EL HECHO SINESTÉSICO

EL HECHO SINESTÉSICO

Por Cristian De Napoli 

Parafraseo a E. P. Thompson: todo empezó por las pequeñas inquietudes de un grupo de editores diletantes. Entre 2003 y 2006 los vimos ocupar las plazas y las ferias de la autoproducción, los espacios no marcados para concentrar libros, y a la vez, o algo más tarde, las librerías. Pienso en Caja Negra como en Cactus, El Cuenco de Plata, Mansalva, Eloísa Cartonera, Milena Cacerola, Entropía y tantos sellos nacidos en ese lapso. Una camada de 24-hours publishing people, cada uno hacía unos pocos libros y los difundía —pueden cambiar las vocales: los defendía— a toda hora: a las diez de la mañana en una radio, a las cinco de la tarde en un parque, a medianoche en una ex fábrica de amianto reconvertida en pista de baile para la ocasión. Esa circulación sinestésica del libro vino para quedarse, acompañada de un sonido o un color, y transformó lo que había. No me pregunten qué es lo que había inmediatamente antes; por supuesto que no era nueva la figura del editor entusiasta, sobre todo en poesía. Pero campeaba el traspaso de sellos locales a grupos multinacionales, y alejarse de la gran edición internacional (bestseller o de culto) no era tanto adentrarse en pequeños proyectos como salirse de todo mercado, indie o mainstream, y respaldar el tráfico de libros enteros en fotocopia. Del descolor a la sinestesia, el salto fue así. La política podía tener su váyanse todos; el mundo editorial ya se había ido y, bueno, que vengan todos, como sea. Y vinieron rápido, de golpe y en banda, como dijo Luca Prodan que vino el punk a una Londres “aburida y estancada”. En sentido editorial, y solo en ese sentido, la Buenos Aires previa a la irrupción de estos nuevos sellos sabía mucho de estancamiento y algo, no poco, de “aburimiento”.

Caja Negra se plantó enseguida con dos colecciones de nombre misterioso: Numancia y Synesthesia. Aunque me llevo muy bien con la primera (que es la más volcada a la literatura y filosofía), la segunda, de libros sobre cine y música, me dio felicidades que con la relectura tiendo a volver frecuentes. Mi subcolección dentro de Synesthesia la forman los libros de música, y hay un título maravilloso en el centro: La historia secreta del disco de Peter Shapiro. Shapiro es un historiador; su método se conecta con la concepción del ensayo que entre nosotros manejaron David Viñas o Néstor Perlongher en su trabajo sobre los chongos de San Pablo. Contrastando lo singular o lo bello del objeto con lo duro de la data en torno, su investigación sobre la música disco neoyorquina recoge datos sociológicos fuertes, poco contemplados por el común de los libros de música (leyes sancionadas en la época, índices de criminalidad, campañas publicitarias, políticas raciales, todo lo que estaba alrededor de la bola de espejos). Pero además de historiador, Shapiro es alguien que la vivió, que participó activamente de la cultura disco y ahora la (d)escribe con las armas de la sociología, evitando “competirle” a su objeto con un discurso wannabe desenfrenado o excitante. Es una doble distancia: respecto del canchereo vivencialista y también de la pesadez académica, eso otro que normalmente abunda. Shapiro es un escritor.

Más cerca del presente, Caja Negra nos hizo conocer los escritos de Mark Fisher sobre el modernismo popular —noción que, creo, calza muy bien para la síntesis de todo lo que dije en mi primer párrafo— y partiendo de Boris Groys e Hito Steyerl lanzó una tercera colección, Futuros Próximos, que llegó para puntear la discusión filosófica, política y estética de estos días. Hoy cumple quince años y tiene cerca de cien títulos publicados, cuya identidad es su vigencia. El hecho sinestésico, leí por ahí, no es tanto el desarreglo o la confusión de los sentidos como la apertura a la percepción de una cosa y además otra (un color y un sonido, por ejemplo). Hablamos la lengua de un grupo de editoriales como Caja Negra.

Cristian De Nápoli es escritor. Nació en Buenos Aires en 1972. Trabaja como traductor y atiende su librería, Otras Orillas. Sus últimos dos libros son En las bateas expuestas. Crónicas del amor y el hartazgo con los libros (2020, Añosluz) y los poemas de Antes de abrir un club (2018, Zindo & Gafuri). 

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PURA QUÍMICA

PURA QUÍMICA

Por Leonora Djament  

Siempre me interesó la definición de Giulio Einaudi, el mítico editor italiano, cuando sostenía que la edición era como un laboratorio: un laboratorio de ideas, de investigación, de retórica. (Otras veces, la llamaba “edición sí”.) Caja Negra es una de las editoriales del siglo XXI que sigue con más convicción ese camino, proponiéndoselo o no. Pero además, lo lleva a sus límites. Para Caja Negra, editar hoy no es (solo) construir un buen catálogo, proponer colecciones nuevas, traducir autores cuya lectura se vuelva imperiosa, necesaria. Tampoco eligen pensar el libro como único soporte de esos contenidos: el libro como centro imperial de la cultura. En cambio esta editorial decidió aprovechar al máximo ese laboratorio que es la edición y experimentar a partir del libro, haciéndolo desbordar, creando combinaciones múltiples, preparados, precipitados, abiertos y expectantes de los resultados improbables, imprevistos. Investigando hasta dónde puede llegar la edición, qué límites puede superar, qué barreras dinamitar, en asociación, cruce, acople con qué otras experiencias se puede pensar. Porque editar o leer (verbos que se superponen para los editores de Caja Negra) son modos de la experiencia: leer, editar, no es seleccionar palabras, ideas, autores, y ponerlos en letra de molde, hacerlos público, darles circulación y ya. Editar es un modo de experiencia en sentido fuerte; leer es un modo de experiencia en sentido fuerte: nada debería quedar igual después. Leer, editar para estos editores es cruzar palabras con música experimental, con imágenes, fiestas, DJs, performances, clínicas de escritura, para que nada sea lo que era. Caja Negra sacó los libros de los anaqueles de las librerías y las bibliotecas y los acopló con otras experiencias urbanas para que no solamente el lenguaje sea un virus burroughsiano, sino que la máquina editorial sea ella misma un virus que ponga en estado de interrogación al mundo. Editar no es el fin sino el comienzo.

¡Felices quince años para Caja Negra y todo su equipo!

Leonora Djament es, desde noviembre de 2007, Directora Editorial de Eterna Cadencia Editora. Es licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Participó como expositora en una decena de congresos nacionales e internacionales. Publicó numerosos artículos sobre teoría y crítica literaria en revistas especializadas y no especializadas, y artículos en libros. Publicó el libro de ensayo La vacilación afortunada. H. A. Murena: un intelectual subversivo (Colihue, 2007). Participó y coordinó mesas redondas sobre literatura y sobre el mundo de la edición. Dicta clases en la materia Teoría y análisis literario de Jorge Panesi en la UBA desde el año 1996 y participó de diversos proyectos de investigación con la cátedra. Trabaja en el sector editorial desde comienzos de 1996. Hizo prensa y fue editora de las líneas de ensayo en Alfaguara. Desde enero de 2000 hasta octubre de 2007 estuvo a cargo de la Dirección Editorial de Grupo Editorial Norma.

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2020: AÑO WILLIAM VIRUS

2020: AÑO WILLIAM VIRUS

Por Pablo Schanton 

“Why do people never say what they mean? 

/ Why do people just repeat what they read?” 

The The, Three Orange Kisses From Kazan, Decoder soundtrack

De Moka a Moca. Digamos, del primer bar londinense orientado al espresso abierto en 1953, a uno de esos centros culturales en que muta ocasionalmente la gentrificación porteña desde diciembre de 2007 para acá. Primero, Moka. A comienzos de los 70, mientras William S. Burroughs residía en Londres solía ir por su Capuccino al Moka del Soho. Hasta que una tarde tras ser maltratado por un mozo, se intoxicó con la porción de cheesecake del local y para qué: les juró vendetta. El desquite se resolvió en sus términos, de modo que el 3 de agosto de 1972 arrancó con un tipo de ataque audiovisual regulado que denominó “Playback”. Consistía en registrar momentos de un día en un lugar determinado, mediante fotos y casetes, y al siguiente, reproducirlos en el mismo espacio, pero mezclados alevosamente con otras imágenes y otros ruidos. La influencia subliminal de esa guerrilla audiovisual, en tiempos todavía analógicos (hablamos de cintas), podía provocar “accidentes, incendios, desplazamientos”. Burroughs ya había probado con éxito la técnica en la ciudad cuando ejercitó una operación guerrillera parecida para acabar con un Centro de Cientología. Cuenta la leyenda (la del mismo Burroughs en Retroalimentación) que, tras casi un mes de ataques, y por arte de una magia rama Crowley, el Moka Bar cerró el 30 de octubre de 1972.

Ahora, Moca. Casi 37 años después, el 22 de octubre de 2009, en el Centro Cultural MOCA –apócope de Montes de Oca, la avenida de Barracas, donde al 160 se situaba antes una fábrica de Bagley perfumada de vainillina–, dieron comienzo las Jornadas Burroughs en Buenos Aires. Esas mesas más o menos redondas, a propósito del lanzamiento de la primera traducción española del sofisticado panfleto La revolución electrónica (1970), delineaban un camino para la editorial a cargo: con apenas una docena de libros, Caja Negra no solo se ocuparía de publicar, sino también de darle una perspectiva de intervención cultural al género “presentación de libro” (dos micrófonos sobre una mesa tapada con trapo negro). Hoy, con más de una década y decenas de libros encima, la vitalidad de este blog demuestra hasta dónde llegó aquel proyecto. No sé qué habremos hecho o dicho aquellas noches a dos cuadras de Plaza Constitución, pero lo cierto es que el local cerró a poco de desarrollarse las jornadas. Cada vez que bajo del 12, noto que solo quedó el cartel en la vidriera. Adentro se ven un árbol dibujado en la pared aún blanca y un leño real arrinconado. Parece una parodia escolar congelada para siempre de lo que se ha dado en llamar “arte contemporáneo”.

  **

Ese 20/10/09 a las 20 en MOCA, Rafael Cippolini, Pablo Marín y yo habíamos sido invitados por Ezequiel Fanego y Diego Esteras de Caja Negra para hablar de cómo el cine, la música y las artes plásticas habían sido afectadas por Burroughs. Recuerdo que Cippolini se centró en el proyecto Heavy Mental de Gastón Pérsico, y que Marín eligió como ejemplo el cine experimental de Peter Tscherkassky. Por mi parte, empecé contando que conocí La revolución electrónica ya encarnada en una especulación cinematográfica, basada no tan libremente en esas instrucciones burroughsianas que aún no había leído. Vi la película alemana Decoder (“Decodificador”, obvia cita al libro que nos convoca) en el Instituto Goethe de Buenos Aires (dónde, si no) en abril de 1989 (a un mes nomás de la primera Bienal de Arte Joven). Formaba parte de un ciclo que marcó mi formación, el Minimal Music Project, coordinado por el músico Michael Fahres. En medio del crescendo hiperinflacionario de los últimos meses de Alfonsín, el foyer del Goethe parecía soñado por el autor del Almuerzo desnudo: sofás junto a mesitas de luz en las que nos esperaban radiograbadores de doble casetera. Era un festival de la piratería, una especie de Soulseek en 3D. Todo organizado por un Fahres en plan Robin Hood, quien nos importaba de sopetón esa cultura underground que en los 80 hacía circular casetes industriales y posindutriales allá lejos, en el Norte. Podías llevar tu casete virgen y, a cambio de dejar un rato tu DNI, estabas autorizado a llevarte grabados o bien alguna parte del Well-Tuned Piano de La Monte Young o bien el Merzbild Schwet de Nurse With Wound, entre tanta música, en tiempos en que comprarse un disco era solo apto para hijos de diplomáticos. ¿Pero no me estaré yendo por las ramas?

Pasa que me remito a aquellos años todavía analógicos (no habían desembarcado ni siquiera los compactos), porque creo que ayuda a pronunciar una utopía burroughsiana, que podría sonar naïve hoy con Spotify a tiro de celu: entonces atesorar una doble casetera estéreo empoderaba. Decoder fue dirigida por Jürgen “Muscha” Muschalek (1951-2003), uno de los tantos “geniales diletantes” que constituían la escena de Berlín occidental a principios de los 80, de donde surgen los pronto internacionalmente famosos Einstürzende Neubauten. Justamente, la película estaba protagonizada por el percusionista de la banda, el macizo (y como esbozado por Solano López) F.M. Einheit. Interpretaba a una especie de hacker analógico dotado de un estudio de grabación casero. Será el encargado de repartir cintas entre unos muchachos con ansias de sacudir el establishment. En cada casete se repetía el grito amplificadísimo de una rana apretada hasta la desvisceración (sí, en esa época el sadismo animal sumaba un shock chic: Muscha no se lo iba a perder). Acto seguido, los guerrilleros a cinta, munidos de grabadores con el aullido batracio, invadían los McDonalds y demás representaciones del fast food que era sinónimo de los EE.UU. en Alemania, es decir, de los dueños de medio Occidente tras la Segunda Guerra Mundial. Objetivo: boicotear la influencia subliminal del Muzak que, saliendo de parlantes invisibles, teóricamente estimulaba a los alemanes a consumir comida rápida. Apenas puestas a rodar las cintas, los comensales vomitaban, escapando a rastras de las sucursales del payaso Ronald. El “Playback” fue llamado “Burger Krieg” (Guerra de las hamburguesas) por la prensa de ficción, la cual anunciaba además que habían sido confiscados 2.000 walkmans por su potencial subversivo (“un grabador es una sección exteriorizada del sistema nervioso humano”, definió Burroughs en 1962). Los disturbios callejeros que exhibe la película es footage puro: situaciones reales padecidas por los jóvenes que se habían manifestado contra la visita del otro Ronald, Reagan, a la RFA en 1982. 

En los 80, Decoder acentuó la leyenda del Moka Bar, ahora traducida a nivel de una multinacional como McDonalds. Ambas acciones ayudan a imaginar cómo funcionaría la propuesta terrorista de La revolución electrónica de llevarse a cabo. Creer o reventar: “Reproduciendo grabaciones de un accidente se puede provocar otro accidente”. (Vaya uno a saber si no fue la reproducción parcial de Decoder en MOCA, lo que provocó la pronta desaparición del centro cultural…)

“Efectos sonoros de disturbios pueden producir un disturbio real en una situación de disturbio”. Esta idea ya había sido presentada por William S. en La generación invisible (1966), un texto que luego sirvió de epílogo para la reedición de la novela cut-up El tiquet que explotó y constó en el compilado La tarea. Se aclara: “No hay nada de místico en esta operación”. Sin embargo, yo diría que Burroughs fundó una “praxis eucarística”, donde sólo la fe podría sostener que actuando en una parte, se actúa en el todo. Sabotaje desplazado del Control Social, que incluso resuena en la consigna “Hacé trizas la armonía, y harás trizas la estructura social”, esa que no en vano Einstürzende Neubauten incluyó dentro de las liner notes de su álbum Haus der Lüge (1989, otra vez), firmadas por Biba Kopf. Bueno, parte del sectarismo de la subcultura noise se debe a que confía estar revolucionando algo más que el fin de semana de los parroquianos de siempre, conforme crece como élite. Hoy se le dice “burbuja” a ese encierro defensivo que mantiene un grupo determinado de personas conectadas, las cuales sobreviven predicando para conversos y quejándose de su marginación. Lamentablemente, el mismo diagnóstico se podía comprobar en el ombliguismo de cierta izquierda académica. Pero esto daría para largo. A propósito, mientras sucedían las Jornadas Burroughs en Buenos Aires, al otro lado del planeta –Melbourne, Shenzhen, Beijing y Kiev– la plataforma Vision Forum organizó en esas ciudades una serie de intervenciones artísticas en espacios públicos, fuera de museos y galerías, bajo el nombre The Invisible Generation. Es decir, explícitamente influidos por el señor lungo de sombrero, corbata y bastón que nos convoca. De lo que leí en la web, rescataría sin mucho entusiasmo la almohada gigantesca de Yang Zhifei, destinada a un sueño colectivo a compartirse en situación calle, una alfombra portátil con falsas tiras de cebra del búlgaro Neno Belchev para que autos y peatones se confundan, y  Crescendo del hongkonés Dinu Li. Esas tres, sin contar la propuesta de la diva más victimizada del arte actual, Ai Weiwei, quien propuso un día entero sin Internet, cosa que sí me pareció genial. Crescendo corrige la fe técnica que contagiaba Burroughs en los 60. Por empezar, consistía en una “coreografía de protesta”: unos perfomers junto a unos campesinos se colaban en un subte de Shenzhen durante la rush hour, con el fin de discutir sobre la corrupción del gobierno a voz de cuello. Unos se tapaban los oídos, otros huían a otro vagón; solo una minoría se prendía y sumaba su descargo. Pero finalmente, la obra se redujo a unos videos donde se veían esas reacciones populares y anónimas, los cuales fueron exhibidos en un museo top. “Un disturbio teatralizado puede producir un disturbio en una sociedad ultracontrolada como la China”, rezaría la corrección de Li. Burroughs habría preferido que los performers se mantuvieran callados en el metro, sosteniendo grabadores de donde salieran las voces del reclamo. Él habría jurado que la manifestación se iba a multiplicar como metástasis, hasta que el gobierno cayera. Tal la Utopía Burroughs. Pero como la Institución Arte se alimenta de exposiciones, registros y valores de cambio, necesita que la subversión permanezca representada, en un marco controlable. Mera rutina curatorial. Entonces, ¿cómo hacer cosas desde el Arte –cosas que “intervengan realmente en la construcción de la realidad”– con las palabras de Burroughs, recién llegados al siglo XXI?

I don’t believe there’s such a thing as TV/ I mean – They just keep showing you/ The same pictures over and over// And when they talk they just make sounds/ That more or less synch up/ With their lips//That’s what I think!” 

Laurie Anderson, Language is a Virus (from Outer Space), 1986

Mayo 2020, insomnio de cuarentena. Solo recuerdo haber leído a la tarde la primera Crónica de la psicodeflación de Bifo, esa donde cita El tiquet que explotó. Todavía no se había publicado The Strange World Of… William S Burroughs en The Quietus, firmado por Casey Rae. En este artículo, Rae define a nuestro beatnik como un gran “influencer” subliminal, el precursor de casi todo, digamos. Finalmente, asimila a la ligera eso de las “unidades mínimas de palabra e imagen” (engramas en la Cientología), que funcionarían como armas comunicativas para la era electrónica, a los memes de la actualidad. Con el Covid-19 coronado como anarquista global, memes con la frase “Language is a Virus” redundaron en redes, criticando la influenza mediática que a su vez enfermaba a través de su cháchara, compuesta de estadísticas apocalípticas y medicina al paso. Pero el sentido de la frase en Burroughs se completaba con un circunstancial, del que Laurie Anderson no se olvidó nunca: from Outer Space.

En efecto, el lenguaje sería un alienígena que se hospeda en cada uno de nosotros al primer balbuceo, que se reproduce tanto que termina tomando el control. Por ahí va la cosa.

Por esas horas sin horario de la noche insomne, poseído por la falsa lucidez que se goza por entonces, se me dio por releer a psicoanalistas (y sí, en ese no-tiempo uno puede ser un lector improductivo sin culpas). De J-A Miller, La forclusión generalizada; de Massimo Recalcati, Clínica del vacío. Al rato, me puse a pensar que faltaba un ensayo definitivo bautizado “Burroughs con Lacan”, en el que volver a denunciar que nuestra relación con el lenguaje es loca, muy loca. Esa locura consiste en que finalmente pensamos que una m más una e más una s más una a es igual a la mesa a la que estamos sentados ahora. Conforme pasan los años, dejar de ser un infante implica forcluir el hecho de que el signo mata a la cosa. Es decir, en idioma Burroughs, el virus del lenguaje dejó de ser un parásito para volverse simbiótico con nuestro organismo. Solo cuando irrumpe un real que no ha sido del todo recubierto por las palabras, ahí experimentamos nuestra alienación: vivimos necesariamente dentro de una locura pactada que nos ata a los signos (lo que se sintetiza como “lo simbólico”). ¿No oímos hoy que “Vamos a tener que convivir con el coronavirus”? Bueno, así terminamos conviviendo con esa palabra-virus, lo que en Operación reescribir se denomina la “otra mitad”, algo éxtimo que también nos constituye. Para Burroughs, estamos poseídos por el lenguaje, por eso sus tácticas de boicot lingüístico remiten a conjuros. Somos hablados, no hablantes (¿no decía parlêtre don Lacan?). Para peor, el virus ventrílocuo nos infecta desde los Sistemas de Control que componen nuestra sociedad. Puede hacernos hablar o hacernos pensar, pero sin darnos tiempo a reflexionar, por culpa de nuestros “escaneos ya automatizados” y de las “líneas verbales de acción controlada”. De ahí, las técnicas de “desautomatización” de la era analógica (pre “cut&paste” digital, claro) que descubre Burroughs con una ayudita de su amigo Brion Gysin (esencial importador de ideas desde el surrealismo al movimiento beat), alzando tijera y preparando cinta Scotch: cut-ups o fold-ins, en ambos casos se trata de cortar y pegar de nuevo textos o grabaciones que nos llegan como cerrados (esto mismo que leen, por qué no). Hackear discurso, mediante métodos que convocaban el azar, abriéndose así significaciones y significancias inesperadas. El caso es que Burroughs creía que la técnica efectuaba un exorcismo y permitía adivinar el futuro. Un poco en serio, un poco en broma, contaba que una vez tras cortar y pegar dos hojas de diario distintas se le había revelado una frase sobre aires acondicionados rotos: al año, el destino le impuso mudarse de hotel en hotel por culpa de aparatos de refrigeración averiados. Por algo, para David Bowie, el cut up equivalía a “un Tarot occidental”: luego en los 90 adoptaría un software burroughsiano para componer letras, el Verbasizer.

Bien, en un momento, Burroughs fue totalmente a fondo con el boicot lingüístico. Las permutas de palabras en base al famoso lema de Descartes, pongamos por caso. Incluido en The Third Mind, cofirmado con Brion Gysin y editado recién en 1977, el I THINK THEREFORE I AM consiste en ejercicios de combinación propios de la poesía concreta, a juzgar por resultados como YO EXISTO YO PIENSO LUEGO o LUEGO PIENSO YO EXISTO y más. “El principio aristotélico de exclusión–una cosa es esto o aquello– es uno de los grandes errores del pensamiento occidental, porque ya no es verdad en absoluto”, le responde Burroughs a Daniel Odier, cuando este le pregunta cuánto ha dañado la vida humana las estructuras filosóficas clásicas. A interferirlas, entonces. Esa noche me fui a dormir al amanecer, como tantos otros que apagaban sus ventanas enfrente. Tuve un sueño que logré recordar. Lo transformé en la aplicación a una residencia online en la Somerset House de Londres, destinada a artistas sonoros de todo el mundo. Mi propuesta se llamó “William Virus”. He aquí un sumario.

Póster collage de Henri Chopin para William Burroughs.

William Virus

“You should hear how we syllogize/ You should hear/ 

About how Babel fell and still echoes away” 

Pere Ubu, Dub Housing, 1978

(…) Burroughs era amigo del poeta sonoro francés Henri Chopin, quien le dedicó al autor de Naked Lunch un póster-collage en 1970, basado en su manifiesto La revolución electrónica. Ahí Chopin juega con la famosa frase de Burroughs y escribe: “W. B. is a virus”. Una de las quejas del estadounidense, referidas sobre todo a la recepción de la antología compartida de cut ups Minutes To Go (1960), era que sus lectores no aplicaran al leerlo también las técnicas de cut-up. Por eso, la propuesta de William Virus es crear un espacio virtual donde las frases más importantes grabadas por la voz de Burroughs puedan ser sometidas a la producción de sentidos inauditos (“nuevas palabras”, “recuerdos que no se recuerdan”), en lugar de reproducir los que “ya quedaron grabados” automáticamente. Ese espacio virtual formaría una especie de “dub housing”, aquello sobre lo que gimoteaba David Thomas en la banda Pere Ubu: una casa donde las voces resuenan, se multiplican y se superponen en ecos, reverberaciones y delays (en cine, uno de los mejores imaginarios para estas paredes que oyen y repiten concierne a The Stone Tape, de Peter Sasdy). Como escribió la escritora Joan Didion en 1966, en la obra más experimental de Burroughs, “la cuestión no radica en lo que la voz dice sino en la voz en sí misma, una voz tan directa, original y versátil como para desactivar el escrutinio detallado de lo que se está diciendo”. Pero qué dice esa voz tan “traqueotómica”–cuyo grano Laurie Anderson comparó con grava, en tanto el periodista Barry Alfonso lo describió como “una resonancia metálica y anticuada”–  más allá de lo que dice. Uniendo la estética del videogame con la de los filtros de Instagram, para traer al presente digital las estrategias analógicas de nuestro autor (quien creía tanto en el acto terrorista como en la premonición mágica al usar los cut-ups), William Virus es una máquina de lanzar voces burroughsianas que se viralizan y enfrentan al oyente a una nueva forma de defenderse de los sentidos “codificados”. ¿Qué escucharemos luego de que, lúdicamente, le apliquemos al inventor de la táctica para sabotear las “pre-grabaciones”, su propio “veneno”?

PS: La propuesta fue rechazada con un mail de lo más polite por parte de la institución.

**

Una vez pasadas las Jornadas de 2009, concreté con Ezequiel y Diego el proyecto de presentar definitivamente a Simon Reynolds en español empezando por una antología. Lo demás, historia conocida. Por otra parte, durante alguno de esos desayunos a mediodía en casa, asomó el Capitalist Realism a meses de editado en Gran Bretaña sin visos de best seller todavía, mientras Retromanía esperaba en el horno. Tanto Reynolds como Fisher practicaban un discurso distribuido en la regularidad y la fragmentariedad de las reviews y los blogs. A ambos los fui leyendo en tiempo real, en gerundio, ya en papel, ya en web. Me había familiarizado con la sintaxis y el ritmo de sendos “pensares”. Para cuando lanzaban el álbum, me conocía bien los simples, por decirlo así. Admito que ahora me siento menos solo sabiendo que dos de mis teóricos favoritos son leídos por todes. Incluso, me siento menos solo compartiendo sus hipótesis y sus tesis cual “lingua franca”. Ahora, cuando temo que todo degenere en una “endoxa”, donde los “cajanegremas” (para hablar en viejo estructuralismo) se repliquen cual virus y se acumulen en la bibliografía a pie de tesina, recuerdo que los editores reconocerán el peligro y enseguida darán el volantazo necesario.

Para terminar, quisiera volver a La revolución electrónica, deteniéndome en su descripción de un tal Mr. Wilson Smith: “Un científico que realmente piensa en su tema en lugar de correlacionar información”. Entiendo que vivimos una época donde abruma la exuberancia de data, cosa que solo se remedia a fuerza de linkear y delinearse un GPS en esa selva informática. Pero si algo nos enseñan Reynolds y Fisher es a pensar todo de nuevo, poniendo en crisis las interpretaciones hegemónicas. Su intervención consistió en imponerles una táctica post punk, de resistencia histérica, a los estudios culturales que todavía se reducen a ratificar el Discurso de la Universidad aplicando las mismas categorías a fenómenos tan distintos. ¡Contrataaque a fuerza de Cut-ups y Fold-Ins reinventados para la era digital! ¡Sabotaje! Como final, les recomiendo escuchar una canción incluida en Decoder que cité al principio, Three Orange Kisses From Kazan (1982), donde Matt Johnson (alias The The) entramaba un vórtice de guitarras antes de desgañitarse preguntándose: Why do people just repeat what they read? Por otros 15 años y más, Caja Negra.

 Ciudad de Buenos Aires, 30/11/20

Pablo Schanton es periodista, crítico e investigador de cultura popular, especializado en rock, pop y música electrónica. Además, es letrista, compositor y artista sonoro. Estudió la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires durante la década de los 80. A principios de los 90, dirigió la revista de crítica musical Aparato Ruido. Entre 1990 y 2009, organizó anualmente charlas y eventos con visitas de críticos y músicos sobre música alemana –los ciclos Estetoscopio y Post Post– en el Goethe Institut de Buenos Aires. Fue programador de artistas internacionales en la discoteca Morocco a principios de los ’00. Fue el impulsor de la traducción al español de los libros del crítico inglés Simon Reynolds. Trabaja como editor en el diario Clarín, y es coeditor de la sección música del site Otra Parte Semanal. Desde 1998 pertenece al colectivo de músicos y DJs Agencia de Viajes, cuyas puestas en escena citan tanto a la discoteca como a la performance. En 2017 realizó con Alejandro Ros la instalación “Perfumancia” en España y en en 2019, en el CCK de Buenos Aires, y también la performance “Cerca”, finalista 2020 del Premio Art and Olfaction de Los Angeles. Realizó la antología Después del rock (2011) y editó el libro Retromanía (2012), ambos del crítico Simon Reynolds.

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LA ERA DE LA PRODUCCIÓN ARTÍSTICA MASIVA

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Por Leo Estol 

¿Arte sudamericano contemporáneo? Ya no existía más tal conglomerado de formas. Ni en su mente ni en las casas de la gente porque lentamente todo se había ido apagando comenzando por el arte de su tiempo, en particular el de su juventud.

En esa morada paupérrima era feliz. O había aprendido a no quejarse demasiado. Vivía al costado de una gran autopista junto a sus 4 perros y junto a su pareja lisiada en una casa que quedaba atrás de la montaña de cosas que acumulaba. Todo el día estaba en la calle —en medio de sus bártulos, cajones y cadenas— reparando carros con la soldadora. También, cotejando materiales que le traían lxs más niñes.  A veces conseguía cosas que valían la pena y las compraba por tres mangos o las cambiaba por botellas de cerveza que también comercializaba. Rara vez caminaba por el centro, se había cansado de los parásitos bot, diminutos piojos eléctricos que proliferaban por las arterias calles céntricas.

Dejaba esa tarea a las nuevas generaciones.

Por ejemplo, Raimon. Él era su favorito. “¿Qué es un algoritmo? Viejo…” —el niño preguntó mientras escupía y se acercaba— “¿Sabés?”

“Y a mí qué me importa”, respondió secamente. Estaba cansado. El niño traía un objeto entre las manos. Era un libro en parte mutilado porque no tenía tapas y le faltaba al menos uno de los capítulos iniciales. Era el tipo de desafío que le gustaba al viejo, el niño daba pruebas una vez más de su astucia. Leería unos párrafos.

Pero no hizo falta. Cuando sus ojos se asomaron al cuerpo tipográfico elegido lo notó al instante, era un cajanegra. Hacía mucho que no veía uno de esos tomos y eso que habían sido populares en su tiempo. Una suerte de guiño entre entendidxs. Un objeto que consumía una clase de personas a la cual él en un momento había pertenecido con orgullo. ¿Qué había pasado luego? Su mirada se posó sobre las magulladuras de sus dedos y algunos cortes que estaban en proceso de cicatrización. Luego, hizo una elipsis fantástica hasta un local en el sótano de la Bond Street.

Allí, recordaba había visto por primera vez el libro en cuestión. Una  amiga trabajaba en un diminuto local y él se acercaba para charlar con ella y hojear algunos incunables. Le gustaba mucho hacer esa pausa y ella aprovechaba para mostrarle las novedades. El libro había tenido una tapa amarilla y blanca de diseño super elegante, lo recordaba perfecto. Leyó un poco: “Carecen de una identidad compartida o de una historia previa que les dé recuerdos comunes y sin embargo, constituyen una comunidad. Estas comunidades se parecen a las de los viajeros de un tren o de un avión. Para decirlo de otro modo: estas comunidades” y las palabras que seguían, “radicalmente contemporáneas”, estaban dañadas.  La parte que seguía también faltaba.

Volverse Público, como se titulaba el libro de Boris Groys, había marcado un antes y un después. Había comprado el libro por 150 pesos y lo había leído en un bus de larga distancia. Había ido a las presentaciones del autor en los grandes salones de la ciudad que para su sorpresa siempre aparecían colmados hasta las últimas lineas de asientos. En su trabajo freelance le pidieron que escribiera un informe. El autor había nacido en la extinta Unión Soviética y empleaba un tono cautivante para hablar del presente. En sus relatos se mezclaban reyes, vampiros y el público masivo que mira exposiciones. Con el advenimiento de las redes sociales postuló una era de la producción artística masiva. El viejo con sus amigos habían discutido hasta altas horas varias de estas ideas. El niño no sabía qué era lo que traía entre manos pero se había dado cuenta que era algo valioso.

 Leopoldo  Estol  (Buenos  Aires,  1981)  Curador, artista y performer. Se formó en la Universidad de Buenos Aires, participó de la Beca Kuitca (2003) y del Centro de Investigaciones Artísticas. Realizó exposiciones en Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Tucumán, Salta, Montevideo, Rio de Janeiro y Milán. Ha dedicado el último lustro a la construcción de acciones poéticas y comunitarias que se escapan del museo y la galería para adentrarse en otros ámbitos sociales. Edita el periódico El Flasherito. Da clases en la carrera Artes Electrónicas (UNTREF). Participó de la Bienal de Salto, del Mercosur y de la Bienal Sur.

 

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MARÍA NEGRONI: LA PRÓTESIS Y EL AMULETO

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Fotografía: Alicia Markova, El canto del ruiseñor, coreografía de George Balanchine sobre el poema sinfónico de Igor Stravinsky, 1925.

Por Carla Imbrogno  

En el epílogo de Objeto Satie, el último libro de María Negroni publicado por Caja Negra en 2018, el crítico Pablo Gianera concluye: “El estado adánico ya no existe en el arte –y habría que ver cuándo existió después de las cavernas– y ningún artista inventa nada. No inventa nada salvo una cosa: su propia familia”. María Negroni es una de ellas. Construye su propia familia en el arte, y vaya alegría fue saberla parte de esta familia de cajitas musicales, instigadoras, componedoras, poéticas que es Caja Negra y que cumple 15 años.

Cuando allá por 2011 salió el primero de los títulos de Negroni que publicó esta editorial –Pequeño mundo ilustrado– nada parecía más propicio, más adecuado. Entretanto son cuatro sus libros publicados por Caja Negra y están agotados. La noticia de una edición engordada, aniversario, del Pequeño mundo en 2021 llega como bálsamo.

Pero no es este el espacio de una reseña, de las que abundan en la red siempre abrumadora. Tampoco voy a revelar el contenido de un libro que es panorama, coreografía y miniatura a la vez. Esta es más la descripción de un cuadro, el eco de un método, el sentimiento de un temple, un estado del ánimo. Releer las pequeñas formas de María Negroni devuelve este año opresivo no el recuerdo pero al menos la intuición de que algo parecido a lo apacible todavía existe. La ductilidad, la alegría del movimiento que anhelamos. Lo conocemos, lo hemos perdido y por eso lo anhelamos.

¿Qué no estamos incorporando con todo eso que no estamos nombrando?, se pregunta –más o menos así– Frigga Haug, pensadora del marxismo, en una entrevista reciente. María Negroni no tiene en la lengua pelos cuando se trata de nombrar el mundo, por más lindo o más feo que sea, y por estos días ese gesto auténtico aliviana, aligera el aliento, facilita la digestión. Porque no por callarlo el mundo deviene otro, y se necesita talento para tratar con lo mundano propio y ajeno a través de las marcas que lxs artistas dejan en el tiempo.

Algo de eso hace María Negroni y me invita a hacerme mis propias preguntas en lugar de buscar en la lectura algún tipo de espejo. Qué es este momento que vivimos. “Es la pregunta por el sentido menos su respuesta” (la literatura); es el corte, es la edición, es la sensibilidad negra; es la cita, es la fatiga, la abstinencia, la recurrencia; es la fragua; es la familia y es la casa a la que siempre volvemos, es la perturbación, es la amante, es la “prótesis” y “el amuleto”; es la “gangrena obscena del deseo”, es: “un colapso de la razón triunfante, una constatación somera de que el mundo nombrado no es seguro jamás”.

No se puede ser lo que una no es, me dijo una vez, con escalofriante poder de síntesis, la escritora Gabriela Massuh. Hablábamos de cosas nuestras. Me lo dijo sin tapabocas aún, de lo contrario no habría podido leerle los labios y escuchar esa verdad. Y pienso que María Negroni también es una de ellas, porque su escritura no pretende ser lo que no es, simular que no pertenecemos al mundo de lo físico tanto como al mundo de lo anímico. Un poema suyo versa: “Algunas cosas vienen a mí sin nombre, aparecen con nada que decir, un ruido de columpios, una bandera en tres ritmos, el cuerpo que me habito como una equilibrista. Yo las pongo en un álbum como si hubiera un mundanal, una casa a los costados de esta ciudad  ilegible. Dicen que en lo movido se corrige la infancia. La calesita gira, yo compito con la Señora Muerte por la sortija”.

Una de las pequeñas formas de María Negroni incluida en Pequeño mundo ilustrado se titula “What are poems”. Allí escribe: “Como todos los mundos de fantasía, los mundos de la Arcadia tienen una feliz precisión que los hace más líricos que narrativos, más muertos que vivos. (…) Los poemas son centros de un centro, micrografías del deseo, interioridades infinitamente profundas que funcionan como defensas. Son también fijaciones, mundos perfectamente completos y manipulables, abiertos al consumo del ojo. Los castillos, las casas de muñecas, las islas son, en este sentido, hrönir de poemas. El principio al que obedecen es el mismo. En ellos se despliega sin pausa el arreglo floral de lo perdido y también se constata, con fervor asombrado, una paradoja crucial: dado que ningún trofeo cauteriza, toda herida es luz. Invertida, la fórmula también es verdadera”. La que escribe es una poeta que propone aceptar la incerteza. La que escribe es la niña, de pie, mirando el cuadro.

Carla Imbrogno nació en Buenos Aires. Escribe, traduce dramaturgia, poesía y prosa contemporánea del alemán, y se dedica a la gestión cultural y a la curaduría de formatos transdisciplinarios.

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