mi edición de Retromanía y la única página que subrayé de todo el libro dice: “¿Puede ser que el peligro más grande para el futuro de nuestra cultura sea… su pasado?”.

Retromania es un libro fundamental que me ayudó a repensar lo que venía haciendo desde mi lugar de DJ, productor de mashups y amante de hacer bailar a la gente. Yo venía trabajando de forma lúdica, y al leer el libro de Simon me encontré con un montón de ideas que no hicieron más que abrirme horizontes, ayudarme a pensar en la pista de baile como un laboratorio en el que cada tema con una referencia cultural clara activaba algo en el inconsciente colectivo de lxs bailarines, jugando a una antropología musical en tiempo real. Claro, la gente estaba bailando, tomando algo, fumando, seduciendo… y yo estaba pensando en las diferentes combinaciones entre The Smiths, Damas Gratis, 50 Cent o IKV e intentando ver qué le pasaba a los bailarines con esta ensalada freestyle de diferentes protagonistas de la cultura pop.

Soy DJ y productor de mashups e intento que en mis sets las referencias culturales sean de lo más disímiles y claras para generar alguna sensación intensa en quien está bailando, para sorprenderlo con un tema que lo lleva a otro tiempo, a otro momento de su vida. Es muy estimulante. Todo esto sin llegar a hacer de mis sets “La Noche de la Nostalgia” y buscando que esos temas que te llevan a los 80s, 90s o early 2000s sean pequeños guiños, samples o remixes contemporáneos que saquen de contexto ese hit de tu adolescencia: Ace Of Base en reggaeton, Babasónicos en cumbia santafesina, Portishead en trap o Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota en moombahton. Todas versiones con ritmo intenso, producción digital acomodada para que suene modelo 2020 en las pistas de baile. Esa fina línea que divide la referencia cultural de la nostalgia, que hace que el guiño cómplice al pasado se vuelva un lloroso “todo tiempo pasado fue mejor” es sumamente peligrosa y varía respecto a cada receptor y contexto. En tiempos de pandemia, cuarentena y aislamiento social preventivo y obligatorio, en el que pasé de tocar para cientos de personas bailando, rozando sus cuerpos al compás del beat, a un montón de personas encerradas en sus casa conectadas por una pantalla, esa línea se perdió y con poner un hit del verano pasado ya caemos en la nostalgia de esa libertad perdida, de la vida sin COVID, de cuando nos juntábamos con amigues sin restricciones.

Hasta La Pista es la forma que encontramos con Carla Sanguineti, devenida en plena pandemia en VJ Baby Call, para continuar con nuestro agite cultural, seguir en contacto con otrxs artistas y hacerle compañía a un montón de personas en plena cuarentena. Transmitiendo en vivo desde Youtube en un formato audiovisual (música, conducción y visuales en pantalla) el primer mes nos encomendamos de forma épica a hacer emisiones todos los días a las 23 horas, total, ¿cuánto puede durar una cuarentena? ¿40 días? ERROR. La cuarentena ya lleva más de 200 días y nosotros más de 100 emisiones.

Con la sensibilidad a flor de piel, bailando frente a una pantalla, aislado de tus amigues, cualquier canción que estés bailando te lleva a otro tiempo. Esa nostalgia casi se convierte en un mimo, en un pequeño consuelo y por qué no un poco de esperanza de poder volver a compartir una cerveza del pico sin pensar que te vas a contagiar y luego tus padres también y todos vamos a morir.

La forma de consumir cultura cambió, la forma de bailar cambió y la forma de entender el consumo de esa retromania de la que hablaba Reynolds también cambió. Imagino que la década del 2010 y un montón de casos de retromania al palo le darán al querido Simon material como para un segundo volumen de su libro en el se explique cómo Youtube, Spotify y el algoritmo hacen estragos en el consumo contemporáneo de música. Imagino sin dudas un capítulo en el que hable de cómo la música actual se acomoda a las disposiciones de las plataformas digitales, y de cómo la estructura de los temas cambia para que el consumidor se quede el tiempo suficiente escuchando esa canción para que Spotify le pague al artista una escucha completa. De cómo la producción digital se estandarizó y los productores musicales se convirtieron en type beats de sus propios temas. 

Me sigo preguntando por qué subrayé: “¿puede ser que el peligro más grande para el futuro de nuestra cultura sea… su pasado?” ¿Por qué me interpelaba tanto esa frase? Debo confesar que nunca subrayo mis libros, pero algo había ahí que me quedó resonando todos estos años.

Villa Diamante es un referente de la cultura musical en Argentina. Desde hace más de 15 años se destaca como DJ, productor, programador y curador, siendo cabeza de emprendimientos colectivos como ZZK Records, Mercurio Disquería, los Bellos Jueves en el Museo de Bellas Artes y el Combinado Argentino de Danza. Desde 2018 conduce musicalmente Por Amor Al Baile, ciclo de verano del Centro Cultural Recoleta que pone a bailar más de 8000 personas en el espacio público con entrada libre y gratuita. También es residente semanalmente en La Grande y Avant Garten, espacios donde despliega su capacidad como sommelier de amplios sabores musicales. Todos sus proyectos se caracterizan por seleccionar y dar a conocer al gran público artistas emergentes y experimentar a través de la música el encuentro de las formas de expresión artística.

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RECOMPENSA O EXPLOTACIÓN. DEL TRABAJO GRATUITO A LAS NUEVAS FORMAS DE ORGANIZACIÓN Y MUTUALISMO

RECOMPENSA O EXPLOTACIÓN. DEL TRABAJO GRATUITO A LAS NUEVAS FORMAS DE ORGANIZACIÓN Y MUTUALISMO

Por Sergio Bologna

El grupo de investigadoras e investigadores que en Italia estudia la destrucción del trabajo asalariado, la precarización, el trabajo gratuito, la extracción de plusvalía de las capacidades relacionales y de los estados emocionales ha alcanzado a estas alturas un grado de profundidad analítica y de amplitud de óptica que permite iluminar incluso los ángulos más oscuros de este universo laboral en descomposición constante. Se trata de un segmento de la sociología del trabajo que ha alcanzado resultados excelentes y que en buena parte es realizado por investigadores precarios. Se podría añadir que junto con la devaluación de las prestaciones laborales asistimos a una devaluación de las mercancías, causada por lo que podríamos llamar la “economía de la deflación” y que consiste en una ciega política de descuentos, en una carrera por rebajar los precios y que nada tiene que envidiar a la de las retribuciones.

Una investigación sobre la quiebra de la cadena de distribución británica BHS, publicada en el periódico The Guardian el 23 de abril de 2017, señalaba que en los Estados Unidos se habla en la actualidad de un retailapocalypse [apocalipsis de ventas minoristas]. Las grandes cadenas reducen drásticamente sus puntos de venta a causa de la expansión del e-commerce (ventas en línea) pero también para ceñirse a los márgenes de ganancia determinados por una política de descuentos aplicada sistemáticamente para resistir la competencia. Centenas de miles de puestos de trabajo están en riesgo y, dada la edad media del personal de ventas, la franja de desocupación juvenil es de las más afectadas. Un fenómeno análogo se observa en el sector que sigo desde hace varios años por razones profesionales, el sector del shipping, es decir, de la navegación comercial, en el cual se ha llegado a un punto en el que el 36% de la flota mundial en ejercicio vale lo que la chatarra. No obstante, en la práctica, se puede comprar de segunda mano un barco, revenderlo al día siguiente a un desmantelador paquistaní o indio y sacarle alguna ganancia.

Así que todo parece encajar: si la mercancía por excelencia, la madre de todas las mercancías, el trabajo, pierde valor, necesariamente todo el resto también lo pierde. Aunque en realidad el proceso es mucho menos lineal y está lleno de contradicciones. Si el desplome de las retribuciones deteriora el salario y provoca un desplome en el consumo, refrenado a su vez sin éxito por la política de descuentos que disminuye los precios, ¿cómo se explica el incremento del 16% en las matriculaciones de vehículos nuevos en Italia en 2016 (o miles de otros ejemplos aparentemente contradictorios en países de Occidente)? Es necesario percibir el colosal cambio antropológico causado por el postfordismo, por las políticas neoliberales, por la globalización, etc. Las jerarquías de valores se han venido abajo. Una familia puede aceptar sin problemas tener en casa y mantener hasta los 40 años a dos hijos graduados con título que trabajan gratis, pero corre a cambiar el coche cuando sale un nuevo modelo de la Toyota. Las tiendas de mayor éxito son aquellas que explícitamente se proponen crear un hombre nuevo, modificar no solo los hábitos de consumo, sino también las dinámicas racionales y emotivas, modificar el adn, como oí afirmar tranquilamente a los gerentes estrella de Google y de Amazon en uno de los últimos congresos internacionales de logística en los que participé.

Cuando hablamos de trabajo gratuito nos indignamos por los métodos y los lenguajes con los cuales se solicita y se representa (la convocatoria de la Expo 2015 al trabajo voluntario estaba dirigida a sujetos con características de excelencia, altamente calificados, con dominio de lenguas extranjeras, capacidad de resolución de problemas y disponibilidad, ductilidad, cortesía, empatía en las relaciones, individuos excepcionales recompensados por ser considerados ciudadanos con méritos… para de hecho distribuir folletos publicitarios y decir “Bienvenidos” o “Pase por aquí”). Pero deberíamos indignarnos mucho más por la disponibilidad demostrada por los sujetos, como si la mutación antropológica estuviese ya consumada en su cerebro y la convicción de ser ciudadanos modelo –ellos, que destruyen puestos de trabajo retribuido a cambio de nada– estuviese ya asimilada. Creo que en las nuevas generaciones en Italia esta mutación se encuentra ya muy avanzada, que la idea de considerar la retribución una pretensión injustificada está ya muy difundida, que la relación de trabajo forma parte ya de “las fortunas de la vida”, olvidando del todo ‒y considerándola insólita incluso‒ su esencia contractual. Venderse a la baja es actualmente un comportamiento normal en el mundo de los trabajadores freelance. La caída de los precios parece casi una compensación en términos de reducción de los costos para sobrevivir. Ante fenómenos como el que comenté más arriba sobre el shipping, cualquier marxista de segunda esperaría de nuevo el desplome/suicidio del capitalismo, pero en realidad esto es el new normal. No debemos partir ya de las astucias perversas de la economía de las promesas, sino del sujeto que acepta, reconoce como justa y se complace en su explotación.

Creo que en los agudos razonamientos y profundos análisis que se han hecho hasta ahora también se advierte una cierta carencia: la de haber descuidado los procesos de liberación o, mejor, la falta de indagación en la mecánica, en las dinámicas por las cuales sujetos ya completamente conquistados por la ideología de la explotación consiguen liberarse de ella o aunque sea ponerla en duda. No se han investigado los momentos interiores en los que se enciende la chispa del repudio o al menos de la resistencia, del disgusto, de la molestia, que después madura en actitud de rebelión o tal vez en proceso de liberación. ¿Cuáles son las condiciones favorables que pueden encender esa chispa? ¿Qué es aquello que en cierto momento puede devenir intolerable? No cambia nada si en vez de una adhesión acrítica a la doctrina del trabajo gratuito y a vender las propias competencias por un bajo precio, encontramos actitudes del tipo “es verdad que todo es un asco, pero si las condiciones del mercado son estas y no tengo alternativa…”. Quien se entrega –algunas veces día tras día– a procesos asociativos, de representación y de autogestión, constata una situación que parece irremediablemente comprometida al nivel de la subjetividad. Me gustaría que los investigadores de vez en cuando se pusieran en los zapatos del organizer o asumieran su punto de vista.

Los organizadores sindicales de antaño –que se pasaban la vida intentando llevar por primera vez a la huelga a obreros que tenían a cargo mujer e hijos, dispuestos hasta ese momento a cualquier sometimiento, a toda hora extra no pagada– no sé si la tenían más difícil que un activista del ACTA [Asociación Italiana del Freelance] que se esfuerza hoy por convencer a un freelancer de tener presentes sus propios derechos y de hacer alguna cosa por defenderlos. Ya casi no se trata de resistencias a un proceso organizativo de trabajadores –algo perfectamente comprensible–, sino de resistencias a una actitud de “exposición”, a aceptar el riesgo de minoría, a asumir el compromiso de no venderse a la baja. Por desgracia, un organizador de freelancers no puede poner en práctica acciones coercitivas, mientras que el sindicalista de antaño podía por lo menos organizar un piquete duro. Cuánto la situación está comprometida en la actualidad a nivel subjetivo se hace evidente en el hecho de que muchos gestores de espacios co-working consideran sembradores de cizaña a aquellos que se proponen llevar al interior de esos espacios un discurso sobre los derechos negados por el trabajo postfordista, mientras a menudo esos mismos gestores abren las puertas de par en par a notables charlatanes que venden barato el capital humano.

En la producción sociológica “militante” también hay una falta de análisis sobre la génesis del conflicto o simplemente sobre la posibilidad del conflicto (actualmente debemos llamar “conflicto” a aquello que hace treinta años habría sido considerado un comportamiento “normal”). Se encuentra en estos análisis, por ejemplo, un cierto escepticismo ante las experiencias mutualistas. Yo creo, en cambio, que el mutualismo es la forma natural de la autotutela en un ambiente en el que no existe el conflicto o en el que aún no se alcanza la fase de conflicto. Si la experiencia del pasado nos sirve de algo, no podemos ignorar que el mutualismo precedió al sindicalismo, y que aseguró la posibilidad de sobrevivencia a un proletariado amenazado y que, solo en un segundo momento, aseguró a un sindicalismo conflictual una especie de retaguardia para poder gestionar la resistencia de la lucha. ¿Esta secuencia puede reproducirse hoy con los trabajadores del conocimiento? Yo no veo otra alternativa. Y he notado con un cierto placer que las asociaciones de freelancers –en los Estados Unidos y en Europa– están desplazando su activismo del terreno de las temáticas de seguridad social y asistenciales (pensiones, enfermedad, maternidad) al de las temáticas retributivas (wagetheft [robo de salarios], pagos en falta o retrasados). Esto permite cuestionar el mérito del choque característico de la economía de la deflación, remite a un conflicto hic et nunc y constata la naturaleza contractual de las prestaciones. El mutualismo actualmente no es una utopía, podemos probarlo observando las realidades existentes que asocian a decenas de miles de personas y así verificaremos la complejidad de los servicios que el mutualismo consigue poner en juego (la editorial italiana DeriveApprodi tradujo el libro Refaire le monde… du travail. Contre l’uberisation de l’economie [Rehacer el mundo… del trabajo. Contra la uberización de la economía], de Sandrino Graceffa, coordinador de Smart, la Societé Mutuelle des Artistes, que actualmente cuenta con más de 80 mil socios a nivel europeo).

Entiendo que se subestime el mutualismo ante el espectáculo de su mercantilización pero respecto a esto último no podemos hacer nada; no podemos lloriquear porque el capitalismo consigue extraer ganancia de todo (hasta del conflicto). Antes preguntémonos si la dificultad de poder señalar la génesis de los procesos de liberación no será en parte atribuible a la representación de una “humanidad uniformemente precaria” en la que las diferencias entre trabajo independiente y autónomo desaparecen, entre ocupados y desocupados, entre jóvenes y viejos, dejando lugar una única distinción, la diferencia de género, pero reducida, precisamente en el trabajo, a una diferencia puramente formal (la “feminización” de trabajo a la que corresponde la “masculinización” de lo femenino).

Si continuamos representando el trabajo postfordista como una indistinta multitud precaria no encontraremos nunca, ni desde la perspectiva analítica ni desde la perspectiva práctica, un punto de apoyo para levantar la pesada cortina de subordinación pasiva a las reglas de la economía de la deflación. Yo me inclinaría a recuperar la doble valencia de la composición de clase y a insistir en el porqué la composición técnica, o sea, en términos actuales, la fragmentación, puede ofrecernos miles de campos de observación diferentes dentro de los cuales los procesos de liberación aparecen en toda su diversidad como reflejo de los segmentos del mercado, restituyendo la “recomposición” a una perspectiva… escatológica, considerándola como la conclusión de un camino de civilidad y no el punto de partida del razonamiento. Para individuar los procesos de liberación necesito ver el trabajo concreto, debo centrarme en los detalles, no puedo perderme en la niebla de una multitud que se ha confundido con la forma visible del trabajo abstracto de las Grundrisse. La representación uniforme de la “humanidad precaria” corre el riesgo además de reducir instrumentos de emancipación, como la exigencia del ingreso de ciudadanía [ingreso básico universal] (sobre el que reafirmo mi escepticismo), una especie de Sol del Porvenir de estaliniana memoria.

Hoy, muchos de nuestros discursos parecen superados por el salto hacia adelante que generó el capitalismo de plataformas y que combinó de manera inédita control y autonomía, uso de los recursos ajenos y expropiación, voluntariado y esclavitud. Pero ha devuelto el protagonismo a la protesta, al conflicto colectivo; aquel conflicto tradicional que asume las formas y el contenido de la huelga. Es sobre esto que debemos trabajar y no seguir acríticamente los nuevos hallazgos del capitalismo digital. Mientras este domina Internet y las redes, nosotros nos desplazamos hacia las viejas fórmulas de la protesta sindical que nos parecen preciosas, se trate de los conductores de Uber o de los ciclistas de Foodora. No sé cómo acabarán pero su forma elemental es preciosa, han recobrado los vocablos y un lenguaje que parecía extinguido y los han propuesto de nuevo al empleado aterrorizado por un posible recorte y al freelancer que no tiene tiempo de ir hasta la pizzería y pide comida por Deliveroo. No despreciemos estos conflictos, tal vez mañana esos ciclistas con el cubo en la espalda serán capaces de entrar en los algoritmos que los controlan y sabotearlos, como hacía el viejo obrero Fiat con la banda de producción del 124.

*Este texto estará incluido en una futura antología sobre Neo-operaísmo que está en preparación, compilada y traducida por Mauro Reis. 

SERGIO BOLOGNA (1937) es una de las figuras más destacadas de la izquierda italiana. Desarrolló una actividad política como secretario de Potere Operaio hasta 1972, año en que la interrumpió por desavenencias políticas. Dio clases en las universidades de Trento, Padua y Bremen y trabajó como consultor independiente en los sectores de la logística y el transporte. Destacan sus obras La tribù delle talpe (1978) y Nazismo y clase obrera (2000), así como multitud de artículos publicados en los últimos años.

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