LA CRISIS DE LO CORRIENTE Y LO CORRIENTE COMO CRISIS

 LA CRISIS DE LO CORRIENTE Y LO CORRIENTE COMO CRISIS

Por Moira Pérez  

1. 

Con el comienzo de la pandemia del COVID-19 y la emergencia sanitaria, muchxs empezamos a recibir diversas invitaciones para hablar o escribir sobre un conjunto de problemas que parecían haber llegado a la agenda pública junto con el virus: desde violencia contra las mujeres en el ámbito doméstico hasta el hacinamiento carcelario, desde represión policial en el espacio público las hasta políticas de cuidado, o las decisiones difíciles que deben que tomar los sistemas de salud con recursos escasos. Temas que pocas veces se abordan en los medios de comunicación o en las redes sociales tomaron cada vez más centralidad, y se escucharon todo tipo de intervenciones, mal y bien informadas, y mal y bien intencionadas. Para quienes llevamos años trabajando sobre alguna(s) de estas cuestiones se trata de un fenómeno llamativo, pero a la vez incómodo. Por un lado, creemos que estos temas deben estar en la agenda pública, y cuando sucede lo sentimos como un pequeño triunfo. Pero por otro, responder a la invitación para hablar acerca de “esto que está pasando ahora” tiene un aire a lo que en filosofía se ha llamado una “falacia de la pregunta compleja”: si acepto, no estoy respondiendo afirmativamente a una sola pregunta (¿querés venir a hablar sobre x?) sino a dos (¿querés venir a hablar sobre x? y ¿este tema del que vamos a hablar es algo que surgió ahora con el COVID-19?). Pocxs estarían dispuestxs a responder afirmativamente a la segunda pregunta, porque ese es el mundo en el que viven desde hace décadas, y/o porque han seguido de cerca las mutaciones y desarrollo de estos problemas a lo largo de los años. Hablemos entonces, decimos, pero partiendo de la base de que hay aquí un desacuerdo fundamental en nuestra percepción de la temporalidad. O, para hablar más precisamente, en nuestras figuraciones temporales: las variadas maneras en las que organizamos el tiempo a través de las representaciones que producimos y reproducimos (narraciones históricas, relatos cotidianos, o discursos que circulan socialmente acerca del presente, el pasado y el futuro). Hay algo que puede parecer nuevo pero no lo es; algo que habla del presente, de un acontecimiento puntual, pero que a la vez es una forma de vida, es “la vida”.

Algo similar sucede al reencontrarse con El optimismo cruel de Lauren Berlant. Parece que está hablando de hoy, de lo que está sucediendo en este preciso instante. Nociones como “incertidumbre”, “adaptación”, “crisis corriente”, “desgaste”, y el impacto que todo ello tiene sobre nuestra vida afectiva, recorren el texto y también dan forma a esta experiencia cotidiana (que ya conocemos, pero que de repente es compulsivamente rotulada como “en tiempos de Coronavirus”). No obstante, El optimismo cruel es un libro del 2011. Tal familiaridad no es casual, y de hecho Berlant nos ofrece un repertorio potente de ideas para entender este extraño fenómeno temporal. Lo que aparece como extraordinario, advierte la autora, “siempre resulta ser la amplificación de algo que ya estaba en funcionamiento, en el mejor de los casos la ruptura de un límite lábil, no un punto de partida después de dar un portazo. En el impasse que produce la crisis, el ser se mantiene a flote; principalmente, se ocupa de no ahogarse”. ¿Hace cuánto que conglomerados enteros de la población dedican su vida entera a “no ahogarse”?

2. 

Hay un sentido en el que “la crisis del COVID-19” no es en absoluto novedosa. La idea de que estamos en una crisis es recurrente en nuestros tiempos, y hasta es una especie de lugar común decir que en la Argentina somos expertxs en crisis (y en cómo reinventarnos después de cada una de ellas). Sin embargo, Berlant y otrxs han señalado la trampa de esta figuración temporal: presentar una problemática social como algo pasajero que puede ser recortado en el tiempo, por un lado desconoce el arraigo de dicha problemática en el tejido social y la historia, su funcionalidad de larga data, y por el otro justifica intervenciones “de urgencia” que abren exclusas (disciplinamiento, represión, control, coerción, eugenesia pasiva) que luego no se cerrarán. Es fundamental, por lo tanto, resistir esta retórica (este “género”, diría Berlant) y reconocer que no estamos ante una crisis de lo corriente, sino que lo corriente mismo consiste en un permanente estado de crisis: “la destrucción de los cuerpos por el capital no es sólo una crisis del juicio en el presente afectivo, sino una condición ético-política de larga data”. Con esto, por supuesto, la palabra “crisis” pierde gran parte de su sentido, y resulta más adecuado hablar de lo que Berlant llama “ambientes temporales” y del desgaste de poblaciones que ella denomina “muerte lenta”.

La “crisis” emerge, se hace visible, cuando los sistemas de crueldad del mundo alcanzan a los sujetos equivocados, aquellos que no deberían padecerlos: allí vemos el colapso del sistema de salud, la represión policial, el hambre, la precarización laboral. Pero antes, durante, y después de “la crisis”, franjas enteras de seres humanos están expuestas a la muerte lenta: ese “desgaste físico de una población en el sentido de su deterioro físico, entendido como la condición que determina su experiencia y su existencia histórica”. En la misma línea que, desde la otra punta del mundo, ha señalado Achille Mbembe con la idea de “humanidad excedente” o “personas que sobran”, se trata de poblaciones ante las cuales “el Estado ya no tiene la obligación de hacer retroceder su violencia constitutiva” (Mbembe, Brutalisme, 2020). La muerte lenta, nota Berlant, no es un evento puntual y llamativo, ni una crisis precipitada por una serie de acontecimientos reconocibles, sino un modo de relación social, una experiencia que “se sitúa al mismo tiempo en el ámbito del extremo y en la zona de lo corriente”, al punto que deja de llamar la atención. Se trata de un sentido común que empapa todos los vínculos, prácticas e instituciones con las que nos relacionamos a diario, pero que afecta sólo a aquellos sujetos “que sobran”, un precariado “marcado para el agotamiento” y el desgaste.

Todas las ilustraciones de esta nota son de Pao Lunch instagram.com/paolunch/

Paradójicamente (o no), el momento de crisis tampoco desencadena un proceso de transformación, sino solamente uno de adaptación para que ese mismo orden pueda seguir funcionando. El nuevo imperativo al que hay que adaptarse es, precisamente, el imperativo de la adaptación. Como consecuencia, se genera “una nueva esfera pública precaria definida por debates acerca de cómo reelaborar” —nótese: no “terminar con”, sino “reelaborar”— “la inseguridad del presente actual”. La discusión no orbita en torno a la muerte por goteo de enormes sectores de la población, sino a cuál será la dosis justa para que ese goteo sea suficiente para no despertar sospechas de necropolíticas de gestión estatal, pero no demasiado para que el capital “no vaya a pérdida”. En las crudas palabras de Berlant, la evidencia de una crisis “marca un límite, no en la conciencia pública, estatal o corporativa acerca de si es lícito o de qué manera podría serlo sacrificar el cuerpo del trabajador a la ganancia comercial, sino acerca de qué tipo de sacrificio contribuye mejor a la reproducción de la fuerza de trabajo y a la economía de consumo”. Lo que estamos viendo en estos tiempos de pandemia, y lo que en última instancia preestablece las reglas del juego, es un rotundo estrechamiento del horizonte político en el que sólo podemos hablar la lengua de la precarización, la represión, y el sacrificio de poblaciones “excedentes”. Reducción de daños para algunxs, maximización de ganancias para otrxs: esos parecerían ser los límites de gran parte de las conversaciones que estamos sosteniendo por estos días.

“La idea de que estamos en una crisis es recurrente en nuestros tiempos, y hasta es una especie de lugar común decir que en la Argentina somos expertxs en crisis (y en cómo reinventarnos después de cada una de ellas). Sin embargo, Berlant y otrxs han señalado la trampa de esta figuración temporal: presentar una problemática social como algo pasajero que puede ser recortado en el tiempo, por un lado desconoce el arraigo de dicha problemática en el tejido social y la historia, su funcionalidad de larga data, y por el otro justifica intervenciones ‘de urgencia’ que abren exclusas (disciplinamiento, represión, control, coerción, eugenesia pasiva) que luego no se cerrarán.”

3. 

¿Qué hacen las personas ante este panorama desolador? Berlant nos muestra cómo, en muchos casos, invertimos en lo que llama “optimismo cruel”: “la proyección de una fantasía que sostiene, pero es improbable” (p. 338) o incluso perjudicial para alcanzar la “buena vida” que queremos. El apego, de acuerdo con la autora, es optimista en tanto se ilusiona con “un manojo de promesas” (p. 57) que entendemos como llaves para acceder a la vida que deseamos. Sin embargo, a veces esa ilusión transporta su propio veneno: podemos invertir en “un objeto/escena de deseo” que “es en sí mismo un obstáculo para la satisfacción de esas mismas apetencias que atraen a las personas hacia él” (p. 409). Ciertamente es cruel: depositar nuestra ilusión y nuestros esfuerzos en algo que soñamos que nos quitará de este estado de mera subsistencia, de mantenernos a flote en medio del derrumbe, pero que en realidad es algo que, de hacerse realidad, o nos pasará por el costado o nos alejará aun más de nuestro objetivo.

Para quienes ven la inviabilidad de ese optimismo, puede resultar incomprensible cómo la gente a nuestro alrededor invierte tanta expectativa en su promesa: “¿por qué las personas mantienen su apego a determinadas fantasías convencionales de la buena vida”, pregunta Berlant, “habiendo sobradas pruebas de su inestabilidad, su fragilidad y sus costos?”. Quizás en estos días, esa pregunta haya tomado para muchxs la forma de: ¿cómo pueden pedir más militarización, más intervención de las fuerzas represivas del Estado, más ajuste y menos redistribución para resolver la emergencia económica y social que ha desencadenado esta pandemia? ¿Cómo pueden pensar que eso les va a llevar a una vida más “segura”, más tranquila, sin sobresaltos? Y sin embargo, el imán del optimismo cruel sigue rindiendo sus frutos, tal vez porque nos da un sentido de nuestro lugar en el mundo, o porque apuntala la idea de que esas fantasías de una vida vivible están al alcance de nuestra mano. La hipótesis de Berlant parecería ser que “el optimismo es una escena de sostenimiento negociado que vuelve soportable la vida tal como ésta se presenta”. Quizás ese optimismo sigue siendo posible por la misma cotidianeidad de la muerte lenta, que de tan ordinaria ya forma parte del paisaje.

“Lo que estamos viendo en estos tiempos de pandemia, y lo que en última instancia preestablece las reglas del juego, es un rotundo estrechamiento del horizonte político en el que sólo podemos hablar la lengua de la precarización, la represión, y el sacrificio de poblaciones ‘excedentes’. Reducción de daños para algunxs, maximización de ganancias para otrxs: esos parecerían ser los límites de gran parte de las conversaciones que estamos sosteniendo por estos días.”

Sin embargo, puede ser que enfrentarnos con la incomodidad de tensionar nuestro paisaje, y llevar las preguntas un poco más allá: ¿cómo aportamos con nuestras figuraciones temporales a la perpetuación de este desgaste de la vida (en fin, de la vida como mero desgaste)? ¿Y qué optimismos crueles nos impulsan? ¿En qué manojos de promesas (incluso algunas que pueden venir de la mano del feminismo, la progresía o la izquierda) seguimos invirtiendo, aun cuando sabemos que van a envenenar nuestro proyecto de un mundo más justo?

Moira Pérez es investigadora y docente en filosofía práctica y teoría queer. Docente de grado y posgrado en la UBA, UNTREF y UCES e Investigadora Asistente de CONICET. Su trabajo se enfoca en las interacciones entre violencia e identidad: cómo ciertos sujetos son alcanzados por la violencia en función de su identidad, y cómo la identidad se forja y disciplina a través de distintas formas de violencia. Dirige el Grupo de Investigación en Filosofía Aplicada y Políticas Queer (@PolQueer)

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CAPITALISMO 2020: CUANDO ACUMULAR NO ALCANZA

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Por Piro Jaramillo

 

Ya a esta altura se repitió hasta el cansancio que a comienzos de año nadie se imaginaba esto, el devenir seres de living, cansados rabdomantes de nuestro propio ánimo que un día se levantan con espíritu de roble y perforan las capas de su propio ser para intentar encontrar —en medio de esta geología de tiempo detenido— alguna napa nutritiva desde la que articular, más o menos, un sentido que espese esta vida diluida a causa de un virus que sacudió todas nuestras convenciones, a veces jugando a ser demócratas de smart TV, y otras simplemente convertidos en tibios ludditas de redes sociales, pretendiendo terciar en el humor circundante con explosivos mensajes que se evaporan al instante.

Desde un punto de vista económico —del modo en que el propio sistema se encarga de delimitar qué es económico y qué no— a comienzos de 2020 el único problema evidente de la economía global era la persistente caída en el precio del petróleo, que también parecía evaporarse. El boom de los hidrocarburos no convencionales en los Estados Unidos y una desaceleración de la economía global habían inundado el mercado de crudo a niveles difíciles de asimilar para el anémico estado del capitalismo actual. Ese boom también lo había comenzado a experimentar a Argentina luego de la expropiación de YPF, su alianza con Chevron y el acelerado impulso a los yacimientos de petróleo y gas no convencionales en Vaca Muerta, que nos había hecho soñar con la soberanía energética y más fundamentalmente con la posibilidad de acceder a nuestra divisa más preciada después de la bandera azul y blanca: los dólares emitidos por el Tesoro estadounidense. Parecía que al fin íbamos a tener un stock asegurado de divisas, sin tener que entrar en complicadas medidas de control de cambios que siempre terminan creando nuevos enemigos. Los pronósticos de crecimiento de organismos multilaterales como el Banco Mundial y el FMI eran más bien conservadores y nadie esperaba que el mundo viviera otro boom de las materias primas como se observó a comienzos de la década del 2000, cuando China empezó a convertirse en el principal importador mundial de commodities —soja para alimentar al ganado porcino, cobre y mineral de hierro para la industria pesada— a la vez que marcaba una diferencia con su principal rival ampliando su influencia política sobre sus socios comerciales no con el látigo sino con la chequera, mediante préstamos para financiar esas mismas exportaciones o para fortalecer sus reservas de divisas mediante swaps cambiarios. El panorama no era alentador pero nadie esperaba que empeorara así.

Que el inicio de la pandemia haya tenido a China como epicentro parece producto de una coincidencia abusiva: el país que desde hace ya dos décadas le disputa a los Estados Unidos su corona como principal economía y actor político mundial de un día para el otro se vio forzado a la parálisis. La industria se detuvo y las importaciones de commodities se fueron a pique, generando el absurdo fenómeno de que el precio del crudo perforara su piso y se ubicara en niveles negativos. Los exportadores no solo ofrecían su producto gratis, también estaban dispuestos a pagar los costos de almacenamiento para quienes tuvieran espacio físico para alojar miles de millones de barriles que flotaban en buques petroleros en alta mar. La marea de esta flota fantasma anclada en medio de la pandemia se sumaba al paisaje de aeropuertos ociosos en cuya pista de aterrizaje todavía duermen miles de aeronaves que ya ni siquiera esperan poder volver a volar, sino simplemente volver a manos de sus dueños originales, quienes habían hecho un buen negocio alquilando aviones a las compañías aéreas y ahora asumen su desesperación interponiendo recursos legales ante tribunales de quiebra de distintos países del mundo para recuperarlos. El futuro era ominoso pero se agudizó ante la caída abrupta en la demanda global. Y también a causa de la ineptitud del sistema para lidiar con su propia inercia, expresada en la incapacidad de asimilar un torrente imparable de hidrocarburos proveniente del subsuelo (sin poder frenar la producción ni tener lugar para almacenarla) y en un parque aéreo que pasó de ser un sinónimo de movilidad y globalización a convertirse en un silencioso cementerio de acreedores.

La respuesta global a la pandemia nunca pudo ser menos global: en cada país cada gobierno resuelve conforme a sus intuiciones ideológicas la estrategia que mejor le cabe para lidiar con los efectos de la crisis, aunque más temprano que tarde el debate público va quemando proteínas gracias a la gimnasia maniquea de los medios y al final se ve reducido a una fórmula raquítica: o salvamos vidas o salvamos la economía. No se sabe si los gobiernos aplican medidas de aislamiento más o menos restrictivas o lisa y llanamente inexistentes por motivos humanitarios o fiscales (el paradigma dominante nos ha hecho creer que la política fiscal nunca puede ser una política humanitaria), pero sí parecen hacerlo en línea con lo que piden sus votantes, los hashtags y los grupos de influencia. En todos los casos hay una interrogación permanente respecto al rol de lo político como herramienta para paliar los efectos de la crisis, algo que a algunos les huele rancio porque huele a Estado, una entidad que dábamos por muerta a manos de las corporaciones desde hace por lo menos dos generaciones atrás.

Por momentos da la sensación de que la larga lucha por derrotar al coronavirus se diera entre estas dos entidades antagónicas y muy diferentes en su escala: es el virus contra el Estado. El Estado contra el virus. Desde ese enfoque, el Covid-19 podría ser visto como la segunda cosa más pequeña que genera un colapso general de la economía en 2008 después de las hipotecas subprime, otra entidad minúscula y escondida debajo de miles de capas de derivados financieros que no se pudo desmantelar a tiempo antes de que explotara. La génesis de sendas entidades destructivas parece haberse filtrado entre las grietas del control estatal, mientras nosotros perdíamos tiempo comentando consumos culturales a la luz de la nueva economía de servicios. Los esquemas piramidales de Bernie Madoff y la nanotecnología financiera detrás de los derivados causaron un cimbronazo económico enorme que puso a la Reserva Federal a inyectar estímulos monetarios a una escala tan grande que dejarían pálido hasta al más heterodoxo de los heterodoxos. La medida fue espejada del otro lado del Atlántico y hasta en Japón, donde la compra de bonos soberanos y privados (un “keynesianismo financiero”, como lo llama Nick Srnicek en Capitalismo de plataformas) comenzó a convertirse en el nuevo paradigma económico. Parecía que las políticas de austeridad perdían momentáneamente la pulseada.

La respuesta ante la pandemia parece ir en la misma dirección que hace poco más de diez años: ante el pavor generalizado del virus, miramos al único actor que sigue en pie y puede articular una respuesta en medio de la parálisis. Mientras las poblaciones más vulnerables se hacen oír como pueden para evitar profundizar su miseria, los ricos se sientan en sus colchones de efectivo mientras hacen lo que mejor saben hacer en épocas  de crisis: reducir inversiones y recortar empleos. Ante la ineptitud del mercado para resolver por sí solo la abrupta caída en la demanda, es el Estado el que parece tener que salir a ayudar a ambos sectores, además de todos los que se encuentran en la franja intermedia. A esta altura de la vida bajo estado de pandemia no queda otra que rendirse a la evidencia que nos presentaron muchos pensadores durante estos últimos meses: que en su microscópica pero masiva deriva de contagio el Covid-19 fue capaz (al menos durante una pequeña fracción de segundo en la larga línea de la historia) frenar la lógica del capital y su penetración profunda en nuestros hábitos cotidianos. Tal vez porque la economía financiera de la actualidad y el virus se parecen: su existencia radica en una lógica que escapa a nuestra vista y a la que solo podemos acceder mediante una abstracción. Un seguro contra default o un contrato de dólar futuro no es muy distinto en su constitución ni en sus efectos que el coronavirus: son entidades recubiertas de capas que circulan libremente en el medio social y con efectos secundarios perjudiciales. También ambas necesitan un huésped para reproducirse: la condición de existencia del coronavirus es un cuerpo, mientras que detrás de los miles de disfraces de una hipoteca subprime hay, siempre, una vivienda lista para ir a remate. Tal vez el capital estaba esperando el momento en que le llegara un enemigo de su tamaño. La pelea de David contra David.

“La economía financiera de la actualidad y el virus se parecen: su existencia radica en una lógica que escapa a nuestra vista y a la que solo podemos acceder mediante una abstracción. Un seguro contra default o un contrato de dólar futuro no es muy distinto en su constitución ni en sus efectos que el coronavirus: son entidades recubiertas de capas que circulan libremente en el medio social y con efectos secundarios perjudiciales.”

Nos quedamos en casa mientras las mercancías se siguen moviendo, algunas incluso a mayor velocidad que antes. El desarrollo del comercio electrónico que vimos hasta ahora parece haber sido solo el ensayo, la puesta a punto de un sistema reticular más extendido donde ya no hacen falta comercios ni locales abiertos para vender y comprar; como si la noción de espacio público que experimentamos durante estos meses se hubiera reducido a algunas contadas salidas recreativas, a largas colas para abastecernos de alcohol (en gel y del otro) y al mundo feliz de la fibra óptica. Aunque tal vez este movimiento sea una excepción en medio de una depresión generalizada, de la demanda y de nosotros mismos.

La ortodoxia monetarista y los empresarios que hasta ayer reclamaba a los gobiernos dejar de imprimir dinero o bonos para rescatar a países como Grecia ahora reclama con soltura préstamos a tasas bajas y déficit público. Imprimir dinero no es un problema, dicen ahora. Hay que proteger las fuentes de trabajo, se escucha en las videoconferencias, mientras en la sala de al lado los empleados de recursos humanos mandan mails ofreciendo programas de retiro voluntario y analizan la legislación laboral vigente para ver cómo pueden hacer para echar a la mayor cantidad de gente pagando lo menos posible.

La política predatoria de los bancos, con su tendencia a elevar las tasas de interés o el spread entre préstamos y plazos fijos para maximizar sus ganancias, parece revertirse cuando esos mismos bancos o algunas empresas asociadas le piden dinero al Estado. ¿Por qué nos escandaliza más que en un contexto de crisis un gobierno intervenga una empresa privada para evaluar su expropiación con apoyo del Congreso, como en el caso de Vicentín —una de las empresas agroexportadoras más grandes de la Argentina— que el hecho de que compañías multinacionales con enormes masas de capital fijo y flujo de caja reclamen como un derecho natural el otorgamiento de préstamos o exenciones impositivas para sobrevivir? ¿A quién se le ocurrió volver a pensar que tras la indigna derrota del 2008, con prestigiosos bancos de inversión reducidos a meras oficinas vacías en Manhattan, Frankfurt y Londres, el capital y el mercado eran buenos gestionando algo? Pueden gestionar maravillosos esquemas de abstracción monetaria, pero no pueden gestionar el bienestar.

La pandemia está sirviendo entre otras cosas para poner al descubierto las  laceraciones que el neoliberalismo ha causado en nosotros, y volver a mapear el campo de amigos y enemigos de la vida. La reacción de muchxs periodistas y comentaristas a las medidas estatistas en algunas partes del planeta parecen síntomas del sistema ante una amenaza a su reproducción (el capital es sin duda más hábil y más rápido que nuestro organismo para generar anticuerpos). Los medios y redes sociales son el campo de batalla de esta guerra subsidiaria: estatistas se pelean con libertarios preguntándose cuán visible debe ser la mano del Estado ante la amenaza de la desaparición del mercado. La clase empresaria se golpea el pecho en público hablando mal de las expropiaciones pero en privado agradece servilmente los rescates. Al fin y al cabo no les molesta el costo fiscal, lo que les duele es su principal contradicción y la de toda la sociedad: que bajo las reglas actuales ser dueño de los medios de producción ya no alcanza para sobrevivir, ya que la tendencia a la concentración del capital pronto convertirá a los capitalistas menos capaces de capear esta crisis en flamantes desposeídos. Ante esta posibilidad tal vez sea más urgente que nunca abandonar la economía como relato y modo de explicación del mundo; tal vez sea hora, como sostiene el poeta escocés John Burnside en un hermoso ensayo publicado en la revista Hablar de Poesía, de abrazar otra ciencia: una filosofía del habitar que incluya a todas las cosas vivientes y no vivientes, y que se base en el principio de no dañar o dañar lo menos posible. O como también propone Bifo: que la calidad de vida no sea la cantidad de equivalente monetario que tengo, sino la calidad de vida que puedo experimentar.

Al momento de la publicación de este texto Argentina intenta renegociar una deuda de miles de millones de dólares con grandes acreedores que pelean centavos de dólar del valor de un bono (bonos de deuda soberana emitidos hace quince años cuya trazabilidad, después de haber cambiado tantas veces de manos, es más difícil de detectar que la de un caso positivo de Covid). La mayoría de los países han levantado ya sus cuarentenas y entran como pueden en la nueva normalidad, con cientos de miles de muertes a sus espaldas. Las víctimas de las reestructuraciones de deuda, sin embargo, no las hemos terminado de contar. 

Alfredo “Piro” Jaramillo (Neuquén, 1983) es periodista y escritor. Fue editor del servicio internacional de noticias en español de la agencia alemana Deutsche Presse Agentur (DPA) y redactor de economía y finanzas en la agencia Télam. Notas suyas han sido publicadas en diarios y agencias como La Vanguardia y EFE (España), Infobae, Perfil, Página/12, Río Negro, y Tiempo Argentino, y en las revistas Noticias, Brando, La Mano, entre otras. Colaboró con la cadena de televisión alemana Deutsche Welle y trabaja como stringer para el servicio de noticias financieras REDD Intelligence. Publicó varios libros y plaquetas de poesía y tiene un proyecto musical llamado Valle del Insomnio (valledelinsomnio.bandcamp.com).

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REASSEMBLING HISTORIES BY PUTTING THEM INTO BODIES THAT DANCE

REASSEMBLING HISTORIES BY PUTTING THEM INTO BODIES THAT DANCE

Por Sonia Fernández Pan

PLAY — Nunca he entendido muy bien la gran repercusión de esa idea que dice que escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura. La comparación que busca es intencionalmente absurda, pero creo que lo absurdo en ella es la desvinculación implícita que propone entre el acto de bailar y la arquitectura desde su significado literal. Bailamos sobre un suelo, que es parte de una arquitectura.  Bailamos dentro de ella. Y, a veces, hasta encima. Es más, puede que incluso podamos llegar a hacer que la arquitectura baile, especialmente cuando lo hacemos multitudinariamente, dentro de un club. Que nuestros sentidos no sean capaces de percibir algo, no implica que esto no suceda o exista. La energía que generan y emiten nuestros cuerpos no tiene por qué desaparecer en ellos.

Quizás se puede escribir sobre música con el cuerpo y no con la palabra. De acuerdo que no es escritura en su sentido más literal, pero el postestructuralismo nos ha enseñado que todo puede ser un texto. Puede que hasta el exceso. Y si no, lo suficiente como para llegar a olvidarnos de la materialidad constituyente del cuerpo durante bastantes años. El baile como un tipo de escritura a través del cuerpo en el que este no solamente metaboliza música o sonido -una palabra con más distinción intelectual que la anterior-, sino que funciona por re-apropiación, asimilación y expulsión. La re-apropiación, uno de los gestos icónicos de la cultura dj, es algo que también sucede en la pista de baile. Cultura de baile es seguramente un término más generoso y equitativo que da a entender que no toda la acción pasa por el cuerpo de alguien que tiene un estatus diferente dentro de un sistema de relaciones con numerosos elementos, humanos y no humanos. Este término, además, elogia el baile -y, en consecuencia, el cuerpo- como el principal elemento de una cultura donde muchos preferimos permanecer en el anonimato. Porque su placer puede llegar a ser más grande que el de los nombres propios y los aplausos.

A pesar de su relación de dependencia, siempre he pensado en lo diametralmente opuesta que puede ser la cabina de dj a la pista de baile. Cabina es quizás un término obsoleto ahora que los dj’s se colocan frecuentemente sobre un escenario, un espacio heredado de otras formas culturales relacionadas con la representación y, en consecuencia, con la actuación. Y esta diferencia no se encuentra sólo en el hecho de que por un escenario pasen más hombres que mujeres -de hombres que ocupan más espacio del que les toca también está llena la pista de baile-, sino por su autocomplaciente machismo frente a la supuesta deconstrucción de género de la pista de baile. Una posibilidad que existe en potencia o en estado latente. No obstante, pocas cosas me fascinan tanto como el techno. Una categoría que tiende a englobar el total de la cultura de baile pero que, en un sentido mucho más preciso y acertado, se refiere a una parte muy concreta de ella. Si el techno me fascina más que otras músicas o culturas de baile es por su extraordinaria capacidad para convertir la extenuación en exuberancia. Pero con techno no me refiero solamente a un tipo de música, sino a un manera de entender nuestra relación con ella y entre nosotros.

Con respecto a la momentánea deconstrucción de género en la pista de baile los años han demostrado que el futuro no siempre es más subversivo que el pasado. Se me ocurre que hablar en masculino, de manera consciente, como un gesto de apropiación y no de sumisión, también puede ser una forma ligera de alteridad. Una estrategia lingüística para ser él y no ella. Una estrategia cobarde y propensa al equívoco. Seguramente hay mejores maneras para poner en práctica la alteridad. Aunque tampoco me interesa ser un otro cuyos privilegios me molestan y perjudican. Pero sería deshonesto negar que de niña quería ser niño. Como tantas otras mujeres, he practicado formas inconscientes de misoginia a través del deseo. Durante la infancia, pero también en etapa adulta.

Dice el diccionario que la alteridad es la capacidad de ser otro o ser distinto. El diccionario no es neutro en sus definiciones. Está impregnado de ideología. Mi procesador de texto también lo está. Por ejemplo, me señala que “alteridad” es una palabra incorrecta. De tan contradictorio llega a ser irónico e incluso gracioso. Una herramienta que me permite ser otra, ser otro, ser distinta, ser distinto, me indica que el término para esta posibilidad no existe dentro de su archivo limitado de palabras. Pero para ser distinta a algo, tendría que entender o fijar primero que es ese “algo” de lo que quiero distanciarme. El deseo de lo ajeno se construye desde cierta relación de proximidad. La sensación de que lo ajeno tiene algo de nosotros que queremos conocer, pero también que otros reconozcan.

Es posible que la alteridad exista sólo en relación con un otro, singular o múltiple. Como durante el sexo, donde uno siempre es distinta dependiendo del otro, de la otra, con la que nos acostemos. El sexo como una práctica de alteridad de baja intensidad. O como en una pista de baile, donde es posible ser otra, ser otro, a través del movimiento. Imitar otro cuerpo sin salirse del propio. Sin tener que tocarlo. O sin que esa otra persona sepa que la estás incorporando a tu cuerpo. La música como materia de contacto. Recoger el movimiento de alguien que está cerca. No importa su nombre. Tampoco quién es o qué hace. Importa que te gusta como baila. Tanto como para querer ser ella, ser él. Metabolizas ese movimiento y lo incluyes en tu cadena de pasos de baile. Comunicar con un lenguaje prestado. Comunicarse con el otro con el lenguaje del otro. Traspasar fronteras geopolíticas con la repetición de un gesto a través de diferentes cuerpos en diferentes lugares y tiempos. Un gesto que descansa pero que no se detiene. Un virus estimulante que se expande gracias a los diferentes cuerpos, lugares y territorios en los que se instala. La alteridad en plural. Ser muchos otros a la vez. Ser desde el contagio y no desde la esencia.

You belong to Berghain! Esta es una frase que nos dijeron a Ania y a mí bailando durante una sesión de techno en Barcelona. Provenía de dos chicos de Frankfurt con unos cuerpos tan ambiguos* de leer como los nuestros dentro aquel contexto. Pero con esta afirmación no manifestaban un lugar físico de pertenencia sino nuestra participación dentro de una comunidad más grande. Actitud y comportamiento como elementos vinculantes. Entre Ania y yo, entre nosotros, pero también con otros. Una manera concreta de bailar que nos relacionaba a los cuatro dentro de aquel club. Y no es tanto que bailásemos de la misma manera que ellos – ni siquiera bailamos la una como la otra-, sino que ellos se reconocían en nuestros gestos porque reconocían otros cuerpos en nosotras que forman parte de la misma comunidad. Una pista de baile concreta que funciona como una fábrica identitaria de gestos y movimientos que son altamente reconocibles entre sus miembros en otros clubes del mundo. Este reconocimiento se manifiesta también con el cuerpo, exagerando durante unos segundos alguno de esos gestos como forma de saludo. Bailar es una forma mucho más humilde y radical de esperanto. They also belonged to Berghain.

“En una pista de baile es posible ser otra, ser otro, a través del movimiento. Imitar otro cuerpo sin salirse del propio. Sin tener que tocarlo. O sin que esa otra persona sepa que la estás incorporando a tu cuerpo. La música como materia de contacto. Recoger el movimiento de alguien que está cerca. No importa su nombre. Tampoco quién es o qué hace. Importa que te gusta como baila. ”

Hace dos años estaba bailando en un club de Tokyo. En algún momento, empecé a copiar los movimientos de una persona que bailaba cerca de mí. Meses más tarde, bailando en un club de Berlín, me di cuenta de que alguien que bailaba a mi lado estaba copiando esos movimientos que yo, a su vez, había tomado prestados de aquella persona que, seguramente, estaba también reproduciendo los movimientos de un cuerpo anterior. Y así, sucesivamente. Por un momento, fantaseé con la idea de un gesto fundacional. Un primer momento que inaugurase la historia no escrita de un movimiento en constante cambio. Una historia inscrita en los cuerpos de aquellos que somos parte de la cultura de baile. Una memoria somática que aparece y desaparece en el cuerpo colectivo de la pista de baile. Una somateca que todavía no tiene archivo. Pero la historia se basa en un entendimiento lineal de los acontecimientos que aquí no funciona. La imagen del uróboros quizás se acerca un poco más. Y no porque esta historia no tenga un principio o sea circular, sino porque conecta con formas de representación de la antropofagia.  

La figura del uróboros está conectada a la vida de un ciclo que vuelve a comenzar a pesar de las acciones para impedirlo. El uróboros me devuelve a Tokyo. En la entrada de una de las habitaciones de aquel club había un cartel que indicaba la prohibición de acceder a ella con bebidas. Como me dijo un amigo entonces “only dancing here!”. La exclusión de un elemento tan habitual como el alcohol dentro de aquella zona me hizo pensar que aquel club entendía de manera inteligente y un tanto drástica la principal función de una pista de baile. Más tarde descubriría que sencillamente se trataba de una cuestión jurídica. Aquel club no tenía un permiso legal para permitir el consumo de alcohol dentro de su sala principal, quizás por estar ubicado a muchos metros por debajo del suelo. Aquel club demostraba que también era posible bailar debajo de una arquitectura. Gracias a Kentaro también descubriría que en Japón estuvo prohibido bailar dentro de los clubes durante un tiempo. Situación que daba lugar a contradicciones tan grandes como leer “no dancing” al entrar en alguno de ellos. Pero, como en el uróboros, el ciclo no se detiene a pesar de las acciones para impedirlo. Aquella prohibición dejó de existir. No pudo someter a una comunidad que también infringe otros marcos legales. Prohibir bailar es como vetar la respiración*.

Si pienso en mis estrategias de apropiación de otros cuerpos a través de sus gestos y movimientos en relación al género, tengo una tendencia muy clara. Prefiero imitar a mujeres que hombres. Tampoco es algo que elija de manera consciente. Me gusta mucho más su relación somática con el techno. Como en toda regla, hay excepciones que la confirman. Pero han sido muy pocas. Con los años me he dado cuenta que tiendo a imitar a hombres que no bailan bajo los efectos o la inhibición de la testosterona, algo que no es tan frecuente como podría serlo. Y creo que es aquí donde la presunta deconstrucción de género en la pista de baile se cae por mi propio peso. Contradicción que aumenta si pienso en cómo el techno es una vía de acceso para gestos de feminidad que no practico en otras situaciones. Supongo que uno de los efectos de los estados alterados de conciencia es aprender a llevarse bien con el cuerpo que tenemos. Disfrutar siendo cuerpo. Dentro y fuera de un club. Practicar una forma de comunicación en la que tanto emisión como recepción prescinden del discurso y de su capital simbólico y social. Creo que fue Simon Reynolds quien afirmó que ciertas drogas son tecnología avanzada de recepción musical. Alguien que también utilizó un término frecuentemente aplicado a la tecnología como es “wonky” para referirse a las sinergia entre drogas anestesiantes y ritmos “desencuerpados”. La pista de baile como la activación de una posible utopía cyborg. Un cuerpo multiconectado y vivo que incorpora tecnología. No obstante, la sustancia imprescindible en una pista de baile es la música. Y la mejor tecnología de recepción musical, el cuerpo. Porque no sólo recibe: procesa, transforma y expulsa. Imagina que al hablar fuese posible tomar la voz prestada de otra persona. No sólo sus palabras o ideas. Esto sucede continuamente. Imagina que fuese posible hablar con la voz de otra persona. Un préstamo que, sin embargo, no le impide al otro seguir manteniendo su voz. Que no le usurpa ni arrebata nada. Es más, esa voz, ni siquiera tiene propietaria. Ni es totalmente tuya ni de la persona a  la que se la tomas prestada. Está a tu disposición pero no te pertenece exclusivamente a tí. A falta de tecnologías que permitan un intercambio de la materialidad constituyente de nuestras voces, bailar podría parecerse a ocupar la voz de otro por un lapso indeterminado de tiempo. Los gestos, además, se resisten a la autoría. No pertenecen a nadie en concreto. Son marcas de identidad que no se prestan a una posesión excluyente. Se declinan en plural. Se expanden y evolucionan gracias a formas de consentimiento anónimo. La temporalidad del préstamo la decide tu cuerpo en relación a otros. Depende del siguiente deseo de apropiación que, a su vez, depende del próximo encuentro con otro cuerpo cuya gestualidad quieras tomar prestada. De la siguiente transferencia somática que se produce. Teniendo en cuenta que los cuerpos tienen memoria, pero también desmemoria, el único peligro es que, una vez incorporado un gesto anterior, no puedas volver a tu estado anterior. Que no puedas volver a ser “tú” aunque lo intentes. Bailar es una forma de renuncia involuntaria de la identidad a través del movimiento. El estilo aquí no existe: es un tránsito de memoria irreflexiva de unos cuerpos en otros.

Probablemente un club sea uno de los pocos espacios con vocación pública donde es posible comunicarse sin tener que usar la palabra o pasar forzosamente por ella. No es necesario hablar en el sentido más estricto del término para mantener una relación de horas con alguien. Una relación en la que también existe la posibilidad de contacto físico y un cambio de orientación sexual esporádico. Dentro de una pista de baile no importa tanto si somos inteligentes o no. Qué éramos antes de entrar en ese club o qué seremos o seguiremos siendo después de salir de él. Importa la habilidad de nuestros cuerpos en relación a la música. Lo importante es bailar o, en todo caso, cómo se baila. Aunque esto podría no llegar a importar mucho cuando se es una parte minúscula dentro de un organismo mucho más grande que sigue funcionando sin nuestra presencia. Somos piezas intercambiables. Necesita la totalidad de los cuerpos, no la especificidad de un cuerpo. Somos imprescindibles en relación a un tipo de actividad que, además, consigue formas de placer descentradas de nuestra individualidad. Los que sabemos esto, dejamos voluntariamente el ego en el guardarropa, con el resto de cosas que estorban cuando se baila. Una actividad que es capaz de producir formas de erotismo distanciadas del sexo. Al menos, el que practicamos entre humanos. La cultura techno pone de manifiesto formas de relación erótica con la música que quizás hasta permiten comprender mejor un paradigma sexual que cuestiona la penetración: la circlusión. La equivalente importancia de las partes del cuerpo que rodean y envuelven cuando se trata de recibir y dar placer sexual. El techno no penetra. El techno se introduce, invade y envuelve. Esta suficiencia erótica de nuestros cuerpos en relación a la música a través del baile consigue que algunas personas podamos llegar a colocar la posibilidad de un encuentro sexual como la última de nuestras prioridades en un entorno que ofrece mayores promesas y propuestas de sexo que otros. Tener sexo implica dejar de bailar. Y dejar de bailar es como dejar de respirar.

Pero sería una deshonesto o naïve afirmar que no hay diferencias dentro de una pista de baile o dentro de un club. En la primera los hay que bailan mejor y que bailan peor. Los hay que no bailan apenas, con un estatus mayor que el de aquellos que no bailan tan bien. El mayor prestigio social del estatismo con respecto al movimiento es capaz de  traspasar las puertas de un club. La cualidad estética del baile no deja de ser una construcción social, con todos sus privilegios y sus perjuicios.  Dentro de un club también están penalizadas de manera simbólica las gestualidades histriónicas. Y no tanto porque los cuerpos que las reproducen ocupen más espacio del que les toca, sino debido a la mayor valoración social de aquellos comportamientos basados en la sujeción y la contención. Este podría ser un posible motivo para que la mayor parte de dj’s -en masculino- apenas bailen cuando no están sobre un escenario. Incluso parece que, cuando se atreven a bajar a la pista de baile, frecuentemente no sepan qué hacer dentro de ella. La jerarquía entre la pista de baile y la cabina del dj es algo que esta actitud reproduce. A través de unos cuerpos que actúan por oposición a la razón de ser y la función principal de un club. Y, aunque es cierto que también se da otra oposición entre los cuerpos que ocupan un club -el tiempo de trabajo vs el tiempo de ocio*-, esta no tendría por qué ser un obstáculo a la hora de poder participar de dos situaciones complementarias en las que cierta alteridad es posible desde el intercambio de roles.

“El techno no penetra. El techno se introduce, invade y envuelve. Esta suficiencia erótica de nuestros cuerpos en relación a la música a través del baile consigue que algunas personas podamos llegar a colocar la posibilidad de un encuentro sexual como la última de nuestras prioridades en un entorno que ofrece mayores promesas y propuestas de sexo que otros. Tener sexo implica dejar de bailar. Y dejar de bailar es como dejar de respirar.”

Sin embargo, puede que la mayor oposición entre ambos espacios sea de nuevo una cuestión relacionada con el ego y el lugar de enunciación del yo.  La resistencia a su disolución contra la disolución de esa resistencia. Un yo que es altamente incompatible con un nosotros impreciso. Un yo que no puede o no quiere sentirse prescindible. Resulta hasta contradictorio que alguien que habla a través de otros mediante la música que elige y procesa, contribuya al yo unívoco dentro de un club. El dj, el músico, está sujeto a la (o)presión de la identidad. Su intención es generar y establecer una voz propia que destaque sobre el anonimato de los cuerpos que bailan y el de otros cuerpos igualmente identificados que producen música. Contribuye a una situación social que desea y lo reafirma pero de la que voluntariamente tiende a excluirse. Practica una identidad reconocible que es altamente dependiente del reconocimiento externo. Es un cuerpo en el que sus enunciados priorizan el contenido sobre la forma, si tal división sigue siendo operativa. Es un cuerpo que no quiere o no puede ser cuerpo de la misma manera que aquellos que bailan en el anonimato y que, debido a ello, no puede o no quiere ser otro. Y es esta imposibilidad o inapetencia en la que se basa su diferencia, su ser otro o distinto, pero sin que esta situación sea una práctica de alteridad.

La historia de la cultura de baile es una historia que, pese a la resistencia de muchos de sus elementos a ser fijados, tiene a reproducir el paradigma historiográfico. Se presenta frecuentemente como una sucesión lineal de datos, momentos, nombres, descubrimientos y avances tecnológicos que parecen funcionar y encajar de acuerdo a un fin. Subyace en ella una teleolología aunque esta finalidad no esté tan clara como en otras historias o admita y celebre momentos de serendipia en algunos de sus episodios fundamentales. Es una mitografía poco dada a la autocrítica por aquellos que participan de sus privilegios o los detentan. Es fuertemente masculina y se excusa, como tantas otras, en la menor participación de las mujeres. Como si esta fuese aleatoria o intencional. Es también la historia de formas de resistencia que acaban siendo absorbidas por el sistema al que parecían oponerse. Tiende a ser una historia que prescinde del baile cuando lo coloca en una posición casi anecdótica. Algo que pasa mientras suceden otras cosas más importantes. Es una historia que no se ha interesado por la aparición y el desarrollo de sus gestos o por la evolución de sus formas y movimientos. Como en muchas otras, podríamos localizar en ella ecos de subalternidad. La pista de baile como un espacio de enunciación en el que los cuerpos hablan pero no forman parte activa del discurso que los relata. Somos agentes pasivos. Receptores de información para contenidos que se producen en otros lugares de enunciación de la cultura de baile. Se añade, además, la problemática de unos cuerpos que prescinden voluntariamente del discurso. En que muchas no estamos interesadas en salir de la pista de baile. Seguir bailando como un acto de resistencia. Seguir reclamando este lugar como un espacio de alteridad, aunque esta sea potencial, efímera o eventual. Más blanda o menos radical que otras. Seguir reivindicando la presencia de un cuerpo que no sólo es fluido, sino que tiene fluidos.  Un cuerpo que desprende sudor y se ensucia. Un cuerpo exhausto pero exuberante. La pista de baile como compost*. Un cuerpo que se altera para volver a un estado original que ya no es igual que antes. Que se hace durante. Seguir exigiendo la importancia del baile, no como un medio para fines externos a él, sino como un fin en sí mismo que desencadena otras cualidades y posibilidades. I think of modes of feminism as dance; we hear histories in music; we reassemble histories by putting them into bodies that dance#.

 
* Estas son ideas que han sido aportadas por Ania Nowak, Carolina Jiménez y Kentaro Terajima durante nuestras intermitentes conversaciones en torno a la cultura de baile y nuestra experiencia en ella, entre muchas otras cosas. A Carolina Jiménez le agradezco además, el feedback continuo durante el proceso de escritura y sus inteligentes comentarios y críticas. A Ania le agradezco nuestros análisis in situ y sus masajes durante horas bailando sin descanso cerca y lejos de ella. A Kentaro le agradezco su gran contribución a mi obsesión con el techno y que sea uno de los pocos hombres que he querido imitar bailando, sin llegar nunca a conseguirlo satisfactoriamente.
# Esta frase deriva de una reapropiación de una cita de Sara Ahmed: “I think of feminism as poetry; we hear histories in words, we reassemble histories by putting them into words.”

Este texto surge de una reelaboración de un texto anterior que formaba parte del proyecto de Txe Roimeser “Tot just estic aprenent a parlar/ qué hacer con el coño cuando no se folla”.

Sonia Fernández Pan (España, 1981) es doctora en Historia del Arte por la Universidad de Barcelona. Ha realizado el programa de estudios independientes del MACBA. Es la creadora de esnorquel, proyecto web sobre crítica de arte emergente barcelonés y ha curado las exposiciones F de Ficción (Can Felipa), Fuga: variaciones sobre una exposición (Fundació Antoni Tàpies) y El futuro no espera (la Capella). Colabora en A*Desk.

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ACELERACIONISMO MUSICAL Y DANZAS INHUMANAS EN EL CYBERFEUDALISMO

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En este entrevista a ¥€$Si Perse, interfaz hipersticional, artistas y djs, nos  adentramos en el fenómeno de las raves en entornos virtuales, la emergencia de otras subjetividades y en cómo ha afectado a sus proyectos la llegada del COVID-19. Al final, les proponemos la lectura del texto “Baila y muere”, de Benjamin Noys recogido en el libro Aceleracionismo, compilado por A. Avanessian M. Reis, que encontrarán para descarga directa.

Entrevista por Marta Echaves y Ezequiel Fanego

 

En primer lugar para quien no los conozca, queríamos preguntarles quién es ¥€$Si Perse y en qué consiste su proyecto Neurodungeon.

¥€$Si Perse es un traje de ficción —una interfaz hipersticional— que permite a sus usuarios entrar en narrativas alternativas. Actúa como punto de fuga de la realidad y como una forma de comunicación con ella.  Usamos la ficción no como una cuestión de “hacer creer” sino como una herramienta con la que forjar lo real para aproximarnos mejor a la experiencia histórica y contemporánea. Una huida ante la realidad impuesta, en favor de especulativos escenarios posibles e impulsos utópicos futuristas. Somos artistas hiperrealistas pero de dimensiones paralelas.

¥€$Si Perse es una para-persona que habita el reino avatar, sintetizada como resultado del interés colectivo en los conceptos cyborg/otherkin. Manifestándose, formal y performativamente, en un personaje RPG (Role Play Game) -a Radical Xenofaery-prisionera en la Neurodungeon de un escenario €conomístico Cybermedieval, donde elementos de Ciencia-Ficción colapsan con Fantasía de espada y brujería.

“NeuroDungeon” es un término que acuñamos y que empezamos a utilizar como etiqueta para definir lo que hacemos como ¥€$Si y al mismo tiempo construir puentes entre nosotrs y otrs artistas que parecen resonar con él. “NeuroDungeon” es un paraguas conceptual que engloba un movimiento artístico especulativo, un género musical ficticio, una tribu potencial, un club interdimensional, una corporación Sci-Fi Fantasy. Es una representación del estado emocional del cognitariado, el proletariado cognitivo, haciendo hincapié en los aspectos físicos, neurológicos y psicológicos de ls trabajadores involucrados en la economía de red, post-industrial y de producción inmaterial. Neurodungeon como escenario de la mazmorra mental en la que estamos encerrads y cuyos gatekeepers son los sistemas de producción tardocapitalistas, la precarización y el cyberfeudalismo.

NeuroDungeon se presenta en 2020 como un colectivo de música electrónica cuyo núcleo está formado por Kaverna, Bartolomé y ¥€$Si Perse, cuyo primer Quest es NeuroXcape, una rave-santuario virtual. Nuestro desafío ya no es sólo crear zonas temporalmente autónomas sino mentes -a largo plazo- autónomas fuera de matrix.

Sus proyectos ya venían apuntando hacia un tipo de trabajo experimental en torno a los espacios, los cuerpos y los encuentros, ¿En qué medida la llegada del confinamiento ha acelerado o transformado estas experiencias?

Nuestra práctica gira alrededor de la mutación de la performance artística institucional con variaciones meméticas que vienen desde formalizaciones performativas populares como los contextos de fiesta (usando el DJ Set como formato), Convenciones de Cosplay / Larp (Rol en vivo) y Comunidades Online. Llevamos trabajando / jugando con estos conceptos durante mucho tiempo y como nuestro medio es predominantemente virtual el siguiente paso lógico era lanzar una e-rave. Debido a la infraestructura y los medios económicos disponibles para nosotrs, simplemente parecía la forma más viable de montar algo. NeuroXcape fue concebida desde NeuroDungeon (Kaverna, Bartolomé y ¥€$Si Perse) antes del brote del virus COVID-19. Aún así, esta inusual situación de cuarentena sólo parecía proporcionar al proyecto de un nuevo sentido de urgencia y de un contexto adecuado, donde por una necesidad de aislamiento físico se empieza a hacer pop la idea de que lo virtual, considerado como un mundo de ficción paralelo y antagónico a lo “real” no es más que una extensión de la vida.

A nivel logístico todo se vuelve más horizontal en términos de jerarquía, no tener que lidiar con los dueños y promotores de los clubs es  asombroso. Además, tods en Neurodungeon pertenecemos a la clase obrera así que nuestros medios para acceder a los locales y algunos círculos específicos son bastante limitados. Esta situación de cuarentena parece destruir o al menos poner en modo pausa el status quo anterior así que, de alguna forma, por fin nos sentimos libres de hacer lo que queremos hacer según nuestras propias condiciones.

NeuroXcape se desarrolla en el entorno virtual de Club Cooee (una aplicación aún en fase beta, lo cual genera ciertas limitaciones, inestabilidad y glitches) y es streameada en Twitch. Por otro lado el url-festival de 15 horas de duración desarrollado en IMVU “Nu:Cenosis (an artificial biological community built upon a degraded ecosystem. unite as flesh and pixel)” es un proyecto colaborativo con otras fiestas virtuales como HurtFree Network (NY), UNSEELIE (NY), WWWF (Pittsburgh) y Trance Nation (L.A.). 

La gente se ha involucrado mucho creando y compartiendo sus avatares en la primera edición y ha seguido implicada tanto en la segunda edición como en el festival. Suponemos que gran parte de esa implicación vendrá por la necesidad de ocio, escape y socialización derivados de la situación de confinamiento global. Durante este tiempo hemos ido viendo como han aparecido una gran cantidad de propuestas autogestionadas de ocio virtuales y en streaming, también hemos visto como muchas instituciones culturales han intentado dar ese salto de manera muy problemática (debido a la precarización que supone). Por otro lado nuestros referentes vienen desde las primeras comunidades virtuales como Second Life, videojuegos / simuladores de vida, fantasía urbana, ciencia ficción, filosofía, arte, etc; pensamos que gran parte de la comunidad que se ha formado en torno a Neurodungeon comparte este imaginario con nosotrs y que debido a eso también hay una conexión e implicación más allá de lo contextual.

“NeuroXcape fue concebida desde NeuroDungeon (Kaverna, ¥€$Si Perse y Bartolomé) antes del brote del virus COVID-19. Aún así, esta inusual situación de cuarentena sólo parecía proporcionar al proyecto de un nuevo sentido de urgencia y de un contexto adecuado, donde por una necesidad de aislamiento físico se empieza a hacer pop la idea de que lo virtual, considerado como un mundo de ficción paralelo y antagónico a lo ‘real’ no es más que una extensión de la vida.”

¿Cómo describirían las interacciones en estos contextos? ¿Cómo se resignifica o se transforma la experiencia del DJ, de los cuerpos que bailan, de los cuerpos que se cruzan y se seducen en estos espacios?

Los videojuegos son máquinas de subjetivación. Cuando usamos un avatar en un juego, simulamos, adoptamos o probamos diferentes identidades. Los videojuegos, al igual que otros artefactos culturales, nos interpelan sobre la constitución del sujeto de una manera fantástica, hiperrealista o híbrida. Pero estas identidades dentro del juego nunca están totalmente separadas de las opciones proporcionadas por las construcciones culturales del contexto social en el que se desarrollan. Las virtualidades nos sacan de, pero también nos adoctrinan para asimilar estas configuraciones normativas. En su mayoría simulan las subjetividades normalizadas en el orden capitalista masculino cis-hetero-blanco.

Tanto en los metaversos sociales de IMVU como en Club Cooee, plataformas en las que Neurodungeon desarrolla e-raves, la elección de avatar está condicionada por el binarismo de género masculino-femenino. La vestimenta y complementos del avatar están también categorizados como masculinos o femeninos, siendo aparentemente no posible equipar al avatar con un elemento del género contrario. Estas identidades base requeridas por el sistema pueden ser subvertidas y “hackeadas” por ls jugadores escéptics, queer y disidentes. No solo ls jugadores a veces resisten los mensajes dominantes codificados en los videojuegos; sino que también pueden producir expresiones alternativas mediante, en el caso de la construcción de avatares, elementos agénero o pertenecientes a imaginarios posthumanos y trans-especie, criaturas fantásticas y mitológicas, Otherkin, Furries, Bronies, Cyborg, etc.

En estos entornos virtuales nuevas subjetividades emergen, se unen, y aparecen destellos de autonomía; sin embargo no hay duda de que el alcance de tales expresiones depende en gran medida del contenido programado por sus desarrolladores.

Las drogas como el  éxtasis y el speed emergen en un contexto concreto de nuevas interfaces humano/máquina con la escena de los 90 de baile y la música electrónica, ¿creen que la incorporación a la fiesta de esta otra tecnología traerá consigo el consumo de otras sustancias? ¿Cómo dirían que estados alterados de conciencia y la droga interactúa en este contexto?

Partimos de la idea de que internet  —el ciberespacio— funciona como una droga que induce una alucinación colectiva consensuada. Una multitud de cerebros creyendo la misma ficción de conectividad, presencia virtual y corporeidad digital. Las complejas redes e interconexiones de internet son al igual que las drogas psicoactivas, más allá de la mística, sustancias de comunicación. Como dice Sadie Plant, desafiando todas las distinciones entre orgánico y sintético, la información tanto nativa como alienígena trabaja en un sistema nervioso que siempre está predispuesto a recibirla. Su introducción puede perturbar el equilibrio de los cerebros humanos, pero modulando las velocidades e intensidades a las que trabaja en lugar de sus procesos químicos.

Si consideramos el cuerpo como proxy, la transmisión de datos a gran velocidad y la consecuente saturación de información puede ser una experiencia similar a la de un subidón químico inducido por drogas. Cuando te drogas, la información se precipita en tu cerebro y eso te hace sentir que estás teniendo una revelación. Pero nadie te está revelando nada. Es auto-organización. Disuelves las estructuras de tu cerebro (lingüísticas, intencionales…) pensando y asociando conceptos de maneras que antes no podías concebir.

Centrándonos en estas plataformas de escenarios virtuales y avatares, podríamos considerar las drogas en estos medios como plugins, extensiones y add-ons no oficiales. Complementos de código que hackean ciertos parámetros y limitaciones del juego/plataforma, alterando la percepción e interacción con el sistema. En un futuro donde la inmersión en la virtualidad no sea tan primitiva como la actual y las interfaces físicas respondan más a wetware / cirugía neuronal / nanotecnología y no a hardware mecánico tipo exoesqueleto (introducir cualquier referente retro de cyborg 90s) estos plugins, expansion-packs y parches ilegales serán indistinguibles de las drogas psicoactivas. 

“Durante este tiempo hemos ido viendo como han aparecido una gran cantidad de propuestas autogestionadas de ocio virtuales y en streaming, también hemos visto como muchas instituciones culturales han intentado dar ese salto de manera muy problemática (debido a la precarización que supone). Por otro lado nuestros referentes vienen desde las primeras comunidades virtuales como Second Life, videojuegos / simuladores de vida, fantasía urbana, ciencia ficción, filosofía, arte, etc; pensamos que gran parte de la comunidad que se ha formado en torno a Neurodungeon comparte este imaginario con nosotrs y que debido a eso también hay una conexión e implicación más allá de lo contextual.”

https://www.youtube.com/wathttps://www.youtube.com/watch?v=Mulqg1612AI&feature=youtu.be&t=3131ch?v=XHOmBV4js_E

Tenemos la sensación de que estos contextos virtuales de fiesta no pueden ser pensados desde la dicotomía bios/digital, o cuerpo/avatar, sino que abren un nuevo sensorium con otras potencias políticas. En estos términos, ¿qué posibilidades abren estas nuevas cartografías del ocio, placer y lo sensible? Más allá de una nostalgia por la fiesta pre-pandemia, ¿podemos encontrar una potencia política en estas experiencias para pensar los cuerpos y comunidades del futuro?

Hemos imaginado comunidades y tribus urbanas especulativas desde que empezamos a pilotar el bio-mecha de ¥€$Si y eventualmente ahora tods formamos parte de una de ellas, algo que llamamos “Cenobytes”, una concepción de la virtualidad atravesada por elementos hikikomoris y cenobíticos. Vivir en comunidad -online- desde la reclusión y el aislamiento físico. Vivir en una expansión de lo que consideramos sociedad/humanidad, no exenta de la proyección de todo lo autoritario de la misma: Un sueño-pesadilla de conectividad que, superando el utopismo y la pretendida trascendencia de sus orígenes, solo nos hace más conscientes de no poder escapar de la materia, ya sea esta carne o hardware. La tecnología ha colonizado tanto nuestros cuerpos como nuestras interacciones, con los demás y con el espacio; las redes sociales, su impacto y consecuencias son un ejemplo obvio. Una de las nociones residuales que creemos que se ha roto de manera temporal esta cuarentena global es el binomio realidad vs. virtualidad, en donde lo digital se ubicaba en el plano de lo ficticio y en una dimensión paralela de veracidad. Forzads a relacionarnos socialmente de manera casi exclusiva a través de redes online parece que el meme de la realidad está siendo puesto en cuarentena también. (Btw la noción de realidad virtual siempre nos ha parecido bastante obsoleta, ligada al marketing y a la dicotomía real-falso). Los debates sobre la validez del artificio de la experiencia han sido superados por el simulacro de una era digital que se preocupa poco por tales distinciones. Los paisajes virtuales no son ni verdaderos ni falsos, ni reales ni ficticios, sino que simplemente están ahí.

Estando ya en este flujo de “realidades aumentadas”, donde son válidas formas de relacionarse que hasta ahora eran consideradas patológicas y antisociales, aparece la necesidad de espacios propios alejados de plataformas -blackbox- sociales totalitarias como facebook (ig) que regulan el existir en red. Necesitamos espacios que nos permitan ser y expresarnos como queramos (sin censura a lo subalterno) y donde las relaciones no estén mediadas por el networking sino por la xenofamiliaridad. Aquí no podemos dejar de ver la contradicción aparente de querer escapar de estas plataformas y modos usando las mismas plataformas y estrategias. Estamos en una situación de intentar usar-diferente dichas plataformas que al final devendrá en la aparición de microredes sociales no corporativas autogestionadas y reguladas por ls propis usuaris. Una nueva virtualidad social fruto de las capacidades productivas y liberadoras de la multitud. Algo parecido a espacios okupas en red. Ahora mismo somos muchas jugando a esa ficción, pero aún estamos jugando en campo enemigo. Los gobiernos y sistemas hegemónicos siempre han tenido un problema con la gente que se congrega, siempre han temido a la horda y al desorden-reorden popular. Y una rave o e-rave es como un disturbio colectivo constructivo, son plataformas valiosas de conexión, organización e intercambio de información. Otros mundos son posibles dentro de estos universos virtuales potenciales. 


Descargá “Baila y muere”, de Benjamin Noys, incluido en Aceleracionismo, compilado por A. Avanessian M. Reis

¥€$Si PERSE (b.2015, Internet): PsyAvatar RPG economístico que lucha para producir paraísos artificiales y fantasías cybermedievales más allá de la #neurodungeon. Ha recibido el premio Art Jove 2019 a creación, ha sido artista residente en hangar.org (centro para la investigación y la producción artística en Barcelona) y ha actuado tanto en el marco institucional – Transmediale Festival HKW (Berlin), V2_ Lab for the Unstable Media (Rotterdam), MACBA (Barcelona), LaCapella (BCN), Naves Matadero (Madrid), IVAM (Valencia) – como en la escena club – Mordorkore (Berlin), Marabú (BCN), Valle Eléctrico (Madrid), Hardcore Wizards (BCN). Fundadoras de NeuroDungeon junto a Kaverna y Bartolomé, cuyas primeras acciones han sido las raves virtuales NeuroXcape (Club Cooee) y Nu:cenosis (IMVU).

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LA PANACOTA ES EL MENSAJE. NOTAS SOBRE LA DISCURSIVIDAD NEOLIBERAL EN TIEMPOS DE CRISIS.

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Por Claudio Iglesias

Es difícil que el 20 de marzo de 2020 sea recordado por el estreno de una película de terror en Netflix. El primer fin de semana tras el cierre completo de las ciudades en gran parte del hemisferio occidental hizo que los medios de comunicación se empapelaran con dos motivos: la reaparición en pleno asfalto de una naturaleza hasta entonces amenazada por la actividad económica (“no debe tan difícil llegar a un capitalismo ecológicamente amigable”, confesó aliviado un columnista político de derecha, “si en tan poco tiempo de inactividad vemos que la naturaleza se recupera muy bien”) y la dificultad, igualmente ecológica, de las celebrities globales para comunicarse y llamar a la solidaridad a través de las redes sociales. Entre anuncios y sospechas de un nuevo orden (que no sería tan nuevo, y quizás ni siquiera tal orden), El hoyo (2019) de Galder Gaztelu-Urrutia, que se estrenó internacionalmente como The Platform, sin embargo, logró cruzar de la analogía política gore que era en un principio a la identificación imaginaria más abarcativa y cruda, a fuerza de escenas de canibalismo y confinamiento, que necesitaba la audiencia masiva. La película efectivamente es una analogía social, en una línea aparentemente similar a High Rise (2015) de Ben Wheatley, pero el mismo director se esforzó para no dejar claro a qué tipo de sistema social refiere la analogía. Un joven intelectual y profesor, Goreng (Iván Massagué), se alista para pasar una temporada en el llamado Centro de Autogestión Vertical; si completa la estadía, logrará obtener el diploma que necesita en su carrera. La película trata de los horrores que ocurren allí: el edificio consta de innumerables pisos, cada uno para dos prisioneros, con una litera de cada lado y un gran agujero rectangular en el suelo y en el techo. Por el túnel que forma esta cesura repetida piso a piso (similar al eje de una escalera, o al pozo de un ascensor) desciende dos veces al día una plataforma cubierta de comida, de la que los internos deben servirse durante el lapso breve que tarda hasta bajar al piso siguiente. Cada mes, cada pareja cambia de nivel, pudiendo quedar más arriba (donde la comida es más abundante) o abajo (adonde la mesa llega vacía). Aunque la asignación de los niveles es aleatoria, la estratificación social vertical es muy dura: cada uno puede comer solo restos de comida manoseada por los de arriba, y hace el mayor esfuerzo para no dejarles nada los de abajo. Según dice Trimagasi, el cínico y experimentado compañero de celda de Goreng: “Están los de arriba, los de abajo, y los que caen”.

A su manera, el Centro de Autogestión Vertical es la imagen perfecta del carácter abstracto de toda meritocracia. Uno puede ir allí para conseguir un diploma que no tiene o a cumplir una condena por homicidio, como Trimagasi. El esfuerzo de sostenerse y el talento para sobrevivir bastan para que el interno ascienda de posición social entre el ingreso y la salida, sin que importe ninguna particularidad concreta.  Pero la película tiene efectivamente un relato, que no sirve solo para darle detalle a la analogía a través de la sátira (según el modelo del género: un buen exponente es Britannia Hospital, de 1982). La narración en cambio trata de la posibilidad de establecer comunicación en términos útiles para la acción política; la película se vuelve menos satírica a medida que avanza, en parte debido a la salida de escena de Zorion Eguileor (Trimagasi). El relato de la vida en el Centro se completa con escenas de trabajo en la cocina de lo que podría ser un restaurant o un hotel de lujo (el nivel 0 donde se prepara la comida que luego baja, y donde son frecuentes las reyertas con la dirección) y con la entrevista de ingreso por la que pasa Goreng. “El acceso a la plataforma es presentado como una gran oportunidad, como algo suntuario y exclusivo, cuando no es más que tu perdición”, dijo Gaztelu-Urrutia. “Estoy seguro de que todos pasamos por una entrevista de trabajo como esta”. La “situación de autopresentación” típica de una entrevista de trabajo remite indirectamente a los dos tópicos señalados al comienzo. Podríamos decir que la cultura institucional del neoliberalismo convirtió a la situación de entrevista laboral en el nuevo sentido común de la época, la clave de una “economía creativa” donde es responsabilidad de cada individuo presentar sus talentos y hacer el esfuerzo para explotarlos, en beneficio del conjunto social, tanto si se especializa en la ortodoncia estética como en la recolección de residuos. La teoría social del arte también hizo su contribución para normalizar este sentido común, y es así que proliferaron los libros sobre la figura del artista como modelo comunicativo del sujeto económico neoliberal.

Lo que este análisis suele dejar fuera de lectura es la contradicción entre la cultura institucional del neoliberalismo (su “ideología” entendida no solo como un conjunto de discursos sino también como la encarnación aspiracional de esos discursos en el mundo del trabajo, la educación, etc.) y el modelo de gobernanza neoliberal (las políticas concretas, y aplicadas en contextos diversos, de supresión de derechos, desorganización de la vida colectiva, reconversión de los aparatos institucionales en pos de la concentración económica, privatización de servicios y bienes sociales a gran escala, etc). O para decirlo de otra manera, la contradicción entre el “neoliberalismo realmente existente”, como lo llama Jeremy Gilbert, y los discursos que lo sostienen. El argumento de El hoyo es interesante porque posiciona a los personajes en una situación de emergencia en la que esta contradicción no solo se vuelve visible, sino que se convierte en algo innegable.

Pero entre las virtudes del film está no sólo que expone esta contradicción intrínseca al neoliberalismo, sino que hace un repaso por las maneras en que los discursos neoliberales responden y tratan de adaptarse ante una crisis.  Podemos tomar un ejemplo bastante elocuente de esto en la curiosa escala de valores que los medios de comunicación exhiben estos días según la cual el jabalí que cruza la calle en una ciudad cerrada a toda actividad pública es bienvenido, ya que representa el retorno de la naturaleza con la que deberíamos compartir el “patrimonio común” del planeta (sin renunciar al capitalismo, claro), mientras lxs famosxs que se autopromocionan en Instagram en plena catástrofe global son repudiables. Un nuevo cliché brotó en la prensa cultural mainstream: estos famosos que tratan de “matenerse vigentes”, adaptándose a una catástrofe global en curso mediante posteos en las redes sociales, son repetitivamente denunciados por el nuevo consejo global de pundits y comentaristas que eligió la primera mitad de 2020 para descubrir que la heladera de la casa de Billy Eilish y las rutinas familiares de Lionel Messi y los quehaceres domésticos de una actriz casada con un aristócrata británico no son ya temas importantes. Y que estas figuras no son tampoco los líderes que necesita la humanidad. De un día a otro el consenso generalizado de que el sujeto económico del presente es el individuo-entrepreneur-artista fue sustituido por la necesidad de silenciar todo lo que se parezca a un artista o una celebridad en tiempos de emergencia. Ese giro sin transiciones no solo muestra goce en el castigo a la frivolidad que se complace señalando lo equivocada que está Madonna cuando hace un vivo de Instagram desde un baño de espuma en la bañera para recordarle al público que se cuide. También muestra que la supresión de la figura del artista en tiempos de crisis es la continuación lógica del mandato previo que lo obligaba a “adaptarse”, “comunicarse”, “funcionar” socialmente y a hacer un vivo de Instagram desde la ducha siempre que pudiera. El mismo cuerpo normalizado del artista que antes debía operar estratégicamente en la esfera de la comunicación y servir como modelo para la conversión de todas las industrias en industrias basadas en la comunicación (lo que solo es perfectamente concebible al interior de la ideología de la meritocracia) hoy está obligado a decir con la misma normalidad que “estamos frente a una situación nos aflige a todxs” o alguna otra invención retórica.

Las celebrities, y la figura de artista en general, otorgan el espejo en el que la cultura institucional neoliberal se ha mirado encantada durante décadas: su mismo ser se basa en la autopromoción y el ethos entrepreneurial. Pero su cancelación “en tiempos de crisis” viene a sustituirlo con una nueva niebla de metáforas igualmente incompatible con el modelo de gobernanza neoliberal: la que apela a un presunto amor comunal como “remedio de la crisis”. El discurso culpógeno que condena al músico que sale a promocionarse o al joven que viola las restricciones de contacto social pero también se enorgullece de los aplausos al sistema sanitario y lagrimea con cuanta gaviota o pelícano se adentre a buscar restos de comida en las peatonales desiertas de las ciudades costeras. Pero si hay algo que El hoyo pone en evidencia es justamente esto: que los discursos éticos que apelan a la solidaridad comunal sin apuntar a la estructura misma del sistema son la otra cara de la cultura institucional del neoliberalismo, meritocrática e individualista, y son igualmente falsos. La única vía política real se resume en dos ideas: organización y comunicación.

“De un día a otro el consenso generalizado de que el sujeto económico del presente es el individuo-entrepreneur-artista fue sustituido por la necesidad de silenciar todo lo que se parezca a un artista o una celebridad en tiempos de emergencia. Ese giro sin transiciones no solo muestra goce en el castigo a la frivolidad que se complace señalando lo equivocada que está Madonna cuando hace un vivo de Instagram desde un baño de espuma en la bañera para recordarle al público que se cuide.”

Yael Desbats, Miu Miu (2020)

La película, según algunos críticos, repone una versión del problema de teoría de juegos que en inglés se conoce como “commons tragedy”. Un sistema en el que todos los miembros deban actuar solidariamente para preservar el bienestar común va a colapsar en la medida en que resulta inevitable que cada uno priorice el interés propio, produciendo a largo plazo la ruina del conjunto. Ergo, es mejor aquel sistema que, a la inversa, extrae el beneficio común del interés individual. Al primer cambio de mes, que los deja en un nivel muy desfavorable, Trimagasi inmoviliza a Goreng para sacarle tajadas de carne con su cuchillo, tratando en lo posible de mantenerlo vivo. Goreng sobrevive, y finalmente mata a su compañero, pero el descenso a los niveles inferiores lo convence de la injusticia del Centro de Autogestión Vertical. A simple vista el “commons tragedy” es la negación de toda alternativa al neoliberalismo (es mejor la propiedad privada, ya que la propiedad comunitaria termina en tragedia), pero en vedad este problema es intrínseco al neoliberalismo. Ante la menor situación de crisis es el mismo neoliberalismo el que debe recurrir a la fantasía de “lo común” (justo ahí es cuando tiene sentido reprimir a las celebrities y celebrar las incursiones de los mapaches en el nuevo espacio común que hasta hace poco había sido el paisaje super privatizado de la ciudad). La fantasía de que un llamado ético a “lo comunal” por sí solo pueda resolver las contradicciones que resultan de un modelo de gobernanza desregulado y asimétrico es tan irreal como ver a diez o quince celebridades cantando juntxs en una mezcla de reunión por Skype y coro de iglesia.

El diseño del Centro de Autogestión Vertical es el resumen de la cultura institucional neoliberal, más que su metáfora. El edificio y sus servicios están diseñado para que la Administración pueda decir “vean, la comida no llega por culpa de los mismos internos. Son ellos los que no logran organizarse”. Imoguiri, que al comienzo de la película le hace la entrevista Goreng y que luego se alista voluntariamente para internarse, es el reflejo de esta conciencia. Ella conoce a la perfección el diseño del centro, pero no tiene idea de sus consecuencias estructurales. Al ver lo que realmente está ocurriendo, lo primero que hace es una especie de llamado a la solidaridad, para que en cada nivel preparen una ración de comida para el piso inferior y tomen solo la ración preparada en el piso de arriba. El sistema es un obvio fracaso. (Su misma ineficacia, en una especie de círculo vicioso, viene a rubricar la premisa inicial: es culpa de los internos si la comida no llega.) Cuando ella y Goreng son reasignados a un nivel bajísimo, se cuelga para que su compañero de celda tenga algo que comer.

El plan es simple, Goreng y Baharat bajan en la plataforma dispuestos a repartir ellos mismos la comida. Hasta ese momento a Goreng ni se lo ocurrió todavía derribar el orden; solo quiere resolver de manera improvisada el problema del hambre. ¿Pero qué hacer si un gran número de los internos se le enfrenta? Estas resistencias son estructurales, y en ellas también se filtra el marco cognitivo de la meritocracia. Cuando Imoguiri sugiere que cada uno guarde una ración para el comensal del piso de abajo, lo que le dicen los de abajo (quienes serían, en primer lugar, beneficiarios de su acción) es que ellos también han tenido hambre en alguno de los niveles inferiores. (Si están allí es porque se lo merecen, etc.) El centro está diseñado de forma que se evite rigurosamente la solidaridad entre los distintos niveles. El problema es que Goreng, al bajar, debe hablar para todxs. Esta lógica se rompe con la aparición en escena de Sr. Brambang, un “intelectual” en silla de ruedas, que da un sermón político-filosófico a Goreng y Baharat cuando llegan hasta su piso.

Brambang es el más realista de los personajes, pero su realismo es inherente a su perspectiva revolucionaria: según él entiende las cosas, el sufrimiento innecesario de muchas personas va a seguir ocurriendo a menos que cambien las condiciones estructurales, lo que requiere que la correlación de fuerzas se vuelque a la causa de la revolución. Ya lo está en los hechos, pero no todavía en la conciencia. Lo que hace falta entonces es convertir la acción política (que comenzó como acción de emergencia) en un objeto comunicacional, en algo durable e intencionado en la mente de las personas. El programa de Goreng va a ser exitoso en la medida en que pueda producir y hacer llegar un mensaje con la suficiente fuerza, no a la Administración (“la Administración no tiene conciencia”, aclara) sino a los trabajadores del nivel 0, los cocineros que vemos fugazmente en la introducción. La doctrina de Brambang puede sonar extraña en los oídos de quienes estén familiarizados con las sociologías culturales del neoliberalismo. La materia misma de la política revolucionaria, dice, es la comunicación. Los ambiciosos, los emprendedores, los crédulos y los filósofos, pueden tener las iniciativas individuales que quieran, pero su lugar verdadero es el de revolucionarios profesionales, intelectualizados y potencialmente criminales, adictos a la oportunidad y a la larga beatificados por su masa de seguidores y beneficiarios. Lo que necesita la causa es un gran éxito, algo que les mueva las costillas a los adormilados cocineros. Un producto, un mensaje. Ese mensaje es la porción de panacota que debe subir intacta al nivel 0 para demostrar que el poder siempre se cocina abajo. Ni el inverosímil “pragmatismo” que siempre hace fuerza para que todo siga igual ni la aceptación cínica del entorno dado ni la censura bienintencionada y solidaria pueden tanto como un mensaje pregnante que no rompe la ley sino que la revela como algo ya roto. Un mensaje que tiene la capacidad de evidenciar la desarmonía existente entre las “reglas” del orden dado y la realidad.

En la misma medida en que las leyes necesarias para salir del atasco planetario actual sean tan realistas como imposibles en el orden dado, su sustitución por una nueva ordenación jurídica parece más o menos inevitable. “El mensaje no necesita portador”, una de las últimas líneas de la película, se podría traducir así: el hecho comunicacional es inmediatamente político y viceversa. Dicho de otra manera, si no hay mensaje, no hay emergencia ni catástrofe que alcance. La moraleja esquiva que buscaban los bloggers tras el estreno de la película (¿es una crítica del capitalismo? ¿del socialismo? ¿del cambio climático? etc.) no es que todos somos prisioneros, ni que la desigualdad es algo natural, ni que el deseo de justicia produce crueldad, ni algo del estilo, sino una idea más puntual: que una revolución solo puede ser la consecuencia de su eficacia comunicacional, como un objeto cautivante de intelección colectiva capaz de organizar la necesidad objetiva de su realización.

Claudio Iglesias nació en Buenos Aires en 1982. Es licenciado en Letras, crítico de arte y traductor. Ha escrito artículos sobre arte para publicaciones especializadas y medios gráficos como Flash Art y Página/12. Publicó los libros Genios pobres (Mansalva), Corazón y realidad (Consonni) y Falsa conciencia (Metales Pesados).

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