EL REALISMO CAPITALISTA DE “EL REALISMO CAPITALISTA HA LLEGADO A SU FIN”

EL REALISMO CAPITALISTA DE “EL REALISMO CAPITALISTA HA LLEGADO A SU FIN”

Por Matt Colquhoun

    Traducido por Matheus Calderón

Después del último aluvión de campañas de miedo contra el aceleracionismo nadie ha identificado la disonancia cognitiva que se manifiesta en las redes sociales de izquierda con más precisión que Alexandra Chace. Su inmaculado tuit ha de ser fijado aquí para la posteridad:

Es extremadamente irónico que los fanáticos antiaceleracionistas de Fisher hayan abrazado completamente el mantra “las cosas tienen que empeorar para mejorar” como una profecía literal cuando hace cuatro semanas llamaron al aceleracionismo fascista porque creían que éste abrazaba la misma idea.

Estoy seguro de que todos han visto el vitoreo de “el realismo capitalista está llegando a su fin” en las redes sociales a estas alturas. Está en todas partes, y no solo en los grupos de memes de Mark Fisher. Para ser honesto, me sorprendió que Mark no haya sido tendencia con la cantidad de menciones que Realismo capitalista ha estado recibiendo en varias redes durante la crisis actual.

El núcleo de la observación es correcto, por supuesto, al menos hasta cierto punto. Este tipo de eventos y tragedias por lo general han arrojado una brillante luz a través de las grietas del sistema, pero señalar eso y vitorear puede ser una parte importante del problema si no tenemos cuidado. De hecho, como Alex Chace lo deja muy claro: es la misma actitud por la que muchos críticos de izquierda irán luego a castigar a la derecha en el próximo respiro.

Esto es de lo que todos estábamos hablando en 2017. Después de la muerte de Mark, de la elección de Trump, del incendio de la Torre Grenfell en Londres y demás, las grietas en el sistema fueron más difíciles de ignorar que nunca antes, y todos hablamos sobre lo que Mark podría haber dicho sobre eso cada minuto de cada día. El realismo capitalista se derrumbaba a nuestro alrededor y él no estaba allí para verlo. Vimos cómo la expresión Fully Automated Communism  [Comunismo de lujo totalmente automatizado]  se convirtió en un meme (algo que Mark ya había disfrutado mucho) y luego, al año siguiente, la periodista Ash Sarkar se llamó a sí misma comunista en la televisión nacional. Las discusiones sobre las alternativas preferidas de la izquierda a la hegemonía capitalista estaban entrando en la corriente principal: si se tomaron en serio o no es otro asunto, pero eso es menos importante en nuestro momento actual que establecer la idea de que otro mundo sea posible en la mente del público en general.

Por definición, eso es todo lo que se necesita para que llegue a su fin el realismo capitalista: la disminución de la fe en que el capitalismo tenga todas las respuestas sobre cualquier cosa. En este sentido, el realismo capitalista ha estado llegando a su fin desde el colapso financiero de 2008 y esa semilla finalmente ha comenzado a dar algunos frutos ideológicos convencionales. Pero todavía hay un camino por recorrer: simplemente señalar los fracasos del capitalismo no hace nada a menos que se estén llenando sus (y nuestras) lagunas con formas alternativas de acción.

Esto quiere decir que la izquierda hizo bien en señalar los límites contemporáneos del capitalismo en una crisis, pero también experimentó dificultades en su intento de capitalizar (no es un juego de palabras) sobre el territorio que ha ganado cuando las cosas se estabilizan un poco. (La elección de Sir Keir Starmer como cabeza del Laborismo en el Reino Unido el otro día ciertamente ha apaciguado a un establishment que ha estado cada vez más desesperado por volver al neoliberalismo como se manifiesta de costumbre sin toda esta constante interrupción ideológica). Llegar a un acuerdo con la realidad luego de estos tres años es desalentador: seguimos hablando del fin del realismo capitalista y luego lo señalamos, lo hablamos y lo señalamos, hasta el punto de que ahora se siente como si eso es todo lo que cualquiera fuese capaz de hacer.

Sin embargo, si leemos más allá de la primera página del Realismo capitalista, descubriremos que gritar “el realismo capitalista está llegando a su fin” y dejarlo así es solamente otra forma de impotencia reflexiva. Mientras tanto, el sistema mismo se adapta y se mantiene estable, en su “estasis frenética”, como siempre lo ha hecho. “El realismo capitalista está llegando a su fin” se convierte en el nuevo realismo capitalista. Este es mi problema central con las lecturas generalizadas de la obra de Mark. Estas lecturas internalizan los eslóganes que resultaban tan poderosos para atraer la atención de las personas, pero luego ignoran todo lo demás. Perpetúan el problema que Mark criticaba en el nombre de Mark mismo.

La verdad, como los últimos tres años nos han enseñado, es que el realismo capitalista no está llegando a su fin, sino que se está adaptando a los tiempos, en tanto que seguimos bajo su influencia. La respuesta que la izquierda articula en las redes sociales respecto a ello es tan impotente como los derechistas sueños febriles que la izquierda intenta “criticar”, delatando una falta total de compromiso con la crítica real que yace dentro del pensamiento de Mark.

Si leemos sobre todo trabajo posterior de Mark, la imputación es clara: tu captura de pantalla acusatoria solo consolida aún más el sistema. No obstante, son posibles otros modos de comunalidad en el ciberespacio y nuestra cuarentena actual nos ofrece el tiempo y los recursos para imaginarlos, incluso hacerlos realidad. Solo que los grupos de Facebook de la izquierda están lejos de ser una instancia de esa “psicodelia digital” que tanto atraía la imaginación de Mark. (Yo diría que la naturaleza esquizoide de Twitter, en el mejor de los casos, se acerca a veces, pero estoy sesgado). De hecho, es interesante recordar, como lo hice en mi libro Egress, la crítica fundamental de Mark sobre Facebook, después de su salida del experimento que fue el grupo de Facebook de “Boring Dystopia” [Distopía Aburrida]:

Fisher presenta a Facebook como una realidad distorsionada que sigue un sentido alternativo del tiempo, donde las viejas noticias recirculan sin cesar y la naturaleza humana está sujeta a procesos automatizados. La burbuja de filtro está más desarrollada y distrae más que nunca: la realidad está siendo reescrita por lo que las compañías pagan para que veamos. Fisher lo ve como un microcosmos del “ciberespacio capitalista”, tal vez incluso del capitalismo en su conjunto. La interminable producción de información de los usuarios deja de ser útil cuando esa información está sesgada por el uso de Facebook. El punto clave para el grupo Boring Dystopia es que al usar Facebook en primer lugar, es probable que ya seamos demasiado aburridos para apreciarlo.

Mark desarrolló este argumento con mucho más detalle (y de manera menos autoreferencial impersonal) en su ensayo “Touchscreen capture” [Captura de pantalla táctil] y, en nuestro actual momento de cuarentena, donde la importancia de las redes sociales en todas nuestras vidas solo ha aumentado, la relevancia de ese ensayo solo ha crecido en paralelo. Él escribe:

Una trampa puesta por el capitalismo comunicativo es la tentación que nos produce para que nos retiremos de la modernidad tecnológica. Esto presupone que el frenético bombardeo atencional es la única modernidad tecnológica posible, de la que solo podemos desconectar y retirarnos. El realismo capitalista comunicativo actúa como si la colectivización del deseo y los recursos ya hubiera sucedido. En realidad, los imperativos del capitalismo comunicativo obstruyen la posibilidad de la comunicación, al usar el ciberespacio existente para reforzar los modos actuales de subjetividad, desocialización y trabajo monótono.

Esto nunca ha sido más cierto que en nuestras circunstancias actuales. Una subjetividad capturada, desocialización cibernética, monótono trabajo desde casa: estas son las cualidades definitorias de la vida en cuarentena. Una intensificación del aquí no pasa nada, que solo ha hecho que las lagunas de nuestra vida cotidiana sean aún más grandes.

Tomemos Zoom, por ejemplo: ¿cuáles son las implicaciones de que intentemos (re)construir una socialidad a través de una aplicación de “teleconferencia”? Sería una gran ironía que estas herramientas se reconviertan hacia el establecimiento de un nuevo sujeto colectivo, pero, en la actualidad, la realidad es que las teleconferencias se convierten en la base de un nuevo tipo de conexión que socava los modos de conexión en los que confiamos antes del Covid. Esto quiere decir que, mientras aplaudes lo que parece ser la sentencia de muerte final del capitalismo classic, el nuevo capitalismo zero (mejor conocido como capitalismo comunicativo) se intensifica y extiende su poder. Tal vez deberíamos reflexionar sobre esa contradicción y sus implicaciones aceleracionistas (esto es, cómo la intensificación de este sistema comunicativo está cambiando nuestra propia naturaleza), en lugar de discutir una y otra vez la misma lectura errónea del aceleracionismo que la izquierda boba inventó para que la derecha boba adoptara.

Futura publicación de Caja Negra Editora. 

Mi opinión sobre esto ya fue hecha pública en mi libro Egress. Después de todo, exactamente esto mismo sucedió en 2017. De hecho, me llamó la atención en las últimas semanas que muchos buenos mensajes que he recibido sobre el libro han comenzado con: “Al principio era muy cauteloso pero …”. Sé por qué son cautelosos: conozco el libro sobre Mark Fisher que la gente espera (y que algunas personas incluso preferirían). Egress es justamente un ataque anticipado contra ese libro: uno que se aferra a una instantánea incompleta del pensamiento de Mark e ignora las formas en que adaptó su pensamiento con el tiempo. Si él ya no puede hacerlo, depende de nosotros hacerlo, de lo contrario, nuestra preocupación por el legado de Mark nos mantendrá atrapados en el momento en el que él estaba vivo.

Un caso concreto: las preguntas que teníamos en 2017 siguen siendo pertinentes en 2020: ¿cómo es que la perogrullada en torno al realismo capitalista (que nuestro sistema está roto) transforma su afecto real (la melancolía generalizada) en acto? ¿Cómo podemos asegurarnos de que este momento, en el que las “lagunas” del realismo capitalista son más visibles que nunca, se mantenga el tiempo suficiente para que tengan un impacto? ¿Cómo podemos evitar ser nada más que conejos paralizados frente a la luz de faro de una profecía autocumplida? ¿Cómo nos hacemos dignos del proceso que se desarrolla a nuestro alrededor y nos aseguramos de que las brechas crecientes estén llenas de más y más alternativas?

Pregúntate a ti mismo eso en lugar de celebrar prematuramente el tropiezo de un zombi cuando ni siquiera estás apuntando a la cabeza.

Matt Colquhoun es escritor y fotógrafo. Fue alumno de Mark Fisher y publicó recientemente el libro Egress: On Mourning, Melancholy and Mark Fisher que en un futuro será publicado en Caja Negra. Actualmente vive en Londres y mantiene el blog xenogothic.com.).

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CÓMO MATAR A UN ZOMBI: ESTRATEGIAS PARA TERMINAR CON EL NEOLIBERALISMO

CÓMO MATAR A UN ZOMBI: ESTRATEGIAS PARA TERMINAR CON EL NEOLIBERALISMO

 Por Mark Fisher 

¿Por qué la izquierda ha logrado tan pocos avances cinco años después de que una gran crisis del capitalismo desacreditara al neoliberalismo? Desde 2008, el neoliberalismo ha sido privado del febril impulso hacia delante que alguna vez poseyó, pero de ninguna manera está cerca de colapsar. El neoliberalismo hoy se arrastra como un zombi; pero los aficionados a las películas de zombis saben perfectamente que a veces es más difícil matar a un zombi que a una persona viva.

La célebre observación de Milton Friedman en su conferencia en York ha sido citada muchas veces: “Solo una crisis –real o percibida– produce cambios verdaderos. Cuando esa crisis ocurre, las acciones que se toman dependen de las ideas que están ahí. Esa, creo, es nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible se transforme en lo políticamente inevitable.”

El problema es que, aunque la crisis de 2008 fue causada por las políticas neoliberales, esas mismas políticas continúan siendo las únicas que “están ahí” hoy. En consecuencia, el neoliberalismo es todavía políticamente inevitable.

De ninguna manera está claro que el público haya adoptado las doctrinas neoliberales con mucho entusiasmo, pero las personas fueron persuadidas para creer la idea de que no hay alternativa al neoliberalismo. La aceptación (típicamente reacia) de este estado de cosas es el sello distintivo del realismo capitalista. El neoliberalismo puede no haber tenido éxito en ser un sistema más atractivo que el resto, pero se ha vendido a sí mismo como el único modo “realista” de gobierno. El sentido de “realismo” es aquí un logro político obtenido con mucho esfuerzo, y el neoliberalismo ha impuesto exitosamente un modelo de realidad moldeado por las prácticas y los presupuestos provenientes del mundo de los negocios.

El neoliberalismo consolidó el descrédito del socialismo estatal, al establecer una visión de la historia en la que el futuro le pertenece y en la que la izquierda permanece enterrada en la obsolescencia. Capturó el descontento con el izquierdismo burocrático centralizado, absorbió y metabolizó exitosamente los deseos de libertad y autonomía que emergieron luego de los sesenta. Pero –y este es un punto fundamental– esto no es lo mismo que decir que esos deseos inevitable y necesariamente condujeron al ascenso del neoliberalismo. Al contrario, podemos ver el éxito del neoliberalismo como un síntoma del fracaso de la izquierda en responder adecuadamente a esos nuevos deseos. Como Stuart Hall y otros integrantes del proyecto New Times en los ochenta proféticamente insistieron, ese fracaso probaría ser catastrófico para la izquierda.

El realismo capitalista puede ser descrito como la creencia de que no hay alternativa al capitalismo. Sin embargo, no se manifiesta en grandes declaraciones sobre la economía política, sino en comportamientos y expectativas más banales, como nuestra aceptación por agotamiento de que los salarios y las condiciones laborales se van a estancar o deteriorar.

El realismo capitalista nos fue vendido por administradores (muchos de los cuales se consideran a sí mismos de izquierda) que nos dicen que las cosas son diferentes en la actualidad. La era de la clase trabajadora organizada se terminó; el poder de los sindicatos retrocede; mandan los negocios; y nosotros debemos alinearnos. El trabajo de autovigilancia que se exige rutinariamente a los trabajadores (todas esas autoevaluaciones, análisis de desempeño, cuadernos de registro) es –se nos ha hecho creer– un pequeño precio que hay que pagar para mantener nuestros trabajos. Consideremos el Sistema de Excelencia en Investigación (REF), un sistema para evaluar la producción académica de investigación en el Reino Unido. Este sistema masivo de monitoreo burocrático es ampliamente injuriado por los que tienen que cumplirlo, pero toda oposición a él ha sido hasta el momento bloqueada. Esta doble situación –en la que algo es odiado y, al mismo tiempo, obedecido– es típica del realismo capitalista, y es particularmente aguda en el caso de la academia, que supuestamente es uno de los bastiones de la izquierda.

El realismo capitalista es una expresión de la descomposición de clase y una consecuencia de la desintegración de la conciencia de clase. Fundamentalmente, el neoliberalismo debe ser visto como un proyecto dirigido a lograr este objetivo. En principio no se dedicó –al menos no en la práctica– a liberar al mercado del control estatal. Más bien, intentó subordinar el Estado al poder del capital. Como David Harvey incansablemente ha sostenido, el neoliberalismo fue un proyecto que buscó reafirmar el poder de clase.

Todas las imágenes pertenecen a la película Dawn of the dead (George Romero, 1979)

Como las fuentes tradicionales del poder de la clase trabajadora fueron derrotadas o sometidas, las doctrinas neoliberales funcionaron como armas en una lucha de clases que cada vez más era librada desde un solo lado. Conceptos como “el mercado” o “la competencia” funcionaron no como los fines reales de la política neoliberal, sino como mitos rectores y coartadas ideológicas. El capital no tiene interés ni en la salud de los mercados ni en la competencia. Según Manuel de Landa, siguiendo a Fernand Braudel, el capitalismo, con su tendencia al monopolio y al oligopolio, puede ser definido más precisamente como antimercado que como un sistema que promueve el florecimiento de mercados.

David Blacker observa con mordacidad en su libro The Falling Rate of Learning and the Neoliberal Endgame [La caída de la tasa de aprendizaje y el fin neoliberal] que las virtudes de la “competencia” son “convenientemente reservadas solo para las masas. La competencia y el riesgo existen solo para las pequeñas y medianas empresas y otras personas, como los empleados del sector público y del privado”. La invocación a la competencia ha funcionado como un arma ideológica: su objetivo real es la destrucción de la solidaridad, y, en ello, ha sido notablemente exitosa.

“El realismo capitalista puede ser descrito como la creencia de que no hay alternativa al capitalismo. Sin embargo, no se manifiesta en grandes declaraciones sobre la economía política, sino en comportamientos y expectativas más banales, como nuestra aceptación por agotamiento de que los salarios y las condiciones laborales se van a estancar o deteriorar.”

La competencia en el ámbito educativo (tanto entre instituciones como entre individuos) no surge espontáneamente una vez que desaparece la regulación estatal; al contrario, es producida activamente por los nuevos tipos de control estatal. El régimen de inspecciones escolares, supervisado en el Reino Unido por la Oficina de Normas en Educación, Servicios y Habilidades para Niños (OFSTED), es un ejemplo clásico de este síndrome.

Dado que no hay un modo automático de “marketizar” la educación y el resto de los servicios públicos, y que no hay un modo directo de cuantificar la “productividad” de trabajadores como los profesores, la imposición de la disciplina de los negocios ha significado la instalación de una maquinaria burocrática colosal. Así que una ideología que prometía liberarnos de la burocracia estatal socialista ha impuesto en su lugar a una burocracia propia.

Esto parece tan solo una paradoja, si tomamos al neoliberalismo al pie de la letra, pero el neoliberalismo no es el liberalismo clásico. No se trata de laissez faire. Jeremy Gilbert, profundizando en los clarividentes análisis de Foucault sobre el neoliberalismo, sostuvo que el proyecto neoliberal siempre se trató de vigilar policíacamente un cierto modelo de individualismo; los trabajadores tienen que estar continuamente vigilados por miedo a que puedan recaer en la colectividad.

Si nos rehusamos a aceptar los argumentos del neoliberalismo (que los sistemas de control importados de los negocios estaban destinados a aumentar la eficiencia de los trabajadores), entonces se vuelve evidente que la ansiedad producida por el REF y otros mecanismos administrativos no es un tipo de efecto secundario accidental de esos sistemas, sino su objetivo real.

Y si el neoliberalismo no va a colapsar por su propia voluntad, ¿qué podemos hacer para acelerar su desaparición?

ESTRATEGIAS DE RECHAZO QUE NO FUNCIONAN

En un diálogo que mantuve con Franco “Bifo” Berardi publicado en Frieze, Berardi habló de “nuestra actual impotencia teórica frente al proceso deshumanizante provocado por el capitalismo financiero”. “No puedo negar la realidad”, continuó Berardi, “y creo que es esta: la última ola del movimiento —digamos, de 2010 a 2011— fue un intento de revitalizar una subjetividad masiva. Ese intento fracasó: hemos sido incapaces de detener la agresión financiera. El movimiento hoy ha desaparecido, y solo emerge en la forma de explosiones fragmentarias de desesperación.”

Bifo Berardi, uno de los activistas involucrados en el llamado movimiento autonomista de Italia en la década de 1970, identifica aquí el ritmo que ha definido a la lucha anticapitalista desde el 2008: excitantes estallidos de militancia que se desvanecen tan rápido como aparecieron, sin producir ningún cambio sostenido.

Escucho las observaciones de Bifo como un réquiem para las estrategias “horizontalistas” que han predominado en el anticapitalismo desde los noventa. El problema de estas estrategias no son sus (nobles) objetivos (la abolición de las jerarquías, el rechazo del autoritarismo), sino su eficacia. Las jerarquías no pueden ser abolidas por decreto, y un movimiento que fetichiza la forma organizativa por sobre la efectividad le cede terreno al enemigo. El desmantelamiento de muchas de las formas existentes de estratificación será un proceso largo, arduo y abrasivo; no es cuestión de simplemente romper con los líderes (oficiales) y adoptar formas de organización “horizontales”.

El horizontalismo neoanarquista ha tendido a favorecer estrategias de acción directa y de retirada: las personas necesitan actuar ya y por ellas mismas, no esperar a que los representantes electos comprometidos actúen en su nombre; al mismo tiempo, deben retirarse de las instituciones que son corruptas, no contingentemente sino necesariamente.

El énfasis en la acción directa, sin embargo, esconde una desesperanza en relación con la posibilidad de la acción indirecta. Pero el control de las narrativas ideológicas se logra a través de la acción indirecta. La ideología no tiene que ver con nuestras creencias espontáneas, sino con lo que creemos que el Otro cree. Esta creencia todavía está determinada, en gran medida, por el contenido de los medios mainstream.

“Como las fuentes tradicionales del poder de la clase trabajadora fueron derrotadas o sometidas, las doctrinas neoliberales funcionaron como armas en una lucha de clases que cada vez más era librada desde un solo lado. Conceptos como “el mercado” o “la competencia” funcionaron no como los fines reales de la política neoliberal, sino como mitos rectores y coartadas ideológicas. El capital no tiene interés ni en la salud de los mercados ni en la competencia. ”

La doctrina neoanarquista sostiene que debemos abandonar los medios mainstream y el parlamento, pero nuestro abandono solo ha permitido que los neoliberales extiendan su poder e influencia. La derecha neoliberal puede predicar el fin del Estado, pero solo si se asegura el control de los gobiernos.Dado que no hay un modo automático de “marketizar” la educación y el resto de los servicios públicos, y que no hay un modo directo de cuantificar la “productividad” de trabajadores como los profesores, la imposición de la disciplina de los negocios ha significado la instalación de una maquinaria burocrática colosal. Así que una ideología que prometía liberarnos de la burocracia estatal socialista ha impuesto en su lugar a una burocracia propia.

Solo la izquierda horizontalista se cree la retórica de la obsolescencia del Estado. El peligro de la crítica neoanarquista es que esencializa al Estado, a la democracia parlamentaria y a los “medios mainstream”, pero ninguna de estas cosas permanece fija por siempre. Son terrenos mutables sobre los que hay que luchar, y la forma que asumen hoy es, en sí misma, consecuencia de las luchas previas. Pareciera que, a veces, los horizontalistas quisieran ocupar todo excepto el parlamento y los medios mainstream. Pero ¿por qué no ocupar también el Estado y los medios? El neoanarquismo no constituye un desafío al realismo capitalista, sino más bien es uno de sus efectos. El fatalismo anarquista, según el cual es más fácil imaginar el fin del capitalismo que un Partido Laborista de izquierda, es el complemento de la insistencia del realismo capitalista en que no hay alternativa al capitalismo.

Nada de esto equivale a decir que el acto de ocupar los medios mainstream o la política bastará en sí mismo. Si el Nuevo Laborismo nos enseñó algo, fue que ocupar el gobierno de ninguna manera es lo mismo que ganar la hegemonía. No obstante, sin una estrategia parlamentaria de algún tipo, los movimientos continuarán hundiéndose y colapsando. La tarea es construir los vínculos entre las energías extraparlamentarias de los movimientos y el pragmatismo de los que están dentro de las instituciones existentes.

VOLVER A ENTRENARNOS PARA ADOPTAR UNA MENTALIDAD BÉLICA

Si quisiéramos tomar en consideración la desventaja más significativa del horizontalismo, tendríamos que pensar en cómo se ve desde la perspectiva del enemigo. El capital debe estar encantado por la popularidad de los discursos horizontalistas dentro del movimiento anticapitalista. ¿Preferirías enfrentar a un enemigo cuidadosamente coordinado o a uno que toma decisiones a través de “asambleas” de nueve horas?

Esto no significa que deberíamos recaer en la reconfortante fantasía de que cualquier regreso al antiguo leninismo es posible o deseable. El hecho de que las opciones disponibles sean el leninismo y el anarquismo es una medida de la impotencia de la izquierda actual.

Es fundamental dejar atrás ese binomio estéril. La lucha contra el autoritarismo no tiene que necesariamente implicar al neoanarquismo, así como la organización no requiere necesariamente de un partido leninista. Lo que sí se requiere es tomar seriamente el hecho de que nos enfrentamos a un enemigo que no tiene ninguna duda de que está en una guerra de clases, y que dedica muchos de sus enormes recursos a entrenar a su gente para pelearla. No es casual que los estudiantes de los Masters en Administración de Empresas lean El arte de la guerra, y si queremos progresar, debemos redescubrir el deseo de ganar y la confianza en que podemos hacerlo.

Debemos aprender a superar ciertos hábitos del pensamiento antiestalinista. El peligro ya no es, ni lo ha sido por bastante tiempo, el excesivo fervor dogmático de nuestra parte. En cambio, la izquierda post-68 ha tendido a sobrevalorar la capacidad negativa de quedarse en la duda, el escepticismo y la incertidumbre. Puede que sea una virtud estética, pero es un vicio político. La duda de sí misma, que ha sido endémica en la izquierda desde los sesenta, no está presente en la derecha, y esa es una de las razones por las que ha impuesto exitosamente su programa. Muchos en la izquierda se estremecen frente a la idea de formular un programa, y más aún frente a la idea de “imponerlo”. Debemos abandonar la creencia de que las personas espontáneamente van a girar hacia la izquierda, o de que el neoliberalismo va a colapsar sin que lo desmontemos activamente.

REPENSAR LA SOLIDARIDAD

La vieja solidaridad que el neoliberalismo desintegró se ha ido para nunca más volver, pero esto no significa que estemos condenados al individualismo atomista.

Nuestro desafío hoy es reinventar la solidaridad. Alex Williams ha acuñado la sugestiva fórmula “plasticidad posfordista” para describir cómo podría ser esta nueva solidaridad. Según Catherine Malabou, plasticidad no es lo mismo que elasticidad. La elasticidad es equivalente a la flexibilidad que el neoliberalismo nos exige, por la que asumimos una forma impuesta desde fuera. En cambio, la plasticidad es algo más: implica adaptabilidad y resiliencia, una capacidad de cambio que también retiene una “memoria” de los encuentros previos.

Repensar la solidaridad en estos términos puede ayudarnos a abandonar algunos presupuestos gastados. Este tipo de solidaridad no necesariamente implica la unidad global o el control centralizado. Pero ir más allá de la unidad tampoco nos conducirá necesariamente a la planicie del horizontalismo. En lugar de la rigidez de la unidad –irónicamente, la aspiración de alcanzarla ha contribui- do al infame sectarismo de la izquierda–, necesitamos la coordinación de diversos grupos, recursos y deseos. En la derecha han sido mejores posmodernistas que nosotros, construyeron coaliciones exitosas a partir de grupos con intereses heterogéneos sin la necesidad de una unidad total. Debemos aprender de ellos, para comenzar a construir un patchwork similar de nuestro lado. Este es un problema más logístico que filosófico.

Además de la plasticidad de la forma organizativa, también debemos prestar atención a la plasticidad del deseo. Freud dice que las pulsiones libidinales son “extraordinariamente plásticas”. Si el deseo no es una esencia biológica fija, entonces no hay un deseo natural de capitalismo. El deseo es siempre una construcción. Los anunciantes, los publicistas y los consultores de relaciones públicas siempre lo han sabido, y la lucha contra el neoliberalismo requerirá que construyamos un modelo de deseo alternativo que pueda competir con el que es impulsado por los técnicos libidinales del capital.

Lo cierto es que nos encontramos en un páramo ideológico en el que el neoliberalismo domina solo por defecto. El terreno está disponible para apropiárselo, y las observaciones de Friedman deben ser nuestra inspiración: nuestra tarea hoy es desarrollar alternativas a las políticas existentes, mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible se transforme en lo políticamente inevitable.

Mark Fisher (Reino Unido, 1968-2017) Fue un escritor y teórico especializado en cultura musical. Colaborador regular de las publicaciones The WireSight & SoundFrieze y New Statesman. Ejerció como profesor de filosofía en el City Literary Institute de Londres y profesor visitante en el Centro de Estudios Culturales de Goldsmith, Universidad de Londres. Entre sus libros se cuentan Realismo capitalista (Caja Negra, 2016), Los fantasmas de mi vida (Caja Negra, 2018), Lo raro y lo espeluznante y K-Punk (Volumen I: Caja Negra, 2019). Su blog k-punk es uno de los blogs más populares sobre teoría cultural.

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LA CRISIS DE LO CORRIENTE Y LO CORRIENTE COMO CRISIS

 LA CRISIS DE LO CORRIENTE Y LO CORRIENTE COMO CRISIS

Por Moira Pérez  

1. 

Con el comienzo de la pandemia del COVID-19 y la emergencia sanitaria, muchxs empezamos a recibir diversas invitaciones para hablar o escribir sobre un conjunto de problemas que parecían haber llegado a la agenda pública junto con el virus: desde violencia contra las mujeres en el ámbito doméstico hasta el hacinamiento carcelario, desde represión policial en el espacio público las hasta políticas de cuidado, o las decisiones difíciles que deben que tomar los sistemas de salud con recursos escasos. Temas que pocas veces se abordan en los medios de comunicación o en las redes sociales tomaron cada vez más centralidad, y se escucharon todo tipo de intervenciones, mal y bien informadas, y mal y bien intencionadas. Para quienes llevamos años trabajando sobre alguna(s) de estas cuestiones se trata de un fenómeno llamativo, pero a la vez incómodo. Por un lado, creemos que estos temas deben estar en la agenda pública, y cuando sucede lo sentimos como un pequeño triunfo. Pero por otro, responder a la invitación para hablar acerca de “esto que está pasando ahora” tiene un aire a lo que en filosofía se ha llamado una “falacia de la pregunta compleja”: si acepto, no estoy respondiendo afirmativamente a una sola pregunta (¿querés venir a hablar sobre x?) sino a dos (¿querés venir a hablar sobre x? y ¿este tema del que vamos a hablar es algo que surgió ahora con el COVID-19?). Pocxs estarían dispuestxs a responder afirmativamente a la segunda pregunta, porque ese es el mundo en el que viven desde hace décadas, y/o porque han seguido de cerca las mutaciones y desarrollo de estos problemas a lo largo de los años. Hablemos entonces, decimos, pero partiendo de la base de que hay aquí un desacuerdo fundamental en nuestra percepción de la temporalidad. O, para hablar más precisamente, en nuestras figuraciones temporales: las variadas maneras en las que organizamos el tiempo a través de las representaciones que producimos y reproducimos (narraciones históricas, relatos cotidianos, o discursos que circulan socialmente acerca del presente, el pasado y el futuro). Hay algo que puede parecer nuevo pero no lo es; algo que habla del presente, de un acontecimiento puntual, pero que a la vez es una forma de vida, es “la vida”.

Algo similar sucede al reencontrarse con El optimismo cruel de Lauren Berlant. Parece que está hablando de hoy, de lo que está sucediendo en este preciso instante. Nociones como “incertidumbre”, “adaptación”, “crisis corriente”, “desgaste”, y el impacto que todo ello tiene sobre nuestra vida afectiva, recorren el texto y también dan forma a esta experiencia cotidiana (que ya conocemos, pero que de repente es compulsivamente rotulada como “en tiempos de Coronavirus”). No obstante, El optimismo cruel es un libro del 2011. Tal familiaridad no es casual, y de hecho Berlant nos ofrece un repertorio potente de ideas para entender este extraño fenómeno temporal. Lo que aparece como extraordinario, advierte la autora, “siempre resulta ser la amplificación de algo que ya estaba en funcionamiento, en el mejor de los casos la ruptura de un límite lábil, no un punto de partida después de dar un portazo. En el impasse que produce la crisis, el ser se mantiene a flote; principalmente, se ocupa de no ahogarse”. ¿Hace cuánto que conglomerados enteros de la población dedican su vida entera a “no ahogarse”?

2. 

Hay un sentido en el que “la crisis del COVID-19” no es en absoluto novedosa. La idea de que estamos en una crisis es recurrente en nuestros tiempos, y hasta es una especie de lugar común decir que en la Argentina somos expertxs en crisis (y en cómo reinventarnos después de cada una de ellas). Sin embargo, Berlant y otrxs han señalado la trampa de esta figuración temporal: presentar una problemática social como algo pasajero que puede ser recortado en el tiempo, por un lado desconoce el arraigo de dicha problemática en el tejido social y la historia, su funcionalidad de larga data, y por el otro justifica intervenciones “de urgencia” que abren exclusas (disciplinamiento, represión, control, coerción, eugenesia pasiva) que luego no se cerrarán. Es fundamental, por lo tanto, resistir esta retórica (este “género”, diría Berlant) y reconocer que no estamos ante una crisis de lo corriente, sino que lo corriente mismo consiste en un permanente estado de crisis: “la destrucción de los cuerpos por el capital no es sólo una crisis del juicio en el presente afectivo, sino una condición ético-política de larga data”. Con esto, por supuesto, la palabra “crisis” pierde gran parte de su sentido, y resulta más adecuado hablar de lo que Berlant llama “ambientes temporales” y del desgaste de poblaciones que ella denomina “muerte lenta”.

La “crisis” emerge, se hace visible, cuando los sistemas de crueldad del mundo alcanzan a los sujetos equivocados, aquellos que no deberían padecerlos: allí vemos el colapso del sistema de salud, la represión policial, el hambre, la precarización laboral. Pero antes, durante, y después de “la crisis”, franjas enteras de seres humanos están expuestas a la muerte lenta: ese “desgaste físico de una población en el sentido de su deterioro físico, entendido como la condición que determina su experiencia y su existencia histórica”. En la misma línea que, desde la otra punta del mundo, ha señalado Achille Mbembe con la idea de “humanidad excedente” o “personas que sobran”, se trata de poblaciones ante las cuales “el Estado ya no tiene la obligación de hacer retroceder su violencia constitutiva” (Mbembe, Brutalisme, 2020). La muerte lenta, nota Berlant, no es un evento puntual y llamativo, ni una crisis precipitada por una serie de acontecimientos reconocibles, sino un modo de relación social, una experiencia que “se sitúa al mismo tiempo en el ámbito del extremo y en la zona de lo corriente”, al punto que deja de llamar la atención. Se trata de un sentido común que empapa todos los vínculos, prácticas e instituciones con las que nos relacionamos a diario, pero que afecta sólo a aquellos sujetos “que sobran”, un precariado “marcado para el agotamiento” y el desgaste.

Todas las ilustraciones de esta nota son de Pao Lunch instagram.com/paolunch/

Paradójicamente (o no), el momento de crisis tampoco desencadena un proceso de transformación, sino solamente uno de adaptación para que ese mismo orden pueda seguir funcionando. El nuevo imperativo al que hay que adaptarse es, precisamente, el imperativo de la adaptación. Como consecuencia, se genera “una nueva esfera pública precaria definida por debates acerca de cómo reelaborar” —nótese: no “terminar con”, sino “reelaborar”— “la inseguridad del presente actual”. La discusión no orbita en torno a la muerte por goteo de enormes sectores de la población, sino a cuál será la dosis justa para que ese goteo sea suficiente para no despertar sospechas de necropolíticas de gestión estatal, pero no demasiado para que el capital “no vaya a pérdida”. En las crudas palabras de Berlant, la evidencia de una crisis “marca un límite, no en la conciencia pública, estatal o corporativa acerca de si es lícito o de qué manera podría serlo sacrificar el cuerpo del trabajador a la ganancia comercial, sino acerca de qué tipo de sacrificio contribuye mejor a la reproducción de la fuerza de trabajo y a la economía de consumo”. Lo que estamos viendo en estos tiempos de pandemia, y lo que en última instancia preestablece las reglas del juego, es un rotundo estrechamiento del horizonte político en el que sólo podemos hablar la lengua de la precarización, la represión, y el sacrificio de poblaciones “excedentes”. Reducción de daños para algunxs, maximización de ganancias para otrxs: esos parecerían ser los límites de gran parte de las conversaciones que estamos sosteniendo por estos días.

“La idea de que estamos en una crisis es recurrente en nuestros tiempos, y hasta es una especie de lugar común decir que en la Argentina somos expertxs en crisis (y en cómo reinventarnos después de cada una de ellas). Sin embargo, Berlant y otrxs han señalado la trampa de esta figuración temporal: presentar una problemática social como algo pasajero que puede ser recortado en el tiempo, por un lado desconoce el arraigo de dicha problemática en el tejido social y la historia, su funcionalidad de larga data, y por el otro justifica intervenciones ‘de urgencia’ que abren exclusas (disciplinamiento, represión, control, coerción, eugenesia pasiva) que luego no se cerrarán.”

3. 

¿Qué hacen las personas ante este panorama desolador? Berlant nos muestra cómo, en muchos casos, invertimos en lo que llama “optimismo cruel”: “la proyección de una fantasía que sostiene, pero es improbable” (p. 338) o incluso perjudicial para alcanzar la “buena vida” que queremos. El apego, de acuerdo con la autora, es optimista en tanto se ilusiona con “un manojo de promesas” (p. 57) que entendemos como llaves para acceder a la vida que deseamos. Sin embargo, a veces esa ilusión transporta su propio veneno: podemos invertir en “un objeto/escena de deseo” que “es en sí mismo un obstáculo para la satisfacción de esas mismas apetencias que atraen a las personas hacia él” (p. 409). Ciertamente es cruel: depositar nuestra ilusión y nuestros esfuerzos en algo que soñamos que nos quitará de este estado de mera subsistencia, de mantenernos a flote en medio del derrumbe, pero que en realidad es algo que, de hacerse realidad, o nos pasará por el costado o nos alejará aun más de nuestro objetivo.

Para quienes ven la inviabilidad de ese optimismo, puede resultar incomprensible cómo la gente a nuestro alrededor invierte tanta expectativa en su promesa: “¿por qué las personas mantienen su apego a determinadas fantasías convencionales de la buena vida”, pregunta Berlant, “habiendo sobradas pruebas de su inestabilidad, su fragilidad y sus costos?”. Quizás en estos días, esa pregunta haya tomado para muchxs la forma de: ¿cómo pueden pedir más militarización, más intervención de las fuerzas represivas del Estado, más ajuste y menos redistribución para resolver la emergencia económica y social que ha desencadenado esta pandemia? ¿Cómo pueden pensar que eso les va a llevar a una vida más “segura”, más tranquila, sin sobresaltos? Y sin embargo, el imán del optimismo cruel sigue rindiendo sus frutos, tal vez porque nos da un sentido de nuestro lugar en el mundo, o porque apuntala la idea de que esas fantasías de una vida vivible están al alcance de nuestra mano. La hipótesis de Berlant parecería ser que “el optimismo es una escena de sostenimiento negociado que vuelve soportable la vida tal como ésta se presenta”. Quizás ese optimismo sigue siendo posible por la misma cotidianeidad de la muerte lenta, que de tan ordinaria ya forma parte del paisaje.

“Lo que estamos viendo en estos tiempos de pandemia, y lo que en última instancia preestablece las reglas del juego, es un rotundo estrechamiento del horizonte político en el que sólo podemos hablar la lengua de la precarización, la represión, y el sacrificio de poblaciones ‘excedentes’. Reducción de daños para algunxs, maximización de ganancias para otrxs: esos parecerían ser los límites de gran parte de las conversaciones que estamos sosteniendo por estos días.”

Sin embargo, puede ser que enfrentarnos con la incomodidad de tensionar nuestro paisaje, y llevar las preguntas un poco más allá: ¿cómo aportamos con nuestras figuraciones temporales a la perpetuación de este desgaste de la vida (en fin, de la vida como mero desgaste)? ¿Y qué optimismos crueles nos impulsan? ¿En qué manojos de promesas (incluso algunas que pueden venir de la mano del feminismo, la progresía o la izquierda) seguimos invirtiendo, aun cuando sabemos que van a envenenar nuestro proyecto de un mundo más justo?

Moira Pérez es investigadora y docente en filosofía práctica y teoría queer. Docente de grado y posgrado en la UBA, UNTREF y UCES e Investigadora Asistente de CONICET. Su trabajo se enfoca en las interacciones entre violencia e identidad: cómo ciertos sujetos son alcanzados por la violencia en función de su identidad, y cómo la identidad se forja y disciplina a través de distintas formas de violencia. Dirige el Grupo de Investigación en Filosofía Aplicada y Políticas Queer (@PolQueer)

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BERLANT CONTRA EL DESGASTE

 BERLANT CONTRA EL DESGASTE

Por Renata Prati 

El giro afectivo, un enfoque surgido en la década del noventa en los Estados Unidos, de a poco empieza a pisar más fuerte también entre nosotrxs. Comienzan a circular traducciones, comienzan a hacerse visibles iniciativas locales, la presencia de estos temas en la discusión pública se hace cada vez más fuerte. Con todo, como recuerdan a menudo incluso sus representantes, la discusión sobre las emociones siempre ha formado parte de la reflexión de la filosofía y las ciencias sociales. No es ninguna novedad: lo político siempre estuvo atravesado por los afectos. Más que un giro, entonces, quizás podríamos verlo como una nueva vuelta de tuerca, en un escenario nuevo y con nuevas herramientas, sobre una cuestión en verdad muy antigua.

La intervención crítica fue una de las banderas del giro afectivo desde el principio: se buscó hacer manifiesto el rol de las emociones en la vida pública, el papel crucial que juegan en la construcción de la ciudadanía y su importancia en los debates actuales en torno al Estado, la precariedad, la crisis. En este sentido, uno de los frentes principales tiene que ver con el cuestionamiento de las dicotomías entre público y privado, razón y emoción, acción y pasión. Las emociones no son algo interior o individual, sino fenómenos relacionales, que se construyen y transforman en la circulación social, cultural y política, y que tienen a su vez efectos en estos terrenos. No son tampoco algo opuesto a lo racional: en torno de las emociones se conforman relatos y narrativas políticas que informan y modelan la acción, las decisiones, el sentido de pertenencia a una comunidad. Como afirma Sara Ahmed en La promesa de la felicidad, no importa tanto preguntar qué es la emoción, sino qué hace: cómo circula, cómo se la utiliza, qué relatos se construyen en torno a ella, a qué experiencias da lugar.

Por suerte, la presencia del giro afectivo en América Latina y España no se limita a las valiosas traducciones que se han multiplicado aquí y allá en los últimos tiempos. También han surgido distintos grupos y nodos de reflexión y activismo, que suelen conjugar la investigación y la experimentación en torno a los afectos con cuestiones de género y sexualidad. En la Argentina, por ejemplo, podrían mencionarse el Seminario Permanente de Estudios sobre Género, Afectos y Política (SEGAP) en Buenos Aires, el Asentamiento Fernseh en Córdoba, o el Grupo de Trabajo Políticas Visuales de los Afectos en La Plata, entre otros. Por lo demás, tal como sucede en el norte global, también en nuestras coordenadas la reflexión sobre los afectos se entrelaza con discusiones y prácticas políticas y militantes más amplias. Los materiales que acompañan este jardín virtual dan cuenta en parte de eso: el prólogo a El optimismo cruel, por un lado,  de la investigadora argentina Cecilia Macón, que reconstruye la trayectoria de Berlant y del giro afectivo en términos de una teoría crítica, y el video “20 razones”, por el otro, fruto del trabajo colectivo del Feel Tank Chicago (el grupo de experimentación y reflexión feminista queer que Berlant conformó junto con otrxs activistas, artistas e intelectuales en 2002) que aborda con seriedad lúdica el carácter político de las emociones, y que fue subtitulado por activistas de La Plata. Las emociones no son algo separado de lo político, y el trabajo del pensamiento tampoco. 

“Twenty Reasons”, por Feel Tank Chicago.

Aunque El optimismo cruel se publicó en inglés hace casi una década, en este crítico 2020 adquiere una renovada actualidad. Y es que, en el aire enviciado de tantos meses de pandemia, ¿quién no se ha encontrado de repente extrañando hasta los momentos más odiosos de la vieja normalidad? Una y otra vez, las emociones nos fuerzan a enfrentarnos al carácter ambivalente del psiquismo, lo enigmático y contradictorio de nuestros deseos y nuestros apegos; ese es, en efecto, el problema clave que Berlant explora en este libro. ¿Por qué nos cuesta tanto despegarnos de lo que nos hace mal? ¿Qué nos sucede cuando empiezan a desmoronarse los esquemas y las fantasías —siempre fantasmáticas— que nos sostenían en la vida?

No todo optimismo es cruel. El optimismo en general, explica Berlant, es esa “fuerza que nos descentra de nosotros mismos y nos dirige hacia el mundo”, y en ese sentido todo vínculo es optimista: entablamos una relación con algo o con alguien porque albergamos la esperanza de que estar cerca de ese objeto o esa persona nos traerá algún cambio positivo. El optimismo se vuelve cruel cuando pone en jaque la propia supervivencia, cuando eso que deseamos obra en detrimento de nuestro bienestar, pero nos resulta imposible dejar de desearlo: hemos construido la vida sobre eso, en torno a eso, y solo pensar en perderlo se siente como el fin del mundo. Si algo nos enseñaron estos meses es que el fin del mundo tal como lo conocemos, y sobre todo lo que pueda venir después, son algo sorprendentemente difícil de imaginar.

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Algunas acciones llevadas a cabo por el Feel Tank Chicago.

La paradoja del optimismo cruel, como observa Berlant, no ha hecho sino extenderse y agravarse con la retirada del Estado de bienestar y la generalización y profundización de la precariedad. En contextos así, los ideales de la movilidad social ascendente o el amor romántico funcionan como vínculos de optimismo cruel: aun cuando los sabemos caducos y nocivos, siguen apareciendo como condiciones de la vida. Lo que es cruel no es de por sí el objeto que deseamos, sino el vínculo, esa particular trabazón por la que sentimos que eso mismo de lo que depende nuestro bienestar es a la vez lo que lo hace imposible. Nos hace la vida más difícil, pero no podemos imaginarnos la vida sin él: “su capacidad para organizar la vida puede ser superior al daño que produce”. ¿Pero qué pasa con el optimismo cuando la experiencia cotidiana está signada y hasta saturada por la crisis? ¿Cómo sostener el vínculo con el mundo, cuando el mundo se desfonda?

Porque, no nos engañemos, así vivimos ahora. Tal vez uno de los momentos del libro en que con mayor claridad le habla a nuestro presente sea el segundo capítulo, que trabaja con un cuento de Susan Sontag sobre la epidemia del sida: “Así vivimos ahora”. El cuento pone en escena un tiempo denso, de un presente ilimitado y asediado por la crisis, y las estrategias improvisadas de adaptación y supervivencia que sus personajes van descubriendo y enseñándose mutuamente. “Corren una carrera que consiste en no moverse del lugar”, dice Berlant. Así, a medida que el “carácter corriente de la crisis” del que habla Berlant se hace cada vez más palpable, la vigencia de su libro en cuanto “guía de instrucciones para vivir en el impasse” –como lo llama Michael Hardt– no deja de aumentar.

“La paradoja del optimismo cruel, como observa Berlant, no ha hecho sino extenderse y agravarse con la retirada del Estado de bienestar y la generalización y profundización de la precariedad. En contextos así, los ideales de la movilidad social ascendente o el amor romántico funcionan como vínculos de optimismo cruel: aun cuando los sabemos caducos y nocivos, siguen apareciendo como condiciones de la vida..”

 Vivimos en el impasse de una crisis sistémica y sostenida, y las fantasías convencionales de la buena vida se alejan siempre más, se vuelven cada vez más fantasmáticas. Es agotador y desgastante, y de nada sirve negarlo: la incertidumbre desorienta, nos angustia, nos ofusca. Así y todo, de algún modo hay que seguir. La incoherencia de los afectos desordena, pero no por eso hay que negarla; porque, como confiesa Berlant en una entrevista, “decir que las personas son afectiva y emocionalmente incoherentes es parte de mi optimismo queer: sugiere que podemos producir nuevas maneras de imaginar qué significa vincularnos, y cómo construir vidas y mundos a partir de lo que hay”.

Descargá el prólogo de Cecilia Macón a El optimismo cruel, de Lauren Berlant (Caja Negra, 2021)

Lauren Berlant (1957) Es una académica y crítica cultural estadounidense. Es profesora en las áreas de Género y Literatura en la Universidad de Chicago desde 1984. Se especializa en temas de intimidad y pertenencia en la cultura popular en relación con la historia y la fantasía de la ciudadanía. Analiza las esferas públicas como mundos de afectos, en los que el afecto y la emoción guían el camino hacia la pertenencia más que los modos de pensamiento racional o deliberativo. Su trabajo se ha enfocado en los componentes afectivos de la pertenencia en los Estados Unidos, en particular en relación con la ciudadanía jurídica, los modos informales y normativos de la pertenencia social y las prácticas de intimidad afectadas por fuerzas legales, normativas y fantasmáticas. En 2002 formó junto a otros académicos, artistas y activistas Public Feelings, un colectivo feminista queer autodefinido como feel tank, con el que realizaban intervenciones en Chicago, Nueva York y Austin. Es autora de los libros Desire/Love (2012), The Female Complaint: The Unfinished Business of Sentimentality in American Culture (2008), entre otros, y coautora de The Hundreds (2019) con Kathleen Stewart y Sex, or the Unbearable (2013) con Lee Edelman. También editó Intimacy (2000) y Compassion: The Culture and Politics of an Emotion (2004).

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TRATANDO DE RESPIRAR. CONCIENCIA, COMUNIDAD Y CONSUMO EN LA GENERACIÓN HIP HOP

 TRATANDO DE RESPIRAR.  CONCIENCIA, COMUNIDAD Y CONSUMO EN LA GENERACIÓN HIP HOP

Por Amadeo Gandolfo 

 

La comunidad organizada

Hay dos ideas-fuerza centrales que surcan al libro de Jeff Chang, Generación Hip Hop: una es conciencia, la otra es comunidad. No por nada el libro se inicia con una descripción de la destrucción del Bronx por parte de las fuerzas políticas y policiales del Nueva York de los años 1960s y 1970s. Chang justamente arranca explicando el razonamiento detrás de la “teoría” de las ventanas rotas. La “teoría” indica que cualquier mínimo desperfecto que suceda en un determinado barrio o comunidad (un graffitti, basura en las calles, botellas de alcohol vacías y, si, una ventana rota), si no es reprimido rápidamente, produce un “efecto imitativo” que termina sumergiendo a la comunidad en el caos y la anomia. Esta “teoría” fue empleada como justificación, a lo largo de los 1980s y 1990s, para los diversos programas policiales de mano dura apuntados a perseguir, controlar y reprimir a las poblaciones negras y pobres de Estados Unidos y del mundo.

Para Chang el hip hop se construye como respuesta comunitaria a esta estigmatización, como rescate, por parte de la comunidad misma afroamericana y latina de Nueva York, de sus propios valores, de su propia unidad y creatividad, como una respuesta desde abajo a las violencias de arriba. Porque si hay algo que la comunidad negra de Estados Unidos siempre tuvo fue una capacidad de resiliencia y de creatividad inagotable.

La otra variable es la conciencia: la idea de que el hip hop debería, como ideal, ayudar a elevar a la comunidad, comunicar la experiencia de las poblaciones afroamericanas, servir como bálsamo que cure, como grito de lucha, como pegamento que una en un proyecto emancipador.

Estos dos elementos se contraponen, a lo largo de todo el libro, con el comercialismo: porque en el mismo movimiento hip hop se encuentra no solo la potencialidad para la liberación, sino también el deseo de triunfar, de conquistar el mundo, no solo de derrocar a los amos, sino también vestirse con sus ropajes y de participar de sus lujos. A veces hay una idea entre los fanáticos del hip hop de un “paraíso perdido”, un momento en la historia del género en el cual todas las canciones hablaban sobre la pobreza, la injusticia, la brutalidad policial y la liberación negra, una potencialidad que, lamentablemente, se perdió en algún momento (¿los 90s?, ¿los 2000s?, ¿ahora?) en manos de un montón de artistas que lo único que quieren hacer es pavonearse con sus mujeres de culos grandes y sus cadenas de oro y diamantes.

Póster para la gira de 1988 de RUN-DMC esponsoreada por Adidas.

En realidad, ambas tendencias dialogan y coexisten e incluso a lo largo de toda la historia del hip hop. Run D.M.C., sin ir más lejos, en 1984 publicaron “It’s Like That”, single de su primer álbum, en el cual denunciaban el desempleo y la falta de perspectivas de la población negra. Dos años más tarde, ya siendo megaestrellas, firman contrato con Adidas, el primer contrato comercial millonario de un artista hip hop, y sacan el single “My Adidas”, en donde se vanaglorian de tener más de cincuenta pares: azules, negros, amarillos, verdes, y un par especial que usan cuando juegan al basket. Todo un canto al consumismo.

“Para Chang el hip hop se construye como respuesta comunitaria a esta estigmatización, como rescate, por parte de la comunidad misma afroamericana y latina de Nueva York, de sus propios valores, de su propia unidad y creatividad, como una respuesta desde abajo a las violencias de arriba. Porque si hay algo que la comunidad negra de Estados Unidos siempre tuvo fue una capacidad de resiliencia y de creatividad inagotable.”

 

Una genealogía de la furia 

El 25 de mayo de este año el policía blanco Derek Chauvin asfixió a George Floyd al apoyarle su rodilla en el cuello durante 9 minutos e ignorar las 16 veces que Floyd exclamó que no podía respirar. La policía se había hecho presente en el lugar porque un empleado del supermercado donde Floyd había comprado cigarrillos denunció que Floyd le había entregado billetes falsos. El asesinato de Floyd es uno más en una larga lista de nombres de ciudadanos negros asesinados por la policía, que tan solo en la última década incluye a Michael Brown, Ezell Ford, Eric Gardner, Stephon Clark, Laquan McDonald, Tamir Rice, Freddie Gray, Jamal Clark, Justine Damond y Breonna Taylor. Estos son solo algunos de los nombres que fueron víctimas de un sistema policial y penal que dejó de lado la esclavitud y la segregación, pero sigue siendo una maquinaria de oprimir y destruir.

El asesinato de Michael Brown en 2014 desató las protestas de Ferguson, Missouri, y dio origen al movimiento Black Lives Matter. El asesinato de George Floyd, en el contexto de la pandemia por coronavirus y de números récord de desempleo, dos fenómenos que golpean de manera particular a la población afroamericana, desencadenó una ola de protestas y levantamientos como no se habían visto desde el año 1968 en Estados Unidos: generalizada, extendida a lo largo de todo el país, con numerosas imágenes de destrucción de propiedad privada y de edificios de policía producto de una rabia y una desesperación existencial que ya no se curan con el elemento meramente cosmético de tener un presidente negro que luego te vende a Wall Street.

Las protestas de 1968 se desataron luego del asesinato de Martin Luther King, y ocurrieron en un centenar de ciudades estadounidenses, aunque su epicentro fue en Washington D.C., Baltimore y Chicago. 1968 es un año anárquico y confuso para los Estados Unidos. Al asesinato de MLK se suma el asesinato de Robert Kennedy, y a los disturbios negros la represión de las fuerzas de izquierda anti guerra de Vietnam en el marco de la Convención Demócrata de ese año, en Chicago, que terminaría coronando al candidato pro-guerra Hubert Humphrey. Estos incidentes forman parte del trasfondo y del panorama psíquico de la mejor temporada de Mad Men, la sexta. Una de sus mejores escenas muestra a un Don Draper agobiado, a punto de colapsar psicológicamente, luego de destruir su vida una vez más, que sale al balcón de su departamento moderno en Manhattan y escucha gritos, vidrios rotos, disparos, el sonido de los sueños de los sesenta chocando con el conservadurismo intrínseco de la sociedad norteamericana. No por nada el proceso terminaría con Nixon, candidato del orden, ganando la elección.

Detroit en llamas en 1967. Foto de The Associated Press

A esta genealogía político-cultural se pueden sumar dos eventos más. Por un lado, los riots de 1967 en Detroit, representados de manera escalofriante por Kathryn Bigelow en la película del mismo nombre. Estos se iniciaron por el allanamiento de un bar sin licencia (como Stonewall) y culminaron con el ejército y la guardia nacional convirtiendo a la población negra de Detroit en rehenes y víctimas de una violencia sin límite, todo en nombre del “orden”. Por otro, los riots de 1992 en Los Ángeles luego de que policías que habían apaleado brutalmente a Rodney King fuesen declarados inocentes, que serían el trasfondo de The Predator, la obra cumbre de Ice Cube, en donde hay una canción titulada “We Had To Tear This Mothafucka”; no es una cuestión de inclinaciones o preferencias: tuvieron que destrozarlo.

El pandemonio de Detroit, de hecho, incitó palabras urgentes y furiosas de Martin Luther King. En un texto titulado “La No Violencia y el Cambio Social” King expresaba su creencia firme de que la no violencia era un camino mejor para obtener la justicia social y racial en Estados Unidos, pero, incisivamente, también se percataba de algo incomprensible para aquellas almas de cristal que condenan la violencia en nombre de los “modos civilizados de la protesta democrática”: “Fueron ciertamente violentos. Pero la violencia, hasta un punto sorprendente, estuvo enfocada en contra de la propiedad más que en contra de la gente. Hubo muy pocos casos de heridas a personas, y la vasta mayoría de los amotinados no estuvieron involucrados en ataques a la gente. (…) ¿Por qué los involucrados en los disturbios evitaron los ataques personales? (…) ¿Por qué fueron tan violentos con la propiedad entonces? Porque la propiedad representa la estructura de poder blanca, la cual estaban atacando y tratando de destruir.”

[FULL DISCLAIMER: La traducción de este texto es mía y pertenece al libro El King Radical, pronto a editarse por Tinta Limón Ediciones.]

Estas palabras de King apuntan a un locus irresuelto en cuanto a la relación medios de protesta-fines. Allí aparecen consideraciones de clase, por ejemplo, en el emotivo discurso que Killer Mike de Run The Jewels pronunció al lado de la alcaldesa de Atlanta durante la ola de disturbios más reciente. Allí, al mismo tiempo que expresaba su enojo ante el sistema, pedía a los manifestantes no destruir su comunidad ni quemar sus casas, sino concentrarse en la organización política y depositar su confianza en la reforma del mismo sistema que lo había llevado a ese paroxismo de tristeza y enojo. Todo esto mientras usaba una remera en la que se leía “Kill Your Masters”. Devyn Springer, en un artículo muy crítico de Mike, se pregunta: “¿Si la población negra es dueña de tan poco, pero compone la mayor parte de la fuerza de trabajo, están quemando sus “propias casas” o están quemando una plantación?”.

“En el mismo movimiento hip hop se encuentra no solo la potencialidad para la liberación, sino también el deseo de triunfar, de conquistar el mundo, no solo de derrocar a los amos, sino también vestirse con sus ropajes y de participar de sus lujos.”

 

Violencia e integración 

Los riots de 1967 y 1968 también tendrían su eco en la música. Primero que todo, en esa piedra angular del soul llamada What’s Going On. Allí, Marvin Gaye se lamenta de que hay demasiados afroamericanos “llorando” y “muriendo” pero al mismo tiempo pide por favor que las cosas no escalen, y dice que la guerra no es la respuesta. Más bien, exclama, con la emotividad que hizo a este tema eternamente famoso “vamos, hablá conmigo / así podés ver / que es lo que está pasando”, con confianza en la razón y el argumento, en el encuentro en la diferencia que nos hace mejores.

Pocos meses más tarde, Sly Stone le contestaría: There’s a Riot Goin’ On. Este disco fue grabado por Sly prácticamente entero desde su cama, bajo el efecto de toneladas de alucinógenos, e inaugura lo que luego se conocería como funk psicodélico. Pesado, moroso, denso, oscuro, There’s a Riot Goin’ On cuenta entre sus canciones con “Family Affair”, un tema en el que canta: “Un chico crece para ser / alguien que ama aprender / Y otro crece para ser / Alguien a quien amarías prenderle fuego”. Esta frase puede ser leída como una representación en cuatro versos de la división racial en Estados Unidos.

Sly Stone ca. 1970.

Y, también, usando un poco la imaginación, de ella se pueden extrapolar los dos polos en los que Chang (y muchos otros, como la investigadora de la cultura negra Bárbara Pistoia en este texto) dividen al hip hop: un campo “consciente y político”, y otro centrado en el espectáculo y la afirmación del yo en una cultura capitalista. Yo, sin embargo, a veces me pregunto si ambas tendencias no son constitutivas de la misma ansia de reconocimiento, respeto y justicia que anida en la comunidad negra. A veces pienso ¿Qué hay mejor que ganarle al opresor en su propio juego capitalista, demostrarle que ganás más que él, que sos más exitoso, que sus hijos bailan tu música, que tu cultura triunfó? A veces pienso si, detrás del bragging y la ostentación, detrás de los relojes Rolex y el champagne Cristal, no se esconde un escupitajo descarado al mainstream blanco. Porque, ¿qué mejor venganza, en una economía capitalista, luego de décadas y años de ver aquello que tienen los otros y vos no podés comprar, y de que te digan que la medida del éxito es lo material, que consumir más y mejor?

Por supuesto que estas clasificaciones simplistas son siempre un arma de doble filo. Ahí tenemos, una vez más, a Killer Mike, rappero consciente y político, pero también propietario de edificios y condominios, desalentando los ataques a la propiedad. Ahí tenemos, también, la carta que los miembros fundadores del Partido de los Panteras Negras escribieron a la comunidad hip hop, pidiéndoles por favor que abandonen el lujo en favor de la organización, de la política, que, al igual que MLK, conciben como la única manera de obtener la justicia social. Y, por otro lado, ahí tenemos al filósofo Cornel West diciendo que “pareciera que el sistema no puede reformarse a sí mismo. Lo hemos intentado. Caras negras en lugares altos. Demasiado a menudo nuestros políticos negros, nuestra clase profesional, nuestras clases medias, se acomodan demasiado como para descapitalizar la economía. Se acomodan demasiado para desmilitarizar el estado. Se acomodan demasiado en la cultura movida por el mercado, atada al estatus de celebridad, al poder, a la celebridad, que importan tanto para nuestros ciudadanos”.  De más está decir que muchos músicos de hip hop no escapan a este acomodamiento.

Lo que está en juego, entonces, es algo que está en juego desde que hay movimientos revolucionarios: ¿violencia revolucionaria o reformismo? Esta discusión se arrastra desde que los historiadores franceses comenzaron a explicar la Revolución Francesa, el paciente cero en casos revolucionarios modernos. Albert Soboul, historiador marxista, justificó el Terror, y dijo que los jacobinos y los sans culottes tenían razón al aplicarlo, ya que la revolución se encontraba acechada por enemigos internos y externos. François Furet, historiador liberal, considera, por el contrario, y en una interpretación conservadora, que el momento en que la Revolución se sumerge en el Terror es el momento en que la Revolución “derrapa” y que esa violencia es injustificable.

Tropas de la caballería en Washington D.C. durante los riots de 1968. Foto de The Washington Post.

Pareciera, sin embargo, que en Estados Unidos el tiempo de la reforma terminó, y la manera en que el establishment demócrata hizo todo lo posible para impedir la candidatura de Bernie Sanders solo lo confirma. Entonces la pregunta es: ¿es posible una revolución? Una revolución es siempre una apuesta. Si fracasa, la retribución sobre quienes se alzaron es terrible. Pero la alternativa a menudo es peor. ¿Cómo condenar la violencia cuando la violencia se convierte en la única alternativa, cuando la violencia en las calles es preferible a la violencia constante y opresiva del cotidiano, a vivir vistiendo una segunda piel compuesta de precauciones, temores y temblores, como si se caminase permanentemente sobre vidrios rotos? El uso de la violencia en una revolución es una decisión que, más allá de la necesidad, tiene ribetes filosóficos. Como menciona Frances Fox Piven, especialista en movimientos desde abajo y revueltas: “el pueblo a menudo tiene que amenazar o ejercer violencia de manera tal de defender su habilidad para perturbar las relaciones económicas y sociales al negarse a hacer lo que tienen que hacer” Sin embargo: ¿Cuándo parar de destruir y comenzar a construir? ¿Y cómo construir? Como dice una frase legendaria del movimiento de los derechos civiles: no podés desmantelar la casa del amo con las herramientas del amo.

La violencia existe. Y continuará existiendo mientras el sistema se asiente en el racismo institucionalizado. Es la violencia institucionalizada de la policía, la desigualdad económica, la destrucción de los vínculos comunitarios por la explotación, la pobreza e incluso la arquitectura que segrega, la cooptación y asesinato de los líderes y organizadores.

El sonido de la bestia 

Los 90s, a menudo, son exaltados como la década dorada del hip hop. Y creo que hay dos canciones legendarias que resumen el espíritu de aquello que quise discutir en este texto. La primera pertenece a KRS-One, el gigante del Bronx que es sinónimo de rap conciencia y activismo político. Uno de sus mayores hits es “Sound of da Police”, una canción que fue sampleada en más de 100 otros temas. Quizás reconozcan su estribillo:

Woop-woop! That’s the sound of da police 

Woop-woop! That’s the sound of da beast

Cualquiera que la haya escuchado puede reconocer la cualidad de comando que tiene la voz de KRS, y luego de este mítico estribillo la letra es un listado de ofensas e injusticias. El policía es el heredero del capataz de la plantación, ambos tienen poder de vida y de muerte sobre la población negra que controlan y atormentan. KRS-One, además, pronuncia una frase que es toda una filosofía de la historia: “No puede haber justicia en una tierra que fue saqueada”. Todo esto sobre el ritmo pegajoso que convirtió a la canción en un arma llena de futuro.

Mobb Deep en Nueva York en 1994. Foto de Chi Modu.

La segunda es casi un descenso antropológico a las profundidades de aquello que es conocido como “the game”. Antes que David Simon alumbrase The Wire, la obra maestra definitiva sobre la disfuncionalidad del sistema americano, existió Mobb Deep, duo newyorkino conformado por Havoc y Prodigy, famoso por la dureza de sus beats y sus canciones que toman casi como tema excluyente la supervivencia en las calles y los barrios pobres de Estados Unidos. Casi una banda de horrorcore (un subgénero del hip hop centrado en la muerte, la enfermedad mental y la violencia), las canciones de Mobb Deep tienen bases pesadas en bajos y con escasas líneas melódicas. Las voces de Havoc y Prodigy no son estridentes, más bien todo lo contrario, transmiten un hastío que puede ser indiferencia, dureza, crueldad, desconexión emocional o simplemente realismo.

LA canción de Mobb Deep es “Shook Ones Part II”. En dos versos demoledores y un estribillo inmortal, Prodigy y Havoc pintan la existencia urbana de las poblaciones negras como un laberinto en el que la mayoría de las salidas vienen acompañadas de un ataúd. Entonces, la única que queda es ser más real que los “halfway crooks” que denuncian, entregarse a la economía de la droga y el evangelio del poder físico y la intimidación, pues nadie sale vivo de aquí y el único respeto que podés ganar es aquel que se entrega en las calles.

En estas dos canciones hay un movimiento pendular, de la conciencia a la violencia, de la denuncia al nihilismo. Lo que ambas comparten es la soledad de sus sujetos frente al poder, la desconfianza a un sistema que los asesina, la orfandad frente a quienes deberían protegerlos.

Amadeo Gandolfo (1984) es licenciado en Historia (UNT) y doctor en Ciencias Sociales (UBA). Escribe e investiga sobre comics, música y cultura de masas en general. Colaboró con numerosos medios gráficos y digitales, entre ellos Haciendo Cine, La Agenda, Los Inrockuptibles, IndieHoy, Comiqueando y Revista Crisis. Es docente universitario y del nivel medio. Cura muestras dedicadas a la historieta. Junto con Pablo Turnes editan la revista digital de crítica de comic Kamandi desde 2016 (www.revistakamandi.com).

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