EL COLAPSO DEL REALISMO CAPITALISTA

EL COLAPSO DEL REALISMO CAPITALISTA

Por Benjamin Noys

Traducido por Matheus Calderón 

Realismo capitalista —el libro— ha terminado, con el pasar de una década, por volverse una frase hecha: “lo que Mark Fisher llama ‘realismo capitalista’” o “como Mark Fisher ha descrito, ‘realismo capitalista’”. El diagnóstico de Fisher es acogido, pero a riesgo de que la sustancia del libro Realismo Capitalista esté ominosamente ausente. El éxito del título ocurre a expensas del libro. Es por ello que quiero volver a la “sustancia” del libro, pero de un modo particular. La sustancia del libro no es simplemente la sustancia del realismo capitalista. Ciertamente, pocos podrían ser tan arrolladores como Fisher al hacer resonar o sentir la “fenomenología política del capitalismo tardío”, en la cual experimentamos “un sistema que no responde, un sistema impersonal, sin centro, abstracto y fragmentario”. Existe, no obstante, otra “sustancia” en marcha en el texto, constituida por aquellos deseos, experiencias y momentos vividos que convocan a un orden colectivo diferente no orientado hacia la acumulación de valor. Esta llamada, como hemos de ver, involucra un proceso de educación del deseo para, a la vez, liberarnos del realismo capitalista y desarrollar una vida no capitalista. Como con el Walter Benjamin de “La vida de los estudiantes”, Mark Fisher es un escritor para estudiantes. Esto no quiere decir que se dirija ellos de manera paternalista o condescendiente. En la declaración de Fisher para el sello Zero Books, en donde Realismo capitalista vio la luz, Fisher afirma la necesidad de ir más allá del “estupor interpasivo” para alcanzar otro tipo de discurso: “intelectual sin ser académico, popular sin ser populista”. Esto es escribir para los estudiantes, una escritura en su nombre, y para todos nosotros como estudiantes.

La forma doble de esta sustancia es la razón por la que es importante examinar el colapso del realismo capitalista en un sentido también doble. Este colapso refiere primero a nuestra experiencia de crisis y austeridad, la que el realismo capitalista se supone que ha de naturalizar y justificar. El realismo capitalista parece forzarse hasta sus límites, al tiempo que nuestras alternativas presentes, cada vez más apocalípticas, se inclinan más al fascismo que al comunismo. El capitalismo, para Fisher, es congruente —si es que no coincidente— con la catástrofe. “El capitalismo es lo que queda en pie cuando las creencias colapsan en el nivel de la elaboración ritual o simbólica, dejando como resto solamente al consumidor-espectador que camina a tientas entre reliquias y ruinas”. El colapso del realismo capitalista parece coincidir con el colapso del capitalismo. El segundo sentido del colapso del realismo capitalista consiste en pasar de entenderlo como un quebrarse (“breakdown”) a entenderlo como un avanzar a través (“breakthrough”), parafraseando a R. D. Laing. Ya no estaríamos más simplemente atrapados en el realismo capitalista entendido como la naturalización de la catástrofe capitalista, sino que podríamos ir más allá del realismo capitalista. Quisiera continuar esta tarea releyendo el Realismo capitalista junto con los escritos de Fisher sobre las políticas de la cultura, su libro póstumo Lo raro y lo espeluznante, y la colección de sus escritos que incluyen un fragmento del proyecto no finalizado Comunismo Ácido.

A pesar de la mordaz genialidad de Fisher para capturar lo peor del momento presente, no cesó de pensar también en la posibilidad de algo mejor. Los escritos de Fisher pueden oscilar con frecuencia entre la desesperanza y el júbilo, algo en el estilo de Franco “Bifo” Berardi. Esta oscilación refleja la tendencia propia de Fisher de separar la interioridad de la cultura capitalista de un “afuera” que se rehúsa a integrarse. La interioridad de la cultura capitalista amerita las ácidas habilidades de diagnóstico de Fisher, y un sentido de la desesperanza; mientras que el “afuera” ofrece posibilidades raras y un sentido del júbilo. La “sustancia” de Fisher, este spinozismo peculiar, trata de moverse más allá de las “tristes pasiones” del apego a esta interioridad y hacia este “afuera”. Esta sustancia dividida, una sustancia en tensión, es lo que explica la oscilación presente en la obra de Fisher. 

Cruciales al análisis de Fisher del realismo capitalista resultan las cuestiones de la salud mental y la educación. Esta es una razón por la que el libro resuena tanto con los estudiantes, pero es también el motivo por el que la perspectiva central del libro parte de cómo experimentamos la crisis mientras que se ejecuta en modo de auto-reproducción. En términos de salud mental, el colapso del realismo capitalista no es solamente un colapso social, sino un colapso psíquico que condensa las formas y procesos de las secuencias continuas de colapsos y crisis que componen al capitalismo. Mientras que “el realismo capitalista insiste en que la salud mental debe tratarse como un hecho natural tanto como el clima. (Aunque acabamos de ver que el clima ya no es un hecho natural, sino un efecto político-económico))”, el efecto de la crisis es volver aún más extraños y desnaturalizar al capitalismo, a la salud mental y, por supuesto, al clima. Las formas de colapso superpuestas golpean al corazón mismo del usual mecanismo ideológico, central al análisis de Roland Barthes en Mitologías, que trata lo que es cultural como natural. Ahora, con el generalizado reconocimiento y la realidad de la catástrofe climática, incluso la naturaleza ya no aparece más como “natural”.

Todas las imágenes son de Dial H, cómic escrito por China Miéville e ilustrado por Mateus Santolouco y  Brian Bolland. (DC Comics, 2012) 

La respuesta a esta situación, argumenta Fisher, es politizar la salud mental. La salud mental no es un hecho “natural”, un desorden “genético”, que requeriría tratamiento farmacológico y mecanismos de adaptación. Esto no implica decir que tales factores no están en juego —algo de lo que dan fe los intereses de Fisher en lo neurológico—, sino que tales modos de explicación niegan cualquier causa social. Como afirma Fisher, “no tendría sentido repetir que todas las enfermedades mentales tienen una instancia neurológica; pues eso todavía no dice nada sobre su causa”. Si bien esta politización rechaza el naturalismo capitalista, rechaza también el argumento de algunas tendencias de antipsiquiatría inspiradas en Deleuze y Guattari que celebran la figura de lo “esquizo” como revolucionaria. En vez de rastrear algún desorden específico como signo de inmersión o escape del capitalismo, Fisher prefirió enfocarse en el estrés, el cansancio generalizado (el síntoma del TATT: tired all the time) y la ansiedad. El movimiento de Fisher es deflacionario, lejos de la “alta” antipsiquiatría, pero al mismo tiempo atento al sufrimiento del día a día y su conexión con las formas capitalistas. El panorama psíquico del capitalismo tardío es caótico y, para Fisher, “el sistema nervioso se reorganiza junto a la producción y la distribución”. La precariedad es una experiencia vivida psíquica que fragmenta las posibilidades del futuro. 

Esto no es, sin embargo, solamente una fenomenología negativa. Manteniéndose fiel a Deleuze y Guattari, Fisher considera al capitalismo como una “máquina deseante”. Adaptando su pregunta sobre por qué deseamos el fascismo, Fisher se pregunta por qué deseamos el capitalismo, por qué desplazamos nuestros deseos al capitalismo hasta “lavarnos la libido”. La fenomenología del capitalismo tardío es una fenomenología de nuestra inversión libidinal en ese mismo capitalismo tardío. Aquí es donde el problema de la educación se vuelve uno de educación del deseo. Recuerdo la afirmación de Fredric Jameson de que nuestro problema “reside en intentar figurarse lo que realmente queremos antes que nada”. Las utopías son lecciones negativas, a fin de cuentas, que nos enseñan los límites de nuestra imaginación de cara a la adictiva cultura del capitalismo. Es solo, insiste Jameson, una vez que la utopía nos ha empobrecido, ha asumido un acto de “reducción del mundo”, que podemos emprender un “deseo del deseo, un aprendizaje del deseo, la invención en primer lugar del deseo llamado Utopía”.

“En vez de rastrear algún desorden específico como signo de inmersión o escape del capitalismo, Fisher prefirió enfocarse en el estrés, el cansancio generalizado (el síntoma del TATT: tired all the time) y la ansiedad. El movimiento de Fisher es deflacionario, lejos de la ‘alta’ antipsiquiatría, pero al mismo tiempo atento al sufrimiento del día a día y su conexión con las formas capitalistas. El panorama psíquico del capitalismo tardío es caótico y, para Fisher, ‘el sistema nervioso se reorganiza junto a la producción y la distribución’. La precariedad es una experiencia vivida psíquica que fragmenta las posibilidades del futuro. ”

Mientras que Jameson, en el texto citado, buscó esta experiencia de empobrecimiento y el nacimiento del deseo en la novela modernista comunista de Andrei Platonov Chevengur, Fisher buscó tales experiencias en la cultura popular –en lo raro y lo espeluznante, en los remanentes de la social democracia de los años 70, y en la inventividad de la cultura de la música dance. La serie de televisión Sapphire and Steel (1979-1982) encarna un raro temporal de bajo presupuesto. Esta historia de detectives del tiempo, interpretados por Joanna Lumley y David McCallum, es una de austeridad emocional, en tanto estos detectives investigan anomalías temporales y, en última instancia, la detención del tiempo. Este momento alegoriza el capitalismo neoliberal como la cancelación del futuro. No obstante, la aprehensión de melancolía del fin del tiempo oes también la codificación de deseos y futuros perdidos, o mejor dicho, cancelados. Ver Sapphire and Steele con Fisher es someterse a una educación sobre el deseo al que se le puso fin, pero también una reducción del mundo que nos forzaría a reinventar el deseo. En Jameson y Fisher vemos un proyecto de educación, una enseñanza del “deseo del deseo” salida de un acto de “reducción del mundo”.

Fisher argumentó que “las formas más poderosas del deseo anhelan lo desconocido, lo extraño, lo inesperado”. Él vio en lo raro y lo espeluznante, tal y como se detalla en el libro del mismo nombre, experiencias de extrañamiento que no solo registraban las formas del capitalismo tardío en sus dimensiones psíquicas sino que también nos prometían liberarnos de ellas. El colapso del realismo capitalista no es solo un colapso del capitalismo sino un colapso del realismo. A diferencia de varios de los proyectos contemporáneos que apuntan a repensar las posibilidades de un realismo crítico, en el espíritu de Lukács y Jameson, Fisher siempre se interesó por las posibilidades de lo surreal y, en su obra no terminada sobre el “comunismo ácido”, por lo psicodélico.

Hemos de notar que incluso estos proyectos de realismo crítico se articulan para abordar lo fantasmagórico e “irreal” como componentes clave del tejido del capitalismo. Fisher directamente aborda lo raro como la promesa de una liberación del realismo capitalista. Esto lo acerca a la obra de China Miéville, cuya novela Los últimos días de Nuevo París (2016) manifiesta una sorprendente fe en los poderes del surrealismo. En ambos casos, estos actos de recuperación no están ciegos ante los diferentes contextos históricos en los que estas experiencias están siendo reactivadas. En el caso de la novela de Miéville, la forma de conflicto incesante que resulta de la detonación del S-blast, un arma surrealista que libera sus creaciones ficcionales a la “realidad”, no lleva consigo aires de liberación. Al interior del texto hay un sentido de surrealismo como interrupción de la historia, pero también como el riesgo de una suspensión que es eliminada de la historia y una repetición sin fin del extrañamiento surrealista. Es quizás por esta razón que la novela se queda “escasa” e insatisfactoria. De modo similar, las reconstrucciones “hauntológicas” de la carga rara que llevan consigo las formas de producción cultural marcadas por la socialdemocracia británica sugieren la disrupción temporal que tales sendas no seguidas podrían causar. Como hemos visto con Sapphire and Steel, su final en un momento de suspensión prefigura el nacimiento de capitalismo neoliberal, mientras que su melancolía extraña codifica deseos perdidos. El retorno al pasado hace notar sus límites, pero también las posibilidades de un salto hacia el futuro.

Las utopías insinuadas por Fisher se fundan en las ruinas y fragmentos de la modernidad capitalista, que se hacen eco de algo como el monumento prehistórico de Stonehenge: “como las estructuras simbólicas que daban sentido a los monumentos se han desmoronado, en cierto modo, lo que vemos ante tales estructuras es la ininteligibilidad y la inescrutabilidad de lo Real mismo”. Si el pasado prehistórico adolece de un Simbólico inteligible que pueda ser reconstruido, confrontándonos con lo Real como remanente, entonces las “reliquias y ruinas” del capitalismo tardío en donde todo es dado al valor, nos confrontan con una forma diferente de lo Real como remanente. Lo “espeluznante” de los lugares del capitalismo tardío necesita ser afrontado y superado mediante la apertura rara hacia el afuera. Una vez más, esta es la “reducción del mundo” que sugiere Jameson, un arrasamiento en el que podemos reconstruir y educar nuestros deseos futuros al educarnos en un deseo por el futuro.

Al mismo tiempo, ese “afuera” es una figura equívoca de externalidad, que sirve para negar la visión “cerrada” del capitalismo en abstracto como una máquina deseante. Aquí yace una tensión, o una oscilación, que no es explícitamente confrontada o resuelta. Hay una división entre la interioridad del capital que se extiende hasta el sistema nervioso y un “afuera” que es una forma otra, diferente, de liberación hacia lo inhumano. La sustancia del realismo capitalista continúa dividida entre un adentro y un afuera y no está articulada. Es en la coordinación de los momentos “hauntológico” y “aceleracionista” de la obra de Fisher que se intenta una articulación: volver a esos momentos de acecho del pasado que pueden luego ser activados y acelerados para llevar a cabo un futuro “perdido”. Sin embargo, esta articulación sigue siendo con frecuencia limitada y fantasmática, y aquí es donde el proyecto de la educación del deseo puede ser reforzado hacia pensar una fenomenología del capital que pudiese también rastrear sus fracturas sin suponer un salto hacia un gran “afuera”. El proyecto de una fenomenología del capitalismo necesita ser suplementado, en el sentido derridiano de una adición necesaria, con un proyecto de educación y reconstrucción.

La elaboración del proyecto de educación del deseo continúa siendo una de las pérdidas causadas por la muerte de Mark Fisher. Es un proyecto que continúa por reconstruirse, desde la colección completa de sus escritos, pero también de manera colectiva. El propio trabajo de Fisher como profesor, ya dentro o fuera de las instituciones educacionales, era central a su fenomenología del capitalismo tardío y a las formas alternativas de “sustancia”, de deseo, que fueran posibles. Podríamos hablar, tomando en consideración la influencia del psicoanálisis, de un proyecto de “toma de inconsciencia” así como de uno de “toma de conciencia”. Esto es particularmente apropiado respecto del concepto de “comunismo ácido”. Previamente Fisher había identificado a la psicodelia con “la negación de la existencia del orden de lo Simbólico como tal”, como una regresión “psicótica” que fracasa en registrar de forma absoluta la socialidad. En este punto, Fisher persiste en la máxima punk de “nunca confíes en un hippie” y el rechazo de la psicodelia como una regresión “floja”. El fragmento sobre el comunismo ácido trata de reevaluar los experimentos de cambio de conciencia, ahora como visiones más allá de nuestro realismo capitalista. Estas tensiones se mantienen, no obstante, entre un mundo interior del capital que está inserto en el sistema nervioso o el inconsciente, y un psicodélico “afuera” que podemos alcanzar de algún modo.

“El colapso del realismo capitalista no es solo un colapso del capitalismo sino un colapso del realismo. A diferencia de varios de los proyectos contemporáneos que apuntan a repensar las posibilidades de un realismo crítico, en el espíritu de Lukács y Jameson, Fisher siempre se interesó por las posibilidades de lo surreal y, en su obra no terminada sobre el ‘comunismo ácido’, por lo psicodélico.”

Es también importante considerar la tercera tesis de Marx sobre Feuerbach, que sugiere que “el propio educador necesita ser educado”. “La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria”. Si bien Fisher escribe mayoritariamente al margen del campo formal educativo, como también lo hacemos nosotros, tenemos todavía que examinar este problema de la educación y la autoeducación en su contexto. Los diversos intentos formulados de formas educacionales “en el afuera” de las formas capitalistas neoliberales, son con frecuencia equívocas, incluso llegando a reproducir esas mismas formas en el sueño de lo “privado”. Quizás lo más cercano que tenemos a tales experimentos surge en los “teach-ins”, o “outs” [foros universitarios autogestionados, extendidos y participativos] que han emergido en varias luchas contra la privatización de la educación. Estos, no obstante, continúan siendo temporales y están limitados a formular preguntas sobre la auto-reproducción en un contexto externo al del sueldo. No hay una solución simple al problema y la dificultad de incluso esbozar tales formas da cuenta de nuestro momento presente.

Es tal proyecto de educación que sigue ante nuestros ojos y se insinúa como la verdadera sustancia de la cual el “realismo capitalista” es su forma truncada y mutilada. Para cumplir con ese proyecto necesitaríamos articular el “afuera” raro con los espacios espeluznantes de “ausencia”, de fracturas y tensiones dialécticas del capitalismo y sus vacías apariencias. Tal es el difícil puente que tenemos que construir, que Fisher resume en el encuentro y la distinción entre lo raro y lo espeluznante. Sigue siendo una cuestión abierta si lo ácido o lo psicodélico habría sido un mediador suficiente, una cuestión de la que cualquier continuación del proyecto de Fisher tendría que ocuparse. Yo argumentaría, no obstante, que cualquier proyecto de educación así necesita abandonar la conceptualización de adentro y afuera hacia una aprehensión más dialéctica de los límites “interiores” del capitalismo y la articulación de esos “límites” y sus posibilidades con ese “interior”. Este es el punto en donde el proyecto de Fisher demanda ser repensado urgentemente.

Entre las sugerencias utopianas de Jameson hay una que, creo, resuena con el proyecto de Fisher: una “Utopía de inadaptados y excéntricos, en la que se han suprimido las represiones que producen uniformización y conformidad, y los seres humanos crecen salvajes como plantas en un estado de naturaleza”. Me parece que esto es algo que la obra de Fisher deja implícito: una sustancia “salvaje”, un deseo “salvaje” que, como insistía en Realismo capitalista, no era extrañamente ajeno a las formas de la disciplina y el control. Esta es otra tensión, con suerte una tensión productiva, que marca la obra de Fisher: una atención a la dinámica de la liberación, que es también una consideración estimada sobre los pasos en falso y fracasos de la liberación. Es dentro y fuera de esta tensión, quizás, que podamos encontrar las posibilidades de la educación del deseo hoy.

Benjamin Noys es profesor de teoría crítica en la Universidad de Chichester. Publicó Persistence of the Negative: A Critique of Contemporary Theory (2010), Malign Velocities: Accelerationism & Capitalism (2014), y es editor de Communization and Its Discontents (2011). Actualmente escribe una crítica del vitalismo en la teoría contemporánea.

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UN DESTELLO DE OCIO PRODUCTIVO

UN DESTELLO DE OCIO PRODUCTIVO

Por Federico Barea 

En los años posteriores a la segunda guerra, los artistas, filtrados por la lente post-auschiwitziana, propusieron una estética de choque contra las estancadas retóricas de la cultura. El surrealismo era un realismo incrustado en el cuerpo social como las deformaciones de las víctimas de la primera guerra en los collages dadaístas de Hannah Höch. Se le reclamaba al artista una ética, una correlación obra-vida. El faro artístico se desplazaba de París a New York y a su vez se corría el eje de la discusión: ¿arte por el arte o arte para el pueblo? La nouvelle vague, el nuevo cinema americano, el free jazz, el happening, el pop art y la beat generation lanzaban dardos que en Argentina hacían centro en el Instituto Di Tella.

En torno a la revista Opium y a la editorial Sunda b.a. escritores jóvenes intentaban preservar la pureza de la llama y zafar de la vieja dicotomía Florida-Boedo extrapolada en Sur-El escarabajo de Oro. La alternativa no solo literaria sino también a la ciudad marmota, a la caravana del sudor y los despertadores. Ya en 1949, a través de una hendija, en un sótano gótico, Borges había observado lo inconcebible, la totalidad. Ellos también querían esa totalidad, pero viva, no en un sótano sino frente a la cruda luz de la decadencia. Sabían cómo Pavese que “proponerse ir hacia el pueblo es, en definitiva, confesar una mala conciencia”. Ahora se trataba de vivir en busca de la belleza, de un momento de belleza, apenas un destello bastaba.  

Tapa del cuarto número de Revista Opium, 1966.

El libro Argentina Beat repiensa la literatura de posguerra y previa a la dictadura, a la atrocidad, a la herida en el cuerpo social del que la actual grieta no es más que un eco proyectivo. La antinovela cuestionaba el principio de ficción novelística con la intención de llegar a cuestionar la convención social. Mientras tanto, aún hoy, todos los días lo inverosímil se come a la verdad del tacho donde fueron a parar los estereotipos de la disfuncionalidad. Estos textos, aunque de escasa circulación en su momento, forman parte del inconsciente de la sociedad, son el archivo de la memoria popular de ese breve oasis que fue la década del sesenta.

Fueron los beats argentinos, como vanguardistas, los que se cargaron al hombro el desafío de cortar la división entre vida y obra, así, cuando el artista es su obra y viceversa, según Libertella, se funde la moral y la estética en una nueva totalidad. Esa totalidad, que emergía del sótano y salía a la calle en minifalda, no podía comprometerse con una felicidad impuesta ni con la dictadura del billete. Fueron malos vividores, alucinados, rotos, incompletos, células irresponsables del ejército de no salvación del organismo nacional. Inocentes que se mostraron sensibles hacia la cultura, esa fayuta, cómplice irisada de la civilización momificadora. Pagaron el precio de haber rechazado el “beneficio” de una educación académica, pusieron el cuerpo al la vida está en otra parte: románticos o dramáticos (héroes en el drama sin atenuantes del absurdo cotidiano) editaron revistas, manifiestos, unos pocos libros y hasta hicieron una película: Tiro de gracia. Jóvenes, no emprendedores pero capaces de cualquier esfuerzo para alcanzar el placer, esquivar la pobreza y el laburo. Transicionales del jazz al rock con la mochila del tango a cuestas, cuando no pudieron más, ajaron las raíces y partieron sin expectativas.

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Marcelo Fox, Ruy y Mariani en el bar El Moderno y Halma Cristina Perry, Poni Micharvegas, Hugo Tabachnik y Steve Wilkinson en una terraza del lower East Side (Nueva York). 

A la euforia de los 60’s la siguió la depresión de los 70’s. El cercenamiento de la inocencia relumbra en la literatura de los 80’s, y en la dureza de los 90’s. La nostalgia que recubre este nuevo siglo, donde la totalidad pareciera estar al alcance de todos y de nadie, donde el bosque tapa al árbol, impele a nuestra atrofiada y sedimentada sensibilidad a desembarazarse de los escombros de una cultura espectacular. Apenas quedaron retazos de restos de la fuga que fueron los grupos Opium y Sunda.

Tiro de Gracia,  film de Ricardo Becher (1969)

La juntidad espeluznante!!!, de Martín Carmona y Jorge Quiroga (fragmento)

Recoger estas huellas no es mera arqueología; gran parte de las proclamas actuales, de los estereotipos sociales con los que convivimos, de las cuestiones planteadas por los beatniks siguen vigentes y auspician de manera aleatoria cada controversia tanto en nuestra cultura como en la del resto del continente. El movimiento beat anexó una estética y una ética como solución a la problemática política. Un pensamiento que exaltaba la improvisación, generador de un sistema  difuso de vida, sin más mesianismos que soltar las fosilizadas costumbres familiares. Los beats propusieron priorizar el ritmo de la prosa contra el instrumentalismo del lenguaje. Como afirma Meschonnic, el ritmo no es una noción semántica. Es una estructura. Un nivel. “En la teoría del ritmo el  discurso no es el empleo de los signos, sino la actividad de unos sujetos en y contra una historia, una cultura, una lengua” la poética del ritmo es una antropología, una ética, una política.

Descargá “El buho en el vitral” de Ruy Rodríguez  incluido en Argentina beat (Caja Negra, 2016) 

Federico Barea (Buenos Aires, 1982). Como investigador realizó la bibliografía Todo Córtazar, (2014) junto a Lucio Aquilanti. Compiló para la editorial La Comarca ensayos, cuentos y las experiencias como tallerista de Néstor Sánchez en Ojo de Rapiña (2014), Solos de Remington (2015), Taller de Escritura Poemática (2017), respectivamente. También reunió poemas de Reynaldo Mariani, Jorge Quiroga y Julio Huasi en la editorial del Instituto Lucchelli Bonadeo y las prosas de Ruy Rodríguez y Reynaldo Mariani para la misma editorial. En 2016 apareció en Caja Negra la antología de poetas y narradores Argentina Beat. Como traductor publicó, con Marco Lera, Estrategias de lo bello (Las Cuarenta, 2017) de Mario Perniola. Junto a María Negroni tradujo Hotel Insomnio de Charles Simic (Zindo & Gafuri, 2017) Trece maneras de mirar a un mirlo de Wallace Stevens (Kalos, 2018) Navidad y otros poemas de Erri de Luca (Kalos, 2019). Además, compilaron la poesía completa de H. A. Murena en Una corteza de paraíso, (Editorial Pre-Textos, 2019).

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EL REALISMO CAPITALISTA DE “EL REALISMO CAPITALISTA HA LLEGADO A SU FIN”

EL REALISMO CAPITALISTA DE “EL REALISMO CAPITALISTA HA LLEGADO A SU FIN”

Por Matt Colquhoun

    Traducido por Matheus Calderón

Después del último aluvión de campañas de miedo contra el aceleracionismo nadie ha identificado la disonancia cognitiva que se manifiesta en las redes sociales de izquierda con más precisión que Alexandra Chace. Su inmaculado tuit ha de ser fijado aquí para la posteridad:

Es extremadamente irónico que los fanáticos antiaceleracionistas de Fisher hayan abrazado completamente el mantra “las cosas tienen que empeorar para mejorar” como una profecía literal cuando hace cuatro semanas llamaron al aceleracionismo fascista porque creían que éste abrazaba la misma idea.

Estoy seguro de que todos han visto el vitoreo de “el realismo capitalista está llegando a su fin” en las redes sociales a estas alturas. Está en todas partes, y no solo en los grupos de memes de Mark Fisher. Para ser honesto, me sorprendió que Mark no haya sido tendencia con la cantidad de menciones que Realismo capitalista ha estado recibiendo en varias redes durante la crisis actual.

El núcleo de la observación es correcto, por supuesto, al menos hasta cierto punto. Este tipo de eventos y tragedias por lo general han arrojado una brillante luz a través de las grietas del sistema, pero señalar eso y vitorear puede ser una parte importante del problema si no tenemos cuidado. De hecho, como Alex Chace lo deja muy claro: es la misma actitud por la que muchos críticos de izquierda irán luego a castigar a la derecha en el próximo respiro.

Esto es de lo que todos estábamos hablando en 2017. Después de la muerte de Mark, de la elección de Trump, del incendio de la Torre Grenfell en Londres y demás, las grietas en el sistema fueron más difíciles de ignorar que nunca antes, y todos hablamos sobre lo que Mark podría haber dicho sobre eso cada minuto de cada día. El realismo capitalista se derrumbaba a nuestro alrededor y él no estaba allí para verlo. Vimos cómo la expresión Fully Automated Communism  [Comunismo de lujo totalmente automatizado]  se convirtió en un meme (algo que Mark ya había disfrutado mucho) y luego, al año siguiente, la periodista Ash Sarkar se llamó a sí misma comunista en la televisión nacional. Las discusiones sobre las alternativas preferidas de la izquierda a la hegemonía capitalista estaban entrando en la corriente principal: si se tomaron en serio o no es otro asunto, pero eso es menos importante en nuestro momento actual que establecer la idea de que otro mundo sea posible en la mente del público en general.

Por definición, eso es todo lo que se necesita para que llegue a su fin el realismo capitalista: la disminución de la fe en que el capitalismo tenga todas las respuestas sobre cualquier cosa. En este sentido, el realismo capitalista ha estado llegando a su fin desde el colapso financiero de 2008 y esa semilla finalmente ha comenzado a dar algunos frutos ideológicos convencionales. Pero todavía hay un camino por recorrer: simplemente señalar los fracasos del capitalismo no hace nada a menos que se estén llenando sus (y nuestras) lagunas con formas alternativas de acción.

Esto quiere decir que la izquierda hizo bien en señalar los límites contemporáneos del capitalismo en una crisis, pero también experimentó dificultades en su intento de capitalizar (no es un juego de palabras) sobre el territorio que ha ganado cuando las cosas se estabilizan un poco. (La elección de Sir Keir Starmer como cabeza del Laborismo en el Reino Unido el otro día ciertamente ha apaciguado a un establishment que ha estado cada vez más desesperado por volver al neoliberalismo como se manifiesta de costumbre sin toda esta constante interrupción ideológica). Llegar a un acuerdo con la realidad luego de estos tres años es desalentador: seguimos hablando del fin del realismo capitalista y luego lo señalamos, lo hablamos y lo señalamos, hasta el punto de que ahora se siente como si eso es todo lo que cualquiera fuese capaz de hacer.

Sin embargo, si leemos más allá de la primera página del Realismo capitalista, descubriremos que gritar “el realismo capitalista está llegando a su fin” y dejarlo así es solamente otra forma de impotencia reflexiva. Mientras tanto, el sistema mismo se adapta y se mantiene estable, en su “estasis frenética”, como siempre lo ha hecho. “El realismo capitalista está llegando a su fin” se convierte en el nuevo realismo capitalista. Este es mi problema central con las lecturas generalizadas de la obra de Mark. Estas lecturas internalizan los eslóganes que resultaban tan poderosos para atraer la atención de las personas, pero luego ignoran todo lo demás. Perpetúan el problema que Mark criticaba en el nombre de Mark mismo.

La verdad, como los últimos tres años nos han enseñado, es que el realismo capitalista no está llegando a su fin, sino que se está adaptando a los tiempos, en tanto que seguimos bajo su influencia. La respuesta que la izquierda articula en las redes sociales respecto a ello es tan impotente como los derechistas sueños febriles que la izquierda intenta “criticar”, delatando una falta total de compromiso con la crítica real que yace dentro del pensamiento de Mark.

Si leemos sobre todo trabajo posterior de Mark, la imputación es clara: tu captura de pantalla acusatoria solo consolida aún más el sistema. No obstante, son posibles otros modos de comunalidad en el ciberespacio y nuestra cuarentena actual nos ofrece el tiempo y los recursos para imaginarlos, incluso hacerlos realidad. Solo que los grupos de Facebook de la izquierda están lejos de ser una instancia de esa “psicodelia digital” que tanto atraía la imaginación de Mark. (Yo diría que la naturaleza esquizoide de Twitter, en el mejor de los casos, se acerca a veces, pero estoy sesgado). De hecho, es interesante recordar, como lo hice en mi libro Egress, la crítica fundamental de Mark sobre Facebook, después de su salida del experimento que fue el grupo de Facebook de “Boring Dystopia” [Distopía Aburrida]:

Fisher presenta a Facebook como una realidad distorsionada que sigue un sentido alternativo del tiempo, donde las viejas noticias recirculan sin cesar y la naturaleza humana está sujeta a procesos automatizados. La burbuja de filtro está más desarrollada y distrae más que nunca: la realidad está siendo reescrita por lo que las compañías pagan para que veamos. Fisher lo ve como un microcosmos del “ciberespacio capitalista”, tal vez incluso del capitalismo en su conjunto. La interminable producción de información de los usuarios deja de ser útil cuando esa información está sesgada por el uso de Facebook. El punto clave para el grupo Boring Dystopia es que al usar Facebook en primer lugar, es probable que ya seamos demasiado aburridos para apreciarlo.

Mark desarrolló este argumento con mucho más detalle (y de manera menos autoreferencial impersonal) en su ensayo “Touchscreen capture” [Captura de pantalla táctil] y, en nuestro actual momento de cuarentena, donde la importancia de las redes sociales en todas nuestras vidas solo ha aumentado, la relevancia de ese ensayo solo ha crecido en paralelo. Él escribe:

Una trampa puesta por el capitalismo comunicativo es la tentación que nos produce para que nos retiremos de la modernidad tecnológica. Esto presupone que el frenético bombardeo atencional es la única modernidad tecnológica posible, de la que solo podemos desconectar y retirarnos. El realismo capitalista comunicativo actúa como si la colectivización del deseo y los recursos ya hubiera sucedido. En realidad, los imperativos del capitalismo comunicativo obstruyen la posibilidad de la comunicación, al usar el ciberespacio existente para reforzar los modos actuales de subjetividad, desocialización y trabajo monótono.

Esto nunca ha sido más cierto que en nuestras circunstancias actuales. Una subjetividad capturada, desocialización cibernética, monótono trabajo desde casa: estas son las cualidades definitorias de la vida en cuarentena. Una intensificación del aquí no pasa nada, que solo ha hecho que las lagunas de nuestra vida cotidiana sean aún más grandes.

Tomemos Zoom, por ejemplo: ¿cuáles son las implicaciones de que intentemos (re)construir una socialidad a través de una aplicación de “teleconferencia”? Sería una gran ironía que estas herramientas se reconviertan hacia el establecimiento de un nuevo sujeto colectivo, pero, en la actualidad, la realidad es que las teleconferencias se convierten en la base de un nuevo tipo de conexión que socava los modos de conexión en los que confiamos antes del Covid. Esto quiere decir que, mientras aplaudes lo que parece ser la sentencia de muerte final del capitalismo classic, el nuevo capitalismo zero (mejor conocido como capitalismo comunicativo) se intensifica y extiende su poder. Tal vez deberíamos reflexionar sobre esa contradicción y sus implicaciones aceleracionistas (esto es, cómo la intensificación de este sistema comunicativo está cambiando nuestra propia naturaleza), en lugar de discutir una y otra vez la misma lectura errónea del aceleracionismo que la izquierda boba inventó para que la derecha boba adoptara.

Futura publicación de Caja Negra Editora. 

Mi opinión sobre esto ya fue hecha pública en mi libro Egress. Después de todo, exactamente esto mismo sucedió en 2017. De hecho, me llamó la atención en las últimas semanas que muchos buenos mensajes que he recibido sobre el libro han comenzado con: “Al principio era muy cauteloso pero …”. Sé por qué son cautelosos: conozco el libro sobre Mark Fisher que la gente espera (y que algunas personas incluso preferirían). Egress es justamente un ataque anticipado contra ese libro: uno que se aferra a una instantánea incompleta del pensamiento de Mark e ignora las formas en que adaptó su pensamiento con el tiempo. Si él ya no puede hacerlo, depende de nosotros hacerlo, de lo contrario, nuestra preocupación por el legado de Mark nos mantendrá atrapados en el momento en el que él estaba vivo.

Un caso concreto: las preguntas que teníamos en 2017 siguen siendo pertinentes en 2020: ¿cómo es que la perogrullada en torno al realismo capitalista (que nuestro sistema está roto) transforma su afecto real (la melancolía generalizada) en acto? ¿Cómo podemos asegurarnos de que este momento, en el que las “lagunas” del realismo capitalista son más visibles que nunca, se mantenga el tiempo suficiente para que tengan un impacto? ¿Cómo podemos evitar ser nada más que conejos paralizados frente a la luz de faro de una profecía autocumplida? ¿Cómo nos hacemos dignos del proceso que se desarrolla a nuestro alrededor y nos aseguramos de que las brechas crecientes estén llenas de más y más alternativas?

Pregúntate a ti mismo eso en lugar de celebrar prematuramente el tropiezo de un zombi cuando ni siquiera estás apuntando a la cabeza.

Matt Colquhoun es escritor y fotógrafo. Fue alumno de Mark Fisher y publicó recientemente el libro Egress: On Mourning, Melancholy and Mark Fisher que en un futuro será publicado en Caja Negra. Actualmente vive en Londres y mantiene el blog xenogothic.com.).

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CÓMO MATAR A UN ZOMBI: ESTRATEGIAS PARA TERMINAR CON EL NEOLIBERALISMO

CÓMO MATAR A UN ZOMBI: ESTRATEGIAS PARA TERMINAR CON EL NEOLIBERALISMO

 Por Mark Fisher 

¿Por qué la izquierda ha logrado tan pocos avances cinco años después de que una gran crisis del capitalismo desacreditara al neoliberalismo? Desde 2008, el neoliberalismo ha sido privado del febril impulso hacia delante que alguna vez poseyó, pero de ninguna manera está cerca de colapsar. El neoliberalismo hoy se arrastra como un zombi; pero los aficionados a las películas de zombis saben perfectamente que a veces es más difícil matar a un zombi que a una persona viva.

La célebre observación de Milton Friedman en su conferencia en York ha sido citada muchas veces: “Solo una crisis –real o percibida– produce cambios verdaderos. Cuando esa crisis ocurre, las acciones que se toman dependen de las ideas que están ahí. Esa, creo, es nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible se transforme en lo políticamente inevitable.”

El problema es que, aunque la crisis de 2008 fue causada por las políticas neoliberales, esas mismas políticas continúan siendo las únicas que “están ahí” hoy. En consecuencia, el neoliberalismo es todavía políticamente inevitable.

De ninguna manera está claro que el público haya adoptado las doctrinas neoliberales con mucho entusiasmo, pero las personas fueron persuadidas para creer la idea de que no hay alternativa al neoliberalismo. La aceptación (típicamente reacia) de este estado de cosas es el sello distintivo del realismo capitalista. El neoliberalismo puede no haber tenido éxito en ser un sistema más atractivo que el resto, pero se ha vendido a sí mismo como el único modo “realista” de gobierno. El sentido de “realismo” es aquí un logro político obtenido con mucho esfuerzo, y el neoliberalismo ha impuesto exitosamente un modelo de realidad moldeado por las prácticas y los presupuestos provenientes del mundo de los negocios.

El neoliberalismo consolidó el descrédito del socialismo estatal, al establecer una visión de la historia en la que el futuro le pertenece y en la que la izquierda permanece enterrada en la obsolescencia. Capturó el descontento con el izquierdismo burocrático centralizado, absorbió y metabolizó exitosamente los deseos de libertad y autonomía que emergieron luego de los sesenta. Pero –y este es un punto fundamental– esto no es lo mismo que decir que esos deseos inevitable y necesariamente condujeron al ascenso del neoliberalismo. Al contrario, podemos ver el éxito del neoliberalismo como un síntoma del fracaso de la izquierda en responder adecuadamente a esos nuevos deseos. Como Stuart Hall y otros integrantes del proyecto New Times en los ochenta proféticamente insistieron, ese fracaso probaría ser catastrófico para la izquierda.

El realismo capitalista puede ser descrito como la creencia de que no hay alternativa al capitalismo. Sin embargo, no se manifiesta en grandes declaraciones sobre la economía política, sino en comportamientos y expectativas más banales, como nuestra aceptación por agotamiento de que los salarios y las condiciones laborales se van a estancar o deteriorar.

El realismo capitalista nos fue vendido por administradores (muchos de los cuales se consideran a sí mismos de izquierda) que nos dicen que las cosas son diferentes en la actualidad. La era de la clase trabajadora organizada se terminó; el poder de los sindicatos retrocede; mandan los negocios; y nosotros debemos alinearnos. El trabajo de autovigilancia que se exige rutinariamente a los trabajadores (todas esas autoevaluaciones, análisis de desempeño, cuadernos de registro) es –se nos ha hecho creer– un pequeño precio que hay que pagar para mantener nuestros trabajos. Consideremos el Sistema de Excelencia en Investigación (REF), un sistema para evaluar la producción académica de investigación en el Reino Unido. Este sistema masivo de monitoreo burocrático es ampliamente injuriado por los que tienen que cumplirlo, pero toda oposición a él ha sido hasta el momento bloqueada. Esta doble situación –en la que algo es odiado y, al mismo tiempo, obedecido– es típica del realismo capitalista, y es particularmente aguda en el caso de la academia, que supuestamente es uno de los bastiones de la izquierda.

El realismo capitalista es una expresión de la descomposición de clase y una consecuencia de la desintegración de la conciencia de clase. Fundamentalmente, el neoliberalismo debe ser visto como un proyecto dirigido a lograr este objetivo. En principio no se dedicó –al menos no en la práctica– a liberar al mercado del control estatal. Más bien, intentó subordinar el Estado al poder del capital. Como David Harvey incansablemente ha sostenido, el neoliberalismo fue un proyecto que buscó reafirmar el poder de clase.

Todas las imágenes pertenecen a la película Dawn of the dead (George Romero, 1979)

Como las fuentes tradicionales del poder de la clase trabajadora fueron derrotadas o sometidas, las doctrinas neoliberales funcionaron como armas en una lucha de clases que cada vez más era librada desde un solo lado. Conceptos como “el mercado” o “la competencia” funcionaron no como los fines reales de la política neoliberal, sino como mitos rectores y coartadas ideológicas. El capital no tiene interés ni en la salud de los mercados ni en la competencia. Según Manuel de Landa, siguiendo a Fernand Braudel, el capitalismo, con su tendencia al monopolio y al oligopolio, puede ser definido más precisamente como antimercado que como un sistema que promueve el florecimiento de mercados.

David Blacker observa con mordacidad en su libro The Falling Rate of Learning and the Neoliberal Endgame [La caída de la tasa de aprendizaje y el fin neoliberal] que las virtudes de la “competencia” son “convenientemente reservadas solo para las masas. La competencia y el riesgo existen solo para las pequeñas y medianas empresas y otras personas, como los empleados del sector público y del privado”. La invocación a la competencia ha funcionado como un arma ideológica: su objetivo real es la destrucción de la solidaridad, y, en ello, ha sido notablemente exitosa.

“El realismo capitalista puede ser descrito como la creencia de que no hay alternativa al capitalismo. Sin embargo, no se manifiesta en grandes declaraciones sobre la economía política, sino en comportamientos y expectativas más banales, como nuestra aceptación por agotamiento de que los salarios y las condiciones laborales se van a estancar o deteriorar.”

La competencia en el ámbito educativo (tanto entre instituciones como entre individuos) no surge espontáneamente una vez que desaparece la regulación estatal; al contrario, es producida activamente por los nuevos tipos de control estatal. El régimen de inspecciones escolares, supervisado en el Reino Unido por la Oficina de Normas en Educación, Servicios y Habilidades para Niños (OFSTED), es un ejemplo clásico de este síndrome.

Dado que no hay un modo automático de “marketizar” la educación y el resto de los servicios públicos, y que no hay un modo directo de cuantificar la “productividad” de trabajadores como los profesores, la imposición de la disciplina de los negocios ha significado la instalación de una maquinaria burocrática colosal. Así que una ideología que prometía liberarnos de la burocracia estatal socialista ha impuesto en su lugar a una burocracia propia.

Esto parece tan solo una paradoja, si tomamos al neoliberalismo al pie de la letra, pero el neoliberalismo no es el liberalismo clásico. No se trata de laissez faire. Jeremy Gilbert, profundizando en los clarividentes análisis de Foucault sobre el neoliberalismo, sostuvo que el proyecto neoliberal siempre se trató de vigilar policíacamente un cierto modelo de individualismo; los trabajadores tienen que estar continuamente vigilados por miedo a que puedan recaer en la colectividad.

Si nos rehusamos a aceptar los argumentos del neoliberalismo (que los sistemas de control importados de los negocios estaban destinados a aumentar la eficiencia de los trabajadores), entonces se vuelve evidente que la ansiedad producida por el REF y otros mecanismos administrativos no es un tipo de efecto secundario accidental de esos sistemas, sino su objetivo real.

Y si el neoliberalismo no va a colapsar por su propia voluntad, ¿qué podemos hacer para acelerar su desaparición?

ESTRATEGIAS DE RECHAZO QUE NO FUNCIONAN

En un diálogo que mantuve con Franco “Bifo” Berardi publicado en Frieze, Berardi habló de “nuestra actual impotencia teórica frente al proceso deshumanizante provocado por el capitalismo financiero”. “No puedo negar la realidad”, continuó Berardi, “y creo que es esta: la última ola del movimiento —digamos, de 2010 a 2011— fue un intento de revitalizar una subjetividad masiva. Ese intento fracasó: hemos sido incapaces de detener la agresión financiera. El movimiento hoy ha desaparecido, y solo emerge en la forma de explosiones fragmentarias de desesperación.”

Bifo Berardi, uno de los activistas involucrados en el llamado movimiento autonomista de Italia en la década de 1970, identifica aquí el ritmo que ha definido a la lucha anticapitalista desde el 2008: excitantes estallidos de militancia que se desvanecen tan rápido como aparecieron, sin producir ningún cambio sostenido.

Escucho las observaciones de Bifo como un réquiem para las estrategias “horizontalistas” que han predominado en el anticapitalismo desde los noventa. El problema de estas estrategias no son sus (nobles) objetivos (la abolición de las jerarquías, el rechazo del autoritarismo), sino su eficacia. Las jerarquías no pueden ser abolidas por decreto, y un movimiento que fetichiza la forma organizativa por sobre la efectividad le cede terreno al enemigo. El desmantelamiento de muchas de las formas existentes de estratificación será un proceso largo, arduo y abrasivo; no es cuestión de simplemente romper con los líderes (oficiales) y adoptar formas de organización “horizontales”.

El horizontalismo neoanarquista ha tendido a favorecer estrategias de acción directa y de retirada: las personas necesitan actuar ya y por ellas mismas, no esperar a que los representantes electos comprometidos actúen en su nombre; al mismo tiempo, deben retirarse de las instituciones que son corruptas, no contingentemente sino necesariamente.

El énfasis en la acción directa, sin embargo, esconde una desesperanza en relación con la posibilidad de la acción indirecta. Pero el control de las narrativas ideológicas se logra a través de la acción indirecta. La ideología no tiene que ver con nuestras creencias espontáneas, sino con lo que creemos que el Otro cree. Esta creencia todavía está determinada, en gran medida, por el contenido de los medios mainstream.

“Como las fuentes tradicionales del poder de la clase trabajadora fueron derrotadas o sometidas, las doctrinas neoliberales funcionaron como armas en una lucha de clases que cada vez más era librada desde un solo lado. Conceptos como “el mercado” o “la competencia” funcionaron no como los fines reales de la política neoliberal, sino como mitos rectores y coartadas ideológicas. El capital no tiene interés ni en la salud de los mercados ni en la competencia. ”

La doctrina neoanarquista sostiene que debemos abandonar los medios mainstream y el parlamento, pero nuestro abandono solo ha permitido que los neoliberales extiendan su poder e influencia. La derecha neoliberal puede predicar el fin del Estado, pero solo si se asegura el control de los gobiernos.Dado que no hay un modo automático de “marketizar” la educación y el resto de los servicios públicos, y que no hay un modo directo de cuantificar la “productividad” de trabajadores como los profesores, la imposición de la disciplina de los negocios ha significado la instalación de una maquinaria burocrática colosal. Así que una ideología que prometía liberarnos de la burocracia estatal socialista ha impuesto en su lugar a una burocracia propia.

Solo la izquierda horizontalista se cree la retórica de la obsolescencia del Estado. El peligro de la crítica neoanarquista es que esencializa al Estado, a la democracia parlamentaria y a los “medios mainstream”, pero ninguna de estas cosas permanece fija por siempre. Son terrenos mutables sobre los que hay que luchar, y la forma que asumen hoy es, en sí misma, consecuencia de las luchas previas. Pareciera que, a veces, los horizontalistas quisieran ocupar todo excepto el parlamento y los medios mainstream. Pero ¿por qué no ocupar también el Estado y los medios? El neoanarquismo no constituye un desafío al realismo capitalista, sino más bien es uno de sus efectos. El fatalismo anarquista, según el cual es más fácil imaginar el fin del capitalismo que un Partido Laborista de izquierda, es el complemento de la insistencia del realismo capitalista en que no hay alternativa al capitalismo.

Nada de esto equivale a decir que el acto de ocupar los medios mainstream o la política bastará en sí mismo. Si el Nuevo Laborismo nos enseñó algo, fue que ocupar el gobierno de ninguna manera es lo mismo que ganar la hegemonía. No obstante, sin una estrategia parlamentaria de algún tipo, los movimientos continuarán hundiéndose y colapsando. La tarea es construir los vínculos entre las energías extraparlamentarias de los movimientos y el pragmatismo de los que están dentro de las instituciones existentes.

VOLVER A ENTRENARNOS PARA ADOPTAR UNA MENTALIDAD BÉLICA

Si quisiéramos tomar en consideración la desventaja más significativa del horizontalismo, tendríamos que pensar en cómo se ve desde la perspectiva del enemigo. El capital debe estar encantado por la popularidad de los discursos horizontalistas dentro del movimiento anticapitalista. ¿Preferirías enfrentar a un enemigo cuidadosamente coordinado o a uno que toma decisiones a través de “asambleas” de nueve horas?

Esto no significa que deberíamos recaer en la reconfortante fantasía de que cualquier regreso al antiguo leninismo es posible o deseable. El hecho de que las opciones disponibles sean el leninismo y el anarquismo es una medida de la impotencia de la izquierda actual.

Es fundamental dejar atrás ese binomio estéril. La lucha contra el autoritarismo no tiene que necesariamente implicar al neoanarquismo, así como la organización no requiere necesariamente de un partido leninista. Lo que sí se requiere es tomar seriamente el hecho de que nos enfrentamos a un enemigo que no tiene ninguna duda de que está en una guerra de clases, y que dedica muchos de sus enormes recursos a entrenar a su gente para pelearla. No es casual que los estudiantes de los Masters en Administración de Empresas lean El arte de la guerra, y si queremos progresar, debemos redescubrir el deseo de ganar y la confianza en que podemos hacerlo.

Debemos aprender a superar ciertos hábitos del pensamiento antiestalinista. El peligro ya no es, ni lo ha sido por bastante tiempo, el excesivo fervor dogmático de nuestra parte. En cambio, la izquierda post-68 ha tendido a sobrevalorar la capacidad negativa de quedarse en la duda, el escepticismo y la incertidumbre. Puede que sea una virtud estética, pero es un vicio político. La duda de sí misma, que ha sido endémica en la izquierda desde los sesenta, no está presente en la derecha, y esa es una de las razones por las que ha impuesto exitosamente su programa. Muchos en la izquierda se estremecen frente a la idea de formular un programa, y más aún frente a la idea de “imponerlo”. Debemos abandonar la creencia de que las personas espontáneamente van a girar hacia la izquierda, o de que el neoliberalismo va a colapsar sin que lo desmontemos activamente.

REPENSAR LA SOLIDARIDAD

La vieja solidaridad que el neoliberalismo desintegró se ha ido para nunca más volver, pero esto no significa que estemos condenados al individualismo atomista.

Nuestro desafío hoy es reinventar la solidaridad. Alex Williams ha acuñado la sugestiva fórmula “plasticidad posfordista” para describir cómo podría ser esta nueva solidaridad. Según Catherine Malabou, plasticidad no es lo mismo que elasticidad. La elasticidad es equivalente a la flexibilidad que el neoliberalismo nos exige, por la que asumimos una forma impuesta desde fuera. En cambio, la plasticidad es algo más: implica adaptabilidad y resiliencia, una capacidad de cambio que también retiene una “memoria” de los encuentros previos.

Repensar la solidaridad en estos términos puede ayudarnos a abandonar algunos presupuestos gastados. Este tipo de solidaridad no necesariamente implica la unidad global o el control centralizado. Pero ir más allá de la unidad tampoco nos conducirá necesariamente a la planicie del horizontalismo. En lugar de la rigidez de la unidad –irónicamente, la aspiración de alcanzarla ha contribui- do al infame sectarismo de la izquierda–, necesitamos la coordinación de diversos grupos, recursos y deseos. En la derecha han sido mejores posmodernistas que nosotros, construyeron coaliciones exitosas a partir de grupos con intereses heterogéneos sin la necesidad de una unidad total. Debemos aprender de ellos, para comenzar a construir un patchwork similar de nuestro lado. Este es un problema más logístico que filosófico.

Además de la plasticidad de la forma organizativa, también debemos prestar atención a la plasticidad del deseo. Freud dice que las pulsiones libidinales son “extraordinariamente plásticas”. Si el deseo no es una esencia biológica fija, entonces no hay un deseo natural de capitalismo. El deseo es siempre una construcción. Los anunciantes, los publicistas y los consultores de relaciones públicas siempre lo han sabido, y la lucha contra el neoliberalismo requerirá que construyamos un modelo de deseo alternativo que pueda competir con el que es impulsado por los técnicos libidinales del capital.

Lo cierto es que nos encontramos en un páramo ideológico en el que el neoliberalismo domina solo por defecto. El terreno está disponible para apropiárselo, y las observaciones de Friedman deben ser nuestra inspiración: nuestra tarea hoy es desarrollar alternativas a las políticas existentes, mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible se transforme en lo políticamente inevitable.

Mark Fisher (Reino Unido, 1968-2017) Fue un escritor y teórico especializado en cultura musical. Colaborador regular de las publicaciones The WireSight & SoundFrieze y New Statesman. Ejerció como profesor de filosofía en el City Literary Institute de Londres y profesor visitante en el Centro de Estudios Culturales de Goldsmith, Universidad de Londres. Entre sus libros se cuentan Realismo capitalista (Caja Negra, 2016), Los fantasmas de mi vida (Caja Negra, 2018), Lo raro y lo espeluznante y K-Punk (Volumen I: Caja Negra, 2019). Su blog k-punk es uno de los blogs más populares sobre teoría cultural.

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LA CRISIS DE LO CORRIENTE Y LO CORRIENTE COMO CRISIS

 LA CRISIS DE LO CORRIENTE Y LO CORRIENTE COMO CRISIS

Por Moira Pérez  

1. 

Con el comienzo de la pandemia del COVID-19 y la emergencia sanitaria, muchxs empezamos a recibir diversas invitaciones para hablar o escribir sobre un conjunto de problemas que parecían haber llegado a la agenda pública junto con el virus: desde violencia contra las mujeres en el ámbito doméstico hasta el hacinamiento carcelario, desde represión policial en el espacio público las hasta políticas de cuidado, o las decisiones difíciles que deben que tomar los sistemas de salud con recursos escasos. Temas que pocas veces se abordan en los medios de comunicación o en las redes sociales tomaron cada vez más centralidad, y se escucharon todo tipo de intervenciones, mal y bien informadas, y mal y bien intencionadas. Para quienes llevamos años trabajando sobre alguna(s) de estas cuestiones se trata de un fenómeno llamativo, pero a la vez incómodo. Por un lado, creemos que estos temas deben estar en la agenda pública, y cuando sucede lo sentimos como un pequeño triunfo. Pero por otro, responder a la invitación para hablar acerca de “esto que está pasando ahora” tiene un aire a lo que en filosofía se ha llamado una “falacia de la pregunta compleja”: si acepto, no estoy respondiendo afirmativamente a una sola pregunta (¿querés venir a hablar sobre x?) sino a dos (¿querés venir a hablar sobre x? y ¿este tema del que vamos a hablar es algo que surgió ahora con el COVID-19?). Pocxs estarían dispuestxs a responder afirmativamente a la segunda pregunta, porque ese es el mundo en el que viven desde hace décadas, y/o porque han seguido de cerca las mutaciones y desarrollo de estos problemas a lo largo de los años. Hablemos entonces, decimos, pero partiendo de la base de que hay aquí un desacuerdo fundamental en nuestra percepción de la temporalidad. O, para hablar más precisamente, en nuestras figuraciones temporales: las variadas maneras en las que organizamos el tiempo a través de las representaciones que producimos y reproducimos (narraciones históricas, relatos cotidianos, o discursos que circulan socialmente acerca del presente, el pasado y el futuro). Hay algo que puede parecer nuevo pero no lo es; algo que habla del presente, de un acontecimiento puntual, pero que a la vez es una forma de vida, es “la vida”.

Algo similar sucede al reencontrarse con El optimismo cruel de Lauren Berlant. Parece que está hablando de hoy, de lo que está sucediendo en este preciso instante. Nociones como “incertidumbre”, “adaptación”, “crisis corriente”, “desgaste”, y el impacto que todo ello tiene sobre nuestra vida afectiva, recorren el texto y también dan forma a esta experiencia cotidiana (que ya conocemos, pero que de repente es compulsivamente rotulada como “en tiempos de Coronavirus”). No obstante, El optimismo cruel es un libro del 2011. Tal familiaridad no es casual, y de hecho Berlant nos ofrece un repertorio potente de ideas para entender este extraño fenómeno temporal. Lo que aparece como extraordinario, advierte la autora, “siempre resulta ser la amplificación de algo que ya estaba en funcionamiento, en el mejor de los casos la ruptura de un límite lábil, no un punto de partida después de dar un portazo. En el impasse que produce la crisis, el ser se mantiene a flote; principalmente, se ocupa de no ahogarse”. ¿Hace cuánto que conglomerados enteros de la población dedican su vida entera a “no ahogarse”?

2. 

Hay un sentido en el que “la crisis del COVID-19” no es en absoluto novedosa. La idea de que estamos en una crisis es recurrente en nuestros tiempos, y hasta es una especie de lugar común decir que en la Argentina somos expertxs en crisis (y en cómo reinventarnos después de cada una de ellas). Sin embargo, Berlant y otrxs han señalado la trampa de esta figuración temporal: presentar una problemática social como algo pasajero que puede ser recortado en el tiempo, por un lado desconoce el arraigo de dicha problemática en el tejido social y la historia, su funcionalidad de larga data, y por el otro justifica intervenciones “de urgencia” que abren exclusas (disciplinamiento, represión, control, coerción, eugenesia pasiva) que luego no se cerrarán. Es fundamental, por lo tanto, resistir esta retórica (este “género”, diría Berlant) y reconocer que no estamos ante una crisis de lo corriente, sino que lo corriente mismo consiste en un permanente estado de crisis: “la destrucción de los cuerpos por el capital no es sólo una crisis del juicio en el presente afectivo, sino una condición ético-política de larga data”. Con esto, por supuesto, la palabra “crisis” pierde gran parte de su sentido, y resulta más adecuado hablar de lo que Berlant llama “ambientes temporales” y del desgaste de poblaciones que ella denomina “muerte lenta”.

La “crisis” emerge, se hace visible, cuando los sistemas de crueldad del mundo alcanzan a los sujetos equivocados, aquellos que no deberían padecerlos: allí vemos el colapso del sistema de salud, la represión policial, el hambre, la precarización laboral. Pero antes, durante, y después de “la crisis”, franjas enteras de seres humanos están expuestas a la muerte lenta: ese “desgaste físico de una población en el sentido de su deterioro físico, entendido como la condición que determina su experiencia y su existencia histórica”. En la misma línea que, desde la otra punta del mundo, ha señalado Achille Mbembe con la idea de “humanidad excedente” o “personas que sobran”, se trata de poblaciones ante las cuales “el Estado ya no tiene la obligación de hacer retroceder su violencia constitutiva” (Mbembe, Brutalisme, 2020). La muerte lenta, nota Berlant, no es un evento puntual y llamativo, ni una crisis precipitada por una serie de acontecimientos reconocibles, sino un modo de relación social, una experiencia que “se sitúa al mismo tiempo en el ámbito del extremo y en la zona de lo corriente”, al punto que deja de llamar la atención. Se trata de un sentido común que empapa todos los vínculos, prácticas e instituciones con las que nos relacionamos a diario, pero que afecta sólo a aquellos sujetos “que sobran”, un precariado “marcado para el agotamiento” y el desgaste.

Todas las ilustraciones de esta nota son de Pao Lunch instagram.com/paolunch/

Paradójicamente (o no), el momento de crisis tampoco desencadena un proceso de transformación, sino solamente uno de adaptación para que ese mismo orden pueda seguir funcionando. El nuevo imperativo al que hay que adaptarse es, precisamente, el imperativo de la adaptación. Como consecuencia, se genera “una nueva esfera pública precaria definida por debates acerca de cómo reelaborar” —nótese: no “terminar con”, sino “reelaborar”— “la inseguridad del presente actual”. La discusión no orbita en torno a la muerte por goteo de enormes sectores de la población, sino a cuál será la dosis justa para que ese goteo sea suficiente para no despertar sospechas de necropolíticas de gestión estatal, pero no demasiado para que el capital “no vaya a pérdida”. En las crudas palabras de Berlant, la evidencia de una crisis “marca un límite, no en la conciencia pública, estatal o corporativa acerca de si es lícito o de qué manera podría serlo sacrificar el cuerpo del trabajador a la ganancia comercial, sino acerca de qué tipo de sacrificio contribuye mejor a la reproducción de la fuerza de trabajo y a la economía de consumo”. Lo que estamos viendo en estos tiempos de pandemia, y lo que en última instancia preestablece las reglas del juego, es un rotundo estrechamiento del horizonte político en el que sólo podemos hablar la lengua de la precarización, la represión, y el sacrificio de poblaciones “excedentes”. Reducción de daños para algunxs, maximización de ganancias para otrxs: esos parecerían ser los límites de gran parte de las conversaciones que estamos sosteniendo por estos días.

“La idea de que estamos en una crisis es recurrente en nuestros tiempos, y hasta es una especie de lugar común decir que en la Argentina somos expertxs en crisis (y en cómo reinventarnos después de cada una de ellas). Sin embargo, Berlant y otrxs han señalado la trampa de esta figuración temporal: presentar una problemática social como algo pasajero que puede ser recortado en el tiempo, por un lado desconoce el arraigo de dicha problemática en el tejido social y la historia, su funcionalidad de larga data, y por el otro justifica intervenciones ‘de urgencia’ que abren exclusas (disciplinamiento, represión, control, coerción, eugenesia pasiva) que luego no se cerrarán.”

3. 

¿Qué hacen las personas ante este panorama desolador? Berlant nos muestra cómo, en muchos casos, invertimos en lo que llama “optimismo cruel”: “la proyección de una fantasía que sostiene, pero es improbable” (p. 338) o incluso perjudicial para alcanzar la “buena vida” que queremos. El apego, de acuerdo con la autora, es optimista en tanto se ilusiona con “un manojo de promesas” (p. 57) que entendemos como llaves para acceder a la vida que deseamos. Sin embargo, a veces esa ilusión transporta su propio veneno: podemos invertir en “un objeto/escena de deseo” que “es en sí mismo un obstáculo para la satisfacción de esas mismas apetencias que atraen a las personas hacia él” (p. 409). Ciertamente es cruel: depositar nuestra ilusión y nuestros esfuerzos en algo que soñamos que nos quitará de este estado de mera subsistencia, de mantenernos a flote en medio del derrumbe, pero que en realidad es algo que, de hacerse realidad, o nos pasará por el costado o nos alejará aun más de nuestro objetivo.

Para quienes ven la inviabilidad de ese optimismo, puede resultar incomprensible cómo la gente a nuestro alrededor invierte tanta expectativa en su promesa: “¿por qué las personas mantienen su apego a determinadas fantasías convencionales de la buena vida”, pregunta Berlant, “habiendo sobradas pruebas de su inestabilidad, su fragilidad y sus costos?”. Quizás en estos días, esa pregunta haya tomado para muchxs la forma de: ¿cómo pueden pedir más militarización, más intervención de las fuerzas represivas del Estado, más ajuste y menos redistribución para resolver la emergencia económica y social que ha desencadenado esta pandemia? ¿Cómo pueden pensar que eso les va a llevar a una vida más “segura”, más tranquila, sin sobresaltos? Y sin embargo, el imán del optimismo cruel sigue rindiendo sus frutos, tal vez porque nos da un sentido de nuestro lugar en el mundo, o porque apuntala la idea de que esas fantasías de una vida vivible están al alcance de nuestra mano. La hipótesis de Berlant parecería ser que “el optimismo es una escena de sostenimiento negociado que vuelve soportable la vida tal como ésta se presenta”. Quizás ese optimismo sigue siendo posible por la misma cotidianeidad de la muerte lenta, que de tan ordinaria ya forma parte del paisaje.

“Lo que estamos viendo en estos tiempos de pandemia, y lo que en última instancia preestablece las reglas del juego, es un rotundo estrechamiento del horizonte político en el que sólo podemos hablar la lengua de la precarización, la represión, y el sacrificio de poblaciones ‘excedentes’. Reducción de daños para algunxs, maximización de ganancias para otrxs: esos parecerían ser los límites de gran parte de las conversaciones que estamos sosteniendo por estos días.”

Sin embargo, puede ser que enfrentarnos con la incomodidad de tensionar nuestro paisaje, y llevar las preguntas un poco más allá: ¿cómo aportamos con nuestras figuraciones temporales a la perpetuación de este desgaste de la vida (en fin, de la vida como mero desgaste)? ¿Y qué optimismos crueles nos impulsan? ¿En qué manojos de promesas (incluso algunas que pueden venir de la mano del feminismo, la progresía o la izquierda) seguimos invirtiendo, aun cuando sabemos que van a envenenar nuestro proyecto de un mundo más justo?

Moira Pérez es investigadora y docente en filosofía práctica y teoría queer. Docente de grado y posgrado en la UBA, UNTREF y UCES e Investigadora Asistente de CONICET. Su trabajo se enfoca en las interacciones entre violencia e identidad: cómo ciertos sujetos son alcanzados por la violencia en función de su identidad, y cómo la identidad se forja y disciplina a través de distintas formas de violencia. Dirige el Grupo de Investigación en Filosofía Aplicada y Políticas Queer (@PolQueer)

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