AJEDREZ. CRÓNICA DE LA PSICODEFLACIÓN #6, POR FRANCO “BIFO” BERARDI

AJEDREZ. CRÓNICA DE LA PSICODEFLACIÓN #6, POR FRANCO “BIFO” BERARDI

«Cuando el Cordero abrió el séptimo sello,
hubo silencio en el cielo como por media hora.
Y vi a los siete ángeles de pie ante Dios,
y se les dieron siete trompetas.»
Apocalipsis 8, 1-2

29 de abril 

Hay un tipo cuyo nombre no diré (llamémoslo EffeZeta) que es mi amigo en Facebook, pero, ya se sabe, amigo es un decir. Nunca pierde la ocasión de decirme que soy un idiota, a veces le respondo amigablemente y otras veces no.

Pero siempre me ha caído simpático con sus comentarios despectivos de anarco-marxista radicalísimo que detesta a los intelectuales como yo. ¿Cómo no comprenderlo?

Hoy, por primera vez, se digna a enviarme un mensaje bastante largo, articulado y no polémico. Tal vez me perdonó, quién sabe, y lo leo.

A continuación cito una parte, no todo pero casi, tomándome la libertad de hacer algunas correcciones o aclaraciones, porque entiendo que EffeZeta lo escribió de apuro, no tiene tiempo que perder en mí.

«Si desde el punto de vista de la organización del poder, la historia de los últimos 14.000 años aparentemente ha sido fragmentada y no lineal, hay en cambio una tendencia absolutamente coherente. O sea, la eliminación de los espacios físicos [yo diría más bien la privatización de los espacios físicos, que conduce a su eliminación para la mayoría – nota mía]. Nos cuentan los arqueólogos que una de las primeras cosas que sucedió en las ciudades-Estado como Uruk fue justamente nombrar la tierra. Ese suelo era propiedad de un rey, de una ciudad, pertenecía a una entidad “jurídica”. En los años de las guerras entre hititas y sumerios, hubo acuerdos de extradición. Es decir, ya no tenías acceso libremente a la tierra. Estabas atado a un suelo, un lugar. Este proceso ha continuado siempre. Los enclosures (cercamientos) ingleses en el siglo XVII transformaron tierras comunes, tierras de nadie, en tierras estatales. A hoy, no hay un solo centímetro cuadrado de la tierra que no sea de alguien. Que no tenga un propietario. Y algo que tiene un propietario se puede vender. Un ejemplo espantoso de este proceso fueron las compras de tierras en Palestina por parte de los sionistas. Otro: los ingleses obligaban a las poblaciones indígenas en África a poner en práctica formas de control catastral del territorio, sabiendo que en ello residía el control colonial y la victoria.

Hoy estamos en un punto de inflexión histórico. Los libros de ciencia ficción hace tiempo relatan que las máquinas tomarán el control. Pasamos a reconocer como único espacio habitable a nuestra propiedad. Por consiguiente, todo debe pasar a ser propiedad. Cada calle, cada jardín. Podrá haber concesiones para recorrer ese territorio, pero en un contexto de espacio privado rentable. En un mundo así, como es lógico, el Estado debe terminar, la propiedad estatal ya no existe, el monopolio de la fuerza ya no pertenece a los Estados nacionales, los impuestos de Glovo, Google, Amazon no entran en las arcas nacionales, la jurisdicción ya no apela a la Constitución, el Estado ya no emite dinero porque la moneda nacional ya no existe, lo público desaparece. En este punto, para el control total es preciso que el consumidor esté conectado las 24 horas del día y que esté aterrorizado de la corporeidad. En esto estamos en un buen punto, la mayoría de las personas ya están de buena gana en casa. El 5G, en tal sentido, es indispensable. Una tecnología que permita administrar 2 mil millones de dispositivos subcutáneos, además de toda la domótica. Por lo tanto, lo que estamos viviendo con el 5G es esto: las grandes empresas privadas se están comprando nuestros lugares de vida: land grabbing (acaparamiento de tierras)».

PD: Obviamente, el virus en sí no tiene ningún papel en esta historia. El virus como un problema en sí mismo no existe. Existe el miedo, que, de hecho, ataca nuestra debilidad, el terror de morir, teniendo a nosotros mismos y a nuestro cuerpo como único horizonte».

Entonces EffeZeta concluye con un llamamiento: «Nos dijeron desde pequeños que el pueblo no puede vencer, y claramente lo dicen para incitarnos a la inacción. Si tienen hijos, o una pizca de dignidad, este es el momento de volverse nómadas. Es el momento de tirar la PC por la ventana. Todo el mismo día. En un acto épico de rebelión».

30 de abril

La administración Trump corta los fondos a los Estados precisamente cuando están bajo el ataque del virus. Deben arreglársela solos, le dice a los gobernadores de Nueva York y de California. Es un modo de presionarlos para que renuncien al lockdown y reanuden la actividad económica cueste lo que cueste, mientras grupos de trumpistas armados ingresan al edificio del gobierno de Michigan. Uno de los manifestantes anti-lockdown lleva un cartel en el que se reivindica el trabajo que da libertad. El cartel está escrito en alemán, y dice exactamente: «Arbeit macht frei».

1 de mayo

El Economist se preocupa con el realismo brutal que caracteriza desde siempre a este antiguo periódico: el libre mercado está en peligro. «Las adquisiciones de bonos del Tesoro por parte de la Reserva Federal se parecen mucho a imprimir dinero para financiar el déficit. El Banco Central ha anunciado programas para sostener el flujo de crédito a las empresas y a los consumidores. La FED actúa como prestamista de última instancia para la economía real, no solo para el sistema financiero… Larry Kudlow, director del Consejo Económico Nacional de Estados Unidos, denomina al estímulo fiscal decidido por la administración Trump “el mayor programa de asistencia para Main Street en la historia de los Estados Unidos”, comparándolo con los salvatajes de Wall Street de hace solo una década. En Estados Unidos, los ciudadanos recibirán cheques de mil doscientos dólares» (con la firma de Trump. Arrogancia suprema).

Además, el Economist escribe: «El modelo de Estado que se estableció en Europa entre los años cincuenta y setenta, en el que los burócratas controlaban los servicios, desde la electricidad hasta el transporte, sería inimaginable sin la experiencia de la guerra, en la cual el Estado controlaba prácticamente todo, y la gente común hacía enormes sacrificios tanto en el campo de batalla como en casa».

Las catástrofes (guerras, pandemias) promueven el fortalecimiento de los aparatos estatales, dice The Economist, que teme sobre todo que el Estado aplique impuestos a sus ricos lectores. «La nueva idea de que el gobierno debe salvar a toda costa las empresas, el empleo y los ingresos de quienes trabajan podría consolidarse. Un número cada vez mayor de países tratará de ser autosuficiente en la producción de bienes estratégicos como los medicamentos, el material sanitario e incluso el papel higiénico, lo que provocará una mayor retracción de la globalización. El rol del Estado podría cambiar definitivamente. Las reglas del juego han sido modificadas durante siglos en una dirección, pero ahora un giro radical se alza amenazador en el horizonte».

El socialismo de Estado que, según el Economist, está surgiendo de las medidas de apoyo a la demanda y del fortalecimiento de la intervención pública en áreas como la salud asusta al periódico fiel del neoliberalismo global. Comprensible. Pero ¿puede el intervencionismo de Estado salvar de por sí la situación, puede restituir energía a un cuerpo colectivo debilitado, distanciado, temeroso de moverse? No lo creo.

El poder del dinero parece haberse debilitado.

Por mucho tiempo la aceleración tecnofinanciera, por mucho tiempo la precariedad han llevado al agotamiento de las energías mentales del género humano: ahora el mundo parece haber entrado en un estado de debilitación permanente.

En 1976 Baudrillard había intuido que solo la muerte escapa al código del Capital. Largamente desplazada de la escena de la expansión ilimitada, la muerte ahora reaparece en el horizonte. En la época digital y neoliberal la abstracción financiera ha puesto en jaque a la sociedad. Y luego llegó el bio-info-psico-virus, una concreción matérica proliferante que ha puesto en jaque a la abstracción del Capital.

Ahora comienza una nueva partida.

Como en El séptimo sello, la película de Bergman, donde el noble caballero Antonius Block, de regreso de la cruzada, encuentra que la Muerte lo espera en la playa de un mar tempestuoso. Alrededor, en las tierras del Norte, azotan la peste y la desesperación, y Antonius desafía a la Muerte a una partida de ajedrez, y la Muerte acepta el aplazamiento. Así ahora en el horizonte de nuestro siglo se dibujan los colores de la extinción, y la partida de ajedrez puede comenzar. Le daremos el nombre de una obra de Samuel Beckett, Final de partida, en la que Nagg y Neil viven en tachos de basura, mientras que Hamm es ciego y no puede caminar.

Para ganar esta nueva partida, me parece, sería necesario hacer dos simples movimientos, o tal vez tres: redistribuir la riqueza producida por la comunidad, garantizar a cada uno un ingreso suficiente para llevar una existencia muy frugal, abolir la propiedad privada, invertir todo en investigación, en educación, en salud, en transportes públicos. Simple, ¿no? Lamentablemente no creo que estemos a la altura, me refiero a nosotros, al género humano. Simplemente el género humano no está a la altura de la situación, hay poco que hacer. Y como dice Pris, la replicante de Blade Runner: somos estúpidos, moriremos. No hay necesidad de hacer un drama de esto.

El bio-virus es la irrupción de la materia sub-visible en el ciclo abstracto del tecnocapital.

Los gritos de protesta, las bombas molotov arrojadas contra las ventanas de los bancos, el voto de la mayoría de los ciudadanos griegos no supieron detener la agresión financiera contra la vida social, ni pudieron algo las consideraciones razonables de economistas y periodistas que se habían dado cuenta del peligro extremo de esa concentración loca de riqueza en manos de una ínfima minoría.

Ahora el bio-virus se venga, pero no hay modo de gobernarlo, de doblegarlo a favor del bien común. Por lo tanto, deviene info-virus, se transfiere a la infósfera y satura la mente colectiva con el miedo, la sospecha, la distancia. El riesgo es que se estabilice como psico-virus, como patología tendencialmente fóbica de la epidermis, como parálisis del deseo erótico y, por lo tanto, como depresión generalizada y, finalmente, como psicosis agresiva latente, lista para manifestarse en la vida cotidiana o en la dinámica geopolítica desquiciada.

El circuito bio-info-psicótico del contagio ha vuelto inservibles a los instrumentos tradicionales de la intervención financiera, y ha paralizado la voluntad política, reduciéndola a ser ejecución militar de un programa sanitario.

3 de mayo 

Recibí un mensaje de Angelo que termina así: «Creíamos que la Tierra, ahora totalmente antropizada, no nos reservaría más sorpresas y, por el contrario, estamos entrando en una terra incognita donde los virus son los “leones” del pasado. En fin, sigo tu diario con cierta angustia, habiendo casi agotado las esperanzas de que los vaticinios que destilas, escudriñando día a día el horizonte, puedan volverse menos sombríos y desesperados de lo que parecen».

Nathalie Kitroeff cuenta en el New York Times que el embajador estadounidense en México está presionando para que las fábricas del norte mexicano, que abastecen el ciclo del automóvil yanqui, comiencen a funcionar nuevamente a pesar del contagio, a pesar de las medidas de confinamiento decididas por las autoridades del país que está bajo la amenaza constante del muro de Trump.

Christopher Landau, así se llama el embajador, dijo que si México no responde a las exigencias estadounidenses perderá los encargos que mantienen en funcionamiento esas fábricas. Es el embajador del país al que hemos considerado líder de Occidente, del país que ha inspirado las reformas impuestas por la fuerza de las armas y de las finanzas en los últimos cuarenta años. Pero es legítimo alimentar la esperanza de que este país no sobreviva a la catástrofe que lo está envolviendo. La miseria, la desocupación, la depresión, la violencia psicótica, la guerra civil pronto lo harán pedazos, ya lo están haciendo pedazos. Desafortunadamente, antes de desaparecer, el imperio psicótico estadounidense usará, o intentará usar, la fuerza devastadora de la cual su ejército es depositario a pesar de todo.

Es por esto, no por los efectos del coronavirus, que la extinción de la civilización humana en la Tierra es actualmente la perspectiva más probable. Después de cinco siglos es difícil no verlo: Estados Unidos ha sido el futuro del mundo, y ahora Estados Unidos es el abismo en el que el mundo parece destinado a desaparecer.

Desde su clausura parisina, Alex me escribe este mensaje: «El coronavirus es la forma de imaginación material con la que la Tierra nos reexamina sobre el devenir posible de nuestra especie y del planeta entero. Aquellos que pensaban que la imaginación pertenecía solo al hombre en las formas abstractas de la recombinación simbólica se equivocaban gravemente. Una pequeña mutación material (¿orgánica?, ¿inorgánica?, no es importante) destruye las grandes construcciones simbólicas que estaban aniquilando toda forma de vida en el planeta. Destruye y reimagina, dado que cada recombinación de lo virtual no puede dejar de demoler y de crear nuevos espacios de posibilidad. Caosmosis…».

En el sitio de Psychiatry Online, Luigi D’Elia sostiene la tesis de que el principio de reciprocidad está destinado a tomar el lugar del principio de la deuda, siempre que –esto no lo dice pero me parece implícito– la sociedad no haya decidido desintegrarse: todas las deudas son impagables, ahora es el momento de aceptarlo, de eliminar de la economía el concepto de deuda, y de sustituirlo por el de reciprocidad.

El primer ministro de Etiopía lo explica con absoluta claridad en un artículo publicado en el New York Times titulado «Por qué debe suprimirse la deuda global de las naciones pobres». Reciprocidad significa interdependencia e interconexión. Solo algo como una pandemia vuelve observable el hilo que une a todos. El plano evolutivo de la nueva racionalidad (antimercadista) es que ahora se vuelve «conveniente» (precisamente en el sentido utilitario clásico) colaborar y revisar las reglas del juego. Entre ellas, la tiranía de la deuda es la primera que debe caer.

Cuando ya no te puedo pagar la deuda, mi caída es tu caída. El contagio lo ha demostrado. Los alemanes tienen algunas dificultades para aceptar el concepto, pero pronto tendrán que asumirlo.

Si no somos capaces de modificar radicalmente la forma general en que se desenvuelve la actividad humana, si no somos capaces de salir del modelo de la deuda, del salario y del consumo, diría que la extinción está garantizada al cabo de dos generaciones. ¿Les parece una afirmación un poco arriesgada? A mí también; sin embargo, empiezo a no ver una tercera vía entre el comunismo y la extinción.

Luego hay que decir que la extinción en sí misma no es finalmente tan fea de imaginar. La Tierra se libera de su huésped arrogante y codicioso, y buenas noches.

Pero lamentablemente no sucederá todo en un santiamén –nos dormimos a medianoche y a la mañana no estamos más. La extinción es un proceso que ha comenzado hace algunos años y se desarrollará a lo largo del siglo: masas de población hambrienta que se desplazan desesperadamente en desiertos en expansión, guerras de exterminio por el control de las fuentes de agua, incendios que devastan territorios enteros, y, naturalmente, epidemias virales cada vez más frecuentes.

Deberíamos haberlo entendido: de ahora en adelante el capitalismo será solo un océano de horror.

Playa de San Agustinillo, Oaxaca, México. Imagen: Nicolás Espert

4 de mayo 

A media tarde inflamos las ruedas de la bicicleta y dimos una vuelta por el centro de la ciudad.

Los autos comenzaron a circular de nuevo, pero pocos. Muchachas en pantalones cortos y chicos sobre sus monopatines eléctricos. Todos tienen su barbijo. Casi todos.

Es el día de volver a salir. Wow. Pero ¿para ir adónde? La Confindustria está inquieta, para los patrones es normal que millones de personas se hundan en la enfermedad y en la muerte, siempre y cuando la competitividad no decaiga.

«Me da miedo la idea de que se normalice la distancia social, de no poder abrazarnos, tocarnos: esta perspectiva profiláctica me da pánico», me escribe Alejandra, que terminó su tesis doctoral dedicada a la identidad digital y debería defenderla. ¿Pero cuándo y cómo? Probablemente en septiembre, a distancia.

5 de mayo

Trump estaba convencido de que su nombre, ese monosílabo ridículo y vulgar, había ganado el récord absoluto en el mediascape (paisaje mediático) de todos los tiempos. Incluso ha dicho en alguna parte, si no recuerdo mal, que su nombre era lo más citado desde que existe una esfera pública global. Creo que ahora está enfurecido por el hecho de que la palabra «coronavirus» le ha arrebatado ese récord.

El Corriere della Sera, con su provincialismo que atrasa cincuenta años, deposita la confianza en los intelectuales franceses como si todavía existieran. Hoy, un breve texto de Houellebecq, que dice: «no creo medio segundo en las declaraciones del tipo “nada será como antes”. Por el contrario, todo permanecerá exactamente igual. El desarrollo de esta epidemia es de hecho notablemente normal».

Todo permanecerá exactamente igual, dice Houellebecq. Bendito sea.

Veo una suerte de desquiciamiento. La vida social ha hecho saltar los fundamentos formales y los fundamentos psíquicos. El fundamento del trabajo, el fundamento de la deuda, el fundamento del salario ya no funcionan. El fundamento de la oferta y la demanda ya no mantiene juntos a los flujos de mercancías, como el petróleo, que navega en los océanos porque todos los depósitos están llenos.

El dinero, fundamento que concatenaba antes todos los fundamentos, termina arrojado por montones aquí y allá desesperadamente en un esfuerzo por cerrar el gran agujero, pero ha perdido su encanto y la capacidad de movilizar energías.

De la malvada tierra de las pesadillas púrpuras emerge impensada una tempestad.

Una concreción matérica, invisible, proliferante corroe los fundamentos; sin embargo, sería superficial pensar que el virus, este agente biológico que se ha transferido a la información y desde allí ha transmigrado a la psique humana, es la causa que explica el desquiciamiento.

Durante mucho tiempo los fundamentos estaban cediendo. Chirriaban.

Pero parecía que no teníamos alternativa. De hecho, por el momento se confirma que una alternativa tarda en manifestarse, y no podemos descartar que nunca tome una forma coherente. Sin embargo, mientras tanto el edificio ya no está en pie.

En neurogreen, la lista más exclusiva y encantadora de la Infósfera, Rattus comunica que salió Rizomatica. Corro a verla, está llena de ideas. Vayan también a verla.

6 de mayo 

Mi viejo amigo Leonardo me invitó a participar de un seminario sobre perspectivas psicopatológicas y psicoterapéuticas abiertas (o cerradas) por el distanciamiento. Realizo los procedimientos habituales que me llevan a la reunión de Zoom, y encuentro un cenáculo de psicólogos que se encuentran en una decena de ciudades diferentes de América Latina y de Europa. La discusión es apasionante, estimulante, por momentos inquietante. No son intervenciones teóricas sino piezas de autoanálisis, fenomenología de lo experimentado por quienes cotidianamente se encuentran con pacientes, principalmente en forma virtual.

La pregunta central que veo surgir de estos relatos es: ¿cuáles son los tiempos, cuáles serán las modalidades de elaboración del trauma producido por el contagio y por el confinamiento?

En primer lugar, debemos prever una especie de sensibilización fóbica al contacto con el otro. El distanciamiento, la angustia del acercamiento a la piel del otro: todo esto actúa en un plano que no es el de la voluntad consciente, sino el del inconsciente.

De repente me doy cuenta de que estamos entrando en la tercera era del inconsciente y, por lo tanto, en la tercera era del psicoanálisis.

Antes, en el paisaje ferroso de la industria y de la familia monogámica, dominaba la neurosis, patología vinculada a la represión de las pulsiones, a la eliminación del deseo. La era del psicoanálisis freudiano. Luego el esquizoanálisis anticipó la ruptura del límite, el surgimiento del esquizo como figura predominante del panorama colectivo.

En la esfera del semiocapital el inconsciente se propaga, el imperativo general ya no es la represión, sino la hiperexpresión. Just do it. La explosión reticular del inconsciente produjo la propagación de patologías psicóticas de tipo narcisista, pánico y, finalmente, depresivo.

Luego, por efecto del bio-virus que ataca la Psicósfera, pasamos de la conexión voluntaria de las décadas de Internet a la conexión obligatoria en el distanciamiento. Zoom, Instagram, Google nos permiten continuar el flujo social e informativo, pero solo a condición de renunciar al contacto de la epidermis, a la respiración compartida. La tecnología 5G hará posible una penetración integral de la vida por parte de la conexión.

En la esfera pasada de la conexión voluntaria se desarrolló un proceso de hiperexcitación y de desensibilización; aplazamiento del placer en nombre de una excitación constante y de un deseo sin cuerpo. En la psicosis de la hiperexpresión, el deseo se movilizaba contra sí mismo, la imaginación delirante no encontraba el plano de la realidad.

Pero ahora que entramos en la esfera de la conexión obligatoria y del distanciamiento de los cuerpos, lo que se va delineando es quizás una sensibilización fóbica al cuerpo del otro. Miedo al acercamiento, terror al contacto. ¿O bien, en un giro ahora impredecible, la sobrecarga conectiva llevará a un rechazo, el hechizo virtual podría romperse?

El trabajo del trauma no es inmediato, se desarrolla en el tiempo: al principio se manifestará la sensibilización fóbica, junto con la angustia del acercamiento de los labios a los labios. ¿Podemos prever que luego del dominio de la neurosis freudiana, luego del dominio de la psicosis semiocapitalista, entraremos en una esfera dominada por el autismo como parálisis de la imaginación del otro?

Preguntas bastante inquietantes pero urgentes, a las que ahora no sé dar una respuesta.

¿Estoy confundido? Es cierto, estoy un poco confundido, sepan disculpar.

7 de mayo

Trump dice: hemos hecho todo lo que se podía, ahora basta, volvamos al trabajo.

En verdad, el país se encuentra en una fase de expansión imparable del contagio. La Universidad de Washington espera 134 mil muertes de aquí a agosto. Oficialmente mueren ahora entre dos y tres mil personas por día, el ritmo debería acelerarse hasta principios de junio. Pero Trump dice: dejémonos de historias, necesitamos ponernos en forma y make America great again. Treinta mil casos de infección por día en el país, y en muchos estados el número está creciendo. Pero Trump tiene prisa.

Uno de cada cinco niños pasa hambre en el país faro de Occidente. Tres veces más que en 2008, al comienzo de la que parecía una recesión tremenda. En aquel entonces había que salvar a los bancos; los salvaron y destruyeron las condiciones de supervivencia de la sociedad.

8 de mayo 

Sesenta mil inmigrantes, en su mayoría africanos, después de haber atravesado el desierto, después de haber sido detenidos y violados en los campos de concentración libios construidos por voluntad y designio de Marco Minniti, después de haberse arriesgado a ahogarse en el canal de Sicilia, llegaron al sur de Italia y encontraron trabajo en los campos. Diez, doce horas por día bajo el sol por tres o cuatro euros la hora. El verano pasado alguien murió bajo el sol de Apulia para recoger los tomates de mierda que los italianos ponen en los espaguetis con los que bien podrían atragantarse.

Ahora surge un problema: ya nadie está yendo a recoger los duraznos y los tomates.

Entonces, las empresas agrícolas pidieron movilizar lo más rápido posible a esos sesenta mil, y la buena de la Ministra de Agricultura propuso regularizarlos o al menos darles un permiso de residencia de seis meses, se entiende: es para hacerlos trabajar como esclavos, no para que vayan a bailar la tarantela.

Ayer fue el debate en el parlamento y en el parlamento hay un partido de ignorantes nazistoides a los que voté hace siete años (que dios me perdone) que se llama cinco estrellas de mierda. Las cinco estrellas de mierda se asustaron mucho ante la idea de que los negros pudieran ser regularizados, le tienen terror a la amnistía. Que los esclavos trabajen y se queden mudos es su moral de moralistas de mierda.

Ahora pueden quedarse tranquilos: el parlamento decidió que tendrán un permiso pero solo por tres meses. El tiempo suficiente para trabajar diez horas por día, alguno de ellos morirá infartado por el calor, recibirán dos euros la hora o tal vez tres. Y las cinco estrellas de mierda estarán contentas: a la espera de que este país de infames se hunda definitivamente en la miseria. Cuestión de esperar algunos meses.

 Una página muy interesante en el Financial Times. Con el título «Can we both tackle climate change and build a Covid-19 recovery?» (¿Podemos combatir el cambio climático y al mismo tiempo construir una recuperación del Covid-19?)  plantea la cuestión: ¿será posible lidiar con los efectos económicos del lockdown y al mismo tiempo reducir el consumo de energías de origen fósil para mitigar el calentamiento global?

Un voluntarioso artículo de Christina Figueres del secretariado de las Naciones Unidas comienza diciendo: «la pregunta no es si podemos enfrentar simultáneamente la pandemia y el cambio climático, la verdadera pregunta es si podemos darnos el lujo de no hacerlo». Muy débilmente la bien intencionada Figueres habla de crecimiento sostenible: «No podemos pasar de la pandemia a las brasas de un cambio climático acentuado… los programas de recuperación deben empujar a la economía global hacia un crecimiento sostenible y una mayor resiliencia».

El uso repetido de la palabra «sostenible» delata un poco la fragilidad del razonamiento. Recuperación sostenible, crecimiento sostenible, pero ¿cómo se hace?

La respuesta del malvado Benjamin Zycher, que trabaja para el ultraconservador American Enterprise Institute, suena dolorosamente más creíble, más concreta, no obstante el desinterés evidente por el destino al que están condenados los seres humanos.

«La energía no convencional no es competitiva en términos de costos, de otra manera, ¿por qué se necesitarían impuestos subsidiados y mercados garantizados para hacerla posible? La falta de confiabilidad del viento y del sol, el contenido de energía no concentrada en los flujos de aire y en la luz solar, los límites teóricos de la conversión del viento y del sol en energía eléctrica son las razones por las que mayores cuotas de mercado para las energías renovables han provocado un aumento en los precios tanto en Europa como en los Estados Unidos… Priorizar la política climática impedirá que muchas personas mejoren sus condiciones, especialmente después del terrible shock económico causado por el lockdown. Además, si los países experimentan una reducción de la riqueza tendrán menos recursos para la protección del medio ambiente. No es cierto que los defensores del crecimiento odien el planeta. Es cierto, sin embargo, que los ambientalistas odian a la humanidad».

Por supuesto, sé bien que el American Enterprise Institute es una asociación de criminales que en el pasado apoyó, por decir lo menos, las guerras de George Bush, y que vive de los financiamientos de organizaciones caritativas como la Exxon Corporation y etcétera.

Sin embargo, las consideraciones de este sinvergüenza son más convincentes que las consideraciones de la angelical Figueres. El problema es que el enunciado «crecimiento sostenible» es un oxímoron, con todas las nociones llenas de humo de quienes predican la economía verde para una recuperación dulce del capitalismo.

No hay ya ninguna posibilidad de crecimiento económico, no hay ya ninguna posibilidad de un aumento del producto global sin extracción, destrucción, devastación ambiental. Punto. Si «crecimiento» quiere decir acumulación de capital, competencia, expansión del consumo, el crecimiento es incompatible con la supervivencia a largo plazo de la humanidad.

Por otra parte, el club en Roma lo dijo con claridad hace ya cincuenta años, en el famoso Informe sobre los límites del crecimiento. «Un planeta finito no puede sostener un crecimiento económico infinito».

Simple, ¿no?

Para la supervivencia de los humanos no es necesario el crecimiento infinito, es necesaria una distribución igualitaria de lo que la inteligencia técnica y la actividad libre pueden producir. Es necesaria además una cultura de la frugalidad, que no significa ni pobreza ni renuncia, sino un desplazamiento de la atención de la esfera de la acumulación a la esfera del disfrute.

El capitalismo cambia siempre, pero en esencia no puede cambiar. Se basa en la explotación ilimitada del trabajo humano, del saber colectivo y de los recursos físicos del planeta. Ha desempeñado su función en los últimos quinientos años, ha hecho posible el enorme progreso de la modernidad, y el horror del colonialismo y de la desigualdad.

Ahora se terminó. Solo puede continuar su existencia acelerando la extinción del género humano, o al menos (en la mejor de las hipótesis) la extinción de aquello que hemos conocido como civilización humana.

Un estudio titulado Genitorialidad en tiempos del Covid-19 nos informa que no se espera un baby boom como efecto del lockdown.

Bocanada de alivio.

Las preocupaciones económicas sobre el futuro, y tal vez incluso cierto desgano por la proximidad, llevan a las parejas a aplazarlo. «El 37% de quienes planeaban tener un hijo antes de la pandemia ha cambiado de opinión». Como suele decirse: no hay mal que por bien no venga.

Según los demógrafos, para finales del siglo los seres humanos en la Tierra deberían ser entre nueve y once mil millones. Con una cifra así, no hay duda de que la partida de ajedrez la gana el jugador que porta la guadaña.

Pero la investigación da esperanza de que el virus nos haya hecho recobrar la razón al menos un poco.

9 de mayo El sol se filtra alegre por la ventana entreabierta, y me vino a la mente la playa inmensa de San Augustinillo. En realidad no se podía nadar en ese mar, era tan peligroso que allí cerca había una playa que se llamaba La playa del muerto, porque quienes se zambullían allí a menudo no volvían a la orilla. No es conveniente tomarse en broma al Océano Pacífico. Alquilamos una cabaña de madera en Punta Placer y al anochecer íbamos a comer a Nerón, y a la vuelta en la oscuridad caminábamos por la playa y yo decía: Lupita Lupita amor della mia vita.

Quizás este sea el final. O quizás no.

*El artículo original fue publicado en Nero Editions. Traducción para Sangrre de Emilio Sadier.

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Por Natalí Schejtman

Un amigo se va de un grupo de Whatsapp. Vive en Europa, donde el brote del Covid-19 ya lleva varias semanas de intensidad y miles de muertos y no puede soportar más hablar del tema. Pide perdón si resulta grosero, pero no da más. Otra amiga lo justifica en el mismo grupo, ya con un integrante menos: el único lugar del que se puede salir es de un grupo de Whatsapp. 

Puedo imaginar su liberación con ese portazo virtual que no logra cuando decide solamente ignorar su teléfono móvil, o justamente porque no logra despegarse de ese imán pegajoso y tremendamente hipnótico. Pero después pienso en lo que me dijo Daniel Miller cuando lo entrevisté el año pasado. Miller es un antropólogo que hace un tiempo largo estudia el uso de dispositivos en distintos países del mundo, distintas comunidades, por género, por edad, por clase social. Compara países muy distintos. Él, británico, me dijo que mientras en el Reino Unido todos estaban obsesionados por la falta de privacidad de sus datos, en algunos sectores de bajos ingresos en China, que desconocen el cuarto propio, el teléfono es visto como el único pasadizo hacia algo parecido a la intimidad.

El diario Clarín ilustró la nota sobre la mujer de 82 años que decidió violar la cuarentena y salir a tomar sol a los bosques de Palermo -algo estrictamente prohibido- con una foto genial de Fernando de la Orden. Ella, echada en una reposera con ropa suelta mientras tres policías uniformados la rodean, algo desconcertados ante tremenda rebelión. Todos ellos tenían un teléfono o handy en la mano. La señora no. La tecnología era símbolo de dependencia: una herramienta de trabajo para los policías; su falta, el condimento extra de la desobediencia. Y también del ocio, del que podía gozar la jubilada vecina de los bosques de Palermo. Pero mirando en detalle había algo más: ella tenía puestos auriculares, que probablemente conectaran con un móvil también, aunque en un segundo plano. Con la tecnología, desoía la ley y el orden.

Durante esta cuarentena en la que la gente está mayormente encerrada en sus casas, las suscripciones a Netflix explotaron globalmente y Amazon se corona como uno de los grandes ganadores del Covid-19, incluso aunque se hayan reportado infectados y se hayan denunciado falta de protocolos de seguridad sanitaria en sus depósitos europeos. Apple, Microsoft, Alphabet (Google), Facebook y Amazon fueron infladas por los inversores en las últimas semanas. Mientras el planeta vive asustado por un virus que amenaza con saturar los servicios de salud globalmente desfinanciados -aunque no en igual medida en cada país-, el capitalismo de plataformas, basado en la recolección de datos a cambio de alguna forma de consumo, información y entretenimiento, goza de buena salud. Y más que eso: mientras los consumidores están encerrados en sus confinamientos, las plataformas robustas son vistas y usadas como una forma de salida al exterior conocido, al afuera del diseño algorítmico. Son información global y también vinculación con otros. Mientras más confinados estamos, más solos, ansiosos o preocupados, más buscamos las ubicuas plataformas. Las plataformas exacerban la insperiencia, un fenómeno que las antecede: convertir en íntimo e individual una vivencia que en algún momento representó el contacto con el otro.

A la vez, la lógica de uso y la propuesta misma de estas plataformas ya habían dado pasos certeros para esfumar los bordes entre lo público y lo privado. Ahora vuelven a hacerlo en otro sentido. La crisis de lo público como lo colectivo, lo igualitario o lo que sucede en el exterior compartido o a la vista de todos tiene décadas y vaivenes por región, pero frente a la pandemia se regula con una prohibición estatal y se sostiene por el miedo al contagio. Ambas cosas, combinadas, potencian el único consumo permitido: aquel que está mediado por las plataformas, que ahora también son las administradoras y mediadoras entre el adentro y el afuera —el contacto con una amiga o una hamburguesa en tu puerta—. Esto genera otra paradoja: mientras que se habla como nunca de los servicios públicos de salud y de solidaridad, la indicación sanitaria es estar lo más aislados que sea posible. La conectividad, mediada por el mercado, es la única propuesta gregaria. Aunque ya sabemos que las plataformas basaron parte de su éxito en proponer un colectivo cómodo y conocido, que algunos llaman burbuja (no siempre tan diferente con la burbuja offline, por cierto).

“Mientras el planeta vive asustado por un virus que amenaza con saturar los servicios de salud globalmente desfinanciados -aunque no en igual medida en cada país-, el capitalismo de plataformas goza de buena salud. Y más que eso: mientras los consumidores están encerrados en sus confinamientos, las plataformas robustas son vistas y usadas como una forma de salida al exterior conocido, al afuera del diseño algorítmico. Son información global y también vinculación con otros.”

Este drama de la pandemia empezó con una optimista colectivización de la pena: todos somos iguales ante el Coronavirus, pero enseguida cayó de maduro que no es lo mismo pasar la cuarentena en una mansión en Beverly Hills que en un colchón prestado en el centro de Estados Unidos o en la Villa 31 sin agua. No es lo mismo estar en blanco, que en negro o que ser un desempleado. La salida es global, claro, pero no es lo mismo para un país del G7 que para uno del G20 o para un asentamiento de refugiados sirios en el Líbano. Nos tenemos que cuidar entre todos, pero las noticias de los escraches a médicos o a quienes circunstancialmente violan la cuarentena hacen mucho más ruido que la acción colectiva; los diarios sacan todos la misma tapa acordada con el gobierno pero son comprensiblemente más atractivos si desafían los consensos; algunos miembros de la intelligentzia progresista global tratan de empujar una agenda de rebooting sistémico que incluye impuestos a la riqueza, Renta Básica Universal o un Green New Deal, mientras Argentina negocia arduamente con los bonistas tenedores de su deuda. 

El Covid-19 nos tiene materialmente individualizados y separados, tratando de pensar lo que realmente compartimos como seres humanos. Algunos nos preguntamos cuál es el lugar que los Estados van a ocupar para dar una respuesta a esa pregunta. Pero si una revalorización del Estado como agente de igualdad y reconstrucción parece inevitable, también lo es que el capitalismo de plataformas tenga algo que decir al respecto. En definitiva, ¿hay algo más compartido que una compañía global y omnipresente con tintes monopólicos? Son ellas justamente las que vienen haciendo un uso cotidiano del verbo compartir y contribuyendo a tallar una acepción más inmediata y menos comprometida.

“Si una revalorización del Estado como agente de igualdad y reconstrucción parece inevitable, también lo es que el capitalismo de plataformas tenga algo que decir al respecto. En definitiva, ¿hay algo más compartido que una compañía global y omnipresente con tintes monopólicos? Son ellas justamente las que vienen haciendo un uso cotidiano del verbo compartir y contribuyendo a tallar una acepción más inmediata y menos comprometida.”

Pero entre la ansiedad por la nueva normalidad y el miedo al colapso y a la muerte, las preguntas caen ante cada click, cada conferencia de prensa, cada pensamiento a mediano plazo: ¿Qué compartimos los habitantes de un país, de una ciudad, de un barrio? ¿Queremos tener algo más en común, como ese Disc Jockey barrial que pone música fuerte desde su balcón, o queremos enseñarle con precisión a nuestro algoritmo de Spotify qué es exactamente lo que queremos escuchar? ¿Puede el Covid-19 afianzar los lazos sociales o es más probable que los dinamite?

Y, por cierto: ¿Qué lugar va a tener el robustecido capitalismo de plataformas en la nueva normalidad que, presumiblemente, nos tendrá más separados?

NATALÍ SCHEJTMAN (1983) es Licenciada en Letras (UBA),  tiene un máster en Medios y Comunicaciones (London School of Economics) y actualmente cursa su doctorado en Ciencias Sociales (UBA). Trabaja como periodista desde los 18 años y desde entonces escribió para TXT, Radar (Página/12), Perfil, Rolling Stone y La Nación, entre otros. Fue productora ejecutiva de proyectos digitales en canal Encuentro. Su primer trabajo en la revista Para Ti coincidió con la crisis política, social y económica del 2001. También, con el momento en el que internet empezaba a asomar tímidamente desde cada una de las computadoras de la redacción. La relación entre medios, tecnología y política la atrapa -en todos los sentidos posibles- desde entonces.

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CIEN AÑOS DE CRISIS. SEGUNDA PARTE

CIEN AÑOS DE CRISIS. SEGUNDA PARTE

Por YUK HUI
@digital_objects

Traducción: Tadeo Lima

El coronavirus, al igual que todas las catástrofes, nos obliga a preguntarnos hacia dónde nos dirigimos. Aunque sabemos que nos dirigimos hacia el vacío, nos arrastra un impulso tragicista de “tratar de vivir”. En un contexto de competencia agudizada, los intereses de los Estados ya no se alinean con los de sus súbditos, sino exclusivamente con el crecimiento económico: cualquier cuidado de la población es subsidiario de la contribución que ella hace al crecimiento económico. Esto resulta evidente en la manera en que China intentó inicialmente silenciar las noticias sobre el coronavirus, y más tarde, cuando Xi Jinping advirtió que las medidas para contener el virus dañarían la economía, el número de nuevos contagios descendió dramáticamente a cero. Es la misma implacable “lógica” económica que llevó a otros países a adoptar una conducta expectante, debido al impacto que tendrían medidas preventivas como las restricciones de viaje (que la OMS desaconsejó), la implementación de controles médicos en aeropuertos o la suspensión de los Juegos Olímpicos.

Tanto los medios de comunicación como algunos filósofos presentan un argumento un poco ingenuo a propósito del “modelo autoritario” asiático y el modelo presuntamente liberal/libertario/democrático de los países occidentales. La manera autoritaria china (o asiática) –a menudo identificada erróneamente con el confucianismo, el cual no es en absoluto una filosofía autoritaria o coercitiva– mostró un eficiente manejo de la población mediante el recurso a tecnologías de vigilancia de los consumidores que ya estaban muy extendidas (reconocimiento facial, geolocalización a través de dispositivos móviles, etc.) y que permitieron trazar la propagación del virus. Cuando se dispararon los contagios en Europa, se seguía debatiendo si debía usarse o no este tipo de información personal. Si realmente tuviésemos que elegir entre los modelos de gobernanza “asiático autoritario” y “occidental liberal/libertario”, el primero parecería más aceptable a los fines de enfrentar catástrofes futuras, ya que la manera libertaria de gestionar este tipo de pandemias es esencialmente eugenista: permite que los mecanismos autorregulados de la selección eliminen rápidamente a la población más avejentada. De cualquier forma, todas estas oposiciones culturales esencialistas resultan engañosas, puesto que ignoran la solidaridad espontánea entre comunidades y la pluralidad de lealtades y obligaciones morales de las personas –hacia los mayores, la familia, etc.–. Pero es este tipo de ignorancia el que se requiere para entregarse a expresiones vanidosas de superioridad.

¿Pero hacia qué otro lugar puede avanzar nuestra civilización? La escala de esta pregunta abruma nuestra imaginación y nos lleva a refugiarnos en la esperanza de que podamos recuperar una “vida normal”, lo que sea que ello signifique. En el siglo XX diversos pensadores buscaron otras opciones y configuraciones geopolíticas para superar el concepto schmittiano de lo político. Uno de ellos fue Jacques Derrida, que en Políticas de la amistad le respondió a Schmitt deconstruyendo el concepto de amistad. La deconstrucción abre la diferencia ontológica entre amistad y comunidad para sugerir una política que se ubica más allá de la dicotomía amigo-enemigo fundamental para la teoría política del siglo XX, una política de la hospitalidad. La hospitalidad “incondicional” e “incalculable”, que cabría llamar amistad, puede ser concebida en el ámbito geopolítico como algo que socava la soberanía. En este sentido, el filósofo deconstructivista japonés Kojin Karatani afirmó que la paz perpetua con la que soñó Kant solo será posible cuando la soberanía sea dada como un don en el sentido de la economía del don de Marcel Mauss, que habría de suceder así al imperio capitalista global. Esta posibilidad está condicionada, sin embargo, por la abolición de la soberanía, en otras palabras, por la abolición de los Estados-nación. Para que ello suceda, según Karatani, probablemente necesitaríamos una Tercera Guerra Mundial seguida por la instauración de un organismo internacional gubernamental con más poder que las Naciones Unidas. De hecho, la política de refugiados de Angela Merkel y el principio “un país, dos sistemas” concebido por Deng Xiaoping en la transferencia de la sobreanía de Hong Kong del Reino Unido a China han avanzado en esa dirección sin necesidad de una guerra. Este último tiene el potencial para convertirse en un modelo más sofisticado e interesante que el sistema federal. Pero mientras que la primera ha sido el blanco de ataques feroces, el segundo está siendo destruido por nacionalistas cortos de miras y schmittianos dogmáticos. Una Tercera Guerra Mundial será la opción más próxima si ningún país está dispuesto a avanzar en otra dirección.

Antes de que llegue ese día, y antes de que una catástrofe aún más grave nos acerque un poco más a la extinción (que ya podemos sentir), quizás debamos preguntarnos qué aspecto tendría un sistema inmunológico global “organísmico”, más allá de la presunta capacidad de coexistir con el coronavirus. ¿Qué clase de coinmunidad o coinmunismo (neologismo acuñado por Sloterdijk) es posible si queremos que la globalización continúe, y que continúe de una manera menos contradictoria? La estrategia coinmunitaria de Sloterdijk es interesante aunque políticamente ambigua –acaso porque no la ha desarrollado lo suficiente en sus obras mayores–, oscila entre la política de fronteras del partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (afd) y la inmunidad contaminada de Roberto Esposito. Pero el problema es que mientras sigamos ateniéndonos a la lógica del Estado-nación, nunca llegaremos a una coinmunidad. No solo porque un Estado no es ni una célula ni un organismo –por atractiva y práctica que pueda resultar la metáfora para los teóricos–, sino más fundamentalmente porque el propio concepto solo pude producir una inmunidad basada en la distinción entre amigo y enemigo, independientemente de que adopte la forma de organizaciones o consejos internacionales. Los Estados modernos, aunque compuestos por sus súbditos como en la célebre imagen del Leviatán de Thomas Hobbes, no tienen intereses más allá del crecimiento económico y la expansión militar, o al menos no los tienen hasta que no se topan con una crisis humanitaria. Acosados por una inminente crisis económica, los Estados-nación se vuelven la fuente (más que el blanco) de fake news manipuladoras.

“Si realmente tuviésemos que elegir entre los modelos de gobernanza “asiático autoritario” y “occidental liberal/libertario”, el primero parecería más aceptable a los fines de enfrentar catástrofes futuras, ya que la manera libertaria de gestionar este tipo de pandemias es esencialmente eugenista: permite que los mecanismos autorregulados de la selección eliminen rápidamente a la población más avejentada. De cualquier forma, todas estas oposiciones culturales esencialistas resultan engañosas, puesto que ignoran la solidaridad espontánea entre comunidades y la pluralidad de lealtades y obligaciones morales de las personas –hacia los mayores, la familia, etc.–.”

SOLIDARIDAD ABSTRACTA Y CONCRETA 

Volvamos sobre la cuestión de las fronteras e indaguemos en la naturaleza de esta guerra que estamos combatiendo, que el Secretario General de las Naciones Unidas António Guterres considera el mayor desafío que ha enfrentado la onu desde la Segunda Guerra Mundial. La guerra contra el virus es en primer lugar una guerra de información. El enemigo es invisible. Solo puede ser localizado a través de información sobre las comunidades y los movimientos de los individuos. La eficacia en la guerra depende de la habilidad para recolectar y analizar información y para movilizar los recursos disponibles con la mayor eficiencia. Para los países que ejercen una estricta censura en línea existe la posibilidad de contener al virus como se contiene una palabra clave “sensible” que circula por las redes sociales. El uso del término “información” en contextos políticos ha sido a menudo equiparado a la propaganda; deberíamos evitar entenderlo exclusivamente como una cuestión de los medios de comunicación y el periodismo, e incluso de libertad de expresión. La guerra de información es la guerra del siglo XXI. No es un tipo específico de guerra, sino su forma permanente.

En sus clases reunidas en Defender la sociedad, Michel Foucault invirtió el aforismo de Carl von Clausewitz “la guerra es la continuación de la política por otros medios” como “la política es la continuación de la guerra por otros medios”. Si bien la inversión sugiere que la guerra ya no adopta la forma bajo la cual la había pensado Clausewitz, Foucault no había desarrollado aún un discurso sobre la guerra de información. Hace más de veinte años se publicó en China un libro titulado 超限戰 [Guerra allende los límites] (oficialmente traducido al inglés como Unrestricted Warfare [Guerra irrestricta]), escrito por dos coroneles retirados de la Fuerza Aérea del Ejército Popular de Liberación. El libro fue rápidamente traducido al francés y se dice que influyó en el colectivo Tiqqun y más tarde en el Comité Invisible. Los dos coroneles retirados –que no habían leído a Foucault pero conocían bien a Clausewitz– llegaban a la conclusión de que la guerra tradicional acabaría por difuminarse y sería reemplazada en el mundo por guerras inmanentes, introducidas y posibilitadas en buena parte por las tecnologías de la información. El libro podía ser leído como un análisis de la estrategia de guerra global de los Estados Unidos, pero también y más significativamente como un penetrante estudio del modo en que la guerra de información redefine la política y la geopolítica.

La guerra contra el coronavirus es al mismo tiempo una guerra de información errónea y desinformación, como resulta característico de la política de la posverdad. El virus puede haber sido un evento contingente que desencadenó la actual crisis, pero la guerra en sí misma ya no es contingente. La guerra de información introduce a su vez otras dos posibilidades (en cierto modo farmacológicas): primero, la de una guerra que ya no tiene al Estado como unidad de medida, sino que está constantemente desterritorializándolo con armas invisibles y fronteras difusas; y segundo, la de la guerra civil, que adopta la forma de un choque entre infoesferas en competencia. La guerra contra el coronavirus es una guerra contra los portadores del virus, y es una guerra que se libra empleando fake news, rumores, censura, falsas estadísticas, desinformación, etc. En paralelo a la utilización que han hecho los Estados Unidos de las tecnologías de Silicon Valley para expandir su infoesfera y penetrar en la mayoría de la población de la Tierra, China también ha construido una de las infoesferas más grandes y sofisticadas del planeta, equipada con potentes cortafuegos que consisten tanto de máquinas como de humanos. Ello le permitió contener el virus en el seno de una población de 1400 millones de personas. Esta infoesfera está expandiéndose gracias a la infraestructura de la iniciativa “Cinturón y Ruta de la Seda”, así como a las redes ya tendidas en África, lo que ha provocado la respuesta de los Estados Unidos, que en nombre de la seguridad y la propiedad intelectual bloqueó la expansión de Huawei al interior de su propia infoesfera. Desde luego, la guerra de información no la libran solo los soberanos. Dentro de China, diferentes facciones compiten entre sí a través de los medios de comunicación oficiales, medios tradicionales como los periódicos y medios independientes. Por ejemplo, tanto los medios tradicionales como los medios independientes verificaron las afirmaciones de figuras del Estado acerca del brote epidémico, forzando al gobierno a corregir sus errores y distribuir más equipamiento médico en los hospitales de Wuhan.

El coronavirus hace explícita la inmanencia de la guerra de información al exponer la necesidad del Estado-nación de defender sus fronteras físicas al mismo tiempo que se expande tecnológica y económicamente fuera de sus límites para establecer nuevas fronteras. Las infoesferas las construyen los humanos, y pese a haberse expandido enormemente en décadas recientes, su devenir permanece indeterminado. En la medida en que la imaginación de una coinmunidad –como un posible comunismo o asistencia mutua entre naciones– solo puede ser una solidaridad abstracta, resulta tan vulnerable al cinismo como el concepto de “humanidad”. En las últimas décadas algunos discursos filosóficos han alimentado exitosamente una solidaridad abstracta que puede virar hacia comunidades sectarias cuya inmunidad es determinada por el acuerdo y el desacuerdo. La solidaridad abstracta es atractiva porque es abstracta: a diferencia de lo concreto, lo abstracto no está cimentado ni tiene una localidad; puede transportarse a todas partes y radicarse en cualquier lugar. Pero la solidaridad abstracta es un producto de la globalización, una metanarrativa (e incluso una metafísica) para algo que hace mucho ha enfrentado su propio fin.

“La guerra contra el coronavirus es al mismo tiempo una guerra de información errónea y desinformación, como resulta característico de la política de la posverdad. El virus puede haber sido un evento contingente que desencadenó la actual crisis, pero la guerra en sí misma ya no es contingente. La guerra de información introduce a su vez otras dos posibilidades (en cierto modo farmacológicas): primero, la de una guerra que ya no tiene al Estado como unidad de medida, sino que está constantemente desterritorializándolo con armas invisibles y fronteras difusas; y segundo, la de la guerra civil, que adopta la forma de un choque entre infoesferas en competencia. ”

La verdadera coinmunidad no es solidaridad abstracta, sino que parte de una solidaridad concreta cuya coinmunidad debería servir de base para la próxima oleada de globalización (si es que la hay). Desde el comienzo de esta pandemia ha habido numerosos actos de auténtica solidaridad, en situaciones donde resulta de suma importancia quién hará tus compras si tú no puedes ir al supermercado, quién te dará una máscara si necesitas acercarte al hospital, quién ofrecerá respiradores que salven vidas, etc. Hay también solidaridades entre las comunidades médicas que comparten información con vistas al desarrollo de vacunas. Gilbert Simondon distinguió entre lo abstracto y lo concreto a través de los objetos técnicos: los objetos técnicos abstractos son desmontables y móviles, como los que abrazaron los enciclopedistas del siglo XVIII y que (hasta el día de hoy) inspiran optimismo sobre la posibilidad del progreso; los objetos técnicos concretos son aquellos que se cimientan (acaso literalmente) en los mundos humano y natural, entre los que actúan como un mediador. Una máquina cibernética es más concreta que un reloj mecánico, que a su vez es más concreto que una simple herramienta. ¿Podemos concebir entonces una solidaridad concreta que sortee el impasse de una inmunología basada en los Estados-nación y la solidaridad abstracta? ¿Podemos considerar la infoesfera como una oportunidad que apunta en dirección a una inmunología de ese tipo?

Puede que necesitemos extender el concepto de infoesfera de dos maneras. En primer lugar, la construcción de infoesferas podría entenderse como un intento de construir tecnodiversidad, de desmantelar desde adentro la cultura monotecnológica y escapar a su “mala infinitud”. Esta diversificación de tecnologías conlleva una diversificación de modos de vida, de formas de coexistencia, de economías y demás, ya que la tecnología, en tanto es una cosmotécnica, integra diferentes relaciones con los no humanos y el cosmos en general. Esta tecnodiversificación no implica la imposición de un marco ético a la tecnología, ya que dicho marco llega siempre tarde y solo está allí para ser violado. Si no cambiamos nuestras tecnologías y nuestras actitudes, solo preservaremos la biodiversidad como un caso excepcional, pero no aseguraremos su sustentabilidad. En otras palabras, sin tecnodiversidad no podemos sostener la biodiversidad. El coronavirus no es la venganza de la naturaleza, sino el resultado de una cultura monotecnológica en la que la tecnología misma simultáneamente pierde sus cimientos y quiere convertirse en el cimiento de todo lo demás. El monotecnologismo en el que vivimos actualmente ignora la necesidad de coexistencia y ve la Tierra como un mero stock de existencias. Con la feroz competencia que fomenta, solamente puede producir nuevas catástrofes. De acuerdo con esta visión, al cabo del agotamiento y la devastación de la nave Tierra, solo nos queda repetir el mismo agotamiento y la misma devastación sobre la nave Marte.

En segundo lugar, la infoesfera puede ser considerada como una solidaridad concreta que se extiende más allá de las fronteras, como una inmunología que ya no toma como punto de partida al Estado-nación, con sus organizaciones internacionales que son virtualmente marionetas de las potencias globales. Para que emerja esta solidaridad concreta, necesitamos una tecnodiversidad que desarrolle tecnologías alternativas, como nuevas redes sociales, herramientas cooperativas e infraestructuras de instituciones digitales que sirvan de base para una colaboración global. Los medios digitales ya tienen una larga historia social, aunque pocas de sus formas que no sean las de Silicon Valley (o WeChat en China) alcanzan una escala global. Esto se debe en gran medida a la herencia de una tradición filosófica –con sus oposiciones entre naturaleza y tecnología, y entre cultura y tecnología– que es incapaz de ver una pluralidad de tecnologías como realizable. La tecnofilia y la tecnofobia se vuelven los síntomas de una cultura monotecnológica. Estamos familiarizados con el desarrollo a lo largo de la últimas décadas de la cultura hacker, el software libre y las comunidades de programadores de código abierto; sin embargo, el foco ha estado más en el desarrollo de alternativas a las tecnologías hegemónicas que en la creación de modos de acceso, formas de cooperación y, más importante aún, epistemologías alternativas.

“Si no cambiamos nuestras tecnologías y nuestras actitudes, solo preservaremos la biodiversidad como un caso excepcional, pero no aseguraremos su sustentabilidad. En otras palabras, sin tecnodiversidad no podemos sostener la biodiversidad. El coronavirus no es la venganza de la naturaleza, sino el resultado de una cultura monotecnológica en la que la tecnología misma simultáneamente pierde sus cimientos y quiere convertirse en el cimiento de todo lo demás.”

EEl incidente del coronavirus acelerará los procesos de digitalización y de subsunción por la economía de los datos, ya que esta ha demostrado ser la herramienta más efectiva para contener la propagación. Esto pudo verse ya en el reciente vuelco a favor del uso de datos recolectados por dispositivos móviles para trazar los contagios en países que suelen ser celosos de la privacidad. Quizás convenga hacer una pausa y preguntarnos si esta aceleración del proceso de digitalización no puede ser tomada como una oportunidad, como un kairos que resalta la actual crisis global. Los llamados a una respuesta global nos ponen a todos en el mismo bote y el objetivo de retomar la “vida normal” no parece una respuesta adecuada. El brote epidémico de coronavirus marca la primera vez en más de veinte años que la enseñanza en línea es ofrecida por todos los departamentos de las universidades. Ha habido muchas razones para oponerse a la enseñanza digital, pero en su mayoría se trata de razones menores, cuando no irracionales (institutos que se dedican a las culturas digitales consideran indispensable la presencia física para la gestión de recursos humanos). La enseñanza en línea no puede reemplazar por completo a la enseñanza presencial, pero amplía radicalmente el acceso al conocimiento y nos hace replantearnos la cuestión de la educación en un momento en que muchas universidades están siendo desfinanciadas. ¿Nos permitirá cambiar estos hábitos la suspensión de la vida normal a causa del coronavirus? Podríamos, por ejemplo, tomar los próximos meses (o años quizás), durante los cuales la mayoría de las universidades del mundo van a estar empleando plataformas de enseñanza digital, como una oportunidad para crear instituciones digitales de peso a una escala sin precedentes. Una inmunología global requiere este tipo de reconfiguraciones radicales.

La cita con la que abrí la primera parte de este ensayo pertenece al opúsculo inconcluso de Nietzsche La filosofía en la época trágica de los griegos, escrito en 1873. En vez de hacer referencia a su propia exclusión de la disciplina filosófica, Nietzsche identifica el anhelo de reforma cultural con los filósofos de la antigua Grecia que aspiraban a reconciliar ciencia y mito, racionalidad y pasión. Ya no estamos en la época trágica, sino en un tiempo de catástrofes del que ni el pensamiento tragicista ni el pensamiento taoísta, por sí solos, ofrecen escapatoria. En vista de la enfermedad de la cultura global, tenemos una necesidad urgente de reformas guiadas por un nuevo pensamiento y por nuevos marcos que nos permitan despegarnos de lo que la filosofía ha impuesto e ignorado. El coronavirus destruirá muchas instituciones ya amenazadas por las tecnologías digitales. También hará necesarios un aumento de la vigilancia y la implementación de otras medidas inmunológicas contra el virus, al igual que contra el terrorismo y las amenazas a la seguridad nacional. Este es también un momento en el que necesitamos solidaridades concretas y digitales más fuertes. La solidaridad digital no es un llamado a usar más Facebook, Twitter o WeChat, sino a sustraerse a la competencia feroz de la cultura monotecnológica, a producir una tecnodiversidad por medio de tecnologías alternativas y de sus correspondientes formas de vida y modos de habitar el planeta y el cosmos. Puede que en nuestro mundo posmetafísico no necesitemos pandemias metafísicas. Puede que tampoco necesitemos una ontología orientada a los virus. Lo que realmente necesitamos es una solidaridad concreta que permita diferencias y divergencias antes de que caiga el crepúsculo.

Quiero agradecer a Brian Kuan Wood y Pieter Lemmens por sus comentarios y sugerencias a los borradores de este ensayo. Este texto se publicó originalmente en la web e-flux en abril de 2020.

YUK HUI nació en China. Estudió ingeniería informática y filosofía en la Universidad de Hong Kong y en Goldsmiths College en Londres, con un enfoque en filosofía de la tecnología. Actualmente enseña en la Universidad Bauhaus en Weimar y en la Escuela de Medios Creativos de la Universidad de Hong Kong. Fue investigador asociado en el Instituto de Cultura y Estética de los Medios (ICAM), investigador postdoctoral en el Instituto de Investigación e Innovación del Centro Pompidou en París y científico visitante en los Laboratorios Deutsche Telekom en Berlín. Es el iniciador de la Red de Investigación en Filosofía y Tecnología, una red internacional que facilita investigaciones y colaboraciones en filosofía y tecnología. Hui ha publicado colaboraciones en distintos medios como Research in Phenomenology, Metaphilosophy, Cahiers Simondon, Deleuze Studies, Implications Philosophiques, Techné, etc. Publicó los libros 30 Years after Les Immatériaux: Art, Science and Theory (2015, con Andreas Broeckmann), On the Existence of Digital Objects (2016), The Question Concerning Technology in China -An Essay in Cosmotechnics (2016) y Recursivity and Contingency (2019). Próximamente publicará Art and Cosmotechnics. Sus escritos han sido traducidos a una docena de idiomas.Durante 2020 será uno de los autores publicados por Caja Negra Editora.   

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CIEN AÑOS DE CRISIS.

 PRIMERA PARTE 

CIEN AÑOS DE CRISIS. PRIMERA PARTE  

Por Yuk Hui
@digital_objects

Traducción: Tadeo Lima

Allí donde la filosofía se mostró como una ayuda, como algo salvador, 

como algo protector, fue siempre con los sanos; 

a los enfermos los volvió aún más enfermos.
Friedrich Nietzsche, La filosofía en la época trágica de los griegos

EL CENTENARIO DE “LA CRISIS DEL ESPÍRITU”

En 1919, después de la Primera Guerra Mundial, el poeta francés Paul Valéry escribió en su ensayo “La crisis del espíritu”: “Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales”. Solo ante una tragedia semejante, y con posterioridad, nos damos cuenta de que somos seres frágiles. Cien años después, un murciélago en China –si efectivamente el coronavirus proviene de los murciélagos– ha precipitado al planeta entero en una nueva crisis. Si aún viviera, Valéry tendría prohibido salir de su departamento en París.

La crisis del espíritu de 1919 fue precedida por un nihilismo, una nada que agobió a Europa en los años anteriores a 1914. Como escribió Valéry acerca de la escena intelectual de preguerra: “No veo ¡nada! Nada, aunque haya sido una nada infinitamente rica”. En su poema El cementerio marino, de 1920, leemos una llamada afirmativa de ecos nietzscheanos: “El viento vuelve, intentemos vivir”. Este verso sería adoptado más tarde por Hayao Miyazaki como título para su película de animación sobre Jiro Horikoshi, el ingeniero aeronáutico que diseñó los cazas para el Imperio de Japón que fueron usados en la Segunda Guerra Mundial. Este nihilismo retorna recursivamente bajo la forma de una prueba nietzscheana: un demonio se introduce en tu más solitaria soledad y te pregunta si quieres vivir el eterno retorno de lo mismo –la misma araña, la misma luz de la luna entre los árboles y el mismo demonio que hace la misma pregunta–. Toda filosofía que no sepa convivir con este nihilismo y hacerle frente será incapaz de ofrecer respuestas satisfactorias. Una filosofía tal solo puede hacer a una cultura enferma más enferma, o en nuestra época, refugiarse en los grotescos memes filosóficos que circulan por las redes sociales.

El nihilismo impugnado por Valéry fue alimentado incesantemente por la aceleración y la globalización tecnológicas iniciadas en el siglo XVIII. Como escribe hacia el final de su ensayo:

Pero el Espíritu europeo –o por lo menos lo que contiene de más precioso– ¿es totalmente difusible? El fenómeno de la explotación del globo, el fenómeno de la igualación de las técnicas y el fenómeno democrático, que hacen prever una diminutio capitis de Europa ¿deben tomarse como decisiones absolutas del destino?

Esta amenaza de difusión –que Europa habría intentado afirmar– ha dejado de ser algo a lo que Europa pueda hacer frente sola, y probablemente ya nunca vuelva a ser superada por el espíritu “tragicista” europeo. “Tragicista” se refiere en primer lugar a la tragedia griega; es también la lógica del espíritu que se esfuerza por resolver las contradicciones que brotan de su interior. En “¿Qué comienza después del fin de la Ilustración?” y otros ensayos he intentado esbozar cómo, desde la Ilustración y luego del ocaso del monoteísmo, este fue reemplazado por un monotecnologismo (o tecnoteísmo) que encuentra su culminación en el transhumanismo de nuestros días. Nosotros, los modernos, los herederos de ese Hamlet europeo que en “La crisis del espíritu” de Valéry resume como el legado intelectual europeo sosteniendo los cráneos de Leibniz, Kant, Hegel y Marx, cien años después de su escrito aún creemos y queremos seguir creyendo que nos volveremos inmortales, que seremos capaces de equipar nuestros sistemas inmunológicos contra todos los virus, o simplemente huiremos a Marte cuando se presente el peor escenario. Pero en plena pandemia de la enfermedad por coronavirus, la exploración de Marte parece irrelevante a los fines de detener su propagación y salvar vidas. Los mortales que todavía habitamos este planeta Tierra posiblemente no tengamos la oportunidad de esperar hasta volvernos inmortales, como promocionan los transhumanistas en sus eslóganes corporativos. Todavía está por escribirse una farmacología del nihilismo después de Nietzsche, pero la toxina ya ha penetrado el cuerpo global y causado una crisis en su sistema inmunológico.

Para Jacques Derrida (cuya viuda, Marguerite Derrida, falleció recientemente de coronavirus), el ataque a las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 marcó la manifestación de una crisis autoinmune que disolvió estructuras de poder tecnopolíticas estabilizadas durante décadas: dos aviones Boeing 767 fueron usados como armas contra el propio país que los había inventado, a la manera de células mutadas o de un virus endógeno. El término “autoinmune” es solo una metáfora biológica cuando se lo emplea en un contexto político: la globalización es la creación de un sistema mundial cuya estabilidad depende de la hegemonía económica y tecnocientífica. De allí que el 11 de septiembre haya llegado a ser visto como una ruptura que puso fin a la configuración política deseada por el Occidente cristiano desde la Ilustración, desencadenando una respuesta inmune que se expresó como un estado de excepción permanente –guerras y más guerras–. El coronavirus ahora hace implosionar esta metáfora: lo biológico y lo político se vuelven uno. Los esfuerzos para contener al virus no incluyen solo desinfectantes y medicina, sino también movilizaciones militares, cuarentenas de países enteros, cierres de fronteras, suspensión de vuelos internacionales y paralización del transporte por tierra.

“El término ‘autoinmune’ es solo una metáfora biológica cuando se lo emplea en un contexto político: la globalización es la creación de un sistema mundial cuya estabilidad depende de la hegemonía económica y tecnocientífica.”

Kevin Frayer/ Getty Images – Foto para Der Spiegel.

A fines de enero de 2020, el semanario alemán Der Spiegel publicó una edición titulada Coronavirus, Made in China: Wenn die Globalisierung zur tödlichen Gefahr wird [Coronavirus, Made in China. Cuando la globalización se vuelve un peligro mortal], ilustrada con la imagen de una persona china luciendo un equipo de protección exagerado y mirando la pantalla de un iPhone con los ojos entrecerrados, como si le estuviera rezando a un dios. El brote de coronavirus no es un ataque terrorista –hasta ahora no ha habido evidencia clara del origen del virus previo a su primera aparición en China–, sino un evento organológico en el que un virus se acopla a redes de transporte avanzadas y se desplaza a 900 kilómetros por hora. Es también un evento que parece devolvernos a un discurso sobre el Estado-nación y a una geopolítica definida por naciones. Con “devolvernos” me refiero antes que nada al hecho de que restaura el sentido a fronteras que el capitalismo global y la creciente movilidad promovida por el intercambio cultural y el comercio internacional habían desdibujado. El brote epidémico global anuncia que hasta ahora la globalización ha cultivado una cultura monotecnológica que solo puede conducir a una respuesta autoinmune y a una gran regresión. En segundo lugar, el brote epidémico y el retorno al Estado-nación revelan los límites históricos y reales del propio concepto de Estado-nación. Los Estados-nación modernos han intentado disimular esos límites por medio de guerras de información inmanentes y de la construcción de infoesferas que se expanden más allá de las fronteras. Sin embargo, en vez de producir una inmunología global, estas infoesferas, por el contrario, usan la patente contingencia del espacio global para librar una guerra biológica. Aún no está disponible una inmunología global a la que podamos recurrir para hacer frente a este estadio de la globalización, y posiblemente no llegue a estarlo nunca si persiste esta cultura monotecnológica.

UN SCHMITT EUROPEO VE MILLONES DE FANTASMAS

Durante la crisis de refugiados en Europa de 2016, el filósofo Peter Sloterdijk criticó a la canciller alemana Angela Merkel en una entrevista con la revista Cicero, en la que afirmó: “Todavía nos falta aprender a glorificar las fronteras. […] Tarde o temprano los europeos desarrollaremos una política de fronteras común eficiente. A la larga, el imperativo territorial se impone. Después de todo, no existe una obligación moral a la autodestrucción”. Incluso si Sloterdijk estaba equivocado al sostener que Alemania y la Unión Europea deberían haber cerrado sus fronteras a los refugiados, cabe decir en retrospectiva que tenía razón acerca de lo poco pensada que estaba la cuestión de las fronteras. Roberto Esposito ha afirmado claramente en Immunitas que en relación a la función de las fronteras subsiste una lógica binaria (polar): por un lado, se insiste en la necesidad de controles más estrictos como una defensa inmunológica contra un enemigo exterior –una concepción clásica e intuitiva de la inmunología como oposición entre el yo y el otro–; por el otro, se propone la abolición de las fronteras para permitir la libre circulación y asociación de individuos y bienes. Esposito sugiere que ninguno de estos dos extremos –como se ha vuelto evidente hoy– es deseable ética y prácticamente. El brote de la enfermedad por coronavirus en China –que comenzó a mediados de noviembre de 2019 aunque la primera alerta oficial no se dio hasta después de mediados de enero de 2020, seguida por el cierre total de la ciudad de Wuhan el 23 de enero– llevó inmediatamente a controles indiscriminados en las fronteras internacionales de las personas de nacionalidad china o incluso de las de “rasgos asiáticos”, identificadas como portadoras del virus. Italia fue uno de los primeros países en suspender los vuelos de y hacia China; ya a fines de enero, el Conservatorio Santa Cecilia de Roma suspendió a los alumnos “orientales” y les impidió seguir asistiendo a clases, incluidos aquellos que nunca en su vida habían estado en China. Estos actos –que podríamos llamar inmunológicos– son llevados a cabo por miedo, pero más fundamentalmente por ignorancia.

En Hong Kong –próximo a Shenzhen, en la provincia de Guangdong, uno de los principales focos epidémicos fuera de la provincia de Hubei– se oyeron fuertes voces que reclamaron al gobierno el cierre de la frontera con China. El gobierno se negó, ateniéndose a las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, que instó a los países a evitar imponer restricciones a los viajes y el comercio con China. Como una de las dos Regiones Administrativas Especiales de China, se esperaba que Hong Kong no se opusiera a China y que quisiera evitar hacer más pesado el lastre de su menguante crecimiento económico. Sin embargo, muchos restaurantes colgaron carteles en sus puertas avisando que los hablantes de mandarín no eran bienvenidos. El dialecto mandarín es asociado a los chinos del continente en cuanto portadores del virus y se vuelve una señal de peligro. Un restaurante que en condiciones normales está abierto a todo aquel que pueda pagar solo admite a cierto tipo de personas.

Todas las formas de racismo son fundamentalmente inmunológicas. El racismo es un antígeno social, ya que distingue claramente entre el yo y el otro y reacciona contra cualquier inestabilidad introducida por el otro. Al mismo tiempo, no todos los actos inmunológicos pueden ser considerados racistas. Si no reconocemos la ambigüedad entre ambos tipos de actos, disolvemos todo en la noche donde todas las vacas son negras. En el caso de una pandemia global, es inevitable una reacción inmunológica cuando el contagio es multiplicado por los trenes de larga distancia y los vuelos intercontinentales. Cinco millones de habitantes huyeron antes del cierre de Wuhan, llevando involuntariamente el virus fuera de la ciudad. De hecho, es irrelevante que a uno se lo etiquete por provenir de Wuhan, ya que cualquiera puede ser considerado sospechoso si se tiene en cuenta que el virus puede permanecer latente durante días en un cuerpo sin que este desarrolle síntomas y todo ese tiempo estar contaminando los alrededores. Hay momentos inmunológicos a los que no es fácil escapar cuando la xenofobia y los microfascismos se vuelven moneda corriente en las calles y los locales: basta con toser sin querer para atraer todas las miradas. Más que nunca, las personas reclaman una esfera inmune –como sugirió Peter Sloterdijk–, como protección y como organización social.

Pareciera así que los actos inmunológicos, que no pueden simplemente ser reducidos a actos racistas, justifican un retorno a las fronteras –individuales, sociales y nacionales–. En la inmunología biológica tanto como en la inmunología política, al cabo de décadas de debates sobre el paradigma yo-otro y el paradigma organísmico, los estados modernos vuelven a los controles de fronteras como forma más simple e intuitiva de defensa, aun cuando el enemigo no es visible. En rigor, solo estamos luchando contra la encarnación del enemigo. Aquí estamos todos regidos por lo que Carl Schmitt llamó lo político, que se funda en la distinción entre amigo y enemigo –una definición difícil de rebatir y que probablemente se vea reforzada durante una pandemia–. Cuando el enemigo es invisible, tiene que ser encarnado e identificado: primero los chinos, los asiáticos, luego los europeos, los norteamericanos; o, dentro de China, los habitantes de Wuhan. La xenofobia alimenta el nacionalismo, ya sea porque el yo la considera un acto inmunológico necesario, ya porque el otro la moviliza para fortalecer su propio nacionalismo como inmunología.

“Aquí estamos todos regidos por lo que Carl Schmitt llamó lo político, que se funda en la distinción entre amigo y enemigo –una definición difícil de rebatir y que probablemente se vea reforzada durante una pandemia–. Cuando el enemigo es invisible, tiene que ser encarnado e identificado: primero los chinos, los asiáticos, luego los europeos, los norteamericanos; o, dentro de China, los habitantes de Wuhan. La xenofobia alimenta el nacionalismo, ya sea porque el yo la considera un acto inmunológico necesario, ya porque el otro la moviliza para fortalecer su propio nacionalismo como inmunología.”

La Sociedad de las Naciones fue fundada en 1919 después de la Primera Guerra Mundial y más tarde sucedida por la Organización de las Naciones Unidas con la misma estrategia de evitar la guerra en una organización común. Carl Schmitt hizo una crítica certera de este intento al señalar que la Sociedad de las Naciones –que hubiera tenido su centenario el año pasado– identificó erróneamente a la humanidad como fundamento común de la política mundial. La humanidad, para Schmitt, no es un concepto político. Antes bien, la humanidad es un concepto de la despolitización, ya que la identificación con una humanidad abstracta e inexistente habilita “un mal uso de la paz, el progreso, la civilización con el fin de reivindicarlos para uno mismo negándoselos al enemigo”. Como es sabido, la Sociedad de las Naciones, que reunía a representantes de los diferentes países miembros, fue incapaz de impedir una de las mayores catástrofes del siglo XX, la Segunda Guerra Mundial, y a raíz de ello fue reemplazada por las Naciones Unidas. ¿No es aplicable el argumento a la Organización Mundial de la Salud, en cuanto organización global que se supone trasciende los límites e intereses particulares de las naciones para aconsejar e implementar políticas de prevención e intervención en cuestiones de salud global? Considerando que la OMS prácticamente no tuvo ningún papel positivo en la contención del virus –si es que no tuvo un papel negativo: su Director General se negó hasta último momento a declarar la pandemia, cuando ya era evidente para todos los observadores–, ¿qué la hace necesaria en definitiva? Por supuesto que el trabajo de los profesionales que trabajan para y con la organización merece un gran respeto, pero el caso del coronavirus ha puesto al descubierto una crisis en la función política de la organización en su conjunto. Peor aún, solo podemos criticar a este enorme y costoso órgano gubernamental global por su fracaso en las redes sociales, que es como gritar al viento, pero nadie tiene la capacidad de cambiar nada, puesto que los procesos democráticos están reservados para las naciones. 

MONOTECNOLOGÍA VS. TECNODIVERSIDAD

Si seguimos a Carl Schmitt, la OMS es ante todo un instrumento de despolitización, ya que su función de advertir sobre el coronavirus podría haberla realizado mejor una agencia de noticias. En efecto, numerosos países actuaron con demasiada lentitud al basarse en las primeras evaluaciones que hizo la oms de la situación. Como escribe Schmitt en El concepto de lo político, un organismo internacional gubernamental representativo fraguado en nombre de la humanidad “no suprime la posibilidad de que haya guerras, en la misma medida en que no cancela los Estados. Introduce nuevas posibilidades de guerras, permite las guerras, favorece las guerras de coaliciones y aparta una serie de inhibiciones frente a la guerra desde el momento en que legitima y sanciona determinadas guerras”. ¿La manipulación de los organismos internacionales gubernamentales por las potencias mundiales y el capital transnacional desde después de la Segunda Guerra Mundial no es solo una continuación de esa lógica? ¿Este virus que era controlable en un primer momento no ha hundido al mundo en un estado de guerra global? Estas organizaciones contribuyen a una enfermedad global allí donde la competencia económica monotecnológica y la expansión militar son el único objetivo, arrancan a los seres humanos de sus localidades enraizadas en la tierra y las reemplazan con identidades ficticias moldeadas por los Estados-nación modernos y las guerras de información.

El concepto de estado de excepción o estado de emergencia tenía originalmente como función permitir al soberano inmunizar el cuerpo político, pero desde el 11 de septiembre ha tendido a convertirse en la norma política. La normalización del estado de emergencia no es solo expresión del poder absoluto del soberano, sino también de los esfuerzos a menudo malogrados del Estado-nación moderno para enfrentarse a la situación global defendiendo y expandiendo sus fronteras por todos los medios tecnológicos y económicos disponibles. El control de fronteras solo constituye un acto inmunológico eficaz si se entiende la geopolítica en términos de Estados soberanos definidos por sus fronteras. Después de la Guerra Fría, el incremento en la competencia ha resultado en una cultura monotecnológica que ya no busca equilibrar progreso económico y progreso tecnológico, sino que los asimila al tiempo que avanza hacia un final apocalíptico. La competencia basada en la monotecnología está devastando los recursos naturales de la Tierra en aras de la maximización de ganancias e impide a los actores adoptar caminos o direcciones diferentes, es decir, bloquea la “tecnodiversidad” sobre la que he escrito extensamente. Diferentes países produciendo la misma tecnología (monotecnología) con distinto branding y características ligeramente diferentes no son sinónimo de tecnodiversidad. Esta se refiere, por el contrario, a una multiplicidad de cosmotécnicas que difieren entre sí en términos de valores, epistemologías y modos de existencia.

“Diferentes países produciendo la misma tecnología (monotecnología) con distinto branding y características ligeramente diferentes no son sinónimo de tecnodiversidad. Esta se refiere, por el contrario, a una multiplicidad de cosmotécnicas que difieren entre sí en términos de valores, epistemologías y modos de existencia.” 

Si la forma actual de la competencia que emplea medios económicos y tecnológicos para pasar por encima de la política suele ser atribuida al neoliberalismo, su pariente cercano el transhumanismo considera a la política como una mera epistemología humanista que pronto será superada gracias a la aceleración tecnológica. Estamos frente a un impasse de la modernidad: el miedo a ser sobrepasado por otros en la competencia impide sustraerse a ella. Es como la metáfora del hombre moderno que describió Nietzsche: un grupo de hombres abandona su tierra y se embarca en una travesía marítima en busca del infinito solo para llegar al medio del océano y descubrir que el infinito no es un destino. Y no hay nada más aterrador que el infinito cuando ya no hay vuelta atrás.

YUK HUI nació en China. Estudió ingeniería informática y filosofía en la Universidad de Hong Kong y en Goldsmiths College en Londres, con un enfoque en filosofía de la tecnología. Actualmente enseña en la Universidad Bauhaus en Weimar y en la Escuela de Medios Creativos de la Universidad de Hong Kong. Fue investigador asociado en el Instituto de Cultura y Estética de los Medios (ICAM), investigador postdoctoral en el Instituto de Investigación e Innovación del Centro Pompidou en París y científico visitante en los Laboratorios Deutsche Telekom en Berlín. Es el iniciador de la Red de Investigación en Filosofía y Tecnología, una red internacional que facilita investigaciones y colaboraciones en filosofía y tecnología. Hui ha publicado colaboraciones en distintos medios como Research in Phenomenology, Metaphilosophy, Cahiers Simondon, Deleuze Studies, Implications Philosophiques, Techné, etc. Publicó los libros 30 Years after Les Immatériaux: Art, Science and Theory (2015, con Andreas Broeckmann), On the Existence of Digital Objects (2016), The Question Concerning Technology in China -An Essay in Cosmotechnics (2016) y Recursivity and Contingency (2019). Próximamente publicará Art and Cosmotechnics. Sus escritos han sido traducidos a una docena de idiomas.Durante 2020 será uno de los autores publicados por Caja Negra Editora.   

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EL HORIZONTE. CRÓNICA DE LA PSICODEFLACIÓN #5, POR FRANCO “BIFO” BERARDI

EL HORIZONTE. CRÓNICA DE LA PSICODEFLACIÓN #5, POR FRANCO “BIFO” BERARDI 

18 de abril

«¿Hubieras dicho alguna vez que el apocalipsis sería tan aburrido?», me pregunta mi amigo Andrea, cuya vida es habitualmente muy aventurera y ahora se ve obligado a pasar su tiempo en un sillón desfondado y destartalado cerca del Aventino mientras la primavera romana florece silenciosa a su alrededor y ni siquiera la puede ver.

Buena pregunta, buen punto de vista.

¡Aburrirse finamente!

Pero puede verse el asunto desde otro punto de vista para disipar la niebla del aburrimiento. Puede verse el apocalipsis como un evento que se desarrolla en cámara lenta, una precipitación de la cual prevemos los próximos derrumbes, los próximos desprendimientos pero de la que no podemos gobernar casi nada.

Esta revelación ostensible de la impotencia de la voluntad consciente, frente al desarrollo de eventos macro (como el cambio climático) o micro (como la propagación de virus), es la lección que deberíamos poder asimilar y elaborar.

Si la voluntad no puede gobernar los procesos, ¿hay quizás otra facultad que pueda hacerlo?

Para no aburrirme, leí un artículo de Francesco Sisci, un sinólogo italiano muy inteligente que forma parte de la Academia de Ciencias de Beijing (lo que significa que sabe lo que dice cuando habla de cosas chinas).

Sisci parte de la noticia de que los estadounidenses quieren exigirle a China resarcimientos por millones de billones de billones. Según ellos, China tiene la culpa de este desastre: un virus escapó de su maldito laboratorio de Wuhan, lo ocultaron y continúan ocultando información… Luego nos atacaron a nosotros los estadounidenses, su chinese virus como dice Trump y repite Mike Pompeo. Nuestra economía se está yendo a pique y ahora nos deben pagar, dicen enfurecidos aquellos que habían prometido aquello de make America great again. 

Es culpa de los chinos. Demandémoslos.

Vamos a cancelar la deuda de Estados Unidos con el banco chino.

Como de costumbre, los estadounidenses juegan con fuego.

Tal vez piensen que si China se enoja, tendrán que enfrentarse a unos cientos de boxeadores armados con espadas, escudos y lanzas que salen de la esquina para golpear.

Nein. Sería bueno no olvidar el desfile del 1 de octubre pasado con todas esas hermosas cabezas brillantes y esas ojivas redondeadas.

Aparte del coronavirus, con esas aceitunas el número de muertos puede multiplicarse más de cien veces.

Sisci, que sabe mucho, advierte contra la locura militarista que la catástrofe social provocada por el virus podría suscitar.

La idiotez congénita del pueblo estadounidense, por otro lado, se exhibe abiertamente en las ciudades de Michigan y de Virginia, donde grupos de panzones armados exigen que los gobernadores retiren sus medidas preventivas. Se preparan para disparar a los indios entre una cerveza y otra. Pero el problema es que ahora ya no existen pieles rojas a caballo sino una potencia tecnomilitar totalitaria disciplinada.

19 de abril

En las últimas semanas escribía con facilidad y una cierta (irresponsable) alegría, las palabras me surgían con fluidez y se encadenaban sin resistirse.

Ahora algo ha cambiado. Tal vez porque una amiga me acusó de usar la palabra «irresponsable» con un signo positivo, mientras que el momento requiere el máximo de responsabilidad.

A ver, nunca me gustó mucho la palabra «responsabilidad». Pero empiezo a sentirme un poco avergonzado de planear en el aire mientras las cosas se ponen cada vez más dramáticas.

20 de abril

En los últimos días me puse a releer los escritos de William Burroughs y de Philip Dick.

Los leí en los años ochenta. En 1982 tuve la suerte de conocer a Burroughs, fui a verlo en su búnker de la calle Bowery para entrevistarlo. Casi no entendí nada de su acento, y de eso resultó una entrevista dispersa que luego salió en la revista Frigidaire.

Leí Exterminator, Ah Pook is Here, The Job, The Electronic Revolution y algunas de sus novelas vertiginosas, que hoy se pueden releer como premoniciones.

Con gélida lucidez alucinada, Burroughs decía que el lenguaje humano no es más que un virus que se ha estabilizado en el organismo, mutándolo, impregnándolo, transformándolo: «la palabra misma puede ser un virus que ha alcanzado una situación permanente en el huésped» (La revolución electrónica). Por lo tanto «el hombre moderno ha perdido la facultad del silencio. Intenta detener tu discurso subvocal. Intenta alcanzar al menos diez segundos de silencio interior. Te encontrarás con un organismo antagónico que te obliga a hablar… El lenguaje es una tara genética, es por la palabra misma que no existe ninguna inmunidad».

Pero si el lenguaje es un virus que se impone al organismo conduciéndolo al predominio de la abstracción sobre la concreción de lo útil y, por lo tanto, a producir las condiciones históricas de su autodestrucción, ¿no podemos suponer que será precisamente un virus lo que vuelva a unir lenguaje y concreción, sensualidad, sufrimiento?

Pero, ¿en qué plano actúa el virus? Diría que actúa en el plano estético: es la percepción, la sensibilidad lo que puede recomponer la relación entre lenguaje y concreción.

21 de abril

No he dejado de pintar desde que comenzó la reclusión. En realidad, no puedo decir que lo mío sea pintura: hago collages con fragmentos de imágenes, fotocopias, periódicos a los que luego superpongo colores de esmalte, esmaltes de uñas, etiquetas, mallas…

El departamento está lleno de estos cuadritos de treinta y cinco por cincuenta o setenta por cincuenta, que están allí apilados en el banco, apoyados en los estantes de la biblioteca, amontonados en el suelo.

Algunos motivos son recurrentes, como obsesiones: una paloma blanca vencida por un cuervo negro regresa como un leitmotiv. ¿Recuerdan esa escena?

 

Pinto palomas y cuervos que se persiguen bajo los ojos asombrados de Bergoglio, quien seguramente habrá buscado interpretar la señal que provenía de las alturas de los Cielos.

Es el 26 de enero de 2014, Francisco ha ascendido recientemente al trono de Pedro, después de que otro Papa haya agachado la cabeza ante las ingobernables potencias del caos interior. El genio de Nanni Moretti narró por adelantado el drama de la depresión humana ante la primacía del caos en Habemus Papam.

El Papa y dos niños en el balcón de una ventana de San Pedro. El Papa acaricia las cabezas de los niños, mientras estos lanzan al aire dos palomas blancas. Un cuervo negro llega desde la izquierda, persigue por unos momentos a la pobre paloma que trata de escapar, luego la agarra, la arrastra, la devora.

La simbología es escandalosamente clara: el mal proviene repentino de las profundidades del caos y colorea el cielo de Roma con sangre inocente.

¿Debo continuar? Mejor no. No quiero interpretar los signos como si detrás de ellos existiera la voluntad de alguien que se manifiesta. Mi ateísmo no me lo permite. Pero a veces me cuesta resistir a la idea de una emanación omnipoética y maligna que ofrece signos enigmáticos pero sugerentes a la platea atónita de los espectadores humanos.

De Francisco proviene la lección política de un hombre que combate la batalla de Cristo no en nombre de la verdad, sino en nombre de la caridad, del compartir jubiloso y doloroso de la experiencia humana. Pero de sus palabras y de sus actos se sigue también una lección filosófica: las potencias del mal son emanaciones del caos, cuando el caos supera nuestra potencia de sentido, de afecto y de razón. No es la voluntad de Dios lo que se manifiesta en el mal. En su homilía nocturna de marzo, Francisco lo ha dicho sin vueltas (y de qué otro modo habría podido decirlo): Dios no castiga a sus hijos, el virus no es un castigo divino.

¿Y entonces? Y entonces el virus es la complejidad del caos que supera nuestra capacidad de comprensión, gobierno y cuidado.

Pero la historia de la cultura es precisamente la historia de esta caosmosis, de esta relación entre el caos de la experiencia y el orden provisorio de la conciencia.

Fotos en el periódico: estamos en Estados Unidos, hay una hilera de coches que tocan bocina y ondean banderas de estrellas y barras. Ciudadanos armados se manifiestan contra el lockdown, exigen que se les restituya la libertad.

Una señora saca un cartel del coche que lleva escrito FREE LAND (tierra libre). 

La libertad.

¿De qué están hablando? Son ciudadanos blancos de una nación que escribió la palabra «libertad» en sus documentos fundacionales, pero que desde el principio ha omitido mencionar la esclavitud de millones de personas para exaltar su libertad.

Cuando Jefferson y sus socios escribieron su famosa Declaración de Independencia, en la confederación de trece Estados había 600.000 africanos que trabajaban gratis bajo condiciones de total falta de libertad. Alguien planteó el problema durante la redacción del texto sagrado. En la primera versión, efectivamente, había una frase que condenaba a Inglaterra por haber instituido el régimen de la esclavitud en sus colonias. Luego se decidió eliminar esa frase porque mencionar la esclavitud significaba revelar la hipocresía, la falsedad absoluta de todo el texto sagrado de mierda sobre el que descansa la civilización política estadounidense.

¿Libertad de quién y de hacer qué cosa?

La retórica de la libertad se desmorona bajo los golpes del indeterminismo viral. Esta es quizás la debilidad esencial de las posiciones, por lo demás completamente aceptables, de Giorgio Agamben, que parece restaurar una metafísica de la libertad que tiene muy poco de materialista.

Mientras tanto, la demanda de petróleo cae hasta el punto de que el valor del petróleo en los mercados mundiales se ha desplomado a cero, y luego ha caído por debajo de cero: si comprás algunos barriles, te pagan por la molestia. Buques cargados de petróleo están estacionados en los océanos porque los depósitos árabes, texanos, iraníes, etc., están llenos. La industria estadounidense del esquisto, el gas que se extrae destruyendo el subsuelo con martillos neumáticos subterráneos, está en ruinas. Podemos esperar que se arruine para siempre. Pero hay un tubo que atraviesa el continente desde la frontera canadiense hasta la mexicana. Es el oleoducto de la Keystone Oil Pipeline. Lo han querido construir a toda costa, apaleando a las comunidades pieles rojas que defendían sus territorios: también ese tubo debe estar lleno a reventar de líquido negro.

¿Qué vamos a hacer con toda esta sustancia aceitosa?

Una pregunta inquietante: si volvemos a la normalidad, a la normalidad que era normal antes del virus, ¿qué haremos con todo este petróleo barato? Si continúan rigiendo las leyes del mercado, que son las de la máxima ganancia y de la competitividad, ¿qué quedará de las esperanzas ecológicas? Con el petróleo a precios bajísimos, ¿qué tan improbable se volverá la reconversión a tecnologías menos contaminantes? ¿Qué quedará de las buenas intenciones relacionadas con el cambio climático?

22 de abril

El Guardian dedica atención a un tema que en los últimos tiempos ha sido descuidado por la prensa: ¿qué será del sexo? De hecho, ¿qué ha sido del sexo en estas semanas, y en qué sentido podrían mutar los comportamientos sexuales, sobre todo los de la generación emergente, de la llamada generación Z (como Zoom)?

Entrevistada por el periódico, la Dra. Julia Marcus dice lo siguiente: «Ahora mi recomendación es que nos quedemos en casa e interactuemos solo con otras personas en la medida de lo estrictamente necesario. E incluso cuando lo hacemos, debemos mantener una distancia de por lo menos un metro. Esto me hace pensar que el sexo es peligroso en este momento».

Pero el Dr. Carlos Rodríguez-Díaz acude inmediatamente a socorrer a los jóvenes que se preocupan: «Las relaciones sexuales pueden disminuir en las próximas semanas, pero hay otras formas de expresión del erotismo, como el sexting, las videoconferencias porno, la lectura de material erótico y la masturbación».

Wow. La que se presenta es una vida ascética con la opción de hacerse una paja por videoconferencia. Pido disculpas por la vulgaridad, no era mi intención.

Ciara Gaffney escribe un artículo interesante sobre el tema de la ciberrevolución sexual: «Con un poco de nostalgia, recuerdo cuando hablábamos de “recesión sexual” de la generación Z: una preocupación un tanto paternalista de que la nueva generación se volvería sexualmente raquítica, incapaz o poco dispuesta de fornicar por exceso de teléfonos celulares, redes sociales y pornografía en línea. En cierta medida, las estadísticas lo confirmaban: entre 1991 y 2017 el número de estudiantes de secundaria que practicaban el sexo había disminuido del 54% al 40%. Pero luego llegó una pandemia mundial, y un nuevo renacimiento sexual pareciera estar germinando».

La extraña tesis del artículo de Ciara Gaffney es que la pandemia está creando las condiciones para una nueva revolución sexual, cuyo núcleo sería el desarrollo de una sensibilidad sin contacto: «En la época color rosa antes del coronavirus, el envío de imágenes de desnudos era objeto de cierta vergüenza. Esas imágenes eran percibidas como burdas, incluso un poco patéticas. En la era del confinamiento, sin embargo, el envío de imágenes de desnudos tiene un regreso con gloria, sin arrepentimiento, como factor orgulloso de liberación sexual. Estratificada por la distancia, la Generación Z parece tener que reinventar lo que significa el sexo, en un mundo en el que el sexo físico es a menudo imposible. Así como el movimiento del amor libre sacudió las convenciones de su tiempo, el renacimiento sexual de la Generación Z sacude las convenciones de la relación sexual orgánica».

Me vienen a la mente los discursos sobre el cibersexo que circulaban entre los años ochenta y noventa. No es improbable que un campo de desarrollo de la tecnología electrónica en el futuro cercano sea precisamente el injerto de realidad virtual y de sensores teleestimulables. Ya lo hacían en Neuromancer de William Gibson de 1984.

«La cuarentena no solo alienta sino que fuerza a la exploración sexual: experimentar con desnudos, thirst traps, generalmente sin repercusiones en la vida real».

Thirst traps significa «trampas que te provocan sed»; está bien, pero ¿y si después falta el agua?

La teletransmisión de estímulos sensuales recibidos mediante realidad virtual tendría una función útil desde el punto de vista demográfico; se dejaría finalmente de procrear, al menos por los próximos doscientos o trescientos años. Pero no creo que exista un universo de placer sin el contacto de la epidermis con la epidermis, sin el guiño irónico de la mirada a muy corta distancia, sin el sentido del olfato. Quizás yo sea anticuado.

Mientras tanto, en el New York Times, Julie Halpert escribe sobre la propagación de ataques de pánico entre los jóvenes estadounidenses que están encerrados en casa y expuestos a un flujo ininterrumpido de información.

24 de abril

Leo un mensaje de Rolando en FB, y comprendo que un poco está agarrándosela conmigo.

Además de la imaginación, dice Rolando, se necesitan programas concretos para afrontar los próximos años, que serán devastadores y decisivos. Rolando aún no tiene treinta años, así que piensa en el futuro cercano con la concreción que tal vez le falte al setentón que soy.

Me inclino a darle la razón.

«Ruego con el corazón en la mano que todas las fuerzas progresivas aprendan de una vez por todas la lección de Maquiavelo: “Pero dado que mi intención es escribir algo útil para aquellos que lo entienden, me pareció más conveniente ir detrás de la verdad efectual de la cosa que de la imaginación de ella. Y muchos han imaginado repúblicas y principados que jamás se han visto o conocido en verdad”. Ya basta, por favor, con las repúblicas futuras de la imaginación: quien quiera hacer caridad con los gestos y las promesas del reino venidero, que ponga su alma en paz y siga a Francisco. Los demás que vayan directamente a la realidad efectual y dejen de contar cuentos de hadas para sí mismos y para los demás. Los próximos años serán decisivos y devastadores», escribe afligido Rolando. ¿Y quién soy yo para poner en duda las palabras de Maquiavelo? Pero si pienso en la propagación de crisis de pánico entre los jóvenes estadounidenses, me pregunto en qué consiste la «verdad efectual» de la que hablan Maquiavelo y mi amigo Rolando.

Hoy en los Estados Unidos se ha cruzado el umbral de cincuenta mil muertes. Estas son las cifras oficiales. Se ha superado por lo tanto el número de muertos de la guerra de Vietnam. Los desempleados han superado los veintiséis millones. El presidente aparece todos los días en la televisión: hoy aconsejó inyectarse desinfectante y tomar baños de sol porque con el calor el virus desaparece. Todos los días su show se vuelve más chistoso. Hace unos días tuiteó: «LIBERATE MICHIGAN! LIBERATE MINNESOTA! and LIBERATE VIRGINIA, and save your great 2nd Amendment».(«¡LIBÉRATE MICHIGAN! ¡LIBÉRATE MINNESOTA! y LIBERATE VIRGINIA, y salven su gran 2nda Enmienda») 

Cada vez que Trump nombra la segunda enmienda, se trata de una amenaza explícita de guerra civil.

El escándalo de los demócratas alcanza alturas casi cómicas. Pero el escenario que está surgiendo no es tan cómico: por un lado, el pueblo de la segunda enmienda, el pueblo trumpista que reivindica el derecho a portar armas y las exhibe. Por otro lado, el poder de los Estados de las costas, los más ricos, productivos, globalizados: California y Oregón por una parte, Nueva York por la otra. Áreas metropolitanas contra áreas rurales, el cosmopolitismo contra el nacionalismo blanco. Los demócratas han decidido apostar sus cartas a un señor llamado Biden que tiene cien veces menos seguidores en Internet que el Trombón.

25 de abril

Ayer supimos que Repubblica cambia de director porque la familia Agnelli, propietaria del periódico, decidió poner en ese puesto a un periodista más alineado. El director despedido se llama Carlo Verdelli: no lo conozco, no tengo mucho que decir sobre él, pero me da impresión que lo hayan despedido a pesar de que hace pocos días recibió amenazas de muerte de estilo mafioso o fascista. ¿Qué habrá hecho mal el pobre Verdelli para ser echado por su patrón John Elkann, mientras los lectores de Repubblica recogen firmas en su defensa?

No lo sé con precisión, pero recuerdo que hace algunos días apareció en ese periódico un artículo sobre el paraíso fiscal holandés. Quizás Verdelli había olvidado que la empresa de los Agnelli, a pesar de haber sido durante décadas financiada por los contribuyentes italianos cuando se llamaba FIAT, ahora que se llama FCA tiene su sede legal en los Países Bajos y paga los impuestos (es decir, no los paga) en aquel país. Es natural que los Agnelli se hayan resentido.

En Milán, una docena de jóvenes que habían llevado flores a la lápida de un partisano fueron agredidos por un escuadrón de policías: los maltrataron, golpearon y arrastraron por el suelo. Las imágenes muestran que los manifestantes eran completamente inofensivos, llevaban barbijos, no tenían ninguna intención de provocar. ¿Por qué entonces írseles encima de esa manera rabiosa? ¿No estaremos presenciando el nuevo estilo de un poder policial integrado por tecnologías de control inexorable? Es un estilo legitimado por el terror al contagio, pero esa docena de chicos ciertamente no puso en peligro la salud de nadie.

En cambio, todos los días, millones de trabajadores «indispensables» para la ganancia de los industriales se ven forzados a vivir en condiciones de mucho mayor peligro que doce adolescentes en una calle de la periferia de Milán.

26 de abril

Estoy lleno de dudas y no arriesgo pronósticos, pero hay algo que me parece comprender: que la pandemia viral de 2020 señala un pasaje, o más bien lo revela. Se trata del pasaje del horizonte de la expansión, que delimitaba la mirada de la humanidad moderna, hacia el horizonte de la extinción que, de una manera o de otra, está destinado a delimitar la mirada de la humanidad que viene.

27 de abril

Ahora el nuevo grito es: «¡Reabrir! Volver a la normalidad».

¿Cómo no entenderlo? A nadie le gusta vivir encerrado en un cubículo, y es legítimo que los humanos quieran retomar las actividades que animan y alimentan la vida social. Pero el regreso a la normalidad significa el regreso de aquellas expectativas y de aquellos automatismos que han vuelto furibunda a la Tierra y han expuesto al organismo viviente a las tempestades virales.

Leo en el Monólogo del virus de Frederic Neyrat: «Silencien, queridos humanos, todos sus ridículos llamamientos a la guerra. Bajen esas miradas vengativas que posan sobre mí. Disuelvan el halo de terror con el que rodean mi nombre. Nosotros, los virus, desde el fondo bacteriano del mundo, somos el verdadero continuum de la vida sobre la Tierra. Sin nosotros ustedes jamás hubieran visto la luz… Somos sus ancestros, de la misma manera que las piedras y las algas, y mucho más que los monos. Estamos donde sea que ustedes estén y también donde no están. ¡Peor para ustedes si en el universo no ven más que lo que se manifiesta a su imagen y semejanza! Pero, sobre todo, dejen de decir que soy yo quien los mata. No están muriendo a causa de mi acción sobre sus tejidos, sino por la falta de cuidado de sus semejantes. Si no fueran tan rapaces entre ustedes como lo han sido con todo lo que vive en este planeta, aún tendrían suficientes camas, enfermeras y respiradores para sobrevivir a los daños que inflijo a sus pulmones… Agradézcanme, más bien. Sin mí, ¿por cuánto tiempo más habrían hecho pasar por necesarias todas estas cosas de las que se decreta de repente la suspensión? La globalización, los concursos, el tráfico aéreo, los límites presupuestarios, las elecciones… Agradézcanme, los puse frente a la encrucijada que estructura tácitamente sus existencias: la economía o la vida… El desastre termina cuando termina la economía. La economía es el desastre. Esta era una tesis hasta el mes pasado. Ahora es un hecho. Nadie puede ignorar cuánta policía, vigilancia, propaganda, logística y teletrabajo se necesitará para reprimirlo… Cuiden de sus amigos y de sus amores. Vuelvan a pensar con ellos, soberanamente, una forma de vida justa. Hagan clusters de vida buena, amplíenlos y no podré hacer nada contra ustedes. Esto es un llamamiento no al regreso masivo de la disciplina sino al de la atención. No al fin de toda despreocupación, sino al de toda negligencia. ¿Qué otra manera me quedaba para recordarles que la salud está en cada gesto? Que todo está en lo ínfimo».

Y Bruno Latour, en un artículo titulado Imaginar los gestos-barrera contra la vuelta a la producción anterior a la crisis: «La primera lección del coronavirus es también la más impresionante: la prueba está hecha; efectivamente, se puede, en pocas semanas, suspender por todas partes y simultáneamente un sistema económico que hasta ahora nos habían dicho que era imposible ralentizar o redirigir. Contra todos los argumentos de los ecologistas sobre la necesidad del cambio de nuestros modos de vida, siempre se oponían los argumentos de la fuerza irreversible del “tren del progreso” que no podía hacer nada para salir de sus raíles, “debido”, nos decían, “a la globalización”. Sin embargo, es precisamente su condición de globalizado lo que convierte en tan frágil este famoso desarrollo, capaz no solo de frenar, sino de detenerse por completo».

Pero sería ingenuo esperar que esta nueva, alucinada pero lúcida conciencia pueda volverse sentido común mañana o el mes que viene. La ansiedad de volver a la normalidad es por el momento la fuerza principal, casi mayor que el miedo –siempre presente– de un regreso del contagio.

Así que volveremos a la normalidad, pero será aún peor que aquella que hemos sufrido en el pasado. Porque a la explotación, a la precariedad, a la humillación económica cotidiana se les agregarán el distanciamiento, la tensión permanente de la relación con el otro.

Pero el problema es que este regreso a la normalidad pronto se verá frustrado. No necesariamente por el regreso del virus, entendámonos. Como todos, espero que se consiga poner bajo control al corona, o que se encuentre una vacuna, o no lo sé…

Este no es el punto. El punto es que la máquina de los automatismos ha entrado en una condición caótica sin retorno. El colapso del sistema económico mundial no se remedia: cientos de millones de empleos perdidos, el precio del petróleo que cae por debajo de cero, la quiebra de innumerables compañías comerciales y empresas manufactureras…

Y la explosión de venganzas políticas de la derecha que ha sido arrinconada pero no cede. Y la confiscación de los intereses nacionales, y el peligro amarillo que obsesiona a Occidente. Y el perfeccionamiento de técnicas de control tecnototalitario que China ha experimentado a niveles muy avanzados y que ahora se difundirá como un ejemplo a seguir.

La concreción matérica del virus, de esta aglutinación proliferante mutágena, ha modificado algo profundo en el organismo humano, pero sobre todo ha detenido la máquina de la abstracción. Volver a ponerla en marcha será una tarea imposible. Y en ese punto aprovecharemos la lección. Aprendimos que el sistema militar no nos protege de la extinción, sino que la acelera. Por lo tanto, el sistema militar tendrá que ser desmantelado, reconvertido. ¿Y cómo sobrevivirán los millones de personas que trabajan en las fábricas que producen armamentos? La lección que aprendimos es que no hay necesidad de trabajar para tener derecho a un ingreso. El ingreso de existencia ha sido una realidad y debe seguir siéndolo. Pero los millones de personas que hoy se ven forzados a producir armamentos y a extraer petróleo no se verán necesariamente condenadas a la inacción. Habrá muchas cosas que hacer para sustituir el sistema energético que ha destruido las condiciones de vida en el planeta, para moverse, calentarse e iluminar la noche.

Aprendimos a distinguir la producción de lo útil de la producción de lo abstracto monetario. Aprendimos que la riqueza no consiste en la acumulación de valor, sino en el disfrute del tiempo que fluye y de las cosas que podemos producir sin ser explotados.

Es en el transcurso de la tempestad que viene que esa lección volverá, ineludible.

*El artículo original fue publicado en Nero Editions. Traducción para Sangrre de Emilio Sadier.

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