PREPARARSE PARA EL IMPREVISTO O LA ESTRATEGIA DE LA IMPROVISACIÓN

PREPARARSE PARA EL IMPREVISTO O LA ESTRATEGIA DE LA IMPROVISACIÓN

Daniela Fanego, de la serie 10 Impresiones con matices , Monocopia en caucho acrílico, pastel y grafito sobre papel, 35 x 24 cm. https://www.instagram.com/danafanego/

Por Ezequiel Gatto
 

I. Don’t panic, it’s not automatic 

En uno de los capítulos de la serie Pandemia (2020) se muestra la filmación de una charla informativa, ocurrida en un hospital de New York durante 2018 y destinada médicxs y enfermerxs, sobre “patógenos especiales” como el Ébola o la Gripe porcina. Al definir qué los hace especiales, la médica que da charla indica que, entre los elementos decisivos, están la alta morbilidad, la facilidad para proliferar y la capacidad de producir un pánico intenso en la población.

El pánico me interesa, en general, como elemento de un conjunto (de fronteras difusas) que denomino afectos de futuro, y en particular por la importancia que ha tenido durante la pandemia en curso. En un texto reciente busqué diferenciar pánico de incertidumbre, afirmando que el pánico no se debe a no poder hacerse una imagen sino, al contrario, a no poder deshacerse de una cierta imagen. Para ampliar el campo de sentidos insinuados en esa afirmación diría que el pánico actual se relaciona con la posibilidad de morir o el temor a una catástrofe social (que puede tomar figuraciones diversas). A ese pánico se le oponen, por un lado, figuras optimistas o reparatorias (“todo va a estar bien”, “llegará el comunismo”, “volveremos a la normalidad”, “si salimos no pasará nada grave”: un menú heterogéneo de promesas) y, por otro, la incertidumbre como una disposición menos taxativa. Es no saber qué va a pasar: no saber si vamos a morir, o no, si va a haber catástrofe, o no, si las condiciones pospandemia serán mejores, o no. La incertidumbre implica no poder hacerse una imagen nítida.

El pánico, que imagino como una inundación, da el tono afectivo a una profecía de daño a la que, por su parte, el optimismo y la reparación, parecieran contrarrestar.  La incertidumbre, que se me aparece como un ahuecamiento, es un afecto que no refiere a una figura. Figura terrorífica / figura optimista-reparatoria / ausencia de figura. No se trata de un simple par de opuestos sobre un mismo eje (figura mala / figura buena) sino de una tensión entre dos figuras y la ausencia de figura. Que sea posible experimentar la ausencia de figura como algo malo, no equivale a suponer allí una mala figura. Si el pánico lleva por el camino de la parálisis, la estampida o la destrucción (todas posibilidades de la situación actual) y la figura tranquilizadora se nutre de la espera del cumplimiento de una promesa, la incertidumbre viene a constituir una tercera posibilidad: la de mantener un fondo de infiguración para ir poniendo contra él figuraciones que no operen como promesa única o final sino que propicien una inventiva dinámica. Para eso, tal vez necesitemos más principios de acción que figuras de destino.

Mucho se ha tipeado a favor de una u otra figura de destino, pero quizá se trate de pensar en principios de acción que hilvanen imágenes de porvenir más como puntos de pasaje que como destinaciones. Imágenes-pasaje que propicien el análisis de los posibles, que lleven en sí mismas su incompletud, que participen de una disposición a mutar con lo que emerge, que se entramen a otras imágenes-pasaje, que pluralicen las predicciones. El mundo atraviesa con violencia cualquier figura de destino, la rasga irremediablemente, la deja atrás, la afecta con novedades, emergencias, descubrimientos, invenciones. La materia no es algo, es potencialidad de formas, propuso Robin Collingwood en Idea de la Naturaleza, publicado en 1949. Haciendo lugar, oxigenando el cuarto cerrado que diseñan el pánico, la profecía y el optimismo sin invención, podemos generar una zona para una dinámica política diversa. Un modo de orientación de la acción lo suficientemente plástico, en el que la incertidumbre se encuentre con una disposición para evitar el pánico sin recaer en la buena profecía. A ese modo propongo llamarlo “estrategia de la improvisación”.

II. Una idea de improvisación 

Recientemente, Slavoj Zizek escribió: “Lo realmente difícil es aceptar el hecho de que la epidemia actual es el resultado de la pura contingencia, que simplemente ha ocurrido y no hay ningún significado oculto” (2020). Creo que no está en la correcto. La epidemia remite a condiciones más o menos precisas, que involucran formas de vida, tramas tecnológicas, modelos de globales de producción de alimentos, capacidades y limitaciones de los sistemas de salud, prioridades políticas, entre otras. Y, en todo caso, no es menos contingente que cualquier otro evento en el Universo. Lo que parece más realmente difícil de aceptar es que dicha contingencia no tiene teleología, no viene con un Fin definido. Ese rasgo podría permitir ganar para la política una pluralidad de dimensiones y territorios, de experimentar con posibilidades, de arriesgarse. La improvisación operaría como modo de búsqueda y hallazgo y como estrategia de invención social.

Existen muchas maneras de definir, valorar y vincularse con la improvisación. La noción expresa muy bien lo que Bajtin dio a entender con la categoría de “género discursivo” (1982). Si, por ejemplo, indagamos los sentidos de la noción en la zona del arte y las estéticas, se detectan valoraciones positivas, cuando no elogiosas. Se configura incluso un linaje, compuesto por expresiones de la danza, la dramaturgia, la música, el cine. Si la exploramos en el mundo más o menos afiebrado de la valorización capitalista y la monetización, el acto de improvisar también recibe elogios, en la medida en que opera como una subespecie del riesgo, fundamento ético del capitalismo contemporáneo (Knight, 1921; Beck, 1998). No obstante, dicha improvisación es un instrumento antes que una experiencia en sí misma. Es el medio para alcanzar un fin dado: la ganancia. Se diría que la del mercado es una improvisación perimetrada; no puede salir de la cárcel de cifras en que consiste el dinero. Si en el arte, la improvisación remite a lo que no se puede medir, en el mercado remite a encontrar algo nuevo que se pueda medir. Sólo se limita a acelerar bajo un mismo patrón. Como un hámster que, enjaulado, camina sobre una rueda; llegado cierto punto de velocidad, ya no es el hámster sino la rueda la que marca el paso.

“Si el pánico lleva por el camino de la parálisis, la estampida o la destrucción (todas posibilidades de la situación actual) y la figura tranquilizadora se nutre de la espera del cumplimiento de una promesa, la incertidumbre viene a constituir una tercera posibilidad: la de mantener un fondo de infiguración para ir poniendo contra él figuraciones que no operen como promesa única o final sino que propicien una inventiva dinámica. Para eso, tal vez necesitemos más principios de acción que figuras de destino.”

Finalmente, si nos acercamos a la política no es sencillo encontrar valoraciones positivas sobre la improvisación, salvo en un activismo que suele dialogar con el arte. Por lo general, recibir en política la calificación de “improvisado” es recibir un insulto. Denota poca preparación, poca planificación, poca fortaleza para alcanzar los objetivos. Incluso poca certeza respecto a esos objetivos. Hasta podríamos encontrar rastros de patriarcado duro en esa mirada peyorativa, que a veces conecta con versiones nostálgicas del porvenir. Hay toda una corriente, por ejemplo, para la cual su utopía no está en el futuro, sino en el pasado: es el mundo de, digamos, los años sesentas del siglo XX. No el de la contracultura, sino el modelo social general. Son retroutópicos.

Pareciera, entonces, que de la política no se espera improvisación. Pero, ¿qué pasaría si la invención política hiciera un lugar a la improvisación como disposición? Si se dotara de principios de acción en los que los destinos no estén ni escritos previamente (como en los programas políticos) ni sometidos al perímetro del capital. Ni retro ni hámster. La improvisación puede ser una disposición (una estrategia) capaz de lidiar productivamente (no paralizarse, no esperar) con la incertidumbre a partir de un principio que no consiste en alcanzar un objetivo sino, parafraseando a Francois Jullien, en “ir llegando a resultados” (2017). Esa apertura no significa insistir obsesivamente en el sesgo infigurado propio de la incertidumbre (un gesto frecuente para una izquierda posmarxista, reactiva al utopismo y la programática socialista) sino avanzar en una actividad cuya dirección no defina a priori cuáles son sus posibilidades. La improvisación no es espontánea, surge de la decisión de llevar adelante un proceso inventivo que va revisando sus condiciones y acompañando posibilidades y consecuencias a medida que avanza. Creo que la política puede, en parte, volverse improvisatoria. Tomar los rasgos que David Toop (2018) imputa a la improvisación musical: “trabajar con los medios disponibles; involucrar acciones y recepciones, luchar experimental y públicamente con los límites del yo” (y, agregaría, del nosotrxs y del ellxs) para convertirlos en insumos de un principio de acción orientado a producir condiciones para que prolifere la inventiva social bajo la menor dominación posible.

III. Improvisar en la pandemia

En Politics of possibility. Risk and Security beyond Probability (2013), Louise Amoore rastrea cambios muy significativos en el modo de gobierno de lo posible con posterioridad al atentado a Las Torres Gemelas. Ese acontecimiento demostró que algo muy poco probable podía tener inmensas consecuencias. Fue así que toda una maquinaria de evaluación de riesgos, prospectiva y análisis de escenarios futuros que se había estado desarrollando en el mundo de los negocios (nutrido, por su parte, de ideas militares como las del estratega chino Sun Zi) terminó por darle su coloración al securitismo contemporáneo. Según Amoore, ese movimiento propició la consolidación de un pensamiento de las posibilidades por sobre un pensamiento de las probabilidades. Posibilidades nimias, posibilidades no imaginables, escenarios remotamente posibles fueron incorporados a una nueva matriz de estrategia. Prepararse para que tuviera lugar algo posible se volvió un principio de gobierno capitalista y global. Pero esa preparación no tiene que ver con abrazar el exceso que implica una novedad, sino con multiplicar procedimientos para exorcizar lo que de ella pueda poner en jaque, o siquiera en riesgo, o siquiera en problemas, el tándem economía/securitismo que marca el pulso de la dominación. Actualizar toda posibilidad en función de un capitalismo securitista infinitamente plástico: tal el modo hegemónico de gobierno de lo posible.

La pandemia (no totalmente imprevista, ya que se venía anticipando en informes, investigaciones, libros y películas) parece ser, a la vez, un riesgo detectado por esas tramas del capitalismo de vigilancia y un elemento de difícil metabolización para dichas tramas. En ese sentido, Flavia Costa (2020) ha propuesto entenderlo como un “accidente normal”, inherente “al hecho mismo de que un sistema hipercomplejo esté funcionando. (…) Es inseparable de la productividad del sistema, de su desarrollo, de su incremento y de lo siempre contingente que se abre cuando se dispara una acción tecnológica hipercompleja hacia el futuro”. Ese accidente, del que se podrían reducir sus efectos dañinos, es inevitable. Como un terremoto, del que se puede calcular su probabilidad y locación, pero nunca se saber con certeza cuándo ocurrirá. Ese accidente, normal para el sistema del que forma parte, quiebra la normalidad de sus componentes, que, en el caso de esta pandemia, tiene a los seres humanos como protagonistas, ya que se trata de un virus que saltó de una especie a la nuestra.

Por todo esto, aunque no lo parezca, aunque no se diga, aunque no se acepte, la pandemia está obligando a mucha improvisación en este “accidente normal”. Podríamos incluso afirmar que la experiencia pandémica es una improvisación social a escala planetaria. No puede decirse que su origen sea la voluntad, ni la alegría su tono afectivo, ni mucho menos que carezca de ambivalencias peligrosas, pero eso no quita que estamos “arrojados a la pandemia” y, en medio de la incertidumbre que ha generado, existen líneas que no ceden al pánico, ni a la nostalgia e improvisan.

La improvisación en pandemia (¿o acaso todas las improvisaciones?) se caracteriza por un juego con la inadecuación de los recursos previos (políticos, de planificación, sanitarios, sociales) que se expresa como actividades reparatorias y propiedades emergentes. Todos somos damnificados-inventores, y no tiene sentido pretender distinguir con claridad donde opera lo reparatorio y donde surge lo emergente. Improvisar no es algo necesariamente dichoso. Puede doler, abrumar, asquear pero está funcionando. Años de aceleración social, de multiplicación de los intercambios, de precariedad económica, de vértigo existencial, de gestión del riesgo tal vez nos dieron elementos para improvisar. De un modo, más o menos inconsciente, nos hemos estado preparando para lo imprevisto.

IV. Saberes para improvisar, aprendizajes de la improvisación 

Mi padre acaba de cumplir 70 años. Hasta hace unos días, nunca había amasado nada. Pero hace unos días amasó, por primera vez, tallarines. Y luego otra vez. Y luego pasó a otros platos de pastas. Una disrupción que para la humanidad no tiene mucho sentido, pero para su propia experiencia y la sistémica de mi familia de origen, sí. Hizo falta una pandemia para que llevara adelante una actividad nunca antes realizada. Tal vez, me digo, el riesgo de la catástrofe sistémica no conlleva lo mismo para los componentes. Quizá en los componentes (mi padre, por ejemplo) ese riesgo se traduce en una alteración de sus futurizaciones, de sus proyecciones a futuro, y en una reconfiguración de sus vínculos con la futuridad. La pandemia obliga a inventar de un modo que pareciera partir de la improvisación y no del plan o el proyecto. Si la entendemos como una catástrofe, la pandemia tiene, como revés de la disgregación de las estructuras, un empuje inventivo que, en un primer momento, es, parafraseando a Stanislaw Lem, una posibilidad sin imagen de destino (2017). Mi padre, por ejemplo, no instrumentó la futurización “amasar pastas” como acción para otra cosa que no fuesen el acto y las consecuencias de ingerirlas (saciar el hambre, disfrutarlas, compartirlas, comentar el hecho). No espera de esas pastas otra cosa que las consecuencias previsibles que encierran las pastas. Pero esas pastas son también, parafraseando ahora a James Lindsay, el territorio de unas posibilidades que no sabemos que existen (1921). Es decir, esas pastas fueron una máquina de producción de posibilidades. Esto permite decir que, en una catástrofe, la improvisación es un modo de propiciar posibilidades, o incluso de cuidar —aunque nunca garantizar— la posibilidad de que haya posibilidades, mejores posibilidades.

En una entrevista que le realizaron a propósito de la improvisación en el jazz, el filósofo Fred Moten dijo que la experiencia de la diáspora africana, con su desarraigo, su aterrizaje en unos territorios desconocidos, las profundas asimetrías del poder esclavizante y la alteración profunda de los patrones culturales, familiares y de las actividades productivas, religiosas y sociales, podía ser pensada como una improvisación a gran escala, poblacional, prolongada y a la vez cambiante. Esas personas apresadas, transportadas, maltratadas, vendidas, localizadas y agrupadas tuvieron, según Moten, que inventarse una vida (y, agregaría yo, una dignidad) a partir de una situación para la cual sus experiencias previas y sus horizontes de expectativas no tenían eficacia salvo como insumos para dicha invención.

Hay una relación estrecha entre lo que sabemos, lo que valoramos de lo que sabemos y los vínculos con el futuro que nos definen (que, por supuesto, exceden largamente lo que sabemos). Por eso es interesante ver qué sucede con los saberes, los recursos acumulados o disponibles, en estas condiciones pandémicas de improvisación social. Un ejemplo: cuando la cuarentena recién comenzaba pero ya era obvio que estaríamos guardados un buen tiempo y que las consecuencias económicas afectarían rápida y duramente a sectores sociales empobrecidos, un grupo de militantes planificó y llevó adelante una olla popular en un barrio rosarino. La olla popular puede pensarse como un paliativo. En buena medida, lo es, pero sus efectos exceden su función. La olla, como dicen sus organizadores (el colectivo La Cabida, del barrio Ludueña), los unió. Y en esa reunión hizo que saberes y recursos hasta entonces no conectados tuvieran que funcionar juntos propiciando algo nuevo:  comunicación en redes, gestión de las donaciones, confección de barbijos, preparación de grandes cantidades de comida, logística, autoprotección, relaciones con lxs vecinxs. Cuando colapsa una normalidad (llamemos a eso catástrofe) no se sabe qué de lo que se sabe va a funcionar en el nuevo escenario. Y esa impredecibilidad de lo eficaz es constitutiva del vínculo improvisatorio con la futuridad.

Cuando la catástrofe es vasta, la improvisación tenderá a serlo. Y creo que, desde cierta perspectiva, eso está pasando; existen señales de improvisación social como modo de lidiar con la catástrofe. Redes de ayuda vecinal, experimentos masivos con políticas sociales, colaboraciones globales de investigadores en búsqueda de vacunas, protocolos de cuidado, desarrollo de aplicaciones sociales, alianzas políticas inesperadas, estallidos sociales, la consolidación del Ingreso Universal como un tema de agenda, la ampliación de la incidencia del comercio justo. Claramente,  no es lo único que se está cocinando en este caldo global (es cuestión de rastrear qué están pronosticando las corporaciones capitalistas o las imágenes de futuro que ordenan a la ultraderecha, tópicos que merecerían otros artículos) pero es una línea a tener en cuenta, y considerar en sus potencialidades futuras. Hay elementos para pensar en la posibilidad de incorporar estrategias de improvisación social en el corazón de la inventiva política poscapitalista. De dejar márgenes abiertos a la pregunta por cómo queremos vivir, de encontrar la potencia que puede tener no saberlo.

Aunque no se diga, aunque no se acepte, la pandemia está obligando a mucha improvisación en este ‘accidente normal’. Podríamos incluso afirmar que la experiencia pandémica es una improvisación social a escala planetaria. No puede decirse que su origen sea la voluntad, ni la alegría su tono afectivo, ni mucho menos que carezca de ambivalencias peligrosas, pero eso no quita que estamos ‘arrojados a la pandemia’ y, en medio de la incertidumbre que ha generado, existen líneas que no ceden al pánico, ni a la nostalgia e improvisan.”

V. Puntos de pasajes 

Los factores que resultaron en el encierro de la mitad de la población mundial son múltiples. Fenómenos y procesos técnicos, demográficos, comerciales, culturales. Y también, como mencionó Habermas, fenómenos morales, porque a pesar de todo subyace un principio de no dejar morir que, al menos hasta ahora, ha primado por sobre la tendencia a “la supervivencia de los más aptos”. Por ahora se impone la futurización “seguir vivos, no ver morir a miles” (De hecho, llama la atención los pocos artículos que piensen el morir, o su posibilidad, en esta coyuntura. He leído testimonios muy dolorosos pero casi nada que encare el asunto en términos más sociológicos o filosóficos).

Pero hay más en juego. No estamos encerrados solamente porque tememos morir o porque el Estado teme que muramos o porque los cálculos del mercado también le dan que lo mejor es cuidar a los consumidores hasta que pase lo peor porque los vivos compran más que los muertos. La cuarentena es una respuesta sistémica. Estamos encerrados también porque los Estados (o partes de sus tramas) y los mercados (o partes de sus tramas) temen morir, en la medida en que el colapso podría llevar a formas del caos y la desorganización en los que la dominación se vuelva dificultosa y la valorización pierda patrones de ordenamiento.

Podría pensarse que en las manifestaciones de la derecha brasilera, española, argentina y estadounidense no solo existe una demanda por volver al movimiento —bajo el reclamo por “la libertad”— y el rechazo al control estatal sino que se reconoce el poder inmenso de una masa de contagiados. No habría que descartar que las ultraderechas anticomunistas, antidemocráticas, ultraneoliberales, suprematistas estén, en cierto sentido, pugnando, antes que por el retorno a la normalidad capitalista previa, por fomentar un caos social y político que pueda, luego, definirse por la fuerza. Pero quizá se pueda aprovechar ese temor estatal y de mercado en otros sentidos; y se puedan aprovechar también los recursos que la pandemia ha llevado a movilizar, de forma novedosa para los propios actores. Estamos obligados a pensar en escenarios no planificados. Hay que ocupar  esas imágenes de futuro que también preocupan a los estados y los capitales para abrir otras posibilidades.

Llamaría puntos de pasaje a las futurizaciones, dispuestas a la mutación, utilizables para generar otras condiciones para la vida. Unos puntos de pasaje que se orienten por principios de igualdad y justicia, de diferencias que no decanten en desigualdades, que sean funcionales “al arte de reconocer el rol de lo imprevisto, que los cálculos, los planes, el control tienen un límite. Calcular los elementos imprevistos quizá sea la operación paradójica que la vida más nos exige que hagamos” (Solnit, 2020). ¿Puede esa operación paradójica alimentar una estrategia política? Creo que sí.

Si el capitalismo “calcula los elementos imprevistos” en términos de reducción de los mismos a factores de valorización, hay que propiciar y conjurar posibilidades cuyo fundamento o destino no sea la ganancia sino la producción, una y otra vez, de igualdad y justicia. La improvisación puede ser un recurso valioso para esto. Si la practicamos como una actividad que se rige por un principio y no por un itinerario prefijado o una figura de destino, quizá nos permita encontrarnos con posibilidades que no estamos buscando.

En su fantástico Imaginación e invención (2015), Gilbert Simondon sostiene que “para prever no se trata solamente de ver, sino también de inventar y vivir, la verdadera previsión es en cierta medida una praxis, tendencia al desarrollo del acto ya comenzado”. Me parece por demás  interesante esa posición, que se desliga virtuosamente de dos recaídas: por un lado, de la imagen a la que ir (la visión-objeto de la previsión) y, por otro, de una suerte de presentismo sin límites. En lugar de eso, la idea de Simondon permite articular inventivamente nuestras condiciones y posibilidades actuales -aquello que ya ha comenzado- con la tendencia hacia el porvenir. Lo que veremos ya no será una figura de destino sino una formación continua, casi me dan ganas decir “orgánica”, de unas imágenes por las cuales pasaremos como quien pasa por una transfiguración para volver a inventar y volver a transfigurarnos. Es ahí donde la utopía -y su versión negativa, la distopía- dejan de ser categorías significativas, y la posutopía abre paso a una imaginación cinética, en la que la improvisación social se convierte en materia prima de una invención política.

Ezequiel Gatto es Investigador Asistente (ISHIR/CONICET), profesor de Teoría Sociológica (carrera de Historia, Universidad Nacional de Rosario), traductor y coordinador de talleres. Dr. en Ciencias Sociales (UBA). Participa de la Editorial Tinta Limón y del Grupo de Investigación en Futuridades (GIF). Colabora y articula con diversos proyectos políticos y culturales. Recientemente publicó  el libro Futuridades. Ensayos sobre política posutópica (Editorial Casagrande, Rosario, 2018).

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JARDÍN HIPERSTICIÓN. 

UNA FICCIÓN DE FUTURO

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“Hiperstición” es un concepto desarrollado por Nick Land y la Cybernetic Culture Research Unit (CCRU) que refiere a una idea performativa que provoca su propia realidad, una ficción que crea el futuro que predice. En palabras de Land, “Hiperstición es un circuito de retroalimentación positiva que incluye a la cultura como componente. Puede ser definido como la (tecno-) ciencia experimental de las profecías autocumplidas”.Pero la idea que me propongo articular en este ensayo es que estas dos corrientes, el colapso del neoliberalismo y la ausencia de alternativas, pueden encontrar su solución en una tercera tendencia, encarnada en una perspectiva estética incipiente y particular. Lo que necesitamos hoy es una reconfiguración de los fundamentos de la estética política en los que abreva la izquierda. O para decirlo más claramente, lo que necesitamos es ampliar nuestras capacidades de imaginación sensible a través de la mediación de aumentos tecnológicos. Para poder desarrollar una alternativa adecuada a las complejas sociedades del presente, la izquierda debe invocar las capacidades latentes de la tecnología y la ciencia, de forma de poder imaginar un futuro mejor.

Como parte del programa “Futuros posibles: Herejía política y nuevas metafísicas” y en colaboración con el cineasta Christopher Roth y el filósofo Armen Avanessian, el Museo Tamayo (México) está presentando online y de forma gratuita Hyperstition. Esta película, que gira en torno a las conferencias Emancipation as Navigation organizadas en Berlín en 2014, introduce conceptos esenciales para  la Ontología Orientada a Objetos (OOO), el correlacionanismo, el aceleracionismo y el realismo especulativo. Con la participación de Armen Avanessian, Ray Brassier, Iain Hamilton Grant, Helen Hester, Deneb Kozikoski, Robin Mackay, Steven Shaviro, Benedict Singleton, Nick Srnicek, Christopher Kulendran Thomas, Agatha Wara, Pete Wolfendale y Suhail Malik. Para complementar la proyección les ofrecemos en descarga directa el texto de Armen Avanessian “Academia en aceleración”, incluido en nuestra antología Aceleracionista.

► Mirá Hyperstition (2016) de Christopher Roth haciendo clic en la foto:


Descargá “Epílogo. Academia en aceleración”, de Armen Avanessian, un capítulo de nuestra antología Aceleracionismo. Estrategias para una transición hacia el postcapitalismo (Caja Negra, 2017)

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NAVEGAR EL NEOLIBERALISMO. HACIA UNA ESTÉTICA POLÍTICA EN TIEMPO DE CRISIS 

(SEGUNDA PARTE) 

NAVEGAR EL NEOLIBERALISMO. HACIA UNA ESTÉTICA POLÍTICA EN TIEMPO DE CRISIS (SEGUNDA PARTE)

Por Nick Srnicek
Traducción de Claudio Iglesias

4 / Percepción maquínica 

Es en este punto que las obras recientes realizadas bajo la rúbrica de “new aesthetics” [nueva estética] pueden suplir los medios técnicos del mapa cognitivo. El mapa cognitivo puede darle a la nueva estética su ímpetu político y su base tecnológica, mientras la nueva estética puede proveer al mapa cognitivo con los medios artísticos y sensibles necesarios para el logro de sus objetivos políticos. Doy por sentado que la mayoría de mis lectores conocen el término, pero, por si acaso, el concepto de nueva estética define a un movimiento de límites borrosos, cuya característica principal es el intento de integrar la percepción digital y tecnológica en el arte. De alguna manera podría decirse que la definición es apta para todo arte: la cámara fotográfica es el ejemplo más obvio de una tecnología estética disruptiva. Pero al menos una parte del trabajo que se está realizando bajo esta rúbrica tiene su propia particularidad y es irreductible a precursores históricos. En un ensayo largo sobre el tema, Bruce Sterling recita las distintas actualizaciones de la nueva estética: “Visualización de datos, visión satelital, arquitectura paramétrica, cámaras de seguridad, procesamiento digital de la imagen, mashing de archivos de video, glitches, artefactos de corrupción visual. Píxels 3D voxelados en geometrías del mundo real, camuflaje anti vigilancia digital, aumentos, renders fantasmas. Pero también gráficos 8bits retro estilo 1980.”

Por un lado, podría decirse que este tipo de arte es bastante convencional. La generación que actualmente está saliendo a la vida política está amalgamada a la vida de los medios técnicos: su sensibilidad misma es inescindible de las interfaces digitales. Pero lo que distingue al arte de la nueva estética de otras formas de arte mediadas por la tecnología es que “el procesamiento digital de las imágenes coincide con lo real en la medida en que no busca ser una reproducción, como en las artes convencionales”. El procesamiento digital de las imágenes se funde con la realidad de forma que nos permite hablar actualmente de “realidad aumentada”, mientras otras formas previas de arte estuvieron centradas en la percepción de la realidad, en el escape de la realidad, o simplemente en las representaciones de la realidad. Actualmente en cambio nuestra percepción está extendida, distorsionada, aumentada y yuxtapuesta sobre las imágenes digitales.

Desde el punto de vista de la nueva estética, el riesgo de esta ubicuidad del procesamiento digital de la imagen es el de volver obvio o explícito lo que muchos ya saben. Por eso la tendencia principal ha tratado de recuperar en cambio una “extrañeza” en la nueva estética, que sea capaz de trastornar nuestra comprensión tecnológica convencional. Pero, como reconoce el mismo Sterling, la confianza excesiva en la extrañeza como atributo estético también es problemática.

La extrañeza por definición es relativa, necesariamente efímera. El glitch art por ejemplo al comienzo a muchos les resulta extraño pero no tarda en transformarse en algo totalmente convencional. Para ser trascendente en el tiempo la nueva estética debe superar el horizonte de la extrañeza y avanzar en otra dirección. De manera que si por momentos la nueva estética roza lo convencional, y a veces también se basa con demasiado énfasis en la extrañeza, ¿qué puede hacerse para que este medio artístico se vuelva original e interesante?

“La generación que actualmente está saliendo a la vida política está amalgamada a la vida de los medios técnicos: su sensibilidad misma es inescindible de las interfaces digitales. Pero lo que distingue al arte de la nueva estética de otras formas de arte mediadas por la tecnología es que ‘el procesamiento digital de las imágenes coincide con lo real en la medida en que no busca ser una reproducción, como en las artes convencionales’. El procesamiento digital de las imágenes se funde con la realidad de forma que nos permite hablar actualmente de ‘realidad aumentada’, mientras otras formas previas de arte estuvieron centradas en la percepción de la realidad, en el escape de la realidad, o simplemente en las representaciones de la realidad. Actualmente en cambio nuestra percepción está extendida, distorsionada, aumentada y yuxtapuesta sobre las imágenes digitales.”

Me parece que en sus mejores momentos la nueva estética se orienta a la expansión de las posibilidades sensibles por encima de las limitaciones humanas. Tiene que ver con aceptar hasta las últimas consecuencias la idea de que la división entre lo digital y lo real no significa nada, y con usar el colapso de esta división como el impulso necesario para explorar nuevos paisajes. Parte de esta expansión sensible ha de moverse más allá del mero registro visual para empezar a incorporar lo táctil. A medida que el comportamiento gestual se vuelve más y más importante en nuestra interacción con los medios digitales (pensemos solo en el surgimiento de las pantallas táctiles y en el giro hacia sistemas de ventanas optimizados para ser manipulados con los dedos), las posibilidades estéticas de estos medios interactivos también se aleja más y más de su tradicional orientación hacia lo visual. Volviendo a la cuestión del mapa cognitivo, pienso que los artistas que exploran estos nuevos medios y espacios de posibilidad son los que mejor posicionados están para responder al interrogante de cómo representar el big data, las simulaciones computarizadas y otras formas de visualizar datos. Es el trabajo de artistas de este tipo lo que debemos analizar y apoyar si lo que buscamos es superar los límites de la sublimidad técnica.

Esta comprensión de la nueva estética a partir de la creación de posibilidades sensibles más allá de los rangos humanos estándar también ayuda a clarificar dos críticas opuestas del movimiento. La primera es una de las críticas más fuertes, y la hizo el mismo Sterling: la idea de que la nueva estética ignora sus componentes humanos al desconocer la fuente y la instrumentalidad de varias mediaciones tecnológicas. La visión de un drone, por ejemplo, es parte de un ensamblaje militar y político más amplio; los algoritmos de vigilancia y localización son producto de un tipo particular de gobernanza; los glitches y las imágenes de baja resolución surgen de un deseo punzamentemente humano como la nostalgia. Reconocer este componente humano (que es también un componente político) permitirá integrar el movimiento de la nueva estética en un horizonte mucho más significativo. La nueva estética no puede simplemente ignorar a los usuarios de la tecnología: es precisamente cuando los ignora cuando recae en imágenes apolíticas falsas que borran todo su potencial. Pero entonces, ¿qué decir de la propuesta de Ian Bogost, de llevar a la nueva estética en una dirección justamente menos humana, más y más extraña? Para Bogost la nueva estética es todavía humana, demasiado humana: “Una estética realmente nueva”, escribe, “operaría de otra manera: en lugar de ocuparse del modo en que nosotros los humanos percibimos el mundo ‘de otra forma’ al verlo a través de las computadoras (que ‘ven’ el mundo ellas mismas de distintos modos), qué tal si nos preguntáramos cómo las computadoras y los chimpancés, las galletitas dulces y los Boeing 787 Dreamliner desarrollan sus propias estéticas. La percepción y la experiencia de otros seres está fuera de nuestro alcance, pero es accesible a nuestra especulación gracias a la evidencia que emana de sus núcleos retraídos, como la radiación que rodea al horizonte de sucesos de un agujero negro”.

A la vez que se oponen ostensiblemente al programa de politizar la nueva estética, las recetas de Bogost pueden de hecho tener una articulación política muy productiva. Solo hace falta tomar nota de cómo la tecnología ya está extendiendo nuestras capacidades perceptivas para que sea posible poner a la fenomenología alien de los objetos en buen compás con la acción política. Las cámaras de seguridad que registran a los individuos a través del espectro de luz invisible, la tecnología militar que transforma el calor en formas visuales, la investigación de la huella aromática única de cada individuo, la tecnología emergente que permite rodear los objetos de luz y así camuflar los sistemas de armamento ante la visión satelital, por ejemplo. Todas estas son formas de la actividad política que ya están ocurriendo por fuera del sistema de la percepción humana. La extrañeza de la percepción maquínica, o de la percepción de parte de una entidad objetual en general, no es por lo tanto incompatible con su naturaleza política. La nueva estética, tal como la expansión de las posibilidades sensibles a través de las nuevas tecnologías digitales, es simplemente el movimiento artístico que está explorando este espacio conceptual y sensible.

¿Cómo se relaciona todo esto con el mapa cognitivo? Como vimos antes, comprender un no-objeto como el neoliberalismo exige que aceptemos los elementos que presionan sobre los límites de la cognición común. Una solución sería extender nuestras capacidades internas mediante, digamos, un instrumento farmacológico. Hoy en día esta vía nos ofrecería apenas la posibilidad de un ajuste menor, completamente insuficiente de cara a nuestros propósitos políticos. Así que la única opción que nos queda es el diseño de interfaces que ofrezcan la posibilidad de manipular sistemas complejos. Sabemos gracias a la neurociencia que la conciencia actúa simplificando el entorno; pero la sobrecarga informacional que enfrentamos hoy en día implica un nivel de complejidad en nuestro ambiente totalmente nuevo: no se trata ya de complejidad sensorial sino de complejidad cognitiva propiamente hablando. La estética de la interface es el modo de volver operacional este conocimiento complejo, en la forma de representaciones locales y factibles a escala fenomenológica. El trabajo que se realiza bajo la rúbrica de “nueva estética” puede implicar entonces la creación y el descubrimiento de nuevas formas de poner en práctica la percepción maquínica.

5 / Diseñar futuros 

Un horizonte importante que se ofrece a la exploración estética, entonces, lo dicta una conjunción de nuevos paradigmas artísticos con los instrumentos de mapeo cognitivo que proveen la ciencia y la tecnología. El diseño, entendido como la conjunción de la estética, el pragmatismo y la tecnología, es un nodo clave desde el que ponernos por delante de nuestra distopía actual. En una época plagada por el caos (que Franco Berardi describe como “una complejidad demasiado densa, demasiado pesada, demasiado intensa, demasiado veloz, demasiado acelerada como para que nuestros cerebros puedan descifrarla”), la finalidad de toda estética política es la de tratar de abordar estas líneas aceleradas que componen el mundo y devolverlas a un plano de consistencia inteligible y tratable. Esta forma estética debe orientarse a lo práctico y tomar en cuenta las posibilidades cognitivas y materiales que el cuerpo humano es capaz de ofrecer en términos de percepción. Podemos pensar en la significación que han tenido los distintos medios de interface que utilizamos a diario, como en los teléfonos. Los gestos que usamos para navegar en estos paisajes digitales son fruto de inversiones de miles de millones de dólares en investigación, litigios judiciales inclusive, etc. Todo este dinero se gasta para reducir la distancia entre los aumentos técnicos y el cuerpo de carne de los seres humanos, al punto de fundirlos en una sola unidad. Elecciones estéticas como estas son el tema de un fascinante libro reciente de Laura Noren llamado Can Objects Be Evil? A Review of ‘Addiction by Design’ dedicado al diseño de los tragamonedas de los casinos, cuyas interfaces fueron concebidas con el propósito de atrapar a los individuos susceptibles y explotar, de modo bastante siniestro, los fundamentos químicos de la adicción al juego. 

“De este modo la ergonomía se convirtió en una parte de la economía. Se contrataba a los mejores expertos en animación para que diseñaran sonidos y animaciones que celebraran a los ganadores frente a las máquinas. Algunos jugadores sin embargo se quejaron porque las animaciones eran demasiado lentas, así que se dejaron de usar. El juego entonces se aceleró y, al volverse más rápido, aumentó la descarga de dopamina en el cerebro. También aumentó la velocidad a la que los jugadores se vaciaban los bolsillos, lo que redujo a su turno sus niveles de lealtad hacia esta o aquella máquina y, eventualmente, hacia el mismo casino en el que se encontraban. Con la llegada de los chips electrónicos, haciéndoles algunos ajustes, los diseñadores fueron capaces de aumentar la frecuencia de pequeños tiros ganadores (por ganancias ínfimas, la mayor parte de las veces menores al costo mínimo de la ficha) que mantuvieran la dopamina en alto para que el dinero siguiera cayendo sin fin en las arcas del casino.”

Esta manipulación neuronal, química y visual de la interface demuestra su capacidad de modularse y orientarse según fines políticos particulares, en este caso la rentabilidad. Dicho de la manera más simple, el diseño de interfaces tiene consecuencias reales en la conducta de los individuos. Pero en el caso de un sistema complejo tenemos que rechazar el sueño de una interface omnisciente y panóptica. Más bien necesitamos interfaces que restrinjan la información a un conjunto clave de variables, o que las ordenen en un subconjunto discreto que permita la interacción directa. Esto es especialmente pertinente a la hora de actuar sobre megasistemas autorreflexivos y complejos como el sistema financiero global. En otras palabras, los sistemas complejos requieren sintomatología: la economía no debe entenderse como un objeto sensible, sino como una serie de indicadores económicos. Lo mismo vale para el clima, que debe comprenderse como el interjuego de indicadores tales como las concentraciones de CO2, las temperaturas medias, los niveles de hielo polar, etc. ¿De qué modo entonces estas formas de interface, eminentemente específicas y personales, se relacionan con los problemas más amplios del capitalismo global? El mejor ejemplo que tenemos a mano posiblemente es el Proyecto CyberSyn, que se desarrolló en el Chile de Allende a comienzos de la década de 1970. Según Eden Medina, CyberSyn “estaba pensado como un sistema de control en tiempo real capaz de recabar información económica a lo largo de la nación, transmitirla al gobierno y procesarla para contribuir con el proceso de gobernancia económica”. Toda la infraestructura técnica del sistema, a fin de cuentas, trabajaba para una única sala de control capaz de supervisar la economía entera.

“El diseño, entendido como la conjunción de la estética, el pragmatismo y la tecnología, es un nodo clave desde el que ponernos por delante de nuestra distopía actual. En una época plagada por el caos, la finalidad de toda estética política es la de tratar de abordar estas líneas aceleradas que componen el mundo y devolverlas a un plano de consistencia inteligible y tratable.”

“En una pared”, escribe Medina, “una sucesión de pantallas mantenía actualizada la información procedente de las fábricas nacionales. Un mecanismo de control sencillo que constaba de diez botones en el brazo de cada una de las sillas le permitía al usuario poner en pantalla distintos cuadros, gráficos y fotografías de la producción industrial chilena. En otra de las paredes, un visor con luces rojas indicaba emergencias económicas que necesitaran atención urgente: cuanto más frecuente el flash rojo, más apremiante la situación. Una tercera pared presentaba una imagen de luces de color, con un modelo cibernético de cinco partes, basado en el sistema nervioso humano.” CyberSyn incorporaba todo lo que venimos comentando: el proyecto utilizada las teorías cibernéticas más avanzadas y tecnología muy sofisticada para producir una representación sintomática de la economía como un sistema complejo. Los datos puros eran procesados en un diseño particular, orientado a maximizar la operabilidad sobre un sistema complejo. Y todo esto era posible únicamente a través de medios visuales, elecciones arquitectónicas, gestos de diseño y un conocimiento adecuado de los límites de la cognición humana. Además, y a diferencia de los sistemas similares que se utilizaron en la Unión Soviética desde la década de 1950, CyberSyn implementaba una visión radical de la sociedad como parte de su infraestructura tecnológica. La capacidad de implementar un modelo descentralizado de gobernancia era parte del diseño del sistema, que así encanastaba una nueva forma de comunismo en su misma infraestructura material, lejos de la arquitectura de control vertical de los sistemas soviéticos.

Las ansias de poder monitorear e interactuar con la economía en tiempo real no es solamente un sueño comunista. Los bancos centrales modernos operan básicamente del mismo modo: su acción se basa en la disponibilidad en tiempo real de los indicadores económicos, que les permiten reaccionar a través de la política monetaria. En un mundo en el que la minería de datos ya es algo cotidiano, los bancos centrales se orientan por indicadores cada vez más finos y veloces. La Reserva Federal de Estados Unidos utiliza análisis de sentimientos para minar contenido de las redes sociales y generar la imagen de un “estado de ánimo” de los consumidores. El banco central israelí toma datos surgidos de búsquedas en Google en tiempo real como la base para entender de qué modo está funcionando la economía. (Así, por ejemplo, un pico en la búsqueda de construcciones como “beneficios sociales para personas desempleadas” sugiere que la economía está a la baja.) Este conocimiento se está volviendo cada vez más un factor que oscila en tiempo real a la hora de tomar decisiones en las cumbres de mando del capitalismo moderno. En todos estos casos, de CyberSyn a la Reserva Feeral, lo que está en juego es la capacidad de incorporar la percepción mediada por máquinas en la comprensión de un sistema complejo.

Es con estas herramientas que la izquierda podría empezar a navegar en el mundo conceptual y práctico del neoliberalismo. Esto requiere un análisis más efectivo de la posición de los puntos que ofrecen ventaja, por ejemplo. Pienso en lo que Lombardi llama “arte conspirativo”, que trata de hacer visibles las redes sociales de la élite de poder que gobierna el mundo. Otros ejemplos incluyen el análisis (también en términos de redes sociales) de los “directorios maestros” (cuando un mismo grupo de personas cumple funciones en los directorios de muchas empresas) y el mapeo de otros tipos de relación de propiedad y control entre empresas de distinta jerarquía. También tenemos el ejemplo del análisis de la actividad de los nodos de las redes de transporte y logística, un análisis que permite que el caos del comercio mundial se convierta en un objetivo susceptible de abordaje en términos de acción política. El segundo horizonte que tienen los mapas cognitivos y la estética del diseño es la construcción concreta de sistemas económicos alternativos. Uno de los primeros intentos de mapear cognitivamente la economía lo llevó a cabo François Quesnay en 1758, al subrayar la naturaleza sistémica de la economía y las interrelaciones entre los propietarios de la tierra, los granjeros y los campesinos. Hoy sin embargo las organizaciones de izquierda como la New Economics Foundation ya han construido modelos computacionales que permiten tener una perspectiva sistemática de la economía, para ayudar con los objetivos políticos de izquierda. Por último, con este enfoque, creo que podemos empezar a revertir la tendencia por la cual el futuro necesariamente nos parece distópico. El arte se convierte en la visión del futuro más que en la mirada retrospectiva sobre el pasado. Como dice Berardi, “el repertorio de imágenes a nuestra disposición limita, exalta, amplifica, circunscribe las formas de vida y los eventos que podemos proyectar a través de nuestra imaginación en el mundo, para hacerlas nacer, construirlas y habitarlas”.

En conclusión, uno de los medios principales para superar el presupuesto neoliberal de la imposibilidad de manipular la complejidad (en una época de por sí compleja) es la fusión del trabajo artístico, las simulaciones digitales y las infraestructuras técnicas en un proyecto cuyo objetivo sea representar el no-objeto que es el neoliberalismo.

Texto presentado en la conferencia The Matter of Contradiction: Ungrounding the Object, Vassivière, Francia, 8 y 9 de septiembre de 2012.

Nick Srnicek (Canadá, 1982) Es profesor de Economía Digital del Departamento de Humanidades Digitales de King’s College en Londres. Doctorado en Relaciones Internacionales, fue editor de Millennium: Journal of International Studies. Sus investigaciones están basadas en la interacción de la economía política y la tecnología, y se encargan de analizar tanto las amenazas como las oportunidades que surgen de esa relación. Es coautor del Manifiesto Aceleracionista junto con Alex Williams, que tuvo una gran repercusión mundial y fue traducido a varias lenguas, con quien también publicó Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo.

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NAVEGAR EL NEOLIBERALISMO. HACIA UNA ESTÉTICA POLÍTICA EN TIEMPO DE CRISIS 

(PRIMERA PARTE) 

NAVEGAR EL NEOLIBERALISMO. HACIA UNA ESTÉTICA POLÍTICA EN TIEMPO DE CRISIS (PRIMERA PARTE)

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Por Nick Srnicek
Traducción de Claudio Iglesias

1 / Introducción 

Me gustaría reflexionar sobre la conjunción inusual y contingente de algunas de las direcciones que ha tomado el mundo contemporáneo, y sobre el lugar que tiene el arte en esta situación. Primero, lo básico: estamos frente a un mundo que ha perdido el cable a tierra con su propia realidad, un mundo en el que ya han colapsado tanto la economía neoliberal como su hegemonía sobre la imaginación social. Incluso si las consecuencias de este proceso todavía no han salido a la luz, sería difícil decir algo exagerado sobre su importancia. Este punto nos lleva a otra de las tendencias con una influencia relevante en la contemporaneidad: el vacío abismal en el corazón de todo pensamiento político alternativo. Al tiempo que los fundamentos del neoliberalismo colapsaron bajo el peso de sus propias contradicciones, el terreno que dejaron libre permanece vacante. Surgieron, sí, movimientos como Occupy que lamentablemente solo fueron capaces de ofrecer soluciones terriblemente inadecuadas, de carácter horizontalista y localista, para problemas de naturaleza global. Como afirmó Jodi Dean con sarcasmo y agudeza, “a Goldman Sachs no le importa si te decidís a criar gallinas en tu patio”. Por su lado, el progresismo mainstream no logró divorciarse todavía del espejismo obsoleto de una supuesta edad de oro del capitalismo y sigue abogando por un retorno al keynesianismo clásico de la década de 1960. Demás está decir que esta receta ignora los cambios que ocurrieron desde entonces en términos de composición social, infraestructura tecnológica y correlaciones de fuerza a nivel global.

Pero la idea que me propongo articular en este ensayo es que estas dos corrientes, el colapso del neoliberalismo y la ausencia de alternativas, pueden encontrar su solución en una tercera tendencia, encarnada en una perspectiva estética incipiente y particular. Lo que necesitamos hoy es una reconfiguración de los fundamentos de la estética política en los que abreva la izquierda. O para decirlo más claramente, lo que necesitamos es ampliar nuestras capacidades de imaginación sensible a través de la mediación de aumentos tecnológicos. Para poder desarrollar una alternativa adecuada a las complejas sociedades del presente, la izquierda debe invocar las capacidades latentes de la tecnología y la ciencia, de forma de poder imaginar un futuro mejor.

Esto es necesario, primero, para poder confrontar de manera adecuada con el no-objeto extraño que es el capitalismo contemporáneo. La economía no es un objeto susceptible de percepción directa, sino que se distribuye a lo largo del espacio y el tiempo, incorpora las leyes de propiedad, las necesidades biológicas, los recursos naturales, la infraestructura tecnológica y mucho más en su ecléctico ensamblaje. La economía involucra ciclos de retroalimentación, eventos multicausales, sensibilidad a las condiciones iniciales y otras características de los sistemas complejos y también, tal vez lo más importante, la economía es capaz de producir efectos emergentes que son irreductibles a sus componentes individuales. Es por eso que, a pesar de los ríos de tinta que se han escrito sobre el capitalismo, la izquierda todavía no lo entiende. La cuestión a la que debemos apuntar es esta: ¿cómo producir una representación estética de una entidad estructural compleja como el neoliberalismo? En la misma medida en que elude toda percepción directa, la economía solo nos resultará visible mediante el aumento del sistema cognitivo que puede producirse con ayuda de distintos aparatos sociotécnicos.

2 / El mapa cognitivo y la estética de lo sublime 

Esta cuestión nos lleva directamente a lo que Fredric Jameson ha llamado “mapa cognitivo”. De acuerdo con él, lo que la izquierda echa en falta es justamente el mapa cognitivo, entendido como la capacidad de hacer inteligible el mundo a través de una comprensión situacional de nuestra propia posición. En este punto Jameson se basa en las ideas del teórico del urbanismo Kevin Lynch, quien sostiene que al diseñar espacios urbanos debemos tomar en cuenta el modo particular en que las personas navegan en las ciudades. Al llegar a una nueva ciudad, el individuo se encuentra sin un mapa cognitivo del espacio y debe construir uno a través del hábito. Como dice Lynch, la tarea del diseñador urbano es contribuir con este proceso al colocar estratégicamente hitos visibles y otros símbolos fáciles de reconocer para proveer un sustrato sobre el que pueda desarrollarse el mapa cognitivo.

“Lo que necesitamos hoy es una reconfiguración de los fundamentos de la estética política en los que abreva la izquierda. O para decirlo más claramente, lo que necesitamos es ampliar nuestras capacidades de imaginación sensible a través de la mediación de aumentos tecnológicos. Para poder desarrollar una alternativa adecuada a las complejas sociedades del presente, la izquierda debe invocar las capacidades latentes de la tecnología y la ciencia, de forma de poder imaginar un futuro mejor.”

Pero Jameson extiende el alcance del mapa cognitivo, que originalmente refiere a la relación del individuo con la ciudad, hasta englobar su vinculación con todo el sistema social. Según dice, la función del mapa cognitivo es “permitir una representación situacional del rol del individuo dentro de la totalidad, más vasta y ciertamente irrepresentable, que forma el conjunto de las estructuras sociales”. A partir de un conjunto de contextos históricos entrecruzados, del capitalismo de base nacional hasta su forma actual globalizada, pasando por el imperialismo, Jameson argumenta que en determinado punto histórico la naturaleza del capitalismo era tal que el individuo podía todavía establecer una correspondencia entre sus propias experiencias fenomenológicas locales y la estructura económica que las determinaba. En otras palabras, en algún momento del pasado podíamos todavía establecer un mapa cognitivo de nuestro espacio económico, y así hacer inteligible el mundo a nuestro alrededor. Con el inicio de la globalización esto se ha vuelto imposible según Jameson. Ya no podemos extrapolar nuestra experiencia local al mapa del sistema económico global. Sufrimos una falta de mapas cognitivos, una grieta creciente entre nuestra fenomenología local y las condiciones estructurales que la determinan.

Esta separación entre la experiencia y el sistema dentro del cual operamos conduce a una alienación creciente: nos sentimos a la deriva en un mundo que no comprendemos. Jameson observa que la actual proliferación de teorías conspirativas bien puede ser una respuesta cultural a esta situación. Lo que logran las teorías conspirativas es reducir el abanico de posibles responsables del estado del mundo a una encarnación unitaria del poder global (sea el grupo Bilderberg, la Francmasonería o cualquier otro chivo expiatorio). A pesar de la complejidad a veces extraordinaria de algunas teorías conspirativas, todas ellas proveen una respuesta suscinta y reconfortante a la pregunta “¿quién está atrás de todo esto?” En esa medida, las teorías conspirativas actúan como un mapa cognitivo. La importancia del mapa cognitivo radica en que provee un instrumento para navegar en un sistema complejo. Jameson ha llegado a afirmar que “si no es posible entender la totalidad social (no hablemos ya de transformarla), no es posible tampoco pensar en una política auténticamente socialista”. Ya emancipado el capitalismo global de toda coordenada fenomenológica, esta posibilidad de una política socialista se ha vuelto mucho más difícil. El corazón del problema es que “la economía no nos es dada como un objeto empírico entre otras cosas mundanas”, dice Jameson. “Para que resulte posible ‘verla’ a través del aparato de la percepción humana, la economía debe someterse al proceso (crucial para la ciencia) del mapeo representacional”. Como muchos otros objetos de estudio científico, la economía evade la percepción directa. La salud de una economía no es una entidad física en el mundo. Se trata en cambio de un cúmulo de información, un constructo complejo que se nutre tanto de los procesos materiales en el mundo como de elecciones (política y socialmente orientadas) respecto de cómo evaluarla y calcularla. Para mapear cognitivamente la economía, es necesario entonces construir todo un sistema sociotécnico capaz de observarla, medirla, clasificarla y analizarla. En lugar de percibir a la economía directamente, percibirla como el sistema complejo que es da lugar a un proceso más parecido a la sintomatología. Existen varios indicadores económicos que se utilizan para tratar de discernir la salud de una economía de la misma manera que un doctor examina los síntomas de un paciente para determinar la naturaleza de la enfermedad subyacente. Existen los síntomas más populares, con los que en general estamos muy familiarizados, como el PBI, la tasa de desempleo, la tasa de interés interbancaria, etc. Y hay otros síntomas más secretos, en los que los médicos de la economía tienen enorme confianza sin embargo, como el uso de energía eléctrica, los costos de embarque, etc.

Es importante destacar lo diferente que es este enfoque del típico abordaje izquierdista en el estudio de la economía. En general, la tradición económica de izquierda tuvo dos grandes moldes. El primero toma una perspectiva parcial, que permite hacer intervenciones críticas en temas tales como desempleo, desigualdad, reformas al estado de bienestar, leyes de comercio, etc. El otro abordaje parte de un punto de vista auténticamente sistémico pero casi siempre negligente con respecto a las herramientas estadísticas y matemáticas. Este enfoque sistémico en la izquierda se fundamenta en general en la dialéctica: su epítome natural es Marx por supuesto pero también podría ser el trabajo de David Harvey en los tiempos más recientes. El problema es que la dialéctica no es ya (si es que alguna vez lo fue) una herramienta adecuada para entender la naturaleza sistémica del capitalismo. Evidentemente, después de Deleuze, es cada vez más difícil proponer la contradicción como la fuerza motora de la historia. En su lugar, para entender el mundo contemporáneo lo que necesitamos es una ontología de ciclos de retroalimentación, efectos emergentes y resultados contingentes. En esa medida la clave para entender la economía está en el empleo de herramientas técnicas como los algoritmos computacionales, los modelos de simulación, la econometría y otros instrumentos de análisis estadístico. Estas herramientas, como una especie de prótesis cognitivas, permiten la percepción de sistemas de otro modo invisibles como el capitalismo. Tenemos que tomar en serio la idea de Friedrich Kittler de que “las propiedades perceptibles y estéticas son siempre variables dependientes, de una mayor o menor factibilidad técnica”. La expansión continua de la tecnología nos pide a gritos que expandamos también nuestro mapa cognitivo de los sistemas económicos. En la sociedad contemporánea la infraestructura técnica para realizar este proyecto es cada vez más grande. Estamos cada vez más inmersos en una red inmensa de sensores y bases de datos que registran nuestra existencia. La localización de los teléfonos móviles queda grabada a través del GPS; el comportamiento online de un individuo se va archivando a cada paso que da en la web; las conversaciones en redes sociales son minadas para extraer su contenido semántico, y ya existen movimientos como la comunidad QS (quantified self) que promueven el empleo de aplicaciones que extraen datos del cuerpo humano. A la par de esta expansión de la información misma avanzan los medios intelectuales y tecnológicos para analizar el big data. El análisis de las redes sociales está echando una luz nueva sobre la forma en que los memes, las conductas, los deseos y los afectos se difunden a través de nuestras conexiones personales. La modelación computacional basada en agente (ABM, por agent-based model) está siendo muy útil para inferir cómo un patrón organizado de comportamiento puede surgir del caos de las acciones individuales.

Los algoritmos predictivos utilizan el registro de acciones pasadas para predecir la conducta futura, con precisión sorprendente. Todos estos ensamblajes sociotécnicos podrían movilizarse para generar nuevas perspectivas sobre el funcionamiento de las economías neoliberales. Pero lo que necesitamos no es solo una representación matemática de estos sistemas complejos. En una entrevista abierta después de presentar su teoría del mapa cognitivo, Jameson recibe una pregunta importante del público: si sería posible que la estética tuviera un rol en su concepción. Pido disculpas por incluir ahora una cita tan extensa, pero su respuesta es clave para que podamos comprender de qué modo el arte es capaz de intervenir en el espacio político: “El tema del rol de la estética como algo opuesto a las ciencias sociales a la hora de explorar la estructura o el sistema del mundo se corresponde a mí entender con la distinción ortodoxa entre ciencia e ideología (distinción que sin embargo, en otro orden de cosas, sigue pareciéndome válida). Lo que quiero decir es que cargamos con esta división entre la ideología en el sentido althusseriano, es decir el modo en el que cada uno mapea su propia relación, como sujeto individual, con la organización social y económica del capitalismo global, de un lado, y del otro el discurso de la ciencia, que entiendo que sería ese discurso (imposible, en definitiva) que no tiene sujeto. En este discurso ideal, como ocurre en una ecuación matemática, uno puede modelar lo real con independencia de toda relación con sujetos individuales, uno mismo incluido. Obviamente le podés enseñar a una persona qué diseño conceptual o intelectual tiene esta o aquella visión del mundo, pero el verdadero problema es que es cada vez más difícil que una persona logre articular esas ideas en su propia experiencia, con la vida cotidiana que sobrelleva en tanto sujeto psicológico individual. Las ciencias sociales difícilmente puedan lograr eso, y si lo intentan como es el caso con la etnometodología, solo lo hacen a través de una mutación en el discurso de la ciencia social, o lo logran hacer en la medida en que la ciencia social misma se vuelve ideología, pero entonces estamos de vuelta en el terreno de la estética. La estética se enfoca en la experiencia individual y no tanto en la conceptualización de lo real en un sentido más abstracto.”

La estética es entonces la mediación sensible entre la fenomenología individual y nuestros mapas cognitivos de las estructuras globales. Pero creo que en este punto deberíamos secuenciar la concepción de la estética de Jameson en dos partes, a través de una distinción entre la estética de la sublimidad técnica y la estética de las interfaces. Es decir entre el big data como ruido impenetrable y el big data como información cognitivamente tratable. El acto de construir mediadores entre ambos dominios es precisamente una de las áreas cruciales en las que el arte político podría situarse hoy en día. La estética de la sublimidad técnica presenta los sistemas complejos de una forma abarcativa, con una reducción insignificante de información.

Al respecto, el trabajo de Ryoji Ikeda en el terreno de la datafonía es ejemplar de este enfoque. Al acumular conjuntos de datos en números enormes, que desafían la comprensión humana, Ikeda construye instalaciones y paisajes sonoros que operan realmente en los límites de la sensibilidad humana. Las frecuencias sónicas de su música apenas si entran en el rango de las capacidades auditivas humanas; sus instalaciones visuales están diseñadas para sobrecoger, para incapacitar inclusive. La sublimidad técnica emerge allí donde la percepción recula frente a una vastedad incomprensible mientras la cognición y la razón se ponen a cubierto en segundo plano, metiendo todo en una caja negra. Lo sublime es el punto de fuga entre el horror en el nivel de la sensibilidad y la comprensión conceptual en el nivel de la cognición. Pero ese es precisamente el problema si lo que hacemos es privilegiar los medios técnicos a la hora de comprender sistemas como el neoliberalismo. Existe el riesgo de que sigamos en el mismo nivel de aceleración informacional, que vuelve al mundo tan incomprensible como ya lo era sin la mediación digital.

3 / El problema del futuro 

Por las razones ya expuestas, el mapa cognitivo en sí mismo solo provee una estética de la sublimidad técnica, que nos sobrecoge con una inconmensurable carga de datos, pero habilitándonos a la vez una pobre posición desde la que abordar sus fundamentos técnicos. Lo único que nos queda por delante en el mejor de los casos es entregarnos a la manipulación fisiológica del “síndrome de Stendhal”, el desarreglo orgánico que provoca la exposición inmersiva a la belleza artística. El mapa cognitivo no nos ofrece ninguna ventaja cognitiva o sensible de cara al futuro. En particular, el mapa cognitivo es incapaz de superar la visión distópica del futuro típica del mundo contemporáneo. “El futuro se convierte en una amenaza en la medida en que la imaginación colectiva resulta incapaz de concebir un alternativa a las corrientes que llevan a la devastación y al aumento de la pobreza y la violencia.” (Jameson) La terquedad inexpugnable del capitalismo global para seguir adelante, el neoliberalismo zombie que sigue avanzando torpemente incluso cuando ya le han propinado un golpe mortal, hace del futuro un tiempo implacablemente distópico. El cambio climático, las guerras por los recursos naturales, el conflicto social, el aumento de la desigualdad y una militarización creciente son todos datos fenomenológicos del futuro.

“La estética es entonces la mediación sensible entre la fenomenología individual y nuestros mapas cognitivos de las estructuras globales. Pero creo que en este punto deberíamos secuenciar la concepción de la estética de Jameson en dos partes, a través de una distinción entre la estética de la sublimidad técnica y la estética de las interfaces. Es decir entre el big data como ruido impenetrable y el big data como información cognitivamente tratable. El acto de construir mediadores entre ambos dominios es precisamente una de las áreas cruciales en las que el arte político podría situarse hoy en día.”

Sin embargo, como observa Franco Berardi, el futuro es en sí mismo una construcción cultural. Antes de la modernidad el tiempo entero era considerado la caída que siguió a una utopía situada en el pasado. Con la modernidad esta relación se invirtió, y desde entonces el futuro fue el locus del progreso y los sueños utópicos. “El futuro”, escribe Berardi, “no es una dimensión natural de la mente. Es una modalidad de proyección e imaginación, un rasgo de expectativa y atención, y sus modalidades cambian con los cambios culturales”. Nuestra época convirtió la idea del progreso en algo ingenuo hasta el idealismo. El posmodernismo, se lo reconozca explícitamente o no, se convirtió en el sentido común de la persona corriente. Vivimos en una época en la que el futuro transicionó de utópico a distópico, en el que el grito soviético del “asalto al cielo” ha quedado arrumbado a un costado del camino y en su lugar lo que tenemos es un futuro de agotamiento. Agotamiento de los recursos naturales, agotamiento de las fuerzas productivas, agotamiento de nuestra salud mental. Sorprende un poco ver que la noción de un futuro de progreso ha disminuido incluso en el marco de los parámetros del realismo capitalista. La deuda en este punto sirve como el indicador principal de la creencia capitalista en un futuro mejor: la deuda solo es pagable si uno cree que el futuro será mejor. El colapso global del mercado de préstamos, con las corporaciones y los bancos que acumulan cantidades récord de dinero, indica que incluso el realismo capitalista perdió su sentido del futuro.

Esta implosión del futuro se hace sentir afectivamente como impotencia política. Al no poder establecer patrones en la realidad, superada por el big data y los sistemas complejos, nuestra capacidad de acción se reduce a un mero rechazo, en el mejor caso. El intento de negar el orden existente, cuyo mejor ejemplo físico fueron los acampes de Occupy, trata de pararse de manos frente a toda la fuerza del sistema, que inevitablemente prevalece con facilidad sobre estos dóciles actos de insubordinación y luego sigue girando intacto sobre su eje. Exactamente en este punto, es crucial contar con una estética de la interface. La imagen modernista del futuro de progreso tenía como premisa la capacidad de extrapolación y pronóstico con vistas al futuro tanto como la creencia en la capacidad humana de manejar la dirección de la historia. Hoy en día en cambio nos hemos resignado a la premisa neoliberal de que el mundo es demasiado complejo como paras pensar en planificarlo, manipularlo, acelerarlo, modificarlo o intervenir en él de algún otro modo. El sentido común nos dice que el mercado es realmente lo mejor que podemos esperar. No hay forma de manejar un sistema complejo, ¿para qué molestarnos intentándolo, entonces? Así el sentido común se pierde en la complejidad del mundo sin un mapa cognitivo con el que navegar en él. Pero si la estética del big data es incapaz de volver tratable toda esta complejidad, entonces lo que necesitamos es una transición de la estética de lo sublime a la estética de la interface. Esta última indexará la mediación entre la complejidad del big data de un lado, y nuestras capacidades cognitivas finitas del otro. En este espacio el arte se vuelve un arma política.

Nick Srnicek (Canadá, 1982) Es profesor de Economía Digital del Departamento de Humanidades Digitales de King’s College en Londres. Doctorado en Relaciones Internacionales, fue editor de Millennium: Journal of International Studies. Sus investigaciones están basadas en la interacción de la economía política y la tecnología, y se encargan de analizar tanto las amenazas como las oportunidades que surgen de esa relación. Es coautor del Manifiesto Aceleracionista junto con Alex Williams, que tuvo una gran repercusión mundial y fue traducido a varias lenguas, con quien también publicó Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo.

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 NOTAS PARA UN MUSEO POR VENIR

FRACASAR MEJOR. NOTAS PARA UN MUSEO POR VENIR

Por Pablo Martínez

En las últimas semanas hemos visto cómo desde los medios de comunicación generalistas españoles se prestaba una atención extraordinaria a la reapertura de los museos tras el confinamiento. La mayoría de los reportajes televisivos y entrevistas a distintos responsables de instituciones se centraba en los efectos de la pandemia en las programaciones, así como en las nuevas condiciones de la visita. Sin embargo, poco se ha debatido acerca de cómo los museos deberían aprovechar la coyuntura para replantear sus fundamentos éticos y políticos y con ellos sus estructuras y economías. Porque a pesar de su excepcionalidad, la pandemia no ha hecho otra cosa que confirmar aquello que desde hace años veníamos debatiendo en seminarios y encuentros en algunos museos y centros de arte: que el sistema está colapsando y que hay que actuar con determinación en todas las esferas de la vida. En el caso del museo el problema es complejo ya que en las últimas décadas ha sido uno de los principales promotores de una dinámica sustentada en la movilidad permanente, la economía de la visibilidad y la lógica de crecimiento continuo. Por eso, quizás, además de debatir acerca de cómo será la visita a un museo en condiciones de distanciamiento social, habría que reflexionar colectivamente sobre la necesaria refundación del museo bajo unos nuevos parámetros materiales y estéticos. El mundo entero tal y como lo conocemos está en un proceso de reestructuración a consecuencia del colapso ecológico y su consecuente crisis civilizatoria. Si los museos quieren desempeñar un papel relevante en esa reestructuración y apostar por la justicia climática no les queda más remedio que traicionar su cometido y aprender a fracasar mejor.

En El arte queer del fracaso Jack Halberstam analiza el modo en que el capitalismo y el heteropatriarcado han producido unas formas de felicidad y éxito normativas que merecen ser desmontadas. Lo que comúnmente denominaríamos fracaso, desde la perspectiva que propone Halberstam no es otra cosa que la apuesta por una existencia genuina al margen de las lógicas imperantes. Una disidencia de la norma impuesta. Si abordamos su propuesta desde perspectivas ecofeministas, esa disidencia se concretaría en una oposición a una idea de bienestar basada en la acumulación de bienes y la capacidad de consumo y en la proposición de formas de vida buena más austeras, pero también menos dañinas con el contexto. Estaríamos hablando de un modelo de museo que se resistiría a ser gobernado bajo las lógicas de la acumulación, la productividad, el valor, la propiedad, la novedad y la tiranía de los ingresos propios generados por entradas, alquiler de espacios o patrocinios. Un museo que sea antes internacionalista que internacional, que apueste por lo local sin ser provinciano y que se resista a incrementar la lista de sus artistas internacionales, de sus ponentes estrella, de sus trabajadoras a bajo coste. Que apueste por lo sencillo y que renuncie, en definitiva, a todos los indicadores que hasta ahora medían su éxito. Porque todos esos indicadores son los que han llevado a configurar una cultura en abierta guerra con la vida, por usar palabras de Yayo Herrero. Un museo que trabaje por la re-materialización de la cultura (o más bien que tome conciencia de sus condiciones materiales, porque de inmaterial tiene poco) y que apueste decididamente por una descarbonización en todos sus sentidos. Esa descarbonización se concretaría en lo material en tomar en consideración la huella ecológica de sus programas y estructuras y actuar en consecuencia. En el plano abstracto se trataría de una operación no menos compleja y ambiciosa como es la de descarbonizar los imaginarios sobre los que se ha asentado la modernidad, aquello que de forma muy acertada Jaime Vindel ha denominado estética fósil. Y esta operación se abordaría en dos direcciones: por un lado, mediante la reescritura de las narrativas de la historia del arte desde una perspectiva fosilista que abordase no solo una crítica a la idea de progreso moderna, sino que cuestionase los imaginarios de crecimiento sin límites a los que ha contribuido el arte, la exaltación del deseo sin control o la aceleración futurista por poner solo algunos ejemplos. Por otra, debería contribuir a la creación de nuevos imaginarios de vida buena con una dependencia menor de la energía fósil, precisamente en la dirección opuesta a lo que ha conseguido mediante la bienalización del mundo. Si aquella operación que se inició en la década de los noventa sirvió para la producción de una imagen positiva de la globalización y una proyección de la movilidad como sinónimo de libertad creativa y dinamismo social con un altísimo coste ecológico, quizás ahora el mundo del arte debería contribuir a revertir ese proceso y apostar por un museo que participe y fomente una economía libidinal de bajo impacto ecológico. 

Desde hace tiempo he venido ensayando el concepto de “museo por venir”, como un ejercicio de imaginación institucional y producción conceptual. Como ya he expresado en otros lugares la noción de “por venir” tendría una doble vertiente: por un lado, dibuja una posible hoja de ruta hacia un museo que ajuste su función y actividad a las condiciones que los límites biofísicos del planeta determinan. Por otro, toma el concepto de “por venir” expresado por el teórico cubano José Esteban Muñoz en su libro Cruising Utopía, publicado en 2009 y recientemente traducido por Caja Negra bajo el título Utopía queer. El entonces y allí de la futuralidad antinormativa. Muñoz describe lo queer como algo que todavía no es posible, que no se alcanza, como una negación del aquí y el ahora y una instancia hacia la potencialidad concreta de un mundo distinto. Ofrece una sociabilidad queer o una futuridad queer que desafía el aquí y ahora heteropatriarcal y lo mueve hacia el ahí y entonces de las minorías a través de la activación de estrategias estéticas para sobrevivir e imaginar maneras de ser dentro de mundos utópicos. En este sentido, la operación de queerizar el museo no solo consistiría en la incorporación de todas las minorías que han quedado excluidas a lo largo de su historia como participantes de la creación de imaginarios y como narradoras de otras historias, sino que apostaría por la activación de imaginaciones que nos hagan escapar de la prisión del tiempo presente que mantiene nuestra imaginación capturada. Queerizar el museo consistiría en desordenar su función, traicionar su norma y contribuir a la concepción de nuevos mundos que por fuerza surgirán del caos. Desafiar así las lógicas de lo que “ha de ser mostrado” y el “cómo ha de mostrarse” y con ello contribuir a superar la noción burguesa de orden público, de ordenación de los públicos, que, en realidad solo implica control, ya que los museos de arte responden, en buena medida, a una función normalizadora: no solo mediante la regulación del trabajo artístico, sino a través de la ordenación de cuerpos, relaciones y tiempos. El desafío consistiría en empezar a imaginar el futuro desde estas instituciones del pasado en un proceso que parta de la solidaridad con las otras especies y que desmonte imaginarios consumistas, reconstruya comunidades cooperativas y reconozca el carácter individualista y extremadamente fosilista de nuestros imaginarios de emancipación. Un museo que no solamente merezca ser visitado, sino que merezca la pena ser vivido.

Hace unos días, en una inspiradora entrevista de Marcelo Expósito, Manuel Borja-Villel decía: “El museo tendrá que cuidar como un hospital sin dejar de ser crítico”. La idea a la que refiere el título es sumamente productiva al tiempo que provocadora, ya que la invitación a privilegiar los cuidados implica que, por fuerza, se fracase en alguna de las otras funciones del museo. Imagino que cuando el director del museo nacional hacía esta afirmación no solo proponía ampliar, sino que también quería reconocer el trabajo de cuidados que los museos llevan haciendo desde hace décadas fundamentalmente a través de sus departamentos de educación y programas públicos. En este sentido quizás sería más ajustado decir que el museo “tendrá que seguir cuidando” o quizás mejor “aprender a cuidar a quienes cuidan y mejorar las condiciones laborales y el estatus de educadoras, mediadoras y todo el personal que desempeña un trabajo de proximidad”. Esta tarea del cuidado resulta urgente en estos tiempos de “realismo capitalista”, por decirlo con Mark Fisher, dado que el sufrimiento no es solo de las visitantes al museo sino también de sus trabajadoras. Por eso es necesario revisar en qué medida el museo es también causa de ese malestar por las formas de producción que promueve y que permiten a la vez que obligan tener varias actividades a la vez, todas ellas precariamente remuneradas, extremadamente vulnerables, dependientes de una interconectividad muy ágil y en permanente movilización. A esto hay que sumar que, en el caso de las instituciones públicas, la rigidez del marco normativo y la estrechez de la legislación laboral que nunca ha tenido en consideración la naturaleza propia del trabajo artístico ni las nuevas formas de producción cultural contribuyen a generar situaciones en las que solo se suma violencia a la situación ya de por sí precaria de las artistas. La idea de movilización total queda encarnada en las trabajadoras culturales, siempre dispuestas, siempre en movimiento. La pandemia nos permite ver aún con más nitidez cómo de frágil es este modelo en el que la artista, como una malabarista, no puede parar de moverse si no quiere quedarse con las manos vacías. Sin una renta básica universal el sistema tal y como está planteado en la actualidad es insostenible.

Queerizar el museo no solo consistiría en incorporar a todas las minorías que han quedado excluidas, sino que apostaría por la activación de imaginaciones que nos hagan escapar del presente.”

Me gustaría además detenerme un poco más en la frase “El museo tendrá que cuidar como un hospital sin dejar de ser crítico”, para invertir su sentido, ya que los cuidados son, precisamente, una condición para que el museo pueda convertirse, para más personas, en un espacio crítico. Porque, a diferencia de lo que nos enseñó la estructuración del saber patriarcal, el conocimiento no se da exclusivamente desde la distancia crítica, sino que es el afecto el que desencadena el pensamiento en la mayoría de las ocasiones. Especialmente si participamos de unos cuidados que parten del apoyo mutuo y la igualdad de las inteligencias y no desde una concepción paternalista de los cuidados. La propuesta del hospital es sumamente acertada en la medida en que huya del modelo de hospital público de gestión privada implantado en la Comunidad de Madrid durante la última década y se aproxime al templo-hospital medieval que acogía a los peregrinos para su alimento, descanso y goce extasiado. Un museo que de cobijo y que favorezca que peregrinas, vecinas y conciudadanas encuentren entre sus paredes un lugar en el que poder “pasar el tiempo”, un tiempo distinto al de la productividad y el consumo. Sin embargo, no puedo terminar este texto sin compartir mi temor a que la idea de que los museos se conviertan en hospitales active una nueva ola curatorial y que, tras los giros “social”, “educativo”, “afectivo” o “performativo” de las pasadas décadas, desencadene una especie de “giro hospitalario”. Esa concatenación de giros arroja la imagen de un sistema del arte que como un torbellino gira sobre su propio eje. Un alarde de dinamismo permanente que, en la práctica, solo se mueve en lo conceptual pero poco hace por transformar radicalmente los fundamentos materiales de la institución. Si el museo no quiere acabar hundido, más que seguir girando en este mar revuelto, habría de virar su rumbo hacia aguas ecosocialistas.

PABLO MARTÍNEZ trabaja como Jefe de Programas en el MACBA desde 2016. Ha sido Responsable de Educación y Actividades Públicas del CA2M (2009-2016) y profesor asociado de Historia del Arte Contemporáneo en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid (2011-2015). Dirige la colección de ensayo et al. (Arcàdia- Macba), forma parte del equipo editorial de L’Internationale Online desde 2016 y es secretario de redacción de la revista de investigación Re-visiones desde 2014. Entre sus líneas de investigación se encuentran el trabajo educativo con el cuerpo, así como la investigación acerca de la capacidad de las imágenes en la producción de subjetividad política.  Es miembro impulsor de grupo de investigación y acción sobre educación, arte y prácticas culturales Las Lindes.  

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