UN DESTELLO DE OCIO PRODUCTIVO

UN DESTELLO DE OCIO PRODUCTIVO

Por Federico Barea 

En los años posteriores a la segunda guerra, los artistas, filtrados por la lente post-auschiwitziana, propusieron una estética de choque contra las estancadas retóricas de la cultura. El surrealismo era un realismo incrustado en el cuerpo social como las deformaciones de las víctimas de la primera guerra en los collages dadaístas de Hannah Höch. Se le reclamaba al artista una ética, una correlación obra-vida. El faro artístico se desplazaba de París a New York y a su vez se corría el eje de la discusión: ¿arte por el arte o arte para el pueblo? La nouvelle vague, el nuevo cinema americano, el free jazz, el happening, el pop art y la beat generation lanzaban dardos que en Argentina hacían centro en el Instituto Di Tella.

En torno a la revista Opium y a la editorial Sunda b.a. escritores jóvenes intentaban preservar la pureza de la llama y zafar de la vieja dicotomía Florida-Boedo extrapolada en Sur-El escarabajo de Oro. La alternativa no solo literaria sino también a la ciudad marmota, a la caravana del sudor y los despertadores. Ya en 1949, a través de una hendija, en un sótano gótico, Borges había observado lo inconcebible, la totalidad. Ellos también querían esa totalidad, pero viva, no en un sótano sino frente a la cruda luz de la decadencia. Sabían cómo Pavese que “proponerse ir hacia el pueblo es, en definitiva, confesar una mala conciencia”. Ahora se trataba de vivir en busca de la belleza, de un momento de belleza, apenas un destello bastaba.  

Tapa del cuarto número de Revista Opium, 1966.

El libro Argentina Beat repiensa la literatura de posguerra y previa a la dictadura, a la atrocidad, a la herida en el cuerpo social del que la actual grieta no es más que un eco proyectivo. La antinovela cuestionaba el principio de ficción novelística con la intención de llegar a cuestionar la convención social. Mientras tanto, aún hoy, todos los días lo inverosímil se come a la verdad del tacho donde fueron a parar los estereotipos de la disfuncionalidad. Estos textos, aunque de escasa circulación en su momento, forman parte del inconsciente de la sociedad, son el archivo de la memoria popular de ese breve oasis que fue la década del sesenta.

Fueron los beats argentinos, como vanguardistas, los que se cargaron al hombro el desafío de cortar la división entre vida y obra, así, cuando el artista es su obra y viceversa, según Libertella, se funde la moral y la estética en una nueva totalidad. Esa totalidad, que emergía del sótano y salía a la calle en minifalda, no podía comprometerse con una felicidad impuesta ni con la dictadura del billete. Fueron malos vividores, alucinados, rotos, incompletos, células irresponsables del ejército de no salvación del organismo nacional. Inocentes que se mostraron sensibles hacia la cultura, esa fayuta, cómplice irisada de la civilización momificadora. Pagaron el precio de haber rechazado el “beneficio” de una educación académica, pusieron el cuerpo al la vida está en otra parte: románticos o dramáticos (héroes en el drama sin atenuantes del absurdo cotidiano) editaron revistas, manifiestos, unos pocos libros y hasta hicieron una película: Tiro de gracia. Jóvenes, no emprendedores pero capaces de cualquier esfuerzo para alcanzar el placer, esquivar la pobreza y el laburo. Transicionales del jazz al rock con la mochila del tango a cuestas, cuando no pudieron más, ajaron las raíces y partieron sin expectativas.

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Marcelo Fox, Ruy y Mariani en el bar El Moderno y Halma Cristina Perry, Poni Micharvegas, Hugo Tabachnik y Steve Wilkinson en una terraza del lower East Side (Nueva York). 

A la euforia de los 60’s la siguió la depresión de los 70’s. El cercenamiento de la inocencia relumbra en la literatura de los 80’s, y en la dureza de los 90’s. La nostalgia que recubre este nuevo siglo, donde la totalidad pareciera estar al alcance de todos y de nadie, donde el bosque tapa al árbol, impele a nuestra atrofiada y sedimentada sensibilidad a desembarazarse de los escombros de una cultura espectacular. Apenas quedaron retazos de restos de la fuga que fueron los grupos Opium y Sunda.

Tiro de Gracia,  film de Ricardo Becher (1969)

La juntidad espeluznante!!!, de Martín Carmona y Jorge Quiroga (fragmento)

Recoger estas huellas no es mera arqueología; gran parte de las proclamas actuales, de los estereotipos sociales con los que convivimos, de las cuestiones planteadas por los beatniks siguen vigentes y auspician de manera aleatoria cada controversia tanto en nuestra cultura como en la del resto del continente. El movimiento beat anexó una estética y una ética como solución a la problemática política. Un pensamiento que exaltaba la improvisación, generador de un sistema  difuso de vida, sin más mesianismos que soltar las fosilizadas costumbres familiares. Los beats propusieron priorizar el ritmo de la prosa contra el instrumentalismo del lenguaje. Como afirma Meschonnic, el ritmo no es una noción semántica. Es una estructura. Un nivel. “En la teoría del ritmo el  discurso no es el empleo de los signos, sino la actividad de unos sujetos en y contra una historia, una cultura, una lengua” la poética del ritmo es una antropología, una ética, una política.

Descargá “El buho en el vitral” de Ruy Rodríguez  incluido en Argentina beat (Caja Negra, 2016) 

Federico Barea (Buenos Aires, 1982). Como investigador realizó la bibliografía Todo Córtazar, (2014) junto a Lucio Aquilanti. Compiló para la editorial La Comarca ensayos, cuentos y las experiencias como tallerista de Néstor Sánchez en Ojo de Rapiña (2014), Solos de Remington (2015), Taller de Escritura Poemática (2017), respectivamente. También reunió poemas de Reynaldo Mariani, Jorge Quiroga y Julio Huasi en la editorial del Instituto Lucchelli Bonadeo y las prosas de Ruy Rodríguez y Reynaldo Mariani para la misma editorial. En 2016 apareció en Caja Negra la antología de poetas y narradores Argentina Beat. Como traductor publicó, con Marco Lera, Estrategias de lo bello (Las Cuarenta, 2017) de Mario Perniola. Junto a María Negroni tradujo Hotel Insomnio de Charles Simic (Zindo & Gafuri, 2017) Trece maneras de mirar a un mirlo de Wallace Stevens (Kalos, 2018) Navidad y otros poemas de Erri de Luca (Kalos, 2019). Además, compilaron la poesía completa de H. A. Murena en Una corteza de paraíso, (Editorial Pre-Textos, 2019).

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CAPITALISMO 2020: CUANDO ACUMULAR NO ALCANZA

CAPITALISMO 2020: CUANDO ACUMULAR NO ALCANZA

Por Piro Jaramillo

 

Ya a esta altura se repitió hasta el cansancio que a comienzos de año nadie se imaginaba esto, el devenir seres de living, cansados rabdomantes de nuestro propio ánimo que un día se levantan con espíritu de roble y perforan las capas de su propio ser para intentar encontrar —en medio de esta geología de tiempo detenido— alguna napa nutritiva desde la que articular, más o menos, un sentido que espese esta vida diluida a causa de un virus que sacudió todas nuestras convenciones, a veces jugando a ser demócratas de smart TV, y otras simplemente convertidos en tibios ludditas de redes sociales, pretendiendo terciar en el humor circundante con explosivos mensajes que se evaporan al instante.

Desde un punto de vista económico —del modo en que el propio sistema se encarga de delimitar qué es económico y qué no— a comienzos de 2020 el único problema evidente de la economía global era la persistente caída en el precio del petróleo, que también parecía evaporarse. El boom de los hidrocarburos no convencionales en los Estados Unidos y una desaceleración de la economía global habían inundado el mercado de crudo a niveles difíciles de asimilar para el anémico estado del capitalismo actual. Ese boom también lo había comenzado a experimentar a Argentina luego de la expropiación de YPF, su alianza con Chevron y el acelerado impulso a los yacimientos de petróleo y gas no convencionales en Vaca Muerta, que nos había hecho soñar con la soberanía energética y más fundamentalmente con la posibilidad de acceder a nuestra divisa más preciada después de la bandera azul y blanca: los dólares emitidos por el Tesoro estadounidense. Parecía que al fin íbamos a tener un stock asegurado de divisas, sin tener que entrar en complicadas medidas de control de cambios que siempre terminan creando nuevos enemigos. Los pronósticos de crecimiento de organismos multilaterales como el Banco Mundial y el FMI eran más bien conservadores y nadie esperaba que el mundo viviera otro boom de las materias primas como se observó a comienzos de la década del 2000, cuando China empezó a convertirse en el principal importador mundial de commodities —soja para alimentar al ganado porcino, cobre y mineral de hierro para la industria pesada— a la vez que marcaba una diferencia con su principal rival ampliando su influencia política sobre sus socios comerciales no con el látigo sino con la chequera, mediante préstamos para financiar esas mismas exportaciones o para fortalecer sus reservas de divisas mediante swaps cambiarios. El panorama no era alentador pero nadie esperaba que empeorara así.

Que el inicio de la pandemia haya tenido a China como epicentro parece producto de una coincidencia abusiva: el país que desde hace ya dos décadas le disputa a los Estados Unidos su corona como principal economía y actor político mundial de un día para el otro se vio forzado a la parálisis. La industria se detuvo y las importaciones de commodities se fueron a pique, generando el absurdo fenómeno de que el precio del crudo perforara su piso y se ubicara en niveles negativos. Los exportadores no solo ofrecían su producto gratis, también estaban dispuestos a pagar los costos de almacenamiento para quienes tuvieran espacio físico para alojar miles de millones de barriles que flotaban en buques petroleros en alta mar. La marea de esta flota fantasma anclada en medio de la pandemia se sumaba al paisaje de aeropuertos ociosos en cuya pista de aterrizaje todavía duermen miles de aeronaves que ya ni siquiera esperan poder volver a volar, sino simplemente volver a manos de sus dueños originales, quienes habían hecho un buen negocio alquilando aviones a las compañías aéreas y ahora asumen su desesperación interponiendo recursos legales ante tribunales de quiebra de distintos países del mundo para recuperarlos. El futuro era ominoso pero se agudizó ante la caída abrupta en la demanda global. Y también a causa de la ineptitud del sistema para lidiar con su propia inercia, expresada en la incapacidad de asimilar un torrente imparable de hidrocarburos proveniente del subsuelo (sin poder frenar la producción ni tener lugar para almacenarla) y en un parque aéreo que pasó de ser un sinónimo de movilidad y globalización a convertirse en un silencioso cementerio de acreedores.

La respuesta global a la pandemia nunca pudo ser menos global: en cada país cada gobierno resuelve conforme a sus intuiciones ideológicas la estrategia que mejor le cabe para lidiar con los efectos de la crisis, aunque más temprano que tarde el debate público va quemando proteínas gracias a la gimnasia maniquea de los medios y al final se ve reducido a una fórmula raquítica: o salvamos vidas o salvamos la economía. No se sabe si los gobiernos aplican medidas de aislamiento más o menos restrictivas o lisa y llanamente inexistentes por motivos humanitarios o fiscales (el paradigma dominante nos ha hecho creer que la política fiscal nunca puede ser una política humanitaria), pero sí parecen hacerlo en línea con lo que piden sus votantes, los hashtags y los grupos de influencia. En todos los casos hay una interrogación permanente respecto al rol de lo político como herramienta para paliar los efectos de la crisis, algo que a algunos les huele rancio porque huele a Estado, una entidad que dábamos por muerta a manos de las corporaciones desde hace por lo menos dos generaciones atrás.

Por momentos da la sensación de que la larga lucha por derrotar al coronavirus se diera entre estas dos entidades antagónicas y muy diferentes en su escala: es el virus contra el Estado. El Estado contra el virus. Desde ese enfoque, el Covid-19 podría ser visto como la segunda cosa más pequeña que genera un colapso general de la economía en 2008 después de las hipotecas subprime, otra entidad minúscula y escondida debajo de miles de capas de derivados financieros que no se pudo desmantelar a tiempo antes de que explotara. La génesis de sendas entidades destructivas parece haberse filtrado entre las grietas del control estatal, mientras nosotros perdíamos tiempo comentando consumos culturales a la luz de la nueva economía de servicios. Los esquemas piramidales de Bernie Madoff y la nanotecnología financiera detrás de los derivados causaron un cimbronazo económico enorme que puso a la Reserva Federal a inyectar estímulos monetarios a una escala tan grande que dejarían pálido hasta al más heterodoxo de los heterodoxos. La medida fue espejada del otro lado del Atlántico y hasta en Japón, donde la compra de bonos soberanos y privados (un “keynesianismo financiero”, como lo llama Nick Srnicek en Capitalismo de plataformas) comenzó a convertirse en el nuevo paradigma económico. Parecía que las políticas de austeridad perdían momentáneamente la pulseada.

La respuesta ante la pandemia parece ir en la misma dirección que hace poco más de diez años: ante el pavor generalizado del virus, miramos al único actor que sigue en pie y puede articular una respuesta en medio de la parálisis. Mientras las poblaciones más vulnerables se hacen oír como pueden para evitar profundizar su miseria, los ricos se sientan en sus colchones de efectivo mientras hacen lo que mejor saben hacer en épocas  de crisis: reducir inversiones y recortar empleos. Ante la ineptitud del mercado para resolver por sí solo la abrupta caída en la demanda, es el Estado el que parece tener que salir a ayudar a ambos sectores, además de todos los que se encuentran en la franja intermedia. A esta altura de la vida bajo estado de pandemia no queda otra que rendirse a la evidencia que nos presentaron muchos pensadores durante estos últimos meses: que en su microscópica pero masiva deriva de contagio el Covid-19 fue capaz (al menos durante una pequeña fracción de segundo en la larga línea de la historia) frenar la lógica del capital y su penetración profunda en nuestros hábitos cotidianos. Tal vez porque la economía financiera de la actualidad y el virus se parecen: su existencia radica en una lógica que escapa a nuestra vista y a la que solo podemos acceder mediante una abstracción. Un seguro contra default o un contrato de dólar futuro no es muy distinto en su constitución ni en sus efectos que el coronavirus: son entidades recubiertas de capas que circulan libremente en el medio social y con efectos secundarios perjudiciales. También ambas necesitan un huésped para reproducirse: la condición de existencia del coronavirus es un cuerpo, mientras que detrás de los miles de disfraces de una hipoteca subprime hay, siempre, una vivienda lista para ir a remate. Tal vez el capital estaba esperando el momento en que le llegara un enemigo de su tamaño. La pelea de David contra David.

“La economía financiera de la actualidad y el virus se parecen: su existencia radica en una lógica que escapa a nuestra vista y a la que solo podemos acceder mediante una abstracción. Un seguro contra default o un contrato de dólar futuro no es muy distinto en su constitución ni en sus efectos que el coronavirus: son entidades recubiertas de capas que circulan libremente en el medio social y con efectos secundarios perjudiciales.”

Nos quedamos en casa mientras las mercancías se siguen moviendo, algunas incluso a mayor velocidad que antes. El desarrollo del comercio electrónico que vimos hasta ahora parece haber sido solo el ensayo, la puesta a punto de un sistema reticular más extendido donde ya no hacen falta comercios ni locales abiertos para vender y comprar; como si la noción de espacio público que experimentamos durante estos meses se hubiera reducido a algunas contadas salidas recreativas, a largas colas para abastecernos de alcohol (en gel y del otro) y al mundo feliz de la fibra óptica. Aunque tal vez este movimiento sea una excepción en medio de una depresión generalizada, de la demanda y de nosotros mismos.

La ortodoxia monetarista y los empresarios que hasta ayer reclamaba a los gobiernos dejar de imprimir dinero o bonos para rescatar a países como Grecia ahora reclama con soltura préstamos a tasas bajas y déficit público. Imprimir dinero no es un problema, dicen ahora. Hay que proteger las fuentes de trabajo, se escucha en las videoconferencias, mientras en la sala de al lado los empleados de recursos humanos mandan mails ofreciendo programas de retiro voluntario y analizan la legislación laboral vigente para ver cómo pueden hacer para echar a la mayor cantidad de gente pagando lo menos posible.

La política predatoria de los bancos, con su tendencia a elevar las tasas de interés o el spread entre préstamos y plazos fijos para maximizar sus ganancias, parece revertirse cuando esos mismos bancos o algunas empresas asociadas le piden dinero al Estado. ¿Por qué nos escandaliza más que en un contexto de crisis un gobierno intervenga una empresa privada para evaluar su expropiación con apoyo del Congreso, como en el caso de Vicentín —una de las empresas agroexportadoras más grandes de la Argentina— que el hecho de que compañías multinacionales con enormes masas de capital fijo y flujo de caja reclamen como un derecho natural el otorgamiento de préstamos o exenciones impositivas para sobrevivir? ¿A quién se le ocurrió volver a pensar que tras la indigna derrota del 2008, con prestigiosos bancos de inversión reducidos a meras oficinas vacías en Manhattan, Frankfurt y Londres, el capital y el mercado eran buenos gestionando algo? Pueden gestionar maravillosos esquemas de abstracción monetaria, pero no pueden gestionar el bienestar.

La pandemia está sirviendo entre otras cosas para poner al descubierto las  laceraciones que el neoliberalismo ha causado en nosotros, y volver a mapear el campo de amigos y enemigos de la vida. La reacción de muchxs periodistas y comentaristas a las medidas estatistas en algunas partes del planeta parecen síntomas del sistema ante una amenaza a su reproducción (el capital es sin duda más hábil y más rápido que nuestro organismo para generar anticuerpos). Los medios y redes sociales son el campo de batalla de esta guerra subsidiaria: estatistas se pelean con libertarios preguntándose cuán visible debe ser la mano del Estado ante la amenaza de la desaparición del mercado. La clase empresaria se golpea el pecho en público hablando mal de las expropiaciones pero en privado agradece servilmente los rescates. Al fin y al cabo no les molesta el costo fiscal, lo que les duele es su principal contradicción y la de toda la sociedad: que bajo las reglas actuales ser dueño de los medios de producción ya no alcanza para sobrevivir, ya que la tendencia a la concentración del capital pronto convertirá a los capitalistas menos capaces de capear esta crisis en flamantes desposeídos. Ante esta posibilidad tal vez sea más urgente que nunca abandonar la economía como relato y modo de explicación del mundo; tal vez sea hora, como sostiene el poeta escocés John Burnside en un hermoso ensayo publicado en la revista Hablar de Poesía, de abrazar otra ciencia: una filosofía del habitar que incluya a todas las cosas vivientes y no vivientes, y que se base en el principio de no dañar o dañar lo menos posible. O como también propone Bifo: que la calidad de vida no sea la cantidad de equivalente monetario que tengo, sino la calidad de vida que puedo experimentar.

Al momento de la publicación de este texto Argentina intenta renegociar una deuda de miles de millones de dólares con grandes acreedores que pelean centavos de dólar del valor de un bono (bonos de deuda soberana emitidos hace quince años cuya trazabilidad, después de haber cambiado tantas veces de manos, es más difícil de detectar que la de un caso positivo de Covid). La mayoría de los países han levantado ya sus cuarentenas y entran como pueden en la nueva normalidad, con cientos de miles de muertes a sus espaldas. Las víctimas de las reestructuraciones de deuda, sin embargo, no las hemos terminado de contar. 

Alfredo “Piro” Jaramillo (Neuquén, 1983) es periodista y escritor. Fue editor del servicio internacional de noticias en español de la agencia alemana Deutsche Presse Agentur (DPA) y redactor de economía y finanzas en la agencia Télam. Notas suyas han sido publicadas en diarios y agencias como La Vanguardia y EFE (España), Infobae, Perfil, Página/12, Río Negro, y Tiempo Argentino, y en las revistas Noticias, Brando, La Mano, entre otras. Colaboró con la cadena de televisión alemana Deutsche Welle y trabaja como stringer para el servicio de noticias financieras REDD Intelligence. Publicó varios libros y plaquetas de poesía y tiene un proyecto musical llamado Valle del Insomnio (valledelinsomnio.bandcamp.com).

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NAVEGAR EL NEOLIBERALISMO. HACIA UNA ESTÉTICA POLÍTICA EN TIEMPO DE CRISIS 

(PRIMERA PARTE) 

NAVEGAR EL NEOLIBERALISMO. HACIA UNA ESTÉTICA POLÍTICA EN TIEMPO DE CRISIS (PRIMERA PARTE)

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Por Nick Srnicek
Traducción de Claudio Iglesias

1 / Introducción 

Me gustaría reflexionar sobre la conjunción inusual y contingente de algunas de las direcciones que ha tomado el mundo contemporáneo, y sobre el lugar que tiene el arte en esta situación. Primero, lo básico: estamos frente a un mundo que ha perdido el cable a tierra con su propia realidad, un mundo en el que ya han colapsado tanto la economía neoliberal como su hegemonía sobre la imaginación social. Incluso si las consecuencias de este proceso todavía no han salido a la luz, sería difícil decir algo exagerado sobre su importancia. Este punto nos lleva a otra de las tendencias con una influencia relevante en la contemporaneidad: el vacío abismal en el corazón de todo pensamiento político alternativo. Al tiempo que los fundamentos del neoliberalismo colapsaron bajo el peso de sus propias contradicciones, el terreno que dejaron libre permanece vacante. Surgieron, sí, movimientos como Occupy que lamentablemente solo fueron capaces de ofrecer soluciones terriblemente inadecuadas, de carácter horizontalista y localista, para problemas de naturaleza global. Como afirmó Jodi Dean con sarcasmo y agudeza, “a Goldman Sachs no le importa si te decidís a criar gallinas en tu patio”. Por su lado, el progresismo mainstream no logró divorciarse todavía del espejismo obsoleto de una supuesta edad de oro del capitalismo y sigue abogando por un retorno al keynesianismo clásico de la década de 1960. Demás está decir que esta receta ignora los cambios que ocurrieron desde entonces en términos de composición social, infraestructura tecnológica y correlaciones de fuerza a nivel global.

Pero la idea que me propongo articular en este ensayo es que estas dos corrientes, el colapso del neoliberalismo y la ausencia de alternativas, pueden encontrar su solución en una tercera tendencia, encarnada en una perspectiva estética incipiente y particular. Lo que necesitamos hoy es una reconfiguración de los fundamentos de la estética política en los que abreva la izquierda. O para decirlo más claramente, lo que necesitamos es ampliar nuestras capacidades de imaginación sensible a través de la mediación de aumentos tecnológicos. Para poder desarrollar una alternativa adecuada a las complejas sociedades del presente, la izquierda debe invocar las capacidades latentes de la tecnología y la ciencia, de forma de poder imaginar un futuro mejor.

Esto es necesario, primero, para poder confrontar de manera adecuada con el no-objeto extraño que es el capitalismo contemporáneo. La economía no es un objeto susceptible de percepción directa, sino que se distribuye a lo largo del espacio y el tiempo, incorpora las leyes de propiedad, las necesidades biológicas, los recursos naturales, la infraestructura tecnológica y mucho más en su ecléctico ensamblaje. La economía involucra ciclos de retroalimentación, eventos multicausales, sensibilidad a las condiciones iniciales y otras características de los sistemas complejos y también, tal vez lo más importante, la economía es capaz de producir efectos emergentes que son irreductibles a sus componentes individuales. Es por eso que, a pesar de los ríos de tinta que se han escrito sobre el capitalismo, la izquierda todavía no lo entiende. La cuestión a la que debemos apuntar es esta: ¿cómo producir una representación estética de una entidad estructural compleja como el neoliberalismo? En la misma medida en que elude toda percepción directa, la economía solo nos resultará visible mediante el aumento del sistema cognitivo que puede producirse con ayuda de distintos aparatos sociotécnicos.

2 / El mapa cognitivo y la estética de lo sublime 

Esta cuestión nos lleva directamente a lo que Fredric Jameson ha llamado “mapa cognitivo”. De acuerdo con él, lo que la izquierda echa en falta es justamente el mapa cognitivo, entendido como la capacidad de hacer inteligible el mundo a través de una comprensión situacional de nuestra propia posición. En este punto Jameson se basa en las ideas del teórico del urbanismo Kevin Lynch, quien sostiene que al diseñar espacios urbanos debemos tomar en cuenta el modo particular en que las personas navegan en las ciudades. Al llegar a una nueva ciudad, el individuo se encuentra sin un mapa cognitivo del espacio y debe construir uno a través del hábito. Como dice Lynch, la tarea del diseñador urbano es contribuir con este proceso al colocar estratégicamente hitos visibles y otros símbolos fáciles de reconocer para proveer un sustrato sobre el que pueda desarrollarse el mapa cognitivo.

“Lo que necesitamos hoy es una reconfiguración de los fundamentos de la estética política en los que abreva la izquierda. O para decirlo más claramente, lo que necesitamos es ampliar nuestras capacidades de imaginación sensible a través de la mediación de aumentos tecnológicos. Para poder desarrollar una alternativa adecuada a las complejas sociedades del presente, la izquierda debe invocar las capacidades latentes de la tecnología y la ciencia, de forma de poder imaginar un futuro mejor.”

Pero Jameson extiende el alcance del mapa cognitivo, que originalmente refiere a la relación del individuo con la ciudad, hasta englobar su vinculación con todo el sistema social. Según dice, la función del mapa cognitivo es “permitir una representación situacional del rol del individuo dentro de la totalidad, más vasta y ciertamente irrepresentable, que forma el conjunto de las estructuras sociales”. A partir de un conjunto de contextos históricos entrecruzados, del capitalismo de base nacional hasta su forma actual globalizada, pasando por el imperialismo, Jameson argumenta que en determinado punto histórico la naturaleza del capitalismo era tal que el individuo podía todavía establecer una correspondencia entre sus propias experiencias fenomenológicas locales y la estructura económica que las determinaba. En otras palabras, en algún momento del pasado podíamos todavía establecer un mapa cognitivo de nuestro espacio económico, y así hacer inteligible el mundo a nuestro alrededor. Con el inicio de la globalización esto se ha vuelto imposible según Jameson. Ya no podemos extrapolar nuestra experiencia local al mapa del sistema económico global. Sufrimos una falta de mapas cognitivos, una grieta creciente entre nuestra fenomenología local y las condiciones estructurales que la determinan.

Esta separación entre la experiencia y el sistema dentro del cual operamos conduce a una alienación creciente: nos sentimos a la deriva en un mundo que no comprendemos. Jameson observa que la actual proliferación de teorías conspirativas bien puede ser una respuesta cultural a esta situación. Lo que logran las teorías conspirativas es reducir el abanico de posibles responsables del estado del mundo a una encarnación unitaria del poder global (sea el grupo Bilderberg, la Francmasonería o cualquier otro chivo expiatorio). A pesar de la complejidad a veces extraordinaria de algunas teorías conspirativas, todas ellas proveen una respuesta suscinta y reconfortante a la pregunta “¿quién está atrás de todo esto?” En esa medida, las teorías conspirativas actúan como un mapa cognitivo. La importancia del mapa cognitivo radica en que provee un instrumento para navegar en un sistema complejo. Jameson ha llegado a afirmar que “si no es posible entender la totalidad social (no hablemos ya de transformarla), no es posible tampoco pensar en una política auténticamente socialista”. Ya emancipado el capitalismo global de toda coordenada fenomenológica, esta posibilidad de una política socialista se ha vuelto mucho más difícil. El corazón del problema es que “la economía no nos es dada como un objeto empírico entre otras cosas mundanas”, dice Jameson. “Para que resulte posible ‘verla’ a través del aparato de la percepción humana, la economía debe someterse al proceso (crucial para la ciencia) del mapeo representacional”. Como muchos otros objetos de estudio científico, la economía evade la percepción directa. La salud de una economía no es una entidad física en el mundo. Se trata en cambio de un cúmulo de información, un constructo complejo que se nutre tanto de los procesos materiales en el mundo como de elecciones (política y socialmente orientadas) respecto de cómo evaluarla y calcularla. Para mapear cognitivamente la economía, es necesario entonces construir todo un sistema sociotécnico capaz de observarla, medirla, clasificarla y analizarla. En lugar de percibir a la economía directamente, percibirla como el sistema complejo que es da lugar a un proceso más parecido a la sintomatología. Existen varios indicadores económicos que se utilizan para tratar de discernir la salud de una economía de la misma manera que un doctor examina los síntomas de un paciente para determinar la naturaleza de la enfermedad subyacente. Existen los síntomas más populares, con los que en general estamos muy familiarizados, como el PBI, la tasa de desempleo, la tasa de interés interbancaria, etc. Y hay otros síntomas más secretos, en los que los médicos de la economía tienen enorme confianza sin embargo, como el uso de energía eléctrica, los costos de embarque, etc.

Es importante destacar lo diferente que es este enfoque del típico abordaje izquierdista en el estudio de la economía. En general, la tradición económica de izquierda tuvo dos grandes moldes. El primero toma una perspectiva parcial, que permite hacer intervenciones críticas en temas tales como desempleo, desigualdad, reformas al estado de bienestar, leyes de comercio, etc. El otro abordaje parte de un punto de vista auténticamente sistémico pero casi siempre negligente con respecto a las herramientas estadísticas y matemáticas. Este enfoque sistémico en la izquierda se fundamenta en general en la dialéctica: su epítome natural es Marx por supuesto pero también podría ser el trabajo de David Harvey en los tiempos más recientes. El problema es que la dialéctica no es ya (si es que alguna vez lo fue) una herramienta adecuada para entender la naturaleza sistémica del capitalismo. Evidentemente, después de Deleuze, es cada vez más difícil proponer la contradicción como la fuerza motora de la historia. En su lugar, para entender el mundo contemporáneo lo que necesitamos es una ontología de ciclos de retroalimentación, efectos emergentes y resultados contingentes. En esa medida la clave para entender la economía está en el empleo de herramientas técnicas como los algoritmos computacionales, los modelos de simulación, la econometría y otros instrumentos de análisis estadístico. Estas herramientas, como una especie de prótesis cognitivas, permiten la percepción de sistemas de otro modo invisibles como el capitalismo. Tenemos que tomar en serio la idea de Friedrich Kittler de que “las propiedades perceptibles y estéticas son siempre variables dependientes, de una mayor o menor factibilidad técnica”. La expansión continua de la tecnología nos pide a gritos que expandamos también nuestro mapa cognitivo de los sistemas económicos. En la sociedad contemporánea la infraestructura técnica para realizar este proyecto es cada vez más grande. Estamos cada vez más inmersos en una red inmensa de sensores y bases de datos que registran nuestra existencia. La localización de los teléfonos móviles queda grabada a través del GPS; el comportamiento online de un individuo se va archivando a cada paso que da en la web; las conversaciones en redes sociales son minadas para extraer su contenido semántico, y ya existen movimientos como la comunidad QS (quantified self) que promueven el empleo de aplicaciones que extraen datos del cuerpo humano. A la par de esta expansión de la información misma avanzan los medios intelectuales y tecnológicos para analizar el big data. El análisis de las redes sociales está echando una luz nueva sobre la forma en que los memes, las conductas, los deseos y los afectos se difunden a través de nuestras conexiones personales. La modelación computacional basada en agente (ABM, por agent-based model) está siendo muy útil para inferir cómo un patrón organizado de comportamiento puede surgir del caos de las acciones individuales.

Los algoritmos predictivos utilizan el registro de acciones pasadas para predecir la conducta futura, con precisión sorprendente. Todos estos ensamblajes sociotécnicos podrían movilizarse para generar nuevas perspectivas sobre el funcionamiento de las economías neoliberales. Pero lo que necesitamos no es solo una representación matemática de estos sistemas complejos. En una entrevista abierta después de presentar su teoría del mapa cognitivo, Jameson recibe una pregunta importante del público: si sería posible que la estética tuviera un rol en su concepción. Pido disculpas por incluir ahora una cita tan extensa, pero su respuesta es clave para que podamos comprender de qué modo el arte es capaz de intervenir en el espacio político: “El tema del rol de la estética como algo opuesto a las ciencias sociales a la hora de explorar la estructura o el sistema del mundo se corresponde a mí entender con la distinción ortodoxa entre ciencia e ideología (distinción que sin embargo, en otro orden de cosas, sigue pareciéndome válida). Lo que quiero decir es que cargamos con esta división entre la ideología en el sentido althusseriano, es decir el modo en el que cada uno mapea su propia relación, como sujeto individual, con la organización social y económica del capitalismo global, de un lado, y del otro el discurso de la ciencia, que entiendo que sería ese discurso (imposible, en definitiva) que no tiene sujeto. En este discurso ideal, como ocurre en una ecuación matemática, uno puede modelar lo real con independencia de toda relación con sujetos individuales, uno mismo incluido. Obviamente le podés enseñar a una persona qué diseño conceptual o intelectual tiene esta o aquella visión del mundo, pero el verdadero problema es que es cada vez más difícil que una persona logre articular esas ideas en su propia experiencia, con la vida cotidiana que sobrelleva en tanto sujeto psicológico individual. Las ciencias sociales difícilmente puedan lograr eso, y si lo intentan como es el caso con la etnometodología, solo lo hacen a través de una mutación en el discurso de la ciencia social, o lo logran hacer en la medida en que la ciencia social misma se vuelve ideología, pero entonces estamos de vuelta en el terreno de la estética. La estética se enfoca en la experiencia individual y no tanto en la conceptualización de lo real en un sentido más abstracto.”

La estética es entonces la mediación sensible entre la fenomenología individual y nuestros mapas cognitivos de las estructuras globales. Pero creo que en este punto deberíamos secuenciar la concepción de la estética de Jameson en dos partes, a través de una distinción entre la estética de la sublimidad técnica y la estética de las interfaces. Es decir entre el big data como ruido impenetrable y el big data como información cognitivamente tratable. El acto de construir mediadores entre ambos dominios es precisamente una de las áreas cruciales en las que el arte político podría situarse hoy en día. La estética de la sublimidad técnica presenta los sistemas complejos de una forma abarcativa, con una reducción insignificante de información.

Al respecto, el trabajo de Ryoji Ikeda en el terreno de la datafonía es ejemplar de este enfoque. Al acumular conjuntos de datos en números enormes, que desafían la comprensión humana, Ikeda construye instalaciones y paisajes sonoros que operan realmente en los límites de la sensibilidad humana. Las frecuencias sónicas de su música apenas si entran en el rango de las capacidades auditivas humanas; sus instalaciones visuales están diseñadas para sobrecoger, para incapacitar inclusive. La sublimidad técnica emerge allí donde la percepción recula frente a una vastedad incomprensible mientras la cognición y la razón se ponen a cubierto en segundo plano, metiendo todo en una caja negra. Lo sublime es el punto de fuga entre el horror en el nivel de la sensibilidad y la comprensión conceptual en el nivel de la cognición. Pero ese es precisamente el problema si lo que hacemos es privilegiar los medios técnicos a la hora de comprender sistemas como el neoliberalismo. Existe el riesgo de que sigamos en el mismo nivel de aceleración informacional, que vuelve al mundo tan incomprensible como ya lo era sin la mediación digital.

3 / El problema del futuro 

Por las razones ya expuestas, el mapa cognitivo en sí mismo solo provee una estética de la sublimidad técnica, que nos sobrecoge con una inconmensurable carga de datos, pero habilitándonos a la vez una pobre posición desde la que abordar sus fundamentos técnicos. Lo único que nos queda por delante en el mejor de los casos es entregarnos a la manipulación fisiológica del “síndrome de Stendhal”, el desarreglo orgánico que provoca la exposición inmersiva a la belleza artística. El mapa cognitivo no nos ofrece ninguna ventaja cognitiva o sensible de cara al futuro. En particular, el mapa cognitivo es incapaz de superar la visión distópica del futuro típica del mundo contemporáneo. “El futuro se convierte en una amenaza en la medida en que la imaginación colectiva resulta incapaz de concebir un alternativa a las corrientes que llevan a la devastación y al aumento de la pobreza y la violencia.” (Jameson) La terquedad inexpugnable del capitalismo global para seguir adelante, el neoliberalismo zombie que sigue avanzando torpemente incluso cuando ya le han propinado un golpe mortal, hace del futuro un tiempo implacablemente distópico. El cambio climático, las guerras por los recursos naturales, el conflicto social, el aumento de la desigualdad y una militarización creciente son todos datos fenomenológicos del futuro.

“La estética es entonces la mediación sensible entre la fenomenología individual y nuestros mapas cognitivos de las estructuras globales. Pero creo que en este punto deberíamos secuenciar la concepción de la estética de Jameson en dos partes, a través de una distinción entre la estética de la sublimidad técnica y la estética de las interfaces. Es decir entre el big data como ruido impenetrable y el big data como información cognitivamente tratable. El acto de construir mediadores entre ambos dominios es precisamente una de las áreas cruciales en las que el arte político podría situarse hoy en día.”

Sin embargo, como observa Franco Berardi, el futuro es en sí mismo una construcción cultural. Antes de la modernidad el tiempo entero era considerado la caída que siguió a una utopía situada en el pasado. Con la modernidad esta relación se invirtió, y desde entonces el futuro fue el locus del progreso y los sueños utópicos. “El futuro”, escribe Berardi, “no es una dimensión natural de la mente. Es una modalidad de proyección e imaginación, un rasgo de expectativa y atención, y sus modalidades cambian con los cambios culturales”. Nuestra época convirtió la idea del progreso en algo ingenuo hasta el idealismo. El posmodernismo, se lo reconozca explícitamente o no, se convirtió en el sentido común de la persona corriente. Vivimos en una época en la que el futuro transicionó de utópico a distópico, en el que el grito soviético del “asalto al cielo” ha quedado arrumbado a un costado del camino y en su lugar lo que tenemos es un futuro de agotamiento. Agotamiento de los recursos naturales, agotamiento de las fuerzas productivas, agotamiento de nuestra salud mental. Sorprende un poco ver que la noción de un futuro de progreso ha disminuido incluso en el marco de los parámetros del realismo capitalista. La deuda en este punto sirve como el indicador principal de la creencia capitalista en un futuro mejor: la deuda solo es pagable si uno cree que el futuro será mejor. El colapso global del mercado de préstamos, con las corporaciones y los bancos que acumulan cantidades récord de dinero, indica que incluso el realismo capitalista perdió su sentido del futuro.

Esta implosión del futuro se hace sentir afectivamente como impotencia política. Al no poder establecer patrones en la realidad, superada por el big data y los sistemas complejos, nuestra capacidad de acción se reduce a un mero rechazo, en el mejor caso. El intento de negar el orden existente, cuyo mejor ejemplo físico fueron los acampes de Occupy, trata de pararse de manos frente a toda la fuerza del sistema, que inevitablemente prevalece con facilidad sobre estos dóciles actos de insubordinación y luego sigue girando intacto sobre su eje. Exactamente en este punto, es crucial contar con una estética de la interface. La imagen modernista del futuro de progreso tenía como premisa la capacidad de extrapolación y pronóstico con vistas al futuro tanto como la creencia en la capacidad humana de manejar la dirección de la historia. Hoy en día en cambio nos hemos resignado a la premisa neoliberal de que el mundo es demasiado complejo como paras pensar en planificarlo, manipularlo, acelerarlo, modificarlo o intervenir en él de algún otro modo. El sentido común nos dice que el mercado es realmente lo mejor que podemos esperar. No hay forma de manejar un sistema complejo, ¿para qué molestarnos intentándolo, entonces? Así el sentido común se pierde en la complejidad del mundo sin un mapa cognitivo con el que navegar en él. Pero si la estética del big data es incapaz de volver tratable toda esta complejidad, entonces lo que necesitamos es una transición de la estética de lo sublime a la estética de la interface. Esta última indexará la mediación entre la complejidad del big data de un lado, y nuestras capacidades cognitivas finitas del otro. En este espacio el arte se vuelve un arma política.

Nick Srnicek (Canadá, 1982) Es profesor de Economía Digital del Departamento de Humanidades Digitales de King’s College en Londres. Doctorado en Relaciones Internacionales, fue editor de Millennium: Journal of International Studies. Sus investigaciones están basadas en la interacción de la economía política y la tecnología, y se encargan de analizar tanto las amenazas como las oportunidades que surgen de esa relación. Es coautor del Manifiesto Aceleracionista junto con Alex Williams, que tuvo una gran repercusión mundial y fue traducido a varias lenguas, con quien también publicó Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo.

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EL ALGORITMO DE LA RAZA. NOTAS SOBRE ANTIRRACISMO Y BIG DATA

EL ALGORITMO DE LA RAZA. NOTAS SOBRE ANTIRRACISMO Y BIG DATA

Por Anyeli Marin Cisneros

La dictadura de las imágenes está ligada a la ficción de la raza. Aquí nace el principio de la dominación del ojo. Este texto propone una serie de comentarios acerca del racismo en el neoliberalismo y la era del big data. Formula algunas preguntas acerca del estatuto del cuerpo en relación con la biometría y la vigilancia digital. Se pregunta por un posible antirracismo tecnocientífico, como una tentativa ante la cuestión por el futuro de la raza.

Todo relato sobre la tecnología digital ha sido incesantemente planteado como una promesa del futuro. Por oposición, toda referencia a la colonialidad y al racismo, la esclavitud y la acumulación originaria, es imaginada en un tiempo pasado y se le atribuye a un ciclo cerrado y acabado. El espeso velo del tiempo lineal nos somete a la imposibilidad de comprender la hibridez de los ciclos y de las formas de poder superpuestas. ¿Cómo escribir sobre tecnología sin evocar sus promesas? ¿Qué relación hay entre racismo y digitalización? ¿Cuál es el tiempo de la raza?

EL TIEMPO DE LA RAZA

El gobierno chino acaba de incorporar gafas de reconocimiento facial al equipamiento básico del cuerpo policial de esa nación. Así, en 2018, Asia se pone a la vanguardia de la frenología tecnotrónica bajo nombres como “inferencia automatizada de la criminalidad con imágenes faciales”. La detección facial supone que además de determinar plenamente la identidad de las personas, también se puede tener información sobre la predisposición moral. Activistas de diversas partes del mundo comparten estrategias para burlar esta nueva avanzada de la hipervigilancia. Se proponen diseños analógicos y digitales para hackear y confundir el implacable panóptico. A su vez, grupos de activistas negrxs de los EEUU, denuncian la emergencia del racismo digital palpable en la programación de softwares para el reconocimiento de personas. Reclaman por tanto “justicia algorítmica” en el diseño de programas fiables en la lectura de la tez y los rasgos afros. Exigen ser ampliamente reconocibles por la visión artificial. Prevén que la inminente aplicación de estos softwares imperfectos en el sistema judicial perpetúe las injusticias raciales del sistema.

Contravigilancia o inclusión; anonimato o fiebre de archivo identitario; deserción de las categorías de raza o sobreidentificación minoritaria. La ambivalencia del racismo en la tecnología nos abre a un campo de problemas que comienzan por comprender las implicaciones del proceso actual de la digitalización del mundo.

Achille Mbembe plantea que la ficción de la raza y el racismo no solo comparten el pasado sino que proyectan un porvenir cifrado en la digitalización del presente. Por ello, queremos hablar de tecnología sin fijarla en el tiempo futuro. Hablar de exclusión, empobrecimiento, expoliación y tecnocolonialidad desmontando el aparataje que encubre este acelerado reordenamiento político y material, fundamentado en la fragilización de los cuerpos a través del orden digital. Es imprescindible entonces suspender momentáneamente la discusión en torno al “racismo” y poner en el centro del examen la noción de “raza”. Plegar el tiempo para interrogar las inscripciones de la supuesta diferencia abismal que fue tomando forma en los siglos coloniales y luego siguió codificando todos los aspectos de la realidad, desde el sexo hasta la macroeconomía. Es urgente interrogar la génesis de esa forma de poder y sus consecuencias en el presente, habitado por lógicas vertiginosas de segmentación étnica y fragmentaciones identitarias.

“Grupos de activistas negrxs de los EEUU, denuncian la emergencia del racismo digital palpable en la programación de softwares para el reconocimiento de personas. Reclaman por tanto “justicia algorítmica” en el diseño de programas fiables en la lectura de la tez y los rasgos afros. Exigen ser ampliamente reconocibles por la visión artificial. Prevén que la inminente aplicación de estos softwares imperfectos en el sistema judicial perpetúe las injusticias raciales del sistema.”

 

LA MIRADA CODIFICADA 

“Raza” es un invento moderno introducido como vector de división y estratificación de la fuerza de trabajo, tanto en la producción como en la reproducción sexual, en la Colonia. Tuvo un primer intento de legitimación en el siglo XVI, en un uso inédito hasta entonces de esa palabra, para referirse a los supuestos indios. Como se sabe, el delirio original es ibérico, un intento fallido, un primer atisbo, que aun así trajo gravísimas consecuencias. En ese entonces “raza” no estaba fijado al color de la piel ni a ninguna otra característica sensible (Quijano, 2017), pero sí a una duda sobre la existencia del alma. El alma era el índice de pertenencia a la raza humana. En el principio raza nos significaba a todos. Para que la noción de “raza” llegara a expresar lo que expresa hoy, debió ser cargada, modificada y transferida a una materialidad palpable.

En el siglo XVII “raza” se asienta con la fuerza de la legitimación que se otorga a sí mismo el sistema de creencias de la razón moderna. El significado de raza se transforma atravesando un vaivén sangriento, de dominación y resistencias, a lo largo del siglo. Las resonancias de la Arqueología del saber de Foucault son reveladoras. Efectivamente, la emergencia de la “raza” nos sitúa en un circuito de instituciones, vocabularios específicos y conceptos asociados al cuerpo humano subdividido en especies. Un proceso lento, en cámara de eco, entre la práctica colonial y la ciencia, entre las convenciones sociales y las leyes, que le van dando forma a la encarnación del delirio racial. Raza queda fijado al cuerpo negro como único “sujeto de raza” por mucho tiempo. He aquí el origen de una economía que se levantó a costa de subsidios raciales gracias a la transferencia de un vector de división a una corporalidad específica.

Desde entonces, la verificación de esa diferencia ha sido el motor del saber. Subdividiendo lo humano en partes, se ha buscado y rebuscado en la forma del cráneo o los rasgos de la cara, en la musculatura, en los dientes o en el tamaño de los genitales, en la psique o en la lubricidad del carácter. Hasta bien entrado los 2000 diversos laboratorios de punta concentraron tiempo y recursos a la caza de la diferencia racial en la secuencia genética. La gran noticia de la era del genoma es que no existen razas humanas. Pero acá está nuevo el eco del racismo, en la acusación o en la defensa, en el error o en la aclaratoria. Es el eco de la rabia y la vergüenza que supone para nosotros los “sujetos de raza” la obsesión blanca por la supuesta diferencia. La aplicación de leyes esclavistas marcó el paso de una economía de cultivo artesanal a una economía industrial de gran escala que desató una competencia feroz entre los imperios coloniales concentrando fuerzas en el Caribe, empujando desde allí la transformación de los modos de producción en el resto del continente hacia formatos de mayor y mejor extracción, perpetrando genocidios y secuestros masivos de personas para su explotación con un impacto incalculable.

Al ritmo de la intensificación industrial, “negro” va a pasar a significar “esclavo” y viceversa a partir de la rígida prohibición de emplear serviles blancos en el sistema de plantación, alrededor de 1660. Para no dejar lugar a dudas, las leyes para gestionar a la población esclavizada se denominaron Códigos negros. Estos atestiguan la imposición y documentan la puesta en práctica de una lógica de jerarquías y estratos humanos: la “raza”, esa obra fundamental de la racionalidad europea, que le dio forma a la economía libidinal, psíquica y estética que llamamos racismo.

Los Códigos negros o las leyes esclavistas fueron el conjunto de normas jurídicas coloniales, diseñadas en las metrópolis europeas, testadas en los laboratorios tropicales del sistema de plantación y corregidas violentamente en la marcha para administrar el tiempo de trabajo, la sexualidad, la reproducción, la penalidad y la movilidad de los esclavizados, naturalizando las jerarquías.

Los Códigos negros, también conocidos en el arcaico vocabulario del imperio español vigente hasta finales del siglo XIX como “reglamentos para la educación, trato y ocupación de los esclavos”, hoy pueden entenderse como el lenguaje originario del racismo contemporáneo. Estos códigos cumplieron la función de identificar, diferenciar y segregar ámbitos de la vida cotidiana, fijando determinados cuerpos a espacios y tiempos diferenciados. Para sustituir el hecho de que la población negra no tenía permitido recurrir a los tribunales, los códigos establecieron penas tarifadas, una determinada cantidad de latigazos según las faltas cometidas, de modo que el castigo no pasaba por la voluntad del amo, sino por la instrucción del sistema legal de las metrópolis. Las raciones de alimentos, la discreción por sexo y edad de los dormitorios, los horarios de trabajo y descanso, y en general el biorritmo calculado para someter, explotar y embrutecer el cuerpo sin destruirlo eran instruidos desde París o Madrid, como consta en los sellos y firmas de los legajos.

La sexualidad de los cuerpos esclavizados merecería una revisión aparte, centrada en la obsesiva instrucción sobre la gestión de la vida sexual, el maridaje y la reproducción, la lactancia y la menstruación. Desde 1660 el poder colonial vigiló con celo el estatuto de los nacimientos (se nacía libre o esclavo según el estatuto de la madre) como elemento importante de la nomenclatura del poder. Mientras “el amo entiende que el esclavo le pertenece hasta en la función de reproducción (…) Su margen de maniobra sexual estaba sujeto al margen de beneficio del amo. El goce no era una conquista, no era un proyecto, era un hurto. No era una prolongación en sí mismo, era lo que se deduce del Otro, el Otro siempre presente, mirón, invisible y represor” (Glissant, p. 281). Por un lado se estimulaba la reproducción de la clase esclava, pero por otro lado se temía a la resistencia desbordante, a través de lazos libidinales y sanguíneos que representaban una amenaza latente para el funcionamiento de los engranajes de la industria azucarera: las “herramientas vivas” deseantes y fértiles profundamente aliadas.

“Raza” en tanto escritura algorítmica, con su inherente función de manual de entrenamiento básico para el ojo racista, describió y estandarizó patrones para la dominación por efecto de la segregación. Lo primero fue romper alianzas entre grupos subalternos. Crear una división entre esclavos y serviles (1660-1663). Fijar la esclavitud al cuerpo negro y prohibir la esclavitud de los blancos (1670-1685). Impedir los matrimonios interraciales (1711-1724). Castigar con la servidumbre a las mujeres blancas que manifestaran su deseo por hombres negros (1691). Declarar la esclavitud desde el nacimiento para los hijos de las esclavas (1690-1700). Imputar duros códigos sociales de apartheid para debilitar a la comunidad negra libre (1730).

Los códigos franceses o los reglamentos españoles fueron modelos repetibles que consistían en anular el Común entre los subalternos, creando una enrevesada taxonomía de lo humano. Reescribieron normas para inventar diferencias en aspectos vitales y convertir ese índice diferenciador en una frontera constitutiva. Nos asomamos al vértigo del tiempo superpuesto de la raza: estos códigos legales y sociales del siglo XVII le dan forma a la gramática racista que seguimos discutiendo en el siglo XXI . Son la base del sistema de control migratorio contemporáneo y representan el punto de vista del que parte la vigilancia digital, la creación de algoritmos selectivos y las bases de datos biométricos en auge.

La identificación (del negro), la diferenciación (del negro como esclavo, del blanco como patrón), la segregación (de la vida civil) y la cualificación afectiva y sexual (del negro como peligro) dan cuenta de queel índice de “raza” funcionó como una partitura de la realidad. Como una coreografía para el afecto a partir del cercamiento y la exclusión para unos y el reparto de privilegios de nacimiento para otros. Desde mediados del siglo XVII, entre 1663 y 1680, las leyes de raza establecieron que “cualquier blanco” estaba autorizado —más tarde obligado— a matar a cualquier persona negra que hallase en su camino, fuera de la plantación. No se trataba solo de delatar, era su deber aniquilar a los fugitivos. Esta ley en particular da cuenta de la racialización del espacio público a partir del empoderamiento soberano de los blancos.

Se registra así el delineamiento progresivo de una subjetividad vigilante entrenada en ansiedades raciales: la población blanca se va convirtiendo en policía de la raza, una sensibilidad racista que es palpable hasta el día de hoy. Un sujeto vigilante que aún se siente autorizado a preguntar, consciente o inconscientemente, ¿qué hace este negro aquí?, ¿por qué se atreve a pensar?, ¿por qué estas personas están ocupando este lugar?

BIO- BIG DATA 

De modo que la emergencia de un racismo diagramático del orden social y estético no fue un accidente. Las definiciones de raza han sido inestables y cambiantes, transformándose al ritmo de las mutaciones de la biociencia a la genómica (Haraway, 266) y de todos modos, sus mutaciones han estado atravesadas insistentemente por la racialización del trabajo, la sexualidad, el espacio público y la relación jerarquizada con la técnica y la tecnología (sujetos de ciencia / objetos de estudio).

“Raza” y sus variaciones tecnodigitales son categorías que están en el centro de la industria de los sistemas sofisticados abocados a escrutar el cuerpo para extraer datos en sus mínimas divisiones genéticas y en sus máximas expresiones emotivas. Si la biotecnología está tamizada por lógicas de diferencia racial en lo pertinente a selección de embriones, de tejidos y de células y la gramática racial atraviesa el gran proyecto securitario y de vigilancia global, es porque “raza” fue y sigue siendo una tecnología de poder para extraer beneficios.

En adelante, estaremos inmersas en la fabricación de la memoria artificial a escala global, en el tiempo en que “la potenciación del Estado securitario trae aparejada una remodelación tecnológica del mundo y una exacerbación de los modos de asignación racial” (Mbembe, 2013, p. 59). En la obsesión de fronteras y vigilancia del capitalismo financiero, el cuerpo humano, sus rasgos y huellas, halos y temperaturas, rastros digitales y físicos están siendo tasados como datos biométricos que producen ganancias. Esta obsesión del capitalismo de datos enfatiza la falsa “necesidad de Estado” en el relevo de la información analógica a datos digitales. La digitalización de datos para la gestión del Estado, no es otra cosa que la exacerbación de los rasgos físicos y los orígenes de los ciudadanos, poniendo de relieve constantemente las procedencias étnicas y/o nacionales de los depositarios. A pesar de no interrogar directamente sobre “raza”, el escrutinio ronda permanentemente alrededor de esta noción, pasando y repasando por los múltiples sustitutos de la asignación racial.

Como puede suponerse a partir de las inversiones millonarias en tecnologías de reconocimiento facial, se pretende extraer una verdad interior, predictiva y calculable a partir de rasgos, desde la gestualidad hasta el timbre de la voz. La digitalización supone que el entrenamiento analógico del ojo racista está siendo perfeccionado gracias a la obtención de información invisible e inaudible para la percepción humana. La digitalización releva entonces el lugar que había adquirido la raza como mito y como prejuicio y la reviste de una nueva legitimidad, como un concepto duro, veraz y verificable. ¿Es posible seguir hablando de prejuicios raciales en este escenario? ¿No es suficiente la promesa del futuro racializado en todos los ámbitos que la tecnología le está ofreciendo al cuerpo en la era del big data? ¿No es evidente que entre el resurgimiento de nuevas formas de esclavitud en el Sur global y las tecnologías mortíferas en las fronteras de Europa existe un campo de relaciones e interdependencias que atraviesan el cuerpo? ¿Cuáles son los nuevos sujetos de raza del big data?

Hasta ahora, al menos dos categorías de sujetos se han revelado en este escenario y entre ellos existe una frontera racial: “la humanidad superflua, totalmente prescindible para el funcionamiento del capital” (Mbembe, 2016, p. 29) y los “sujetos de deuda” (Lazzarato, 2013) o vidas atadas al vínculo como deudor.

Las redes de dominación de raza interceptan nudos de poder entre la alta tecnología de guerra, el ojo digital de las fronteras o el flujo de datos. Tejen puntos de subjetivación entre pequeñas máquinas culturales como los emojis de color para la confesión de raza en las redes, con el diagrama de múltiples racismos que van de la pobre tropicalización de los gustos musicales a escala global, al flujo de capital sin necesidad de trabajadores; del jugoso negocio de la migración prohibida a la proliferación de divas, marcas y productos de belleza bajo subsidios publicitarios raciales.

“Esta obsesión del capitalismo de datos enfatiza la falsa “necesidad de Estado” en el relevo de la información analógica a datos digitales. La digitalización de datos para la gestión del Estado, no es otra cosa que la exacerbación de los rasgos físicos y los orígenes de los ciudadanos, poniendo de relieve constantemente las procedencias étnicas y/o nacionales de los depositarios. A pesar
de no interrogar directamente sobre “raza”, el escrutinio ronda permanentemente alrededor de esta noción, pasando y repasando por los múltiples sustitutos de la asignación racial.”

El cuerpo es la palanca que mueve distintos niveles de la compleja cadena de estas redes de dominación. Por esta razón, el cuerpo es invitado a indicar detalladamente cada diferencia, sometido a un cuestionario digital en progreso. El cuerpo sexuado, afectado, frágil alimentando un archivo infinito, alejado de su “derecho de opacidad”, obligado a decirlo todo. El cuerpo hurgado en sus capas más profundas, exiliado de su intimidad, pasando el túnel del delirio de raza. El cuerpo en el tiempo sin refugio.

EL ALGORITMO DE LA RAZA 

Los tecnólogos críticos, preocupados por la multiplicación de injusticias y el reparto masivo de pobreza que se avizora como legado del gobierno big data, nos explican que los nuevos algoritmos son secuencias de códigos diseñados para leer, organizar, filtrar y analizar la gran cantidad de datos que fluyen entre descomunales archivos informáticos del mundo. Lo que diferencia a estos algoritmos de otro tipo de secuencias de bits, es que estos son perversos y polimorfos, tal como Freud describía a los niños, entes juguetones y al mismo tiempo monstruosos cuya naturaleza radica en desbordar rápidamente su escritura original. Tienen la capacidad de ‘aprender’ de los humanos porque en cada interacción (en el uso de apps, búsquedas, descargas de archivos, patrones de navegación y preferencias), nutrimos con datos y entrenamos unos modelos matemáticos que expanden y fortalecen sus habilidades incorporando el conocimiento que acabamos de compartirles.

La preocupación surgida alrededor de estos está relacionada con su condición de fantasmas autónomos, que toman decisiones más allá de la voluntad de los usuarios. Una de las voces más importantes de este debate, la matemática Cathy O’Neil (2018), explica que la legitimación de la gobernanza propia del big data, ejecutada por algoritmos aprendices, pone en peligro la democracia como un pacto entre personas y aumenta la exclusión social, en buena medida, debido a la acumulación de información, inabarcable a escala humana.

En la segunda parte del siglo, sin embargo, es el signo monetario el que reclama su autonomía, y desde la decisión de Nixon, tras un proceso de desregulación monetaria, quedó firmemente establecido que la dinámica monetaria se autodefine de manera arbitraria: el dinero pasó de tener una significación referencial a tener otra autorreferencial. Esto era necesario para la automatización de la esfera monetaria, y para la sumisión de la vida social a esta esfera de abstracción.

Ese es el paisaje tecnoafectivo en el que el dato “raza” se desliza de una manera ambigua y resbaladiza. La misma Cathy O’Neil, aun cuando el enfoque de su investigación es la vocación especulativa de los usos hegemónicos del big data, pone en el centro de su argumentación una metáfora racial para llevarnos a entender las lógicas algorítmicas a las que estamos expuestas. Ella compara el funcionamiento del racismo y el de las “armas de destrucción matemáticas” indicando que tanto el racismo cotidiano como los algoritmos son modelos predictivos que se nutren de datos recogidos al azar, no verificados y alimentados por otros datos imperfectos, cuya procedencia se desconoce. Ambos modelos operan como bucles que se retroalimentan a sí mismos (p. 33). Investigadoras como Timnit Gebru, directora del departamento de Ética de Microsoft, y organizadora de la conferencia Black in AI, llama la atención sobre lo que ella llama “crisis de diversidad en de visión artificial”, diversidad de datos y de cabezas pensantes. Cuando se hace referencia a los peligros algorítmicos, el racismo es el ejemplo por excelencia. Tomemos esta reiteración como punto de partida para revisar por qué y cómo “raza” aparece en el discurso actual de la tecnología.

Un lunes cualquiera de enero de 2018, como para agitar las redes aún dormidas al inicio del año, los portales de noticias más leídos en las principales ciudades —al menos de España y América Latina—, reprodujeron casi textualmente una “gran” noticia tecnológica de los Estados Unidos: “Google ha eliminado su algoritmo racista”. ¿Sabíamos que Google tenía un algoritmo de imágenes humillantes para personas negras? ¿Era importante que ese titular le diera la vuelta al mundo? ¿Contribuía a alguna causa o respondía a demandas de activistas antirracistas tecnofílicos? Habían transcurrido dos años desde que no se hablaba de ese algoritmo en particular y ya era un tema olvidado. El titular tuvo el único efecto que podía tener: el motor de búsqueda de nuestra preferencia se saturó ese día y toda la semana siguiente, llenando los depósitos algorítmicos con el favor de los usuarios, quienes enseguida quisieron confirmar la voluntad descolonizadora de Google. Las navegaciones y búsquedas “aleatorias” se combinaron con incursiones y comentarios en las redes, likes, RT, descargas, a la caza de la injusticia o la justicia del algoritmo en cuestión. Así se puso en marcha lo que Benjamin Cadon describe como el riesgo de un “bestiario algorítmico” que se multiplica y retroalimenta entre la inteligencia humana y la artificial, entre los datos estimulados y la mente. En este caso, entre las pesquisas inducidas y los hallazgos preestablecidos (2018, p. 35).

Todas las grandes firmas tecnológicas cuentan con un kit de algoritmos que dejan ver las “ansiedades raciales” (Haraway) que hoy corre por la tecnología de datos. Como era de esperarse, todas tienen una serie de bits que parecen escritos por el Ku Klux Klan, como pequeñas máquinas taxonómicas, listas para segregar. 

El debate alrededor del riesgo de los algoritmos es también flujo de “habladurías” por parte de los falsos amigos del antirracismo.

Esta habladuría de los “sesgos” racistas, apenas rasca la superficie del problema. La línea argumentativa dominante circunscribe el fenómeno de los algoritmos racistas a un deslizamiento involuntario de los prejuicios sociales hacia la esfera digital. La injusticia humana filtrada hacia el lenguaje neutral de las matemáticas por la acción de una hueste de programadores ciegos ante sus propias tendencias excluyentes. Esto, que de hecho es así, representa apenas un comentario más sobre la ya socavada objetividad de la ciencia, pero ni explica ni cuestiona la reiteración del racismo en el mundo digital, ni señala la masividad, la insistencia del mismo y mucho menos visibiliza la fuerza con las que las lógicas de “raza” y racismo han reaparecido en la escena del capitalismo de datos y en la biotecnología. La preocupación por las matemáticas contaminadas por los prejuicios del hombre blanco expande y ramifica la invención de “raza” en nuevos racismos. Esconde y relativiza la normalización racial debajo de un suerte de mirada oblicua contingente, porque al fin y al cabo, los sesgos son solo sesgos y siempre podrán ser corregidos. Obtura el hecho de que el retorno del racismo face to face y la segregación en el espacio público, está siendo derivado también hacia los algoritmos (des)obedientes que excluyen, invisibilizan o humillan en un proceso en el que la responsabilidad y la voluntad humanas quedan eximidas.

Una excusa apaciguadora para criaturas cortazareanas del tipo tecno-esperanzas: conectadas al anhelo de que la injusticia sea corregida por programadores políticamente correctos; y en el mejor de los casos, a la espera de la irrupción de activistas por la probidad del código. El discurso del sesgo algorítmico nos conduce mansamente a la aceptación de tales “prejuicios” como un estado de cosas insalvables y posterga un debate sobre el hecho de que aún estemos hablando de “raza”. Como si fuera posible una tecnología imparcial pese a la historia moderna.

“Todas las grandes firmas tecnológicas cuentan con un kit de algoritmos que dejan ver las “ansiedades raciales” (Haraway) que hoy corre por la tecnología de datos. Como era de esperarse, todas tienen una serie de bits que parecen escritos por el Ku Klux Klan, como pequeñas máquinas taxonómicas, listas para segregar.”

DESCODIFICACIÓN, DESCOLONIZACIÓN Y RUPTURAS DEL ORDEN DE RAZA 

Lejos de colaborar con el rumor sobre los sesgos, el resurgimiento de raza nos abre a un campo de lucha que requiere de nuestra parte un ejercicio de descolonización radical de la mirada codificada. El antirracismo de la era del big data debe desmontar la permanencia de “raza” codificando la tecnología, como ha codificado la realidad en la Modernidad.

El capitalismo de datos discrimina para optimizar sus ganancias y lo hace siguiendo patrones de segregación probados por los Códigos negros: racializa el espacio público, el trabajo, el ocio, la sexualidad y la reproducción. Mueve y promueve las afinidades raciales con ayuda de la socialización virtual y la consignación de geolocalizaciones. De modo que el racismo, la islamofobia, los nacionalismos, el sexismo o la xenofobia no son fenómenos aislados del nuevo comportamiento del capitalismo, por el contrario, son piedras angulares en la economía de especulación, que necesita imágenes, rostros, hábitos y distinciones más o menos fijas.

La emergencia de las segmentaciones raciales en el mundo virtual es notoria por su ambigüedad (son especialmente interesantes las opciones de avatares identitarios en los videojuegos y el menú étnico de los portales de pornografía). Incluso pretendiendo combatir el racismo, denunciar su funcionamiento, visibilizar sus sutilezas, nos vemos obligadas a transitar por la mirada codificada de las descripciones rutinarias del racismo. Nos vemos obligadas a escuchar salir de nuestras bocas el relato racista aún cuando intentamos denunciarlo. Nos escuchamos hablar en el lenguaje de la raza, aún cuando sabemos que es una detestable ficción inventada por otros.

Sin desmantelar la embestida de “raza” como una noción que reorganiza relaciones a escala global y en sus correlatos locales, donde se recrean y contrarrestan las xenofobias territoriales, (piénsese en cualquier barrio pobre de España, Italia o Francia) pierde sentido hablar de racismo o pretender combatir el prejuicio.

Algunos activismos antirracistas apelan a la sobre-identificación racial, como elemento común para crear comunidad y como una fórmula colectiva de restitución de la pérdida y cura de las heridas coloniales. Algunos refutan el racismo, pero se refugian en la idea reconfortante de la raza como una fórmula de contradelirio que roza el sueño de la pureza y el lugar original. Aquí también “raza” adquiere un carácter de verdad donde la cosificación y el estigma se tuercen momentáneamente y se convierten en un llamamiento alegre que evoca linajes rotos o tierras anheladas.

Pero el capitalismo líquido estimula los posicionamientos identitarios a conciencia. El antirracismo, por tanto, está obligado a jugar en el terreno ambiguo de la identidad, pero sin dejar de producir subjetividad fuera de las redes de dominación de raza. Frente al racismo tecnodigital, el antirracismo debe enfrentarse a las promesas monstruosas de la tecnología genómica (las predicciones basadas en evidencia genética o la “puntuación de riesgo poligénico”, por ejemplo) y de la inteligencia artificial empática. El antirracismo debe aprender también a ser ambivalente y desembarazarse de la gramática de raza para reescribir otras nomenclaturas. En el horizonte de las resistencias posibles está el derecho de opacidad, único refugio para el desmontaje de “raza”, gesto absoluto frente a una exigencia, cada vez más asfixiante, de identificarnos exhaustivamente.

En la opacidad es posible la recodificación de la mirada, el entrelazamiento de nuevas alianzas y el éxodo hacia categorías inéditas que nos permita cabalgar lejos de las dolorosas encarnaciones raciales del siglo xvii y lejos de las promesas del futuro.

** Este texto forma parte del catálogo de la exposición The futch, comisariada por Neme Arranz y Marta Echaves, en la Sala de ARte Joven de Madrid en 2018. Resume una investigación en curso junto con Rebecca Close, acerca de flujos de imágenes, contagio y excesos virales.

Anyeli Marin Cisneros forma parte de la plataforma de investigación y acción artística Diásporas Críticas, que desarrolla proyectos, acciones poéticas y talleres de lectura bajo metodologías decoloniales y pedagogías críticas. En sus últimos proyectos exploran y responden a la manera en la que los nacionalismos intervienen el cuerpo y los sentidos, siguiendo nociones como “contagio” y “transmisión” en relación a los medios de comunicación y a los discursos médicos. Han organizado intervenciones, lecturas y programas públicos con museos, centros de arte, universidades y espacios autónomos.

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ACELERACIONISMO MUSICAL Y DANZAS INHUMANAS EN EL CYBERFEUDALISMO

BIENVENIDOS A LA NEURODUNGEON. ACELERACIONISMO MUSICAL Y DANZAS INHUMANAS EN EL CYBERFEUDALISMO

En este entrevista a ¥€$Si Perse, interfaz hipersticional, artistas y djs, nos  adentramos en el fenómeno de las raves en entornos virtuales, la emergencia de otras subjetividades y en cómo ha afectado a sus proyectos la llegada del COVID-19. Al final, les proponemos la lectura del texto “Baila y muere”, de Benjamin Noys recogido en el libro Aceleracionismo, compilado por A. Avanessian M. Reis, que encontrarán para descarga directa.

Entrevista por Marta Echaves y Ezequiel Fanego

 

En primer lugar para quien no los conozca, queríamos preguntarles quién es ¥€$Si Perse y en qué consiste su proyecto Neurodungeon.

¥€$Si Perse es un traje de ficción —una interfaz hipersticional— que permite a sus usuarios entrar en narrativas alternativas. Actúa como punto de fuga de la realidad y como una forma de comunicación con ella.  Usamos la ficción no como una cuestión de “hacer creer” sino como una herramienta con la que forjar lo real para aproximarnos mejor a la experiencia histórica y contemporánea. Una huida ante la realidad impuesta, en favor de especulativos escenarios posibles e impulsos utópicos futuristas. Somos artistas hiperrealistas pero de dimensiones paralelas.

¥€$Si Perse es una para-persona que habita el reino avatar, sintetizada como resultado del interés colectivo en los conceptos cyborg/otherkin. Manifestándose, formal y performativamente, en un personaje RPG (Role Play Game) -a Radical Xenofaery-prisionera en la Neurodungeon de un escenario €conomístico Cybermedieval, donde elementos de Ciencia-Ficción colapsan con Fantasía de espada y brujería.

“NeuroDungeon” es un término que acuñamos y que empezamos a utilizar como etiqueta para definir lo que hacemos como ¥€$Si y al mismo tiempo construir puentes entre nosotrs y otrs artistas que parecen resonar con él. “NeuroDungeon” es un paraguas conceptual que engloba un movimiento artístico especulativo, un género musical ficticio, una tribu potencial, un club interdimensional, una corporación Sci-Fi Fantasy. Es una representación del estado emocional del cognitariado, el proletariado cognitivo, haciendo hincapié en los aspectos físicos, neurológicos y psicológicos de ls trabajadores involucrados en la economía de red, post-industrial y de producción inmaterial. Neurodungeon como escenario de la mazmorra mental en la que estamos encerrads y cuyos gatekeepers son los sistemas de producción tardocapitalistas, la precarización y el cyberfeudalismo.

NeuroDungeon se presenta en 2020 como un colectivo de música electrónica cuyo núcleo está formado por Kaverna, Bartolomé y ¥€$Si Perse, cuyo primer Quest es NeuroXcape, una rave-santuario virtual. Nuestro desafío ya no es sólo crear zonas temporalmente autónomas sino mentes -a largo plazo- autónomas fuera de matrix.

Sus proyectos ya venían apuntando hacia un tipo de trabajo experimental en torno a los espacios, los cuerpos y los encuentros, ¿En qué medida la llegada del confinamiento ha acelerado o transformado estas experiencias?

Nuestra práctica gira alrededor de la mutación de la performance artística institucional con variaciones meméticas que vienen desde formalizaciones performativas populares como los contextos de fiesta (usando el DJ Set como formato), Convenciones de Cosplay / Larp (Rol en vivo) y Comunidades Online. Llevamos trabajando / jugando con estos conceptos durante mucho tiempo y como nuestro medio es predominantemente virtual el siguiente paso lógico era lanzar una e-rave. Debido a la infraestructura y los medios económicos disponibles para nosotrs, simplemente parecía la forma más viable de montar algo. NeuroXcape fue concebida desde NeuroDungeon (Kaverna, Bartolomé y ¥€$Si Perse) antes del brote del virus COVID-19. Aún así, esta inusual situación de cuarentena sólo parecía proporcionar al proyecto de un nuevo sentido de urgencia y de un contexto adecuado, donde por una necesidad de aislamiento físico se empieza a hacer pop la idea de que lo virtual, considerado como un mundo de ficción paralelo y antagónico a lo “real” no es más que una extensión de la vida.

A nivel logístico todo se vuelve más horizontal en términos de jerarquía, no tener que lidiar con los dueños y promotores de los clubs es  asombroso. Además, tods en Neurodungeon pertenecemos a la clase obrera así que nuestros medios para acceder a los locales y algunos círculos específicos son bastante limitados. Esta situación de cuarentena parece destruir o al menos poner en modo pausa el status quo anterior así que, de alguna forma, por fin nos sentimos libres de hacer lo que queremos hacer según nuestras propias condiciones.

NeuroXcape se desarrolla en el entorno virtual de Club Cooee (una aplicación aún en fase beta, lo cual genera ciertas limitaciones, inestabilidad y glitches) y es streameada en Twitch. Por otro lado el url-festival de 15 horas de duración desarrollado en IMVU “Nu:Cenosis (an artificial biological community built upon a degraded ecosystem. unite as flesh and pixel)” es un proyecto colaborativo con otras fiestas virtuales como HurtFree Network (NY), UNSEELIE (NY), WWWF (Pittsburgh) y Trance Nation (L.A.). 

La gente se ha involucrado mucho creando y compartiendo sus avatares en la primera edición y ha seguido implicada tanto en la segunda edición como en el festival. Suponemos que gran parte de esa implicación vendrá por la necesidad de ocio, escape y socialización derivados de la situación de confinamiento global. Durante este tiempo hemos ido viendo como han aparecido una gran cantidad de propuestas autogestionadas de ocio virtuales y en streaming, también hemos visto como muchas instituciones culturales han intentado dar ese salto de manera muy problemática (debido a la precarización que supone). Por otro lado nuestros referentes vienen desde las primeras comunidades virtuales como Second Life, videojuegos / simuladores de vida, fantasía urbana, ciencia ficción, filosofía, arte, etc; pensamos que gran parte de la comunidad que se ha formado en torno a Neurodungeon comparte este imaginario con nosotrs y que debido a eso también hay una conexión e implicación más allá de lo contextual.

“NeuroXcape fue concebida desde NeuroDungeon (Kaverna, ¥€$Si Perse y Bartolomé) antes del brote del virus COVID-19. Aún así, esta inusual situación de cuarentena sólo parecía proporcionar al proyecto de un nuevo sentido de urgencia y de un contexto adecuado, donde por una necesidad de aislamiento físico se empieza a hacer pop la idea de que lo virtual, considerado como un mundo de ficción paralelo y antagónico a lo ‘real’ no es más que una extensión de la vida.”

¿Cómo describirían las interacciones en estos contextos? ¿Cómo se resignifica o se transforma la experiencia del DJ, de los cuerpos que bailan, de los cuerpos que se cruzan y se seducen en estos espacios?

Los videojuegos son máquinas de subjetivación. Cuando usamos un avatar en un juego, simulamos, adoptamos o probamos diferentes identidades. Los videojuegos, al igual que otros artefactos culturales, nos interpelan sobre la constitución del sujeto de una manera fantástica, hiperrealista o híbrida. Pero estas identidades dentro del juego nunca están totalmente separadas de las opciones proporcionadas por las construcciones culturales del contexto social en el que se desarrollan. Las virtualidades nos sacan de, pero también nos adoctrinan para asimilar estas configuraciones normativas. En su mayoría simulan las subjetividades normalizadas en el orden capitalista masculino cis-hetero-blanco.

Tanto en los metaversos sociales de IMVU como en Club Cooee, plataformas en las que Neurodungeon desarrolla e-raves, la elección de avatar está condicionada por el binarismo de género masculino-femenino. La vestimenta y complementos del avatar están también categorizados como masculinos o femeninos, siendo aparentemente no posible equipar al avatar con un elemento del género contrario. Estas identidades base requeridas por el sistema pueden ser subvertidas y “hackeadas” por ls jugadores escéptics, queer y disidentes. No solo ls jugadores a veces resisten los mensajes dominantes codificados en los videojuegos; sino que también pueden producir expresiones alternativas mediante, en el caso de la construcción de avatares, elementos agénero o pertenecientes a imaginarios posthumanos y trans-especie, criaturas fantásticas y mitológicas, Otherkin, Furries, Bronies, Cyborg, etc.

En estos entornos virtuales nuevas subjetividades emergen, se unen, y aparecen destellos de autonomía; sin embargo no hay duda de que el alcance de tales expresiones depende en gran medida del contenido programado por sus desarrolladores.

Las drogas como el  éxtasis y el speed emergen en un contexto concreto de nuevas interfaces humano/máquina con la escena de los 90 de baile y la música electrónica, ¿creen que la incorporación a la fiesta de esta otra tecnología traerá consigo el consumo de otras sustancias? ¿Cómo dirían que estados alterados de conciencia y la droga interactúa en este contexto?

Partimos de la idea de que internet  —el ciberespacio— funciona como una droga que induce una alucinación colectiva consensuada. Una multitud de cerebros creyendo la misma ficción de conectividad, presencia virtual y corporeidad digital. Las complejas redes e interconexiones de internet son al igual que las drogas psicoactivas, más allá de la mística, sustancias de comunicación. Como dice Sadie Plant, desafiando todas las distinciones entre orgánico y sintético, la información tanto nativa como alienígena trabaja en un sistema nervioso que siempre está predispuesto a recibirla. Su introducción puede perturbar el equilibrio de los cerebros humanos, pero modulando las velocidades e intensidades a las que trabaja en lugar de sus procesos químicos.

Si consideramos el cuerpo como proxy, la transmisión de datos a gran velocidad y la consecuente saturación de información puede ser una experiencia similar a la de un subidón químico inducido por drogas. Cuando te drogas, la información se precipita en tu cerebro y eso te hace sentir que estás teniendo una revelación. Pero nadie te está revelando nada. Es auto-organización. Disuelves las estructuras de tu cerebro (lingüísticas, intencionales…) pensando y asociando conceptos de maneras que antes no podías concebir.

Centrándonos en estas plataformas de escenarios virtuales y avatares, podríamos considerar las drogas en estos medios como plugins, extensiones y add-ons no oficiales. Complementos de código que hackean ciertos parámetros y limitaciones del juego/plataforma, alterando la percepción e interacción con el sistema. En un futuro donde la inmersión en la virtualidad no sea tan primitiva como la actual y las interfaces físicas respondan más a wetware / cirugía neuronal / nanotecnología y no a hardware mecánico tipo exoesqueleto (introducir cualquier referente retro de cyborg 90s) estos plugins, expansion-packs y parches ilegales serán indistinguibles de las drogas psicoactivas. 

“Durante este tiempo hemos ido viendo como han aparecido una gran cantidad de propuestas autogestionadas de ocio virtuales y en streaming, también hemos visto como muchas instituciones culturales han intentado dar ese salto de manera muy problemática (debido a la precarización que supone). Por otro lado nuestros referentes vienen desde las primeras comunidades virtuales como Second Life, videojuegos / simuladores de vida, fantasía urbana, ciencia ficción, filosofía, arte, etc; pensamos que gran parte de la comunidad que se ha formado en torno a Neurodungeon comparte este imaginario con nosotrs y que debido a eso también hay una conexión e implicación más allá de lo contextual.”

https://www.youtube.com/wathttps://www.youtube.com/watch?v=Mulqg1612AI&feature=youtu.be&t=3131ch?v=XHOmBV4js_E

Tenemos la sensación de que estos contextos virtuales de fiesta no pueden ser pensados desde la dicotomía bios/digital, o cuerpo/avatar, sino que abren un nuevo sensorium con otras potencias políticas. En estos términos, ¿qué posibilidades abren estas nuevas cartografías del ocio, placer y lo sensible? Más allá de una nostalgia por la fiesta pre-pandemia, ¿podemos encontrar una potencia política en estas experiencias para pensar los cuerpos y comunidades del futuro?

Hemos imaginado comunidades y tribus urbanas especulativas desde que empezamos a pilotar el bio-mecha de ¥€$Si y eventualmente ahora tods formamos parte de una de ellas, algo que llamamos “Cenobytes”, una concepción de la virtualidad atravesada por elementos hikikomoris y cenobíticos. Vivir en comunidad -online- desde la reclusión y el aislamiento físico. Vivir en una expansión de lo que consideramos sociedad/humanidad, no exenta de la proyección de todo lo autoritario de la misma: Un sueño-pesadilla de conectividad que, superando el utopismo y la pretendida trascendencia de sus orígenes, solo nos hace más conscientes de no poder escapar de la materia, ya sea esta carne o hardware. La tecnología ha colonizado tanto nuestros cuerpos como nuestras interacciones, con los demás y con el espacio; las redes sociales, su impacto y consecuencias son un ejemplo obvio. Una de las nociones residuales que creemos que se ha roto de manera temporal esta cuarentena global es el binomio realidad vs. virtualidad, en donde lo digital se ubicaba en el plano de lo ficticio y en una dimensión paralela de veracidad. Forzads a relacionarnos socialmente de manera casi exclusiva a través de redes online parece que el meme de la realidad está siendo puesto en cuarentena también. (Btw la noción de realidad virtual siempre nos ha parecido bastante obsoleta, ligada al marketing y a la dicotomía real-falso). Los debates sobre la validez del artificio de la experiencia han sido superados por el simulacro de una era digital que se preocupa poco por tales distinciones. Los paisajes virtuales no son ni verdaderos ni falsos, ni reales ni ficticios, sino que simplemente están ahí.

Estando ya en este flujo de “realidades aumentadas”, donde son válidas formas de relacionarse que hasta ahora eran consideradas patológicas y antisociales, aparece la necesidad de espacios propios alejados de plataformas -blackbox- sociales totalitarias como facebook (ig) que regulan el existir en red. Necesitamos espacios que nos permitan ser y expresarnos como queramos (sin censura a lo subalterno) y donde las relaciones no estén mediadas por el networking sino por la xenofamiliaridad. Aquí no podemos dejar de ver la contradicción aparente de querer escapar de estas plataformas y modos usando las mismas plataformas y estrategias. Estamos en una situación de intentar usar-diferente dichas plataformas que al final devendrá en la aparición de microredes sociales no corporativas autogestionadas y reguladas por ls propis usuaris. Una nueva virtualidad social fruto de las capacidades productivas y liberadoras de la multitud. Algo parecido a espacios okupas en red. Ahora mismo somos muchas jugando a esa ficción, pero aún estamos jugando en campo enemigo. Los gobiernos y sistemas hegemónicos siempre han tenido un problema con la gente que se congrega, siempre han temido a la horda y al desorden-reorden popular. Y una rave o e-rave es como un disturbio colectivo constructivo, son plataformas valiosas de conexión, organización e intercambio de información. Otros mundos son posibles dentro de estos universos virtuales potenciales. 


Descargá “Baila y muere”, de Benjamin Noys, incluido en Aceleracionismo, compilado por A. Avanessian M. Reis

¥€$Si PERSE (b.2015, Internet): PsyAvatar RPG economístico que lucha para producir paraísos artificiales y fantasías cybermedievales más allá de la #neurodungeon. Ha recibido el premio Art Jove 2019 a creación, ha sido artista residente en hangar.org (centro para la investigación y la producción artística en Barcelona) y ha actuado tanto en el marco institucional – Transmediale Festival HKW (Berlin), V2_ Lab for the Unstable Media (Rotterdam), MACBA (Barcelona), LaCapella (BCN), Naves Matadero (Madrid), IVAM (Valencia) – como en la escena club – Mordorkore (Berlin), Marabú (BCN), Valle Eléctrico (Madrid), Hardcore Wizards (BCN). Fundadoras de NeuroDungeon junto a Kaverna y Bartolomé, cuyas primeras acciones han sido las raves virtuales NeuroXcape (Club Cooee) y Nu:cenosis (IMVU).

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